La acción que da vida al proceso
ACCION Y REACCION EN EL PROCESO
En ese lugar de producción de discursos, que
entendemos por proceso, le corresponderá al actor iniciarlo, al Juez
proyectarlo y al tercero rechazarlo, conformando la dialéctica contradicción
que a su turno tendrá que ser resuelta por el tercero que ejerce la
jurisdicción. Por ese discurrir
circulará la verdad, o no. Nos conformamos con aceptar que los discursos sean
verosímiles, siempre operando de buena fe y en la creencia que alcanzamos por
lo menos la certeza.
1. Introducción:
Nos proponemos algunas reflexiones sobre el concepto de
acción procesal como fenómeno fundamental para entender al proceso, pero partiendo
de una concepción teórica unitaria que permita explicarlo independientemente de
los contenidos que fundamentan las pretensiones de las partes.
Creemos
firmemente en la necesidad de contribuir al debate sobre tan importante
aspecto, no solamente por el legítimo goce intelectual que toda discusión
produce, sino porque muchos de los problemas que presenta el funcionamiento del
procedimiento penal en países como el nuestro, que no ha podido despegar de las
raíces inquisitivas recibidas desde su tradición española o de la influencia
que en su momento provocó la legislación italiana, encontrarían una vía de solución si se
adoptaran los principios de un verdadero proceso, tal como lo pretende la norma
constitucional. Por ello pensamos que el tema de la naturaleza de la acción
tiene hoy vigencia, por lo menos para descubrir la profunda raíz
ideológicamente antagónica de quienes desde hace muchos años defienden un
procedimiento penal que, en rigor, termina por negar la existencia de ciertas
categorías procesales como la que nos ocupa. Es así, porque hay que entender
definitivamente que el tema de la acción procesal es ajeno a la inquisición
medioeval que todavía preside buena parte de nuestra normativa procesal, así
como también le es extraña una institución generada para su ejercicio público,
como lo es el Ministerio Público Fiscal en su más moderna construcción y
ubicación institucional.
Nos
interesa el análisis de lo que ocurre en el procedimiento penal, ya que es el
ámbito donde operamos en la práctica profesional y en las reflexiones
académicas. Particularmente advertimos la necesidad de exigir responsabilidad
en los autorizados a accionar y -obviamente- reaccionar, cuando en materia
penal la inquisición ha instalado un procedimiento de persecución donde además
de confundir la función de accionar con la de juzgar, ello se hace desde la
total irresponsabilidad estatal, ya que en ocasión de ver frustrado su objetivo
y rechazarse la pretensión punitiva, de nada se hacen cargo los operadores, ni
tampoco la institución estatal. De allí la importancia de analizar la situación
política e institucional en que se encuentran los órganos estatales encargados
del ejercicio de la acción y de la reacción.
Finalmente
nos interesa abordar la problemática que nos ocupa, pero relacionada con el
concepto de verdad, del que tanto se ha abusado para justificar excesos
cometidos en su pretendida búsqueda. Este punto de vista -completamente
personal-, nos ha llevado en nuestro estudio sobre el proceso, a pensar que la
base ideológica que sirve de marco a las distintas posiciones doctrinarias se
nutre en concepciones epistemológicas antagónicas, que muchas veces no afloran
conscientemente en los discursos de sus sostenedores.
Pensamos
que toda las posturas que nos atrevemos a considerar autoritarias, no
garantistas, conciben a "la verdad" como un valor absoluto; y por el
contrario, desde una visión relativa de esa verdad, se empieza a advertir la
necesidad de cubrir de garantías a las partes que operan en un proceso. El
drama de la verdad es el que tiñe a todos los discursos que se producen en el
proceso: de allí que la distinción entre la postura clásica de la acción
confundida con el derecho sustantivo respecto de la acción procesal como
instancia autónoma y abstracta, necesariamente debe hacer conexión con esta
cuestión que adquiere profundidad epistemológica, como lo intentaremos
demostrar en esta parte del libro[1].
Ello
nos llevará a concluir en que tanto la acción como la reacción importan discursos,
los que deben ofrecer cierto grado de verosimilitud en los hechos y derecho
invocados, para lo cual tratan de verse confirmados por los discursos
probatorios, todos dirigidos a conformar el discurso del Tribunal, el que
ocurrirá luego de finalizado el proceso, al que, desde este punto de vista,
debe vérselo como un lugar de producción discursiva.[2]
Esta
concepción nos sirve como marco teórico de nuestra postura, donde es vital la
utilización del lenguaje en relación con una supuesta verdad y advertir como el
derecho recurre a menudo a ficciones
discursivas que, impuestas por la ley, no admiten ser contradichas. De allí que
sea fundamental ser riguroso en la conceptualización que se utilice, desafío
que asumimos conscientes de caer en contradicciones propias de nuestra natural
limitación y de la imposibilidad de manejar criterios de verdad como absolutos,
cosa que le es completamente ajena a una moderna concepción del conocimiento
científico.
2. El concepto de acción y de reacción
según las diferentes concepciones doctrinarias.
El
concepto de acción en el derecho procesal no es el único que ofrece
dificultades a los juristas preocupados de estructurar sus teorías con
coherencia y respeto por la lógica discursiva. En general, se ha comprobado que
muchos de los problemas que llevan a d iscusiones donde se enfrentan posturas
doctrinarias aparentemente irreductibles, no encuentran sus causas en la
legislación que se ocupa de regular institutos sin demasiado respeto por una
técnica depurada, sino antes en la utilización de vocablos equívocos. Es decir,
sin ponerse de acuerdo con los códigos discursivos que se pretenden utilizar
para interpretar el sentido de las palabras utilizadas en definiciones,
conceptos, naturalezas jurídicas, etc... Ejemplo de ello se encuentran en cada
tema del derecho procesal, así como también ocurre con otras ramas jurídicas.
En
alguna oportunidad se advierte también que la extrapolación de institutos
tomados del derecho comparado, lleva irremediablemente a sacarlo de contexto y
al pretender hacerlo funcionar en un sistema completamente incompatible con
aquél donde tenía su origen, aparecen
los problemas interpretativos que conducen a jurisprudencias contradictorias.
Precisamente, en nuestra materia el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, cuya
influencia intelectual viene quedando evidenciada en nuestro recorrido,
advierte que “la palabra acción es uno de
los vocablos que mayor número de acepciones tiene en el campo del derecho”[3].
El
problema no es menor y no se reduce a la problemática de la enseñanza del
derecho en la universidad, sino que directamente afecta a la "seguridad
jurídica": último fin del derecho. Participamos de la idea de que a los
abogados nos resulta imposible pretender realizar un pronóstico de cómo
resolverá un tribunal determinado el caso que se le lleva a su juzgamiento[4];
más aún cuando ello depende del sentido que los jueces puedan atribuir a
conceptos que son equívocos, en virtud de la frecuente multivocidad de los
vocablos -característica que se presenta en todos los idiomas- utilizados por
los hombres en la ardua tarea que constituye ensayar una comunicación eficaz.
Para
cualquier estudioso del derecho procesal, enfrentarse a analizar el recorrido
intelectual que ya hicieran otros doctrinarios preocupados por ensayar tratados
o manuales explicativos del funcionamiento de determinado ámbito del
ordenamiento jurídico, lleva ínsito el estar alerta a la problemática aludida,
para no caer en la trampa que muchas veces ofrece la incorrecta utilización del
lenguaje.
Por
otra parte -y como objetivo del lenguaje-, la descripción con fines
comunicacionales de fenómenos que se pretenden explicar a partir del
conocimiento adquirido -sea especulativamente o describiendo la realidad donde
se ubican-, es inevitable un abordaje epistemológico previo y permanente.
Por
lo tanto, como ya lo advertimos, hay una cuestión de tipo metodológica de la
que se debe partir, para lo cual aceptamos la disyuntiva que filosóficamente
nos obliga a asumirnos desde el realismo o desde posiciones idealistas, y cada
una de ella en todas sus variantes conocidas. Sin pretender ofrecer en el
presente un acabado posicionamiento al
respecto, lo cierto es que todo trabajo intelectual como el que cumplimos, debe
partir de un marco teórico que le servirá de fundamento y funcionará
exigentemente en la fundamental preocupación de conseguir coherencia en el
razonamiento. Esta última finalidad es la que permitirá adjudicarle a la labor emprendida
la condición de trabajo científico, ya que será la lógica como ciencia la que
jerarquice la tarea emprendida, a la par que desde nuestro punto de vista, se
deberá considerar críticamente toda posición analizada y estar dispuesto a que
la nuestra también se exponga a similar tratamiento.
Sin
extremar las posiciones, no podemos evitar reconocer que nos resulta hasta el
momento prudente, advertir que si bien entendemos a la realidad preexistente y
sin dependencia de lo que como sujetos
podamos conocer -es decir, aprehender-, esa lectura estará siempre teñida de
nuestra subjetividad, que hará que en rigor veamos lo que podemos, o lo que
nuestro deseo inconsciente nos permite. Por otra parte, esa realidad que nos
circunda tiene sentido en tanto podemos conocerla, y siendo ese conocimiento
condicionado por toda nuestra historia personal como trasunta el realismo
aristotélico; pero -al mismo tiempo- ha sido imposible evitar la interferencia
de un idealismo que, sin llegar a ser el hegeliano, tiene su cuota de
responsabilidad en la explicación de las diferentes lecturas que los hombres
hacen de un mismo objeto discursivo.
Un
primer punto de partida en la conceptualización de la acción procesal y su
contracara, la reacción en el proceso, lleva a que nos preguntemos:
¿existe ésta con independencia de la ley positiva que la regula? ¿Es posible
hablar de “acción procesal”, sin preocuparnos por lo que dice la ley al
respecto, tomando en cuenta exclusivamente lo que ocurre en la realidad en el
más puro enfoque sociológico? Indudablemente, desde nuestro lugar de
observación -que es el del hombre preocupado por el funcionamiento del sistema
jurídico; que pretende abordarlo haciendo contacto con la filosofía en general
y con la filosofía del derecho en particular-, pensamos que las preguntas
formuladas deben responderse sin descuidar todos los aspectos que se relacionan
con el fenómeno que nos ocupa. La acción procesal debe ser vista desde su
funcionamiento en el ámbito social, que se recorta especialmente para su análisis,
pero teniendo en cuenta aquél "deber ser" que marca la norma en los
casos donde a ella se refiere.
