El paso del tiempo en el proceso penal.
A propósito del
reclamo social contra la lentitud de la justicia y los encarcelamientos injustos
que implican una pena sin juicio.
No hay dudas de que el inevitable transcurso
del tiempo, trae sus especiales consecuencias en todos los órdenes de la vida.
Nada escapa a su paso. Ni siquiera el vino, que si bien su añejamiento en
muchos casos mejorará su calidad, su vencimiento provocará algún día su
enfermedad. En el ámbito de las relaciones humanas, hay un tiempo para cada
cosa, para cada etapa, vencidas las cuales es imposible conservarlas
manteniendo las notas esenciales que las caracterizan. En las personas, la
experiencia enriquece el conocimiento, pero luego como el reloj no se detiene,
la decrepitud destruye todo lo valioso que se había adquirido. De allí que
todos tengamos que estar atentos y ser inteligentes para saber retirarnos a
tiempo.
En esta existencial temporalidad humana, sólo
la creencia en otra vida, puede quitarnos o por lo menos, mitigar la angustia
que produce la certeza del paso del tiempo. Pero para ello hay que recurrir al
pensamiento mágico, que aparecerá –según afirman en general las religiones- por
tener dones especiales o por una gran cuota de ingenuidad –como pensamos los
ateos-, como se prefiera. Mientras tanto, como para distraernos de estas
preocupaciones filosóficas, pareciera útil que nos dediquemos a quejarnos de lo
que no debería ser afectado por el paso del tiempo. De lo que debería
cumplirse, hacerse, producirse, antes, aquí y ahora. Ansiosamente queremos que
nuestros deseos más fervientes, se cumplan. Sin embargo el tiempo pasa y como canta
Mercedes Sosa “nos vamos poniendo viejos”.
Los argentinos, no sólo ahora sino como un
deporte nacional, estamos muy dispuestos a pasar la vida de queja en queja.
Hasta llegamos a la piquetera costumbre de expresarnos en dudosa clave constitucional,
cuando reclamamos obras prometidas por los políticos en alguna campaña pasada.
Nos quejamos de no poder gozar ya, aquí y ahora, de la necesaria seguridad. De
que los planes económicos, lejos de favorecer a los trabajadores, afectan el
consumo y generan despidos y cierres de empresas, frente al llamado sinceramiento
para superar la “pesada herencia”. Pero aquí nos interesa detenernos un
instante en nuestra remanida queja sobre la “lentitud de la Justicia ”. Nos quejamos
no sólo porque las sentencias se demoran, sino también porque se pone en
libertad a quien esperaba su dictado en prisión preventiva. Qué paradoja. La
queja no apunta a que se demore el dictado de la sentencia que definitivamente
condene o absuelva al acusado, sino a su puesta en libertad, tras años a la
espera de su juzgamiento. La queja puntualmente se dirige a una libertad por
cese de prisión, cuando muchas veces pasaron años estando detenidos sin que se
tenga ni siquiera fecha del comienzo del juicio. Quienes así se quejan, incurren
además, en una gravísima afectación a los tratados internacionales que rigen en
la materia. Y los derechos humanos, son los derechos de todos los humanos, sin
distinción ideológica, racial, religiosa o de cualquier otro tipo.
