La acción que da vida al proceso



ACCION Y REACCION EN EL PROCESO




En ese lugar de producción de discursos, que entendemos por proceso, le corresponderá al actor iniciarlo, al Juez proyectarlo y al tercero rechazarlo, conformando la dialéctica contradicción que a su turno tendrá que ser resuelta por el tercero que ejerce la jurisdicción.  Por ese discurrir circulará la verdad, o no. Nos conformamos con aceptar que los discursos sean verosímiles, siempre operando de buena fe y en la creencia que alcanzamos por lo menos la certeza.

1. Introducción:
Nos proponemos algunas reflexiones sobre el concepto de acción procesal como fenómeno fundamental para entender al proceso, pero partiendo de una concepción teórica unitaria que permita explicarlo independientemente de los contenidos que fundamentan las pretensiones de las partes.

Creemos firmemente en la necesidad de contribuir al debate sobre tan importante aspecto, no solamente por el legítimo goce intelectual que toda discusión produce, sino porque muchos de los problemas que presenta el funcionamiento del procedimiento penal en países como el nuestro, que no ha podido despegar de las raíces inquisitivas recibidas desde su tradición española o de la influencia que en su momento provocó la legislación italiana,  encontrarían una vía de solución si se adoptaran los principios de un verdadero proceso, tal como lo pretende la norma constitucional. Por ello pensamos que el tema de la naturaleza de la acción tiene hoy vigencia, por lo menos para descubrir la profunda raíz ideológicamente antagónica de quienes desde hace muchos años defienden un procedimiento penal que, en rigor, termina por negar la existencia de ciertas categorías procesales como la que nos ocupa. Es así, porque hay que entender definitivamente que el tema de la acción procesal es ajeno a la inquisición medioeval que todavía preside buena parte de nuestra normativa procesal, así como también le es extraña una institución generada para su ejercicio público, como lo es el Ministerio Público Fiscal en su más moderna construcción y ubicación institucional. 

Nos interesa el análisis de lo que ocurre en el procedimiento penal, ya que es el ámbito donde operamos en la práctica profesional y en las reflexiones académicas. Particularmente advertimos la necesidad de exigir responsabilidad en los autorizados a accionar y -obviamente- reaccionar, cuando en materia penal la inquisición ha instalado un procedimiento de persecución donde además de confundir la función de accionar con la de juzgar, ello se hace desde la total irresponsabilidad estatal, ya que en ocasión de ver frustrado su objetivo y rechazarse la pretensión punitiva, de nada se hacen cargo los operadores, ni tampoco la institución estatal. De allí la importancia de analizar la situación política e institucional en que se encuentran los órganos estatales encargados del ejercicio de la acción y de la reacción.

Finalmente nos interesa abordar la problemática que nos ocupa, pero relacionada con el concepto de verdad, del que tanto se ha abusado para justificar excesos cometidos en su pretendida búsqueda. Este punto de vista -completamente personal-, nos ha llevado en nuestro estudio sobre el proceso, a pensar que la base ideológica que sirve de marco a las distintas posiciones doctrinarias se nutre en concepciones epistemológicas antagónicas, que muchas veces no afloran conscientemente en los discursos de sus sostenedores.

Pensamos que toda las posturas que nos atrevemos a considerar autoritarias, no garantistas, conciben a "la verdad" como un valor absoluto; y por el contrario, desde una visión relativa de esa verdad, se empieza a advertir la necesidad de cubrir de garantías a las partes que operan en un proceso. El drama de la verdad es el que tiñe a todos los discursos que se producen en el proceso: de allí que la distinción entre la postura clásica de la acción confundida con el derecho sustantivo respecto de la acción procesal como instancia autónoma y abstracta, necesariamente debe hacer conexión con esta cuestión que adquiere profundidad epistemológica, como lo intentaremos demostrar en esta parte del libro[1]

Ello nos llevará a concluir en que tanto la acción como la reacción importan discursos, los que deben ofrecer cierto grado de verosimilitud en los hechos y derecho invocados, para lo cual tratan de verse confirmados por los discursos probatorios, todos dirigidos a conformar el discurso del Tribunal, el que ocurrirá luego de finalizado el proceso, al que, desde este punto de vista, debe vérselo como un lugar de producción discursiva.[2]

Esta concepción nos sirve como marco teórico de nuestra postura, donde es vital la utilización del lenguaje en relación con una supuesta verdad y advertir como el derecho recurre a  menudo a ficciones discursivas que, impuestas por la ley, no admiten ser contradichas. De allí que sea fundamental ser riguroso en la conceptualización que se utilice, desafío que asumimos conscientes de caer en contradicciones propias de nuestra natural limitación y de la imposibilidad de manejar criterios de verdad como absolutos, cosa que le es completamente ajena a una moderna concepción del conocimiento científico.

2. El concepto de acción y de reacción según las diferentes concepciones doctrinarias.
El concepto de acción en el derecho procesal no es el único que ofrece dificultades a los juristas preocupados de estructurar sus teorías con coherencia y respeto por la lógica discursiva. En general, se ha comprobado que muchos de los problemas que llevan a d iscusiones donde se enfrentan posturas doctrinarias aparentemente irreductibles, no encuentran sus causas en la legislación que se ocupa de regular institutos sin demasiado respeto por una técnica depurada, sino antes en la utilización de vocablos equívocos. Es decir, sin ponerse de acuerdo con los códigos discursivos que se pretenden utilizar para interpretar el sentido de las palabras utilizadas en definiciones, conceptos, naturalezas jurídicas, etc... Ejemplo de ello se encuentran en cada tema del derecho procesal, así como también ocurre con otras ramas jurídicas.