Siguiendo
los lineamientos trazados por el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, -que de
alguna manera sintetiza el pensamiento de Humberto Briseño Sierra[5] uno
de los autores que ofrece mayor profundidad teórica sobre el tema -, es por
todos conocida una suerte de “historia del pensamiento procesal" que en
sus comienzos (en lo que se denomina como teoría clásica) vio a la acción como
un simple elemento del derecho subjetivo material violado o desconocido[6].
Se
decía que la acción procesal era el mismo derecho material puesto en movimiento
y armado en pie de guerra. Por lo tanto,
para explicar el fenómeno de la acción procesal partiendo de esta concepción,
se debía concluir en que accionar era simplemente el ejercicio de ese derecho
subjetivo violado; sin embargo se ha demostrado que ello no es así, porque en
la práctica accionan muchos que, a poco de poner en marcha el proceso, no
pueden demostrar la real existencia del
derecho subjetivo que se alega afectado.
De allí que se propone la diferencia entre litigio y conflicto[7]. Es
que si no existe diferencia esencial alguna entre el derecho material violado y
el derecho de acción, resulta imposible explicar qué ejerce el actor cuando
provoca el nacimiento y desarrollo de un proceso y el Tribunal luego de
concluido dicta una sentencia donde se declara que no le asistía ningún
derecho, rechazando en consecuencia su alegada pretensión. Aparece con claridad
un clásico error conceptual en la materia, ya que la acción procesal es
ejercitable más allá de que exista y se reconozca un derecho violado, donde se
pretende justificar la viabilidad de la pretensión.
Llegar
a la aceptación de este error conceptual en los clásicos, permitió un despegue
del derecho sustantivo, que incluso sirvió para la autonomía científica,
académica, y legislativa del derecho procesal,
para dar lugar a un segundo momento en el pensamiento de la doctrina
jurídica.
Aquí,
ya nadie va a afirmar que el derecho de accionar nace de la violación de un
derecho subjetivo material (pues, como vimos, ello quedaba en el puro plano de
la realidad social); sino que sólo cuando se pasa al plano jurídico del
proceso, dicha actividad va a recibir el nombre de acción. De esta manera se
reconoce que la acción procesal es un derecho distinto -y por ende, autónomo-
del derecho subjetivo material violado.
Se la va a considerar - en esta
etapa -, como un derecho subjetivo pero de carácter público: la intervención
del Estado le brindará ese carácter. Se
le reconoce a los particulares, un derecho para obtener la tutela de otro
derecho, el que se alega materialmente violado.
Lamentablemente,
por diversas razones dignas de ser analizadas desde lo ideológico, la íntima
relación entre el derecho material o sustantivo que se alega como afectado y el
naciente derecho de acción, va a permanecer complicando enormemente el
desarrollo doctrinario en la materia. Pasará mucho tiempo; mucha tinta se
utilizará en la discusión, sin que logre alcanzarse una construcción teórica
que no ofrezca reparos al abordaje desde
la lógica. Como lo advierte con meridiana claridad el autor que seguimos "se cae en un nuevo y manifiesto error
conceptual que ha perdurado en el tiempo: se mantiene vigente un íntimo e
indestructible parentesco entre el derecho material y el derecho autónomo de
acción, toda vez que al ser éste concreto queda sin desvincularse idealmente de
aquél y subsisten los mismos interrogantes que dieron vida al planteo del
problema"[8]. Así, se asiste al
nacimiento de la llamada "teoría de
la acción abstracta", según la cual el derecho de acción se acuerda a
todo quien quiera dirigirse a un Tribunal, procurando una sentencia favorable,
sin importar al efecto, si está o no asistido del derecho material que invoca.
El derecho de acción adquiere así una autonomía y se abstrae del fundamento
fáctico y/o jurídico donde fundamenta la legitimidad de la pretensión que se
ejerce.
Finalmente
llegamos -tras esta breve síntesis del recorrido que ha tenido el pensamiento
doctrinario en la materia-, a un tercer momento donde al derecho de acción
(autónomo y abstracto), se lo vincula directamente con un respaldo
constitucional. Al derecho de acción se lo va a considerar una especie del género
que lo conforma el derecho de petición a la autoridad[9]. En
esta suerte de "evolución" del concepto de acción, es perfectamente
posible advertir la raíz ideológica que influye en su construcción. La cuestión
se centra en las concepciones que defienden a la persona frente al Estado o,
por el contrario, la hacen sucumbir ante las posiciones paternalistas y hasta
autoritarias que condicionan todos los derechos individuales, bajo el pretexto
de los intereses públicos o sociales. No se hablará del derecho de acción, sino
más bien de una suerte de potestad, que va a convertir al accionado en
sujeto del proceso, aún contra su propia voluntad. En esta concepción se sigue
haciendo depender la existencia misma del derecho de acción de la violación de
un derecho material.[10]
En
ese objetivo doctrinario, tratando de explicar ¿qué es la acción procesal?,
muchas variantes surgieron de la imaginación de los juristas. Con mayor o menor
simpleza en el análisis y sin intentar agotar los ejemplos, se dijo que era un
derecho justiciario de carácter material; que era el instrumento jurídico para
la solución de un litigio; que era un poder de provocar la actividad de la sociedad
jurídicamente organizada o que era el derecho que corresponde a toda persona
para provocar el ejercicio de la actividad jurisdiccional del Estado.
Estamos
persuadidos que, como lo señala Adolfo Alvarado Velloso, "ninguna de ellas logra mostrar a la acción
como lo que realmente es y, mucho menos, cual un concepto único e inconfundible
en el mundo jurídico..... En rigor no definen sino que se limitan a fotografiar
el fenómeno... desde un ángulo dado, con lo cual se detienen en una imagen que,
por ello, resulta exacta parcial pero no totalmente”[11].
De
esta forma es posible, como lo hace el autor comentado, descartar cada una de
las definiciones que se limitan a “fotografiar” el fenómeno de la acción,
porque queda demostrado que ninguna de ella brinda una definición única e
inequívoca En efecto, que la acción es
un derecho subjetivo, de carácter público, de naturaleza autónoma, no se pone
en discusión, pero ellos no son
caracteres inconfundibles de este derecho, sino que existen otros tantos que
comparten estos adjetivos. Llegamos así a la conveniencia de implementar el
“método de la cuantificación evidencial” que propone el Profesor Humberto
Briseño Sierra. A partir del genero "instancias", mostrativas de las
distintas formas o medios en que la persona se relaciona con el Estado, y de
ello se ocupa el derecho en lo que denomina "Estatuto Político", la
acción resulta inconfundible por la proyección que enlaza tres sujetos: actor,
juez y demandado. “... la acción procesal
es la única instancia que necesariamente debe presentarse para unir tres
sujetos en una relación dinámica”[12] trasladándose finalmente la
pretensión del plano de la realidad social al ámbito jurídico.
Por
lo tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, es equívoco intentar clasificar
las acciones: la acción es una sola; lo que sí es posible distinguir es entre
distintos tipos de pretensiones, según sean los fundamentos jurídicos de los
sujetos que pretenden iniciar y desarrollar el proceso[13].
Luego volveremos sobre el tema de la pretensión, cuando analicemos el fenómeno
de la llamada "acción penal".
Ese
dinamismo tan particular, consecuencia de una característica que ofrece la
norma procesal y no cualquier otra norma jurídica, se presenta en el proceso
particularmente en la acción como instancia proyectiva. Es esa
proyectividad la que permite llevar al sujeto que lo provoca, a un tercer
sujeto de manera que resultan finalmente vinculados tres: accionante, juez y
reaccionante. El primer autor que conocemos que se ocupa de denominar
reaccionante al que en general todos llaman "demandado", es
precisamente Humberto Briseño Sierra[14].
La
presencia de la acción no se encuentra exclusivamente al principio sino a lo
largo del desarrollo de todo el proceso. Se acciona no solamente cuando se
demanda o se acusa, sino también cuando se prueba y cuando se alega. Asimismo,
también acciona (reacciona) el demandado o imputado, tanto cuando contradice,
como cuando prueba, cuando recurre, cuando contrademanda y finalmente alega
sobre su reconvención.
Como
lo grafica brillantemente el autor mexicano que venimos citando, en la acción
procesal se provoca la respuesta del juez y la contestación del demandado: la
respuesta del juez y la reacción del demandado en la prueba, la respuesta del
juez y la reacción del demandado en los alegatos. Ninguna acción va final y
definitivamente al juez, quien en rigor funciona trasladándola, porque la
acción se dirige a la contraria[15].
Desde
esta concepción cuantificadora de la acción, se va a construir el concepto
del proceso como serie dinámica de instancias proyectivas, que
funcionarán gradual y progresivamente y sobre el cual volveremos en todas las
oportunidades que hagamos referencias al juicio como sinónimo.
3. La acción procesal y su relación con
la llamada acción penal.
Finalizada
la apretada síntesis que hemos intentado reflejar precedentemente sobre el
concepto de la acción procesal y tomado partido por el que nos presenta
Humberto Briseño Sierra -al que conocimos primero gracias a la difusión de
Adolfo Alvarado Velloso y luego por el estudio que venimos haciendo de su obra
desde hace muchos años-, hay que destacar que
el hecho de trasladar tal enfoque para analizar el fenómeno del
ejercicio de la acción en materia penal, ofrece sus particularidades. Debemos
reconocer que el debate sobre la naturaleza de la acción procesal, siempre se
ha realizado en el ámbito del proceso civil, y si hoy estamos llevándolo al
campo del proceso penal, es precisamente por influencia de los mencionados
autores.
Comencemos
recordando que en el ámbito del procedimiento penal de nuestro país -como
sucede en general en toda Iberoamérica-, se distinguen perfectamente dos
grandes categorías jurídicas de delitos, cuyo criterio clasificador parte de
quienes se encuentran autorizados u obligados a impulsar su investigación y
sentencia: por un lado, la inmensa mayoría de figuras delictivas que el código
penal argentino denomina como “acciones públicas” en el artículo 71. (Y que en
realidad debe leerse "de ejercicio público", en tanto el único
autorizado a llevar adelante la función de actor es un órgano del Estado: el
Ministerio Público Fiscal). La otra categoría, que en su origen era mínima,
puesto que se reducía a cinco figuras enunciadas en el artículo 73 del código
penal (la calumnia, la injuria, la violación de secretos, la concurrencia
desleal y el incumplimiento de deberes de asistencia familiar cuando la víctima
es el cónyuge), solamente permite el ejercicio de la acción al particular
ofendido, pero desde la reforma introducida por la ley 27.147, se agrega la
posibilidad de la conversión de las acciones públicas en privadas, generadas
por leyes procesales. Ello es lo que ocurre en nuestra provincia, cuando se
admite que el Fiscal deje de ejercer su acción y sea quien alega su condición
de víctima que lo siga en forma privada. En estos casos, el Estado solamente se limita
a participar en la función de juzgamiento, pero de ninguna manera aparece
ejerciendo la tarea de dar inicio y desarrollo a un proceso penal; lo que queda
reservado -al mejor estilo del sistema acusatorio- a quien alega su condición
de víctima[16] y
utiliza para ello el instrumento de la querella privada. La función estatal
está presente -durante el desarrollo del proceso-, en el dictado de la
sentencia y a la hora de la ejecución de la pena, que por supuesto seguirá
siendo siempre pública.
Por
razones fundamentalmente históricas e ideológicas, el juzgamiento de conductas
delictivas y a excepción hecha de estas cinco figuras que menciona el artículo
73 del código penal, se presenta en los países que reconocen sus antecedentes
en el derecho penal europeo de raíz romana, con tanta prevalencia de lo público
estatal sobre lo privado individual, que guarda coherencia con la metodología
inquisitorial que, lejos de intentar construir un proyecto de proceso, se queda
con un mero procedimiento oficioso donde la búsqueda de la verdad justifica
todos los poderes adjudicados a los Tribunales. Esta característica,
fundamental de todo el sistema de enjuiciamiento penal, ha venido marcando la
diferencia entre éste y el procedimiento donde se ventilan intereses meramente
privados (civil, comercial, laboral). Probablemente sea ella la causa de que
durante buena parte de nuestros antecedentes doctrinarios sea imposible
trabajar al procedimiento penal desde una concepción unitaria del proceso, o en
muchos casos a no advertir tal circunstancia.
Originariamente,
la llamada Escuela de Córdoba -que tanto ha brindado a la evolución del derecho
procesal-, había advertido en sus inicios la incompatibilidad del procedimiento
penal y el programa diseñado por la Constitución Nacional, tal como se ocupara
de señalarlo su fundador, Alfredo Vélez Mariconde[17].
Sin embargo, pasaron muchos años para que Córdoba se definiera rotundamente en
poder aplicar la pena pública estatal según Constitución[18].
Trabajar
desde una teoría unitaria del proceso siempre ha contribuido a la crítica del
procedimiento penal vigente, ya que gracias a los elementos que ella brinda, se
termina concluyendo que el sistema inquisitorial implica la negación del
proceso y demuestra -en consecuencia- la dramática y total falta de garantías
en el juzgamiento de las personas en nuestro país; algo que cualquier
observador atento puede advertir sin mayor esfuerzo. Alguna vez, señalábamos la
necesidad de civilizar al procedimiento penal, ironizando con la
necesaria modificación del mismo, intentando incorporar el programa que se
utiliza en el ámbito judicial donde se ventilan cuestiones fundadas en el
derecho privado. De cualquier forma, aún sin partir de la teoría única del
proceso, hay que reconocer que autorizadas voces doctrinarias ponen su acento
crítico al modelo “mixto” que en su momento se presentó como "moderno".
Ello ha permitido que desde su cuna, -la provincia de Córdoba-, nacieran los
proyectos para modificarlo acercándolo, al modelo acusatorio, donde sea posible
distinguir entre la acción y la jurisdicción.
En
general, la doctrina argentina y extranjera, estudiosa de la historia de la
persecución penal y de sus sistemas, hace una defensa del modelo acusatorio,
reconociéndolo como el único garantizador[19]. Destacamos entre nosotros, especialmente la
labor cumplida por el jurista José Ignacio Cafferata Nores, ya que al repasar
su amplia producción de publicista se advierte una notable evolución donde, al
adherir al sistema acusatorio, debe necesariamente coincidir con el concepto de
proceso de la concepción unitaria que hemos reseñado precedentemente.
Sin
perjuicio de los modelos que siguiendo tal corriente mediterránea argentina hoy
se ofrecen como evolucionados y dignos de imitar para reformar otros caducos y
sin duda inconstitucionales, lo cierto es que la doctrina penalista y el código
penal permanecen confundiendo la acción con el derecho sustancial, es decir con
la pretensión punitiva que debe deducir obligadamente el Ministerio Público
Fiscal a partir de su convencimiento de la existencia de un delito, y la
posibilidad de demostrar la culpabilidad del autor en un juicio público,
obviamente oral.
Sebastián
Soler, uno de los más importantes juristas del derecho penal, en su principal
obra se refiere tanto a la acción como a la pretensión punitiva, sosteniendo
que son dos momentos distintos del mismo fenómeno. Por ello hace referencia a
la extensión de la pretensión punitiva y las clasifica según su ejercicio. No
entra en el tratamiento de la acción como derecho autónomo, propio del derecho
procesal, sino que lo deja relegado al ámbito material. Es más: en un Dictamen
del mismo autor siendo Procurador General de la Nación (en “FALLOS 244:568) fue
más allá y sostuvo que “...la atribución de las legislaturas locales sobre el
agotamiento de la acción penal cuando ella ha sido ejercida, es tan válida
desde el punto de los dispuesto en el art. 67 inciso 11 de la Constitución Nacional, como la
atribución del Congreso para legislar sobre las causas que pueden motivar la
extinción de la pretensión punitiva (art. 59 del C. P.)... –y ello es así, dado
que la clausura definitiva del procedimiento por el transcurso del tiempo-
...sólo funciona una vez que se ha iniciado el juicio por delito de acción privada es decir, cuando querellante y
acusado se han convertido ya en sujetos de una relación procesal cuya duración
no tiene en absoluto por qué quedar subordinada a lo que en materia de
prescripción pueda haber establecido el Código Penal, desde que todo lo
relativo a la regulación del procedimiento es del exclusivo resorte de las
provincias”[20].
Por
el contrario, Ricardo Núñez distingue la acción en su concepción material de la
procesal, aunque no ofrece demasiada claridad en su enfoque.[21]
El
Código Penal, por su parte, clasifica el
ejercicio de las acciones en públicas o privadas. Sabemos que la acción, por ser procesal es
siempre pública, ya que el derecho procesal que lo regula (sea cual fuere el
contenido de la pretensión) es una rama que pertenece a ese ámbito. Se
confunde, por ende, la naturaleza del
instituto con el órgano o persona que se autoriza a utilizarla.
Derivado
de una concepción idealista sobre el funcionamiento del sistema público estatal
en la materia, se encuentra el mantenimiento del principio de legalidad,
mediante el cual se entiende que frente al conocimiento de la existencia de un
hecho con apariencia delictiva, (en los delitos llamados de "acción
pública"), siempre y obligadamente se debe ejercer, incluso oficiosamente,
lo que supone la innecesaria participación de la alegada víctima o de cualquier
persona que provoque su actividad. Es por ello que participamos de la idea de
que el principio de legalidad en el ejercicio de la acción es propio de
sistemas autoritarios, donde se parte de concepciones positivistas que
pretenden que la ley contemple todas las hipótesis que se pueden dar en el
marco de la convivencia social. De cualquier forma, reconocemos que este punto
de vista no es aceptado unánimemente y se conocen autorizadas voces en un
sentido completamente opuesto[22].
Lo
cierto es que el principio de legalidad en el ejercicio de la acción procesal,
se encuentra atravesando una profunda crisis en los fundamentos filosóficos que
durante tanto tiempo lo sostuvieron incólume. En la actualidad, la suspensión
del juicio a prueba, los mecanismos
previstos en la propia ley penal tributaria (arts. 16 y 19), el introducido en
una ley de presupuesto -donde aparece claramente la finalidad recaudatoria que
se persigue[23]-,
son apenas algunos de los ejemplos que se pueden traer sobre el apartamiento de
esta absurda legalidad.
El
ejemplo más actual de la incorporación de criterios de oportunidad para el
ejercicio de la acción procesal penal, lo constituye el nuevo código procesal
penal para la provincia de Santa Fe, aunque con una deficitaria técnica que
termina autorizando a quien alega ser la víctima, a convertirse en querellante
exclusivo en ciertos casos[24]. La
aceptación de los criterios de oportunidad ya había comenzado a adquirir cierta
relevancia de la mano del Profesor Julio B. J. Maier, sin duda una de las voces
más caracterizadas de nuestra doctrina procesal penal, quien, aún sin llegar a
aceptar el marco teórico de una concepción unitaria que sirva para explicar el
fenómeno del juzgamiento de delitos, se muestra decididamente partidario de la
aplicación de un principio de oportunidad que permita no sólo decidir en qué
casos se ejercerá la acción, sino fundamentalmente la posibilidad de desistir
en ciertas condiciones aconsejadas por razones de política criminal que tornen
innecesaria la aplicación de la pena pública estatal[25].
Debemos
reconocer que sea cual fuere el criterio que se utilice para el ejercicio de la
acción procesal cuando la pretensión es penal (legalidad u oportunidad), ello
no modifica la naturaleza del fenómeno que nos ocupa, ya que en todo caso nos
conecta con la situación preexistente en la regulación de la actividad de los
funcionarios públicos a quienes se le encomienda su titularidad. Estén en todos
los casos obligados a ejercerla ante el conocimiento que tengan de determinadas
circunstancias y que pueden llegar a demostrar en el posterior juicio; o tengan
cierto margen de disponibilidad -atendiendo siempre a criterios de política
criminal establecidos en la legislación con claridad meridiana, para evitar
meros actos de discrecionalidad arbitraria-, el tema pasa por advertir si esa
función implica el ejercicio de una instancia que por su condición de
proyectiva, merece la conceptualización de acción.
Ninguna
duda cabe que en los llamados delitos de ejercicio privado, estamos en
presencia de una verdadera acción procesal, y como no existe en la teoría del
delito ninguna diferencia sustancial entre estas figuras y el resto de las que
contempla el código penal, no se advierte la razón de ser de su ausencia cuando
la actividad es cumplida por un órgano público estatal.
Ampliaremos
esto a continuación.
4. La situación de los órganos del
Estado que ejercen la acción y la reacción en materia penal.
Sabidos
es que, en general, los Estados de Latinoamérica -incluido el nuestro-,
presentan notorias diferencias entre las normas constitucionales por un lado y
los códigos procesales penales[26].
Así, los principios tomados de los modelos del constitucionalismo liberal (EE
UU) no encuentran compatibilidad en los sistemas procesales que luego se
regulan, pese al principio de supremacía constitucional que obligaría a su
respeto más puntilloso. De allí que en nuestros países todavía subsista la
confusión entre los roles de juzgar y de accionar, y los principales
responsables de una investigación penal previa a la decisión de llevar adelante
un juicio, sean los llamados jueces de instrucción. Al mismo tiempo, ya
en el plenario, se dota a los Tribunales de amplios poderes autónomos en
materia probatoria, lo que hiere de muerte a cualquier pretendida objetividad
en el análisis de los discursos de las partes, desnaturalizando la función
jurisdiccional.
Esta
concepción antigua sobre los mecanismos de enjuiciamiento penal, es
perfectamente compatible con la que recién analizábamos negando la distinción
entre la potestad del Estado de punir, y el derecho de acción con abstracción
del derecho subjetivo afectado por la acción típica. Sin embargo, hoy asistimos
a toda una corriente que perfectamente se puede denominar “garantista”, en
cuanto aspira a limitar el ejercicio del poder de los Tribunales, en aras a
conseguir la actuación de terceridad, imparcialidad e impartialidad que
caracterizan la función de juzgar[27].
De
allí que nos parece muy importante que la doctrina procesal penal en los países
americanos de raíz hispana, vayan teniendo en sus filas a juristas que
despeguen de concepciones antiguas sobre la acción, para permitir introducir un
fenómeno que, vigente para resolver conflictos privados, puede brindar un marco
mucho más garantista que el procedimiento inquisitorial que todavía da muestras
de buena salud y hasta es reclamado como sistema de mayor eficacia represiva
por quienes siguen sosteniendo políticas de ley y orden en una pretendida lucha
contra el delito. Sin embargo, sabemos que el camino por recorrer sigue siendo
largo y lleno de obstáculos ideológicos, pues aún sigue presente la figura
paternalista de un Estado investido en titular del poder-deber (potestad) de
perseguir penalmente, y se lo coloca en el objetivo de conseguir primero
"la verdad" para luego aplicar la pena. Lo que no se acepta es que,
en realidad, el Estado es una ficción como todo ente ideal creado por la ley, y
en consecuencia mal puede tener apetencias de "verdad", cosa que
exclusivamente corresponde a la subjetividad humana.
Es
preciso, a nuestro entender, un replanteo total de todo el sistema penal[28]
para dar cabida a los elementos que nos brinda una teoría del proceso única,
exigible desde el postulado constitucional garantista consagrado en el artículo
18, y regulado con mayor precisión en los tratados internacionales sobre derechos
humanos incorporados en la reforma de 1994.
Pero
este replanteo no se agota en la introducción del principio de oportunidad al
que antes hacíamos referencia, sino en profundizar el rol de aquella persona
que alega haber sufrido el hecho que se pretende calificar como delito, o sea,
quien se adjudica discursivamente la condición de víctima. Es precisamente ella
la que debe tener en primer lugar la posibilidad de ejercer la acción procesal
en reclamo de un proceso donde, demostrada "su verdad", por lo menos encuentre satisfacción con una
legítima pretensión de condena, que, aunque no le devuelva lo perdido, lo
lesionado, por lo menos encauce su deseo de justicia, que en el Estado de
Derecho, no puede quedar en manos privadas.
Desde
este punto de partida, la función del Ministerio Público Fiscal debe en primer
lugar revisar su legitimidad, y ello implica adecuar su representatividad
política de modo que lo convierta en digno instrumento de toda la sociedad,
para lo cual se presentan en el derecho comparado mecanismos de selección de
sus miembros que parten del voto popular, siempre tan temido por las ideologías
extremas y autoritarias. Hasta el momento, en nuestro país -como en muchos
otros de habla hispana-, el Ministerio Público Fiscal aparece deslucido, como
formando parte de la Administración Pública en una burocrática tarea más, pero
completamente alejado de los verdaderos intereses de las víctimas, y por ende
de una política criminal acorde a los requerimientos de una moderna concepción
del funcionamiento del derecho penal.
La
necesidad de replantear la función y legitimidad del Ministerio Público Fiscal
no puede desvincularse del concepto de acción que trabajamos, ya que mientras
se actúe oficiosamente desde la inquisición que mantiene entre otros institutos
a la deformada actuación del llamado Juez de Instrucción[29],
resultará imposible concebir que, en materia penal, se pueda hablar de proceso
desde la teoría única.
En
el otro ámbito del contradictorio que preside todo juicio penal, asistimos a
una reacción del imputado que ofrece graves falencias, producto del sistema
inquisitivo que no por casualidad domina el panorama.
En
primer término, en los procedimientos llamados de acción pública, esa reacción
del imputado aparece en la llamada “declaración indagatoria”, instituto
previsto precisamente con el objetivo claro de conseguir la confesión, y, por
lo tanto, no son pocos los códigos procesales penales vigentes que toleran sea
prestada sin la presencia del abogado defensor[30].
Por otra parte, en dicha oportunidad, se le presentan al imputado los hechos
que le atribuye el Juez Instructor, sin que sea necesario que el actor penal
(Ministerio Público Fiscal) formule previamente su instancia. A lo sumo se
exige que éste reclame la instrucción del sumario, con la circunstancia
agravante de que en algunos códigos procesales penales argentinos, se tolera
que ello sea decidido oficiosamente por el propio Juez[31]. De
manera que el imputado, cuando reacciona discursivamente, lo hace frente a un
accionar que no proviene de persona distinta de aquella que precisamente se
supone predispuesta para juzgarlo: de allí que aparezca evidente la confusión
de roles que caracteriza al sistema inquisitivo.
Otro
aspecto grave en los mecanismos procesales que regulan el enjuiciamiento en
materia penal en nuestro país, es que sea cual fuere la reacción que asuma el
imputado, el desarrollo procedimental será invariablemente el mismo. De modo que se encuentra en similar situación
aquél que niega toda la imputación, como quien confiesa lisa y llanamente la
comisión del hecho. Similar suerte corre -a su turno-, en la etapa del
plenario, ya que éste cumple todas sus secuencias con total independencia de la
reacción del acusado, que perfectamente puede haberse allanado a toda la pretensión
del actor.
Paradojalmente,
si se produjera la rebeldía del imputado, pese a encontrarse perfectamente
enterado de la pretensión punitiva ejercida en su contra, se suspenderá todo el
proceso, impidiéndose el llamamiento de autos, por lo que no habrá nunca
sentencia, con el beneficio evidente de la prescripción que correrá a favor del
contumaz. En esta regulación absurda donde se premia al imputado que se niega a
concurrir al proceso, pese a estar convocado mediante el ejercicio de la acción
-siempre y cuando no haya operado la prescripción liberatoria que extingue la
pretensión-, se pone en total riesgo la
posibilidad de que en el futuro se consiga eficacia en los discursos
probatorios a llevar en el debate público y oral, ya que sabido es que con el
transcurso del tiempo, no habrá la misma fidelidad en el recuerdo que mantengan
los testigos del hecho acaecido en el remoto pasado. De allí que impedir el
juicio en rebeldía no sólo importa desconocer que la reacción del imputado es
un derecho a ejercerlo del modo que libremente prefiera -y por lo tanto si
decide no concurrir ello no puede incidir en el desenvolvimiento del proceso-,
sino que además convierte en ilusoria toda posibilidad de confirmación
probatoria a cumplir por el actor, ya que no se realizará la audiencia de
debate.
Conforme
una concepción unitaria del proceso, es inadmisible que el proceso penal en
nuestro país no regule el juicio en rebeldía[32],
dadas determinadas condiciones que aseguren la opción que ha elegido el
imputado, para no utilizar el debate que se le ofrece a fin de hacer valer su
discurso contradictorio.[33]
Finalmente,
pero siempre relacionado con la reacción del imputado en el ámbito penal, no parece que la provisión de defensor -para
quienes no pueden asumir el costo de un abogado particular- como función a
asumir por el Estado resulte la mejor solución al problema; más aún si tenemos
en cuenta el agravante constituido por la búsqueda de hacer "carrera
judicial" por parte de funcionarios de la planta del Poder Judicial que
tienen a su cargo las defensorías públicas y que -precisamente-, para
seguirlas, responden en muchos casos -como ocurre en nuestra provincia- a
directivas de quien es nada menos que el titular del Ministerio Público Fiscal:
el Procurador General de la Corte.
De
manera que, tanto la función de ejercer la acción, como de asistir técnicamente
a quien debe reaccionar, son conducidas por el mismo funcionario que se
encuentra facultado a emitir órdenes particulares a ambas partes. No parece
garantizadora la función del Estado en un ámbito que debería ser materia de
delegación a los Colegios profesionales de Abogados, para que organicen con la
debida independencia de criterios, un eficaz servicio de defensa, donde el
particular que los requiera pueda contar con un abogado en ejercicio de la
profesión, y no un funcionario del Estado, que además pretende ser ascendido a
Juez. Ello sin perjuicio de que los fondos con los que se haga funcionar el
servicio sean provistos por el Estado, ya que en este sentido es evidente el
interés de toda la sociedad en cubrir la asistencia técnica de quien no puede
contratar un abogado particular a su costo.
5. La responsabilidad de los operadores
que accionan y reaccionan en el ámbito penal en
materia de costas.
En
los modelos inquisitivos es impensado que finalizado el procedimiento y
habiendo fracasado el intento condenatorio, el mismo Estado se condene a pagar
las costas que ha tenido que afrontar el imputado. El autoritarismo puesto al
servicio del descubrimiento de la verdad, es además, absolutamente
irresponsable. Por el contrario una de las características del modelo
acusatorio es la responsabilidad de sus operadores, de allí la importancia de
este tema que muy poca atención despierta en los autores y menos en la
jurisprudencia.
Es
evidente que la actividad de ejercer la acción -y a su hora la de reaccionar-,
en cualquier proceso de que se trate, conlleva una importante responsabilidad a
la hora de evaluar su costo y averiguar quién será el responsable del pago. Sin
embargo, a tal punto existe un ámbito de irresponsabilidad, que en general no
existe condenación en costas al Estado cuando el imputado resulta sobreseído o
absuelto. Partiendo de la premisa de que quien ha vencido en el juicio no tiene
porqué hacerse cargo del costo que implicó su trámite, el perdidoso debe ser
responsable por regla general de abonar todo lo que insumió en gastos el
proceso. Ello resulta indiscutible en cualquier proceso donde las pretensiones
se funden en derechos civiles, comerciales
o laborales, y en general los códigos de procedimientos se encargan de
establecerlas con claridad. A su hora, la construcción jurisprudencial muestra
una rica línea donde, excepcionalmente y en caso de aplicarse invalidaciones
procesales (nulidades), se ha llegado a cargar con las costas a los propios
Magistrados que con sus irregularidades las provocaron.
En
el proceso penal que existe en nuestro país, con más o menos variantes, en los
llamados delitos de acción pública, el Ministerio Público Fiscal rara vez
resulta condenado en costas, pese a que los códigos establecen la regla que la
parte vencida debe hacerse cargo de su pago. Son innumerables los casos donde
su pretensión punitiva es finalmente rechazada y se culmina con la absolución
del imputado, pero no se habla de condena en costas al actor. Ello conduce a la
tremenda injusticia de que los imputados no sólo deben sufrir el estigma que
importa socialmente el ser sometido a un proceso penal -teniendo a veces que
pasar en prisión preventiva el tiempo que demanda arribar a la sentencia-, sino
que en la generalidad de los casos deben sufragar los gastos de honorarios de
su defensor, los de peritos, y demás costos que origine sus defensas.
Existiendo
querellante conjunto, en el caso en que el imputado resultare absuelto y se
rechace las pretensiones punitivas ejercidas por los actores, las costas
deberían ser soportadas en proporción con el Estado, según un porcentaje que
fije el tribunal, en función del caso concreto[34].
Con mayor razón cuando el querellante ha quedado en solitario ejercicio de la
acción. Por supuesto que hablamos de la parte querellante, no del
representante, del mismo modo en que distinguimos la persona del Fiscal y el
organismo Ministerio Público, así como en el caso del condenado no le alcanza a
su defensor.
En
consecuencia existiendo una instancia de querellante, procederá la excepción de
arraigo, para proteger al imputado que tiene que afrontar gastos en su defensa,
contra la aventura de quien alega su condición de víctima y que cuando resulte
condenada aparezca su insolvencia. Obviamente el arraigo no procederá si quien
se constituye ha demostrado previamente su estado de pobreza, o por el
contrario posee bienes en la provincia.
Por
su parte, a los condenados se les carga con las costas que se traducen en
absurdos y caprichosos sellados de los que se ocupan las leyes fiscales. Todos
son igualitariamente condenados en costas que consisten en una suma fija,
establecida por una ley, sin tener en cuenta el real costo que ha demandado ese
proceso en particular, es decir, sin practicarse una planilla donde se sumen
todas las horas de trabajo de funcionarios, policías, peritos, abogados, y
todos los eventuales gastos realizados por el Estado. Ello lleva a tratar en
forma desigual a quien ha provocado con su reacción todos esos gastos, y a
quien por el contrario al allanarse a toda la pretensión del Fiscal, ha evitado
su realización con el consiguiente ahorro al erario público. Asistimos a un sistema procedimental donde
accionar por parte del Ministerio Público Fiscal resulta prácticamente
gratuito, ya que en general se acude siempre a la excusa de tener "razones
plausibles para litigar" a fin de no hacer lugar al pedido de imposición
de costas para el actor público penal.
Más
allá de que los códigos procesales penales en general se ocupan del tema de las
costas -las que deben aplicarse a la parte vencida, dejando al margen tanto a
los representantes del Ministerio Público Fiscal, como a los abogados y
mandatarios que intervengan en el proceso, salvo casos especiales donde se
dispone lo contrario-, lo cierto es que se advierte una suerte de corporativa
actitud de los Tribunales protegiendo al Ministerio Público Fiscal. Nos resulta incomprensible que no exista
jurisprudencia donde los Tribunales impongan las costas al Ministerio Público
Fiscal, tal como hemos constatado por lo menos en el ámbito de nuestra
actuación local[35].
6. El contenido discursivo de la acción
y la reacción, en su relación con la verdad.
Llegamos
al tema final de este capítulo, donde pretendemos vincular los contenidos
discursivos que presentan las distintas instancias de las partes en el proceso,
y su relación con la verdad.
Siguiendo
con nuestro punto de vista en función del marco teórico elegido, se puede concluir
en que toda instancia importa la vehiculización de un discurso, para concluir
en que el propio proceso es un lugar de producción discursiva, donde las partes
tratan de demostrar la verosimilitud de la propia con otros discursos, en la
expectativa de un tercero (el discurso favorable en la sentencia) que a su hora
debe enmarcarse en el discurso de la ley (un texto sin sujeto).
[36]
El
tema de la verdad constituye un eje central de todo lo relacionado con un
proceso judicial, a tal punto que, como sabemos, los autores tradicionalmente
distinguían para el proceso civil, la verdad formal (o sea la que
aportan las partes y consta en el expediente por escrito), y para el penal, una
denominada verdad real, alegando la existencia de intereses sociales que
justificarían la distinción.
No
compartimos tal distinción, ya que resulta una tautología la adjetivación de
"verdad real", porque obviamente lo real es verdadero y la verdad una
vez obtenida es una realidad para el sujeto.
Otros
juristas utilizan el concepto de verdad judicial[37] o
de verdad consensuada, mostrando por un lado el lugar donde se obtiene (el
ámbito de la actuación del Poder Judicial) y por otro el acuerdo o consenso de
todos los operadores respecto de lo que se considera como verdad.
Precisamente el ordenamiento jurídico del Estado de Derecho tiene, entre sus
funciones limitadoras del ejercicio del poder, la de recortar esa verdad que la
doctrina tradicional pretende considerar como objetivo inmediato del proceso[38].
En
realidad, la cuestión de la "verdad" es altamente estimada en el
ámbito del funcionamiento del proceso judicial, porque se encuentra vinculada
en el plano axiológico con "la justicia"[39].
Esta relación ya se encuentra presente en los fundamentos de la religión judeo
cristiana, si advertimos pasajes bíblicos donde se hace referencia a que Dios
es "la verdad", e incluso se la menciona en la pregunta que Pilatos
le hace a Jesús y que éste no contesta porque su misión era dar
"testimonio de Justicia", como se ocupa de señalarlo nada menos que
Hans Kelsen[40], en
su filosófica preocupación por contestar a la pregunta ¿Qué es la Justicia? De allí que tenga mucha importancia en el
terreno moral, para cualquier operador del derecho, partir de bases ciertas en
lo fáctico y también en las especulaciones jurídicas: es decir, de la verdad.
No se puede concebir a la justicia, entendida como valor exigente que preside
la aplicación del derecho vigente, sin su presupuesto fundamental: la verdad. A
tal punto que sin la verdad, es decir; sin el conocimiento humano adquirido
respecto de hechos acaecidos, no es posible "hacer justicia".
Conseguir
"la verdad", en determinadas circunstancias históricas, constituye de
por sí un acto de justicia, tal como se ha sostenido en los movimientos de
defensa de derechos humanos al luchar por el descubrimiento de los crímenes
cometidos por la dictadura militar en nuestro país. Entonces -y siempre en
apretada síntesis- aparece una disyuntiva entre dos epistemologías: la verdad
como valor absoluto, de manera que
existe antes y por fuera del hombre que la aprehende para, desde ella,
obrar en consecuencia; o por el contrario, la verdad como valor relativo,
de modo que existan tantas verdades como hombres aleguen haberla conseguido; o
admite por lo menos el conocimiento adquirido es siempre imperfecto y por ende
posible de refutar. Es evidente que la primera concepción es propia del
pensamiento religioso y se adquiere mediante la fe; mientras que todas las
variantes relativas responden a una concepción racional que parte del reconocimiento
de las limitaciones humanas para conocer.
Estas
sintéticas reflexiones filosóficas no son gratuitas, ya que estamos persuadidos
de que antes de la elección de un modelo de enjuiciamiento, antes de tomar
partido sobre la naturaleza de la acción o sobre cualquier tema jurídico, es
preciso la adopción de una epistemología determinada. De allí que el principal
debate en la actualidad en el ámbito jurídico penal en rigor se plantea
entre "solidarismo[41]"
y "garantismo"[42],
que en realidad implica un debate ideológico sobre distintas lecturas de la
realidad que nos circunda, sobre distintas concepciones del hombre y sus modos
de conocer.
Nuestra
convicción parte de defender el paradigma de la llamada "verdad
correspondencia", que en el proceso judicial pretende una construcción
discursiva que permita el examen de su verosimilitud fáctica, evocadora del
pasado, a partir de otros discursos (las pruebas) que lo legitimen o
justifiquen, para así permitir un pronunciamiento de la autoridad que asume la
responsabilidad de imponer una condena. De allí que intelectual y políticamente
debamos coincidir en reconocer una paradoja; porque frente a esa necesidad de
obtener la verdad que -como dijimos-, implica una correspondencia entre los
objetos exteriores (los hechos ocurridos), y el recuerdo mismo, su evocación
discursiva, aparecen los límites garantistas que impone el Estado de Derecho
mediante el discurso de la ley. Ello lleva a precisar que la verdad conseguida
- en un sistema democrático y regulado normativamente, de modo que el poder se
subordina a la ley-, debe respetar otros valores tan importantes moralmente
como ella (por ejemplo la persona y su dignidad). Por eso y como se ha
señalado, la verdad procesal que se propugna no es una verdad "a cualquier
precio"[43],
porque convivir en un Estado de Derecho no es ni debe ser gratuito, sino que
todos los días debemos "pagar" la libertad y demás valores que se
pretenden defender, con el reconocimiento de límites al ejercicio del poder.
Nuestra
Constitución Nacional, a la par que diseña una política criminal coherente con
la ideología liberal que la inspira[44],
tiene entre sus objetivos preambulares el de "afianzar la Justicia",
y ello solamente puede alcanzarse desde criterios de verdad. En materia penal
el tema adquiere particularidades para el accionado, a partir de la
"presunción o principio de inocencia"[45],
que preferimos denominar "ficción de inocencia", y del que derivan
cuatro aspectos con incidencia procesal: a) que si el imputado reacciona con su
silencio no puede por ello presumirse su culpabilidad; b) que toda la carga
probatoria le corresponde a quien acciona; c) que ante la duda del Juez sobre
los hechos en que se funda la pretensión del actor, debe necesariamente
absolver al reaccionante y d) que excepcionalmente se puede privar de su
libertad al imputado durante el curso del proceso y por un término limitado,
siempre que existan pruebas de que eludirá el cumplimiento de la futura pena.
Todo ello condiciona la labor evaluadora del Juez al finalizar el proceso, ya
que determinada reacción del imputado (su silencio), no importa tener por
ciertos los hechos afirmados por quien acciona. En definitiva, condiciona la
valoración que desde cierto criterio de verdad se haga sobre la autoría y
culpabilidad del imputado, la que deberá en todos los casos ser probada,
demostrada responsablemente por quien ejerce la acción, ya que la inocencia se
presupone desde la ficción normativa.
Pasemos
entonces a establecer la relación que estos condicionamientos normativos que de
algún modo recortan las posibilidades de llegar a la verdad, tienen con el tema
de la acción en el proceso.
Precisamente,
es íntima la vinculación que descubrimos, si se advierte que en la teoría
clásica, la confusión entre derecho subjetivo y acción no admitía la
posibilidad de que alguien accionara sin ser titular de un derecho violado. Es
decir, el ejercicio de la acción era una manifestación del mismo derecho donde
se fundaba la pretensión insatisfecha. Pues bien, en la inquisición, no había
problemas teóricos en el análisis, no sólo porque la distinción entre acción y
jurisdicción no se daban ya que coincidían en la misma persona, sino porque
tampoco preocupaba demasiado el tema de buscar la verdad. En realidad, estamos
persuadidos que el Tribunal del Santo Oficio -como se llamaba a sí mismo -, no
buscaba la verdad con el procedimiento que iniciaba, sino que ella ya estaba
presente y obtenida mediante la fe que iluminaba sus espíritus. El objetivo era
exclusivamente conseguir salvarle el alma al imputado que, por los pecados
cometidos, necesitaba arrepentirse para volver al estado de gracia del que se
había alejado con su conducta. Por ello se buscaba su confesión a toda costa.
Así se explica que muchos procesos medioevales nunca terminaran, ya que no se dictaba
sentencia sin esa confesión que a veces no se producía pese a los tormentos a
que era sometido el imputado, quien seguía con el “sambenito” expuesto
públicamente o encerrado en solitaria prisión. No existía en el pensamiento
inquisitorial la posibilidad de que un Tribunal reconociera un error, porque
ello pondría en crisis no una cuestión política de ejercicio del poder, sino
fundamentos religiosos incuestionables.
Cuando
se empieza a analizar racional y críticamente el procedimiento de enjuiciamiento
penal de la mano del reconocimiento de la posibilidad de error, aparece el
reconocimiento de dos derechos diferentes: el de acción autónoma y abstracta y
el derecho alegado como violado. De manera que si no se lograba
"con-vencer" (vencer con) discursivamente al Tribunal, éste
rechazaría la pretensión deducida y la existencia del derecho que se alegaba
violado, pero no el ·derecho de acción, pues a todas luces era evidente que los
sujetos habían sido admitidos en el juicio por tener derecho a ser parte en el
mismo.
De
esta forma, se puede trazar un paralelo colocando, por un lado, los modelos
inquisitoriales con todas las variantes autoritarias, que parten de una
concepción absoluta de verdad al servicio de la cual se dota a los Tribunales
de poderes sin limitaciones -y para los cuales no ofrece ningún reparo la
concepción clásica del derecho de acción sustantivista-, y por el otro lado,
los modelos garantistas, que admiten una visión relativa de la verdad
racionalmente adquirida, con muchas limitaciones en el ejercicio del poder
público, para lo cual es imprescindible diferenciar el derecho de acción
procesal del supuesto derecho sustantivo violado.
De
cualquier forma, convengamos que la justicia o injusticia de los
pronunciamientos se podrán presentar en cualquiera de los modelos. La cuestión
pasa por advertir que en el primer caso, será más factible la producción de
arbitrariedades; mientras que en el segundo, habrá mayores garantías de
racionalidad al permitirse el control del poder que se ejerce.
En
este esquema de razonamiento, el concepto de acción procesal importa una
verdadera garantía para las partes, en tanto esas instancias son los vehículos
en los que circulan los discursos que pretenden convencer al Juez a partir de
que los considere verosímiles[46].
Precisamente
una eficiente producción discursiva permitirá la correcta aplicación del
derecho de fondo, cuya efectiva existencia dependerá del decisorio del Tribunal
que lo reconozca.
7. La regulación de la acción procesal
en la ley 12.734 de Santa Fe.
Pasamos ahora a dedicar nuestra atención a la
regulación que se hace del fenómeno de la acción en el derecho positivo.
Tomaremos el modelo que, si bien ya ha sido promulgado como nuevo código
procesal penal para la provincia de Santa Fe, aún no se encuentra plenamente
vigente, estando operativas algunas de sus normas, en función de una ley
especial que lleva el n°12.912 y que implementa una etapa de transición hasta
que llegue el esperado momento de su total vigencia.
En el Título II, denominado “Acciones” el nuevo código
procesal penal de Santa Fe va a regular tanto el ejercicio público como
particular de la acción. Sin perjuicio de volver luego en el próximo capítulo
sobre la regulación del querellante y su relación con el Fiscal, interesa en éste
el análisis del marco teórico de la acción que se va a ejercer, tanto por el
particular como por el órgano del Estado provincial.
Como lo venimos señalando, a esta altura de la
evolución doctrinaria en materia procesal es claro que la voz acción es equívoca,
ya que pese a la distinción entre el derecho de fondo o sustantivo y el
procesal o adjetivo, se la sigue confundiendo con la pretensión que contiene
cuando persigue incriminar a un sujeto. Sin embargo, el concepto que se
corresponde con el de “proceso” (sistema acusatorio o adversarial), es el que
entiende a la acción como una instancia proyectiva, ya que si bien la parte la
dirige al Juez, éste la redirecciona contra la otra parte, dando lugar a la
serie que posibilitará la existencia del proceso.
En el Capítulo I se ocupará de la “Acción Penal”, como
si se adhiriera a la concepción sustantivista, que denomina a la acción por el
contenido sustancial de la pretensión que esgrime contra el imputado; lo
correcto hubiera sido llamarla simplemente “acción procesal”, que contiene una
pretensión penal. De todos modos se trata nada más que de una cuestión de nombres; aclarado este punto,
debe entenderse que se refiere a la derivación del derecho a “peticionar ante
las autoridades” y que resulta exactamente lo mismo aunque las pretensiones
difieran notablemente[47].
En su artículo 16 se va a ocupar de la acción que se
puede promover de oficio, es decir, sin necesidad de una excitación extraña. Se
establece que la preparación y el ejercicio de la acción penal pública estarán
a cargo del Ministerio Público Fiscal, quien podrá actuar de oficio siempre que
no dependiera de instancia privada. Pero a renglón seguido se aclara que podrá
sin embargo estar a cargo del querellante, ya que el Código lo admite. Incluso
las peticiones del querellante habilitarán a los Tribunales a abrir o continuar
el juicio, e incluso a juzgar y a condenar, de modo que ya se advierte el grado
de autonomía que se le adjudica y que, como veremos en el capítulo siguiente,
tiene poco de adhesivo y mucho de autónomo o exclusivo.
En el artículo 17 se trata el tema de la acción que se
ejerce en principio por el Fiscal, aunque como vimos también puede estar a
cargo del querellante, en las hipótesis en que para su validez se depende de
una instancia privada. En efecto, cuando la acción penal dependiera de
instancia privada, se establece que no se podrá ejercitar si las personas
autorizadas por la ley penal no formularan manifestación expresa ante autoridad
competente de su interés en la persecución. Razones privadas hacen que el
Estado no pueda perseguir penalmente, si no está autorizado por quien ha
sufrido personalmente la acción delictiva. El hecho de instar supone la clara
manifestación de la voluntad en que se lo persiga penalmente al imputado y por
lo tanto ella debe ser relativamente espontánea, libre y no puede luego
retractarse. Una vez manifestada esa voluntad, lo que puede ocurrir en el acto
de la denuncia o en cualquier otro acto procedimental como puede ser una
declaración testimonial, se entiende, en doctrina, que carece de efectos que la
víctima cambie de opinión y desee que no se ejerza la acción penal. Sin embargo
si el objetivo es preservar a quien resulte en principio como la víctima del
hecho, para no exponerla a un procedimiento penal, que le puede ocasionar
nuevos perjuicios, no vemos inconvenientes en receptar la retractación, cuando
todavía la publicidad no ha existido. Si todavía no ha comenzado a realizarse
una actividad investigativa importante que la haya expuesto a la víctima,
parece razonable aceptar su nueva voluntad producto del cambio de idea. De
hecho, los tribunales han sido receptivos a aceptar las explicaciones de una
víctima que quiere darle un sentido diferente a la denuncia penal que en su
momento radicara en sede policial, con el objetivo de archivar sumarios por
falta de habilitación de instancia; las
que no resultan admisibles son las explicaciones absurdas inventando motivos
para no reconocer que se tenía toda la intención de instar cuando se concurrió
a denunciar. Incluso la doctrina entiende que hecha aquella manifestación en el
sentido que no había interés en promover la instancia, es posible volver a
intentar la persecución penal, a partir de reconocerla como irrenunciable. Ello
es también fuente de situaciones irregulares, ya que no se puede desconocer
que, muchas veces, la voluntad de la víctima es doblegada o -peor- comprada-,
merced a la entrega de dinero a cambio de que no habilite la instancia. Pues
bien, cuando esa entrega es como compensación por los daños sufridos, la
manifestación de la víctima que no tiene interés en la persecución penal debe
tener efectos de renuncia a formularla en el futuro.
De cualquier forma, como veremos, este tipo de situaciones
deben encuadrar en algún criterio de oportunidad para que más allá del tema de
la instancia privada, el Fiscal no ejerza la acción penal.
Una de las características de la instancia que nos
ocupa, es el de ser objetivamente inextensible, de modo que en el ámbito
fáctico, el titular del poder de instar -en ciertos casos-, podrá recortar y
solamente permitir el ejercicio de la acción penal para determinado encuadre
jurídico penal, aunque los hechos fueran más amplios y dieran para mayor
repercusión.
Otra característica es la de ser subjetivamente
indivisible, en el sentido que no puede el instante elegir a determinado
imputado de modo que la acción solamente se dirija en su contra. Producida la
instancia, carece de relevancia cualquier apreciación que pudiera hacer la
víctima, respecto de los imputados que cometieron el hecho. De manera que el
ejercicio de la acción penal, no encuentra limitación alguna para dirigirse
contra todos los que resulten con algún nivel de participación en el hecho
denunciado, salvo que algún criterio de oportunidad le indique lo contrario.
Pero ello dependerá del funcionario del Ministerio Público Fiscal, no de la
voluntad de quien alega ser la víctima y tiene el poder de instar para
habilitar la persecución penal.
8. A modo de conclusiones:
Respecto
de la acción y su opuesta la reacción, la única concepción doctrinaria
inequívoca que permite cuantificarla evidencialmente es la que las presenta
como instancias que las partes proyectan mediante la intervención del Tribunal.
Así
concebida la acción procesal, desde una concepción unitaria del proceso, su
contenido discursivo perfectamente puede aludir a una pretensión penal, como
podría hacerlo de una civil.
Los
órganos del Estado que ejercen la acción en materia penal deben ser diferentes
de los que ejerzan la jurisdicción y deben estar legitimados democráticamente
para asegurar la representación de la sociedad, sin menoscabo del derecho de
acción de quien alega su condición de víctima.
Por
su parte, al reaccionante se le debería proveer asistencia técnica jurídica,
donde preferimos que ello esté a cargo de profesionales designados y
controlados por los Colegios de Abogados.
Los
operadores que accionan y reaccionan en el ámbito penal deben responder por las
costas que su actuación genere, conforme los principios generales en la
materia. Ello hace a la responsabilidad de su actuación.
El
contenido discursivo de la acción y la reacción debe presentar cierta
verosimilitud y confirmarse con otros discursos, con el objetivo de convencer
al Tribunal para conseguir un resultado favorable.
[1]
Respecto al problema de la
verdad, así como al de las perplejidades
del lenguaje a los que venimos aludiendo,
pueden verse las obras de Aulis Aarnio: “Sobre la ambigüedad semántica
en la interpretación jurídica, en Doxa, 1987; o el análisis de diversas teorías
que realiza sobre la obtención de una única “respuesta correcta” en materia de
derecho (también en DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 1990); “La verdad
en el proceso penal, una contribución a la epistemología jurídica” de Nicolás
Guzmán, editores del Puerto, Bs. As., 2006; Genaro Carrió: “Notas sobre el
derecho y el lenguaje”, de Abeledo Perrot, Bs. As., 1965; Hart, Herbert: “El
concepto de derecho”, mismo editorial que el anterior, 1963. Sugerimos también
“Introducción filosófica al derecho” de Werner Goldschmidt, Depalma, Bs. As.,
1996 y las obras de Karl Popper -cuya honestidad, simpleza, claridad de
pensamiento y exposición nunca deja de asombrarnos - en “La lógica de la
investigación científica” y el imperdible “La sociedad abierta y sus enemigos”,
entre otros. Agregamos la recomendación de la lectura de las obras de Michel
FOUCAULT, “La verdad y las formas jurídicas” Gedisa México 1990, “Las palabras
y las cosas” Planeta España 1984 y el Glosario de aplicaciones, de Sergio
Albano que reúne los principales términos acuñados por Foucault, Edit.
Quadrata, Bs. As. 2005.
[2] Ya en el capítulo III hicimos referencias a la oratoria y
a la argumentación, como herramientas en la producción del discurso.
[3]Confr. ALVARADO VELLOSO, Adolfo, “Introducción al
estudio del Derecho Procesal”, Editorial Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1989, pág.
75.
[4]Confr. FRANK
Jerome, uno de los principales exponentes del llamado realismo jurídico
norteamericano, su obra "Derecho e
incertidumbre jurídica" Edit. Fontamara, México 1991.
[5]Confr. BRISEÑO
SIERRA Humberto, "Derecho Procesal"
1era. edición Cardenas Edit. México 1969, Volumen II, pág. 178 y
siguientes.
[6]Una puntual
crítica a la teoría clásica, aunque sin reconocer a la acción dentro del
"mundo del proceso", puede verse en la obra de Lino Enrique PALACIO
"Manual de Derecho Procesal Civil", Edit. Abeledo Perrot Bs.As. 1976
pág. 101 y ss.
[7]ALVARADO VELLOSO
Adolfo ob. cit. pág. 25 y 78. “se entiende por litigio la simple
afirmación, en el plano jurídico del proceso, de la existencia de un conflicto
en el plano de la realidad social, aún cuando de hecho él no exista… litigio es
inseparable de la función judicial y una de las bases necesarias del concepto
de proceso… no puede darse lógicamente un proceso sin litigio (aunque sí sin
conflicto)”.
[8]Confr. ob. cit.
pág. 79.
[9]Confr. la obra de
Eduardo J. COUTURE "Introducción al estudio del proceso civil" pág.
18, Edic. Depalma Bs.As. 1978.
[11]Confr. ob. cit.
pág. 81. .. no siempre es necesario que
intervenga el Estado ya que muchas veces los litigios se autocomponen o se
heterocomponen por la vía del arbitraje privado, por lo que no son caracteres
intrínsecos de la acción. Finalmente, sostiene que si bien mediante la acción
se intenta lograr la protección de una pretensión jurídica o de obtener la
tutela del derecho objetivo, no es esta una muestra inconfundible del derecho
de acción ya que en la mayoría de los
casos el derecho opera espontáneamente por consenso de los coasociados.
[13]En la obra
citada, Adolfo ALVARADO VELLOSO, se ocupa entre otros temas de quienes son los sujetos
de la instancia (quien y ante quien) siendo requisito ser persona capaz (de no
serlo, por supuesto se podrá -y deberá- actuarse con la debida representación).
Ante quien se insta, será un juez, un árbitro, y también los casos
excepcionales del jury o los supuestos de juicio político. La causa es
el mantenimiento de la paz social, impidiendo el ejercicio de la justicia por
mano propia. El objeto es el para qué del ejercicio del derecho de
acción, con el consecuente desarrollo de un proceso que concluirá finalmente en
una sentencia (la cual se halla fuera del fenómeno del proceso).
[14]Ob. cit. pág.207.
[15]Ob. cit. pág.
209.
[16]En realidad en el
sistema se habla lisa y llanamente de "la víctima", sin advertir que
en realidad se debe reconocer la posibilidad de que no lo sea, y por ello
preferimos hacer la reserva de que se trata de quien alega tal condición.
[17]Confr. VELEZ
MARICONDE Alfredo, "Derecho Procesal Penal" Tomo I Edit. LERNER Bs.
As. 1969 pág. 27 y sig. Interesa fundamentalmente la opinión de Vincenzo
MANZINI "Tratado de Derecho Procesal Penal", Tomo I Edit. Librería El Foro. Bs.As. 1996. Pág. 390
y ss. por la notable influencia que ejerció en su momento sobre la obra de
aquél.
[18]Adviértase la
postergada implementación del Jurado en las sucesivas reformas del
procedimiento penal de la Nación, pese al claro texto constitucional que lo
exige en los juicios penales.
[19]Confr. VERGER GRAU Joan "La defensa del imputado y
el principio acusatorio", Edit. Bosch, Barcelona 1994, HENDLER, Edmundo “Sistemas Procesales Penales Comparados”. Editorial Ad-Hoc. Buenos Aires, 1999.
[20]Confr. SOLER
Sebastián "Derecho Penal Argentino", Tomo II pág. 439 y ss., Edit.
TEA, Bs.As., 1973.
[21]Confr. "La
acción civil en el proceso penal" Edit. Lerner Córdoba 1982 pág. 12 y
ss. Un análisis del tratamiento de la
acción penal en los principales autores del derecho penal de fondo puede verse
en VAZQUEZ ROSSI Jorge "Derecho Procesal Penal" Tomo I, Conceptos
Generales, pág. 317 y ss., Edit. Rubinzal Culzoni, Santa Fe 1995.