A esta altura cabe hacer un poco de síntesis
histórica, sobre la cuestión de la duración del encierro preventivo, que da
lugar al fenómeno del “preso sin condena”. En efecto, hasta el advenimiento de
la democracia, la prisión preventiva no tenía límites temporales. Por lo tanto
era moneda corriente que los presos aguardaran muchos años, que se les dictara sentencia,
al punto que cuando ella ocurría en muchos casos se tenía por compurgada la
condena por el tiempo que llevaban en la cárcel. Esta situación de por sí
grave, era uno de los resabios inquisitoriales que heredamos de los tiempos
medioevales, donde los acusados por el Tribunal del Santo Oficio, esperaban sin
fecha fija ni probable, que se les hiciera el juicio, muriendo en prisión o por
lo menos gozando de cierta libertad, aunque debiendo vestir una capa que los
identificaba, llamada “sanbenito”. Por lo que el estigma era tan evidente que
no podían evitarse sus efectos. En realidad, aquel tribunal inquisidor se
caracterizó por dictar pocas sentencias en relación a la gran cantidad de
causas que tramitara y donde la regla era la prisión del acusado y por supuesto
el total decomiso de sus bienes, que pasaban automáticamente a la Iglesia. La razón de las
demoras, se encuentra en que, pese a las torturas suministradas, no se había
logrado la confesión del reo. Ese era el objetivo principal que se buscaba, con
fines absolutamente religiosos y por ende sólo entendibles a la luz de la fe,
de la creencia. La confesión permitía la reconciliación con Dios, claro que al
mismo tiempo tranquilizaba a los inquisidores ya que se les confirmaba la
culpabilidad sostenida en la acusación. Por lo tanto desde esa perspectiva, no
tenía sentido dictar la sentencia, que obviamente debía ser condenatoria, cuando
no venía precedida de un acto de constricción que lo volviera a la gracia
perdida. Pero volviendo a la actualidad, evidentemente -Revolución Francesa de
por medio-, las cosas han cambiado. Los objetivos son otros, pero igual se
demora el dictado de los fallos. Cuando se dicta la ley por la que el gobierno
de Raúl Alfonsín, adhiere a la Convención Americana de Derechos Humanos,
conocida como Pacto de San José de Costa Rica, por ser el lugar donde
originariamente se suscribió, todas las personas sometidas a proceso, tienen el
derecho a ser juzgadas en un tiempo razonable. El debate en principio se dio
para concluir qué se entendía por razonable. Finalmente otra ley dispuso que
nadie puede estar preso más de dos años o en casos excepcionales, hasta un
máximo de tres. De lo contrario debía ser puesto en libertad, sin perjuicio de
que se le hiciera el juicio y se dictara sentencia. El problema es que pese a
la implementación del juicio público y oral, que hacía pensar en una agilidad
que el sistema escrito no garantizaba, el cese de prisión por el transcurso de
los tres años, funciona a veces y a veces no. Se hicieron distinciones que la
ley no contemplaba para dejar en prisión más allá del mencionado límite de tres
años. Todo porque no se da comienzo al juicio, lo que permitiría el rápido
dictado de la esperada sentencia. ¿Por qué ocurre tal situación? Son muchas las causas de la demora, entre las
que se pueden señalar la desproporción entre el número de imputados a juzgar y
la limitación numérica de los tribunales existentes. En muchos casos, los
propios defensores son quienes provocan incidentes, que demoran el trámite, con
la velada complicidad de algunos Magistrados, que conciente o inconcientemente
ven el beneficio de pasar para más adelante la responsabilidad de dictar la
sentencia. Sobre todo en casos resonantes, donde se sabe la trascendencia
mediática que tendrá el fallo.
Aquí centramos nuestra crítica, ya que
consideramos que es la cuestión central, que pone en crisis todo el sistema
judicial en materia penal. Cuando la ley
establece que como máximo una persona no pueda permanecer en prisión preventiva
más de tres años, lo hace para cumplir con garantías constitucionales que se
encuentran vigentes, sobre todo desde que se incorporan los Tratados
Internacionales en la reforma de 1994. Se pone un importante límite al encierro
preventivo, por la sencilla razón de garantizar la razonabilidad del encierro,
frente al principio fundante del sistema judicial, por el cual nadie puede ser
considerado culpable hasta que no se dicte una sentencia que lo condene. Esta
importante ficción jurídica, conocida como “estado de inocencia”, genera entre
sus consecuencias, que la prisión durante el trámite del proceso, tenga
carácter excepcional y no sea una regla, que la convierta en una pena
anticipada. Solamente deben quedar presos aguardando la realización del juicio
y la consecuente sentencia, aquellos que pueden ser considerados “peligrosos”,
pero no para la sociedad, ya que entonces estaríamos adelantando un juzgamiento
prematuro, sino para la propia vida del proceso en marcha. Es decir, se los
considera capaces de alterar la investigación o de fugarse eludiendo el
eventual y futuro cumplimiento de una sentencia condenatoria. Con estas líneas
argumentales, la jurisprudencia (especialmente de la Casación Nacional )
ha venido limitando la aplicación de encierros preventivos automáticos, por el
simple expediente de la pena que en expectativa tenía la figura penal elegida.