En alguna oportunidad se advierte también que la extrapolación de institutos tomados del derecho comparado, lleva irremediablemente a sacarlo de contexto y al pretender hacerlo funcionar en un sistema completamente incompatible con aquél donde tenía su origen,  aparecen los problemas interpretativos que conducen a jurisprudencias contradictorias. Precisamente, en nuestra materia el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, cuya influencia intelectual viene quedando evidenciada en nuestro recorrido, advierte que “la palabra acción es uno de los vocablos que mayor número de acepciones tiene en el campo del derecho”[3].

El problema no es menor y no se reduce a la problemática de la enseñanza del derecho en la universidad, sino que directamente afecta a la "seguridad jurídica": último fin del derecho. Participamos de la idea de que a los abogados nos resulta imposible pretender realizar un pronóstico de cómo resolverá un tribunal determinado el caso que se le lleva a su juzgamiento[4]; más aún cuando ello depende del sentido que los jueces puedan atribuir a conceptos que son equívocos, en virtud de la frecuente multivocidad de los vocablos -característica que se presenta en todos los idiomas- utilizados por los hombres en la ardua tarea que constituye ensayar una comunicación eficaz.

Para cualquier estudioso del derecho procesal, enfrentarse a analizar el recorrido intelectual que ya hicieran otros doctrinarios preocupados por ensayar tratados o manuales explicativos del funcionamiento de determinado ámbito del ordenamiento jurídico, lleva ínsito el estar alerta a la problemática aludida, para no caer en la trampa que muchas veces ofrece la incorrecta utilización del lenguaje.

Por otra parte -y como objetivo del lenguaje-, la descripción con fines comunicacionales de fenómenos que se pretenden explicar a partir del conocimiento adquirido -sea especulativamente o describiendo la realidad donde se ubican-, es inevitable un abordaje epistemológico previo y permanente.

Por lo tanto, como ya lo advertimos, hay una cuestión de tipo metodológica de la que se debe partir, para lo cual aceptamos la disyuntiva que filosóficamente nos obliga a asumirnos desde el realismo o desde posiciones idealistas, y cada una de ella en todas sus variantes conocidas. Sin pretender ofrecer en el presente  un acabado posicionamiento al respecto, lo cierto es que todo trabajo intelectual como el que cumplimos, debe partir de un marco teórico que le servirá de fundamento y funcionará exigentemente en la fundamental preocupación de conseguir coherencia en el razonamiento. Esta última finalidad es la que permitirá adjudicarle a la labor emprendida la condición de trabajo científico, ya que será la lógica como ciencia la que jerarquice la tarea emprendida, a la par que desde nuestro punto de vista, se deberá considerar críticamente toda posición analizada y estar dispuesto a que la nuestra también se exponga a similar tratamiento.

Sin extremar las posiciones, no podemos evitar reconocer que nos resulta hasta el momento prudente, advertir que si bien entendemos a la realidad preexistente y sin dependencia  de lo que como sujetos podamos conocer -es decir, aprehender-, esa lectura estará siempre teñida de nuestra subjetividad, que hará que en rigor veamos lo que podemos, o lo que nuestro deseo inconsciente nos permite. Por otra parte, esa realidad que nos circunda tiene sentido en tanto podemos conocerla, y siendo ese conocimiento condicionado por toda nuestra historia personal como trasunta el realismo aristotélico; pero -al mismo tiempo- ha sido imposible evitar la interferencia de un idealismo que, sin llegar a ser el hegeliano, tiene su cuota de responsabilidad en la explicación de las diferentes lecturas que los hombres hacen de un mismo objeto discursivo.

Un primer punto de partida en la conceptualización de la acción procesal y su contracara, la reacción en el proceso, lleva a que nos preguntemos: ¿existe ésta con independencia de la ley positiva que la regula? ¿Es posible hablar de “acción procesal”, sin preocuparnos por lo que dice la ley al respecto, tomando en cuenta exclusivamente lo que ocurre en la realidad en el más puro enfoque sociológico? Indudablemente, desde nuestro lugar de observación -que es el del hombre preocupado por el funcionamiento del sistema jurídico; que pretende abordarlo haciendo contacto con la filosofía en general y con la filosofía del derecho en particular-, pensamos que las preguntas formuladas deben responderse sin descuidar todos los aspectos que se relacionan con el fenómeno que nos ocupa. La acción procesal debe ser vista desde su funcionamiento en el ámbito social, que se recorta especialmente para su análisis, pero teniendo en cuenta aquél "deber ser" que marca la norma en los casos donde a ella se refiere.

Siguiendo los lineamientos trazados por el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, -que de alguna manera sintetiza el pensamiento de Humberto Briseño Sierra[5] uno de los autores que ofrece mayor profundidad teórica sobre el tema -, es por todos conocida una suerte de “historia del pensamiento procesal" que en sus comienzos (en lo que se denomina como teoría clásica) vio a la acción como un simple elemento del derecho subjetivo material violado o desconocido[6].

Se decía que la acción procesal era el mismo derecho material puesto en movimiento y armado en pie de guerra.  Por lo tanto, para explicar el fenómeno de la acción procesal partiendo de esta concepción, se debía concluir en que accionar era