[22]Confr. HERNANDEZ
PLIEGO Julio Antonio. "El programa de Derecho Procesal Penal", pág.
130 y ss., Ed. Porrúa, México 1998, 3ra. edic. Estima que el criterio
dispositivo (principio de oportunidad) es propio de los regímenes de gobiernos
dictatoriales o despóticos en postura que de ninguna manera compartimos, si
bien reconocemos que mediante uno u otro mecanismo de ejercicio de la acción el
dictador puede cumplir sus atropellos.
[23]Nos referimos al
artículo 73 de la ley de presupuesto sancionada y promulgada con el número
25.401, que expresa: "El Organismo
Recaudador estará dispensado de formular denuncia penal respecto de los delitos
previstos en las leyes 23.771 y sus modificaciones, y 24.769, en aquellos casos
en que el PODER EJECUTIVO NACIONAL haya dispuesto regímenes de presentación
espontánea en función de lo reglado por el artículo 113, primer párrafo de la
ley 11.683 (T.O. 1998) y sus modificaciones, en la medida que el responsable de
que se trate regularice la totalidad de las obligaciones tributarias omitidas a
que ellos se refieran. En los mismos términos estará dispensado el Organismo
Recaudador cuando el PODER EJECUTIVO NACIONAL haya dispuesto regímenes de
regularizaciones de obligaciones tributarias. En aquellos casos donde la
denuncia ya la hubiera formulado el organismo recaudador, el Ministerio Público
Fiscal, procederá a desistir de su pretensión punitiva, una vez verificado que
el contribuyente o responsable se haya presentado espontáneamente para
regularizar el cumplimiento de sus obligaciones tributarias o previsionales
omitidas."
[24]Confr. la Ley 12.734 que en su art. 19 establece los criterios
de oportunidad y en el 22 admite la conversión de la acción.-
[25]Confr. MAIER
Julio B. J. "Derecho Procesal Penal". Tomo I Fundamentos, Edit. del
puerto. Bs.As. 1996 pág. 830 y ss.
Siendo a no dudarlo un digno exponente del llamado garantismo procesal,
sin embargo en su obra no hace alusión a conceptos de acción procesal, y en
exposiciones públicas se presenta como enemigo de teorías que expliquen el
fenómeno del proceso, al que simplifica denominando genéricamente sistema de
persecución penal, o de enjuiciamiento penal.
[26]Así lo reconoce
VELEZ MARICONDE Alfredo, confr. su "Derecho Procesal Penal" Edit. Lerner Bs.As. 1969.
[27]Confr. FERRAJOLI
Luigi "Derecho y razón" Teoría del garantismo penal. Ed. Trotta
Madrid 1997.
[28]Últimamente son
contadas las leyes que no contienen un capítulo destinado a normas penales y
nuevos delitos. Más grave aún resulta la política de utilizar al proceso penal
con fines netamente represivos, lo que sucede mediante el mecanismo de las
medidas coercitivas que desnaturalizan su finalidad cautelar. Es necesario como
lo propone Daniel ERBETTA realizar otras miradas en ámbitos de políticas no
penales para atacar las causas de conductas que se pretenden prevenir o
erradicar. Confr. "Seguridad ciudadana y sistema penal en la conciencia
social" Revista de la Facultad de Derecho de la U.N.R. nª10 año 1992 pág.
79 y ss. y "Garantías constitucionales y derecho penal de emergencia"
Rev. Universitas Iuris N° 14 - 1997 pág. 108. Similar recorrido crítico con
sólidos argumentos, lleva a cabo el jurista Eugenio Raúl ZAFFARONI, ver su
ponencia presentada en el Congreso Internacional de Derecho Penal, con motivo
del 75ª aniversario del Código Penal.
[29] Una interesante
crítica a la función que cumplen los llamados jueces de instrucción, puede
verse en el libro de Héctor SUPERTI "Derecho Procesal Penal" Temas
conflictivos. pág. 65 y sigtes., Edit. Juris, Rosario, 1998.
[30]Con una supuesta “conformidad” prestada por el
imputado, para declarar sin la presencia de su defensor, como se pretende
inferir de lo dispuesto en el CPP de la Nación art. 295, o surge expresamente
del art. 317 del CPP de Santa Fe (ley 6740). Por el contrario el nuevo CPP de
esta provincia establece en su art. 110 que para no ser invalidada la
declaración del imputado deberá siempre contar con la presencia de su defensor
(ley 12.734).
[32]El nuevo CPP de Santa Fe (ley 12734) es el único que
establece que si la rebeldía se produce comenzada la audiencia del juicio, este
no se suspende y se continúa dictándose sentencia.
[33]Confr. SUPERTI
Héctor C. ob. cit. pág. 97 y ss.
[34] Así el Código
procesal penal del Chubut en su artículo 242.-
[35]Venimos desde
hace tiempo insistiendo en los tribunales provinciales de Rosario, en que se
apliquen las costas al Ministerio Público Fiscal, sin éxito en nuestro
emprendimiento, y en un caso el Tribunal entendió que las costas debían
integrar una autónoma demanda resarcitoria de daños y perjuicios a iniciar
posteriormente contra la Provincia de Santa Fe. Confr. Acuerdo Nª5 t. 38 Fª383
del 10 de marzo de 2000 en la causa R.L.M. s/ violación, robo calificado y
privación ilegal de libertad, C.A.P. Sala IIa. de Rosario. Recientemente, la
Sala IV integrada, a instancias del vocal del primer voto Dr. Rubén D. Jukic,
escapando de su competencia ya que el tema no había sido introducido en los
agravios, nos “hizo notar” (forma elíptica de llamarnos la atención) que
estábamos equivocados ya que los funcionarios estaban exentos, cuando en
realidad en primera instancia habíamos pedido la condena en costas al organismo
no a la persona que ejerce la función y además se nos dijo que nuestra actitud
podía ser interpretada como un modo de amedrentar a los Fiscales!! (Acuerdo
N°360 del 21 de septiembre de 2009, en la Causa 901/2009 F. D.F. s/ Homicidio
culposo).
[36]Abordar el
derecho, a partir de sus objetos discursivos, supone desmontar los diversos
mecanismos por los cuales este discurso del poder, y sobre el poder somete,
estructura, regula y reprime. Una lectura hecha por la Teoría Crítica del
Derecho analiza los procesos de producción y circulación de los discursos
jurídicos en las distintas formaciones sociales y, además revelar las razones
de su eficacia en el control de los impulsos y en la manipulación del deseo. De
allí que para ello sea imprescindible hacer interdiscursividad con la
lingüística, y el psicoanálisis. Confr. "El discurso jurídico. Perspectiva
psicoanalítica y otros abordajes epistemológicos": LEGENDRE Pierre,
ENTELMAN Ricardo, MARI Enrique y otros. Edit. Hachette. Bs.As. 1982.
[37]Confr. BERTOLINO
Pedro "La verdad jurídica objetiva" Edit. Depalma Bs.As. 1990, donde
se puede conocer la operatividad práctica que el concepto ha tenido en
decisiones jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en
función del recurso extraordinario federal.
[38]Confr. MAIER
Julio B. J. ob. cit. pág. 855.
[39]En este tema
resulta interesante el trabajo de Patricia COPPOLA y José I. CAFFERATA NORES, "Verdad
procesal y decisión judicial" Alveroni Ediciones, producto de la
interdiscursividad entre la filosofía del derecho y el derecho procesal penal.
[40]Confr. KELSEN
Hans "¿Qué es Justicia?" Bs. As. Planeta Argentina 1993, pág. 35
citado por COPPOLA P. y CAFFERATA NORES J.I. ob. cit. pág. 8.
[41]Defendida en
ámbitos académicos locales por el Profesor de Filosofía del Derecho Dr. Héctor
H. Hernández, con quien hemos tenido la oportunidad -no muchas veces concedidas
por otros solidaristas- de confrontar nuestras respectivas ideas públicamente.
Algunos aspectos de su posición pueden verse en "Discurso penal,
garantismo y solidarismo", revista jurídica El Derecho del 10 y 11 de
julio de 1996.
[42] Un interesante libro que condensa el pensamiento de
algunos activistas y solidaristas, ha sido publicado por el Instituto de
Ciencias Jurídicas y Sociales de la
Región Centro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de
Córdoba, bajo la dirección del Dr. Ariel ALVAREZ GARDIOL. Los primeros
liderados por el Profesor Jorge PEYRANO y los segundos por el Profesor Adolfo
ALVARADO VELLOSO. Destaco del prólogo del Dr. Ariel ALVAREZ GARDIOL, las
atinadas referencias a Jürgen HABERMAS, en tanto adoptando una postura
superadora del activismo y garantismo procesal, propone como verdadero
paradigma jurídico o procedimental discursivo, jerarquizando así el
procedimiento y el discurso como los atributos esenciales de la juridicidad.
Concluye el prologuista, que los únicos paradigmas incontrovertibles que tienen
su origen en el mundo griego, son el jusnaturalismo y el juspositivismo. Confr.
“Activismo y Garantismo Procesal”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias
Sociales de Córdoba, Edit. Advocatus 2009. Pág. 9
[43] Confr. Patricia
COPPOLA y José I. CAFFERATA NORES, "Verdad procesal y decisión
judicial" Ob cit. Pág. 10.
[44]Traducida en
sostener un derecho penal de acto y no de autor, en limitar la punición a
partir del principio de legalidad penal, la irretroactividad de la ley salvo
que fuere más benigna, etc...
[45]Implícito en el
art. 18 de la C.N. y expresamente establecido en las convenciones
internacionales que se le incorporan a su texto en la reforma de 1994 (art. 75
inc. 22: art. 11 Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 8 ap. 2
Convención Americana sobre Derechos Humanos).
[46]El significado es
posible extraerlo al separar "vero" - "símil", y al
invertir los términos, aparece el concepto como "símil de verdad".
[47] Muchos temas
relacionados con la regulación de la pretensión punitiva, se encuentran en el
código penal como ocurre con la prescripción, a la que aquél código le llama
“de la acción penal”, contribuyendo aún más a la confusión reinante.
Comentarios
Publicar un comentario