Ello porque los legisladores, preocupados por el cumplimiento del famoso
sonsonete, “los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”, en
ciertos y determinados delitos, subían el monto de la pena mínima, para que no
pudieran ser excarcelados (ejemplo evidente las penalidades de ciertas figuras
de evasión tributaria). El problema es que se parte de un preconcepto, al
considerar “delincuente” al imputado, lo que implica precisamente desconocer la
vigencia de aquél principio constitucional de inocencia, que pretende
protegerlo. ¿Porqué? Simplemente porque se tiene conciencia política y
epistemológica, de que la tarea de juzgar como toda obra humana, es falible. De
allí que exista la alternativa de la absolución e incluso se obligue a los
jueces que ante la duda, se pronuncien a favor del acusado. Nos guste o no nos
guste, el sistema de nuestra República democrática, funciona con límites al
ejercicio del poder. Los tres poderes del Estado, deben someterse a esos
límites, porque de lo contrario se desnaturaliza el sistema político. Todos los
poderes deben concentrarse en que se respete “el debido proceso” que impone la Constitución
Nacional. En consecuencia, para que no se desnaturalice el
proceso, para que no se convierta en una pena anticipada, hay un tiempo para
juzgar y éste debe ser corto, mínimo, lo indispensable para que el acusador
consiga la prueba y esté en condiciones de producirla en la audiencia del
juicio público. La persona que está acusada de haber cometido el hecho, debe
ser la misma que es objeto de la sentencia. No se es el mismo tantos años
después, por lo que hasta se desnaturaliza el sentido de la pena, tema fundamental
que nos llevaría a otro profundo análisis, que siempre –los intelectuales- encontramos razones para postergarlo. Los
testigos no pueden guardar indefinidamente en su memoria con la misma
fidelidad, el recuerdo de lo vivido, por lo que urge su declaración en la
audiencia donde ambas partes, Fiscales y querellantes, como defensores, puedan
controlar lo que se afirma. Si se nos preguntara cuál es el tiempo razonable
para que una persona acusada de un delito permanezca cautelarmente en prisión
aguardando la realización de su juicio, no dudamos en que a lo sumo tres meses
serían suficientes. Si el Estado no está en condiciones de sentenciar a una
persona, en esos tres meses, una de dos: se ponen a revisar la estructura
judicial para dotarla de medios materiales y humanos, a fin de que se puedan
atender a todos en tiempo o de lo contrario se pone en libertad al acusado, ya
que es obvio que él además de gozar de aquella situación de inocencia, no se
puede responsabilizar por las fallas en el sistema. No hay otra alternativa, ya
que nadie debe querer volver a etapas superadas donde no había límites a la
duración del encierro “preventivo”. Hoy hay límites, quizás demasiado extensos.
Hoy no sólo hay presos sin condena, sino que tengo la seguridad de que hay
personas inocentes, o por lo menos sin que existan pruebas suficientes de su
culpabilidad, lo que para el caso es exactamente lo mismo, que están sufriendo
una prisión impuesta por medios de comunicación al servicio de esa ola de
quejas contra el Poder Judicial, ese reclamo de JUSTICIA. Ojala que el inexorable paso del tiempo, lejos
de desnaturalizar a la democracia que hoy gozamos, la fortalezca dotándola de
mejores mecanismos de realización, no sólo en el ámbito de la Justicia Penal , donde nos desenvolvemos,
sino en todos los órdenes de la vida. Antes que mejorar las leyes, se impone
mejorar el plantel de Magistrados ya que no pueden operar dejando en prisión a
personas, porque de esa manera satisfacen a un pueblo que reclama quejoso
contra la lentitud de la JUSTICIA.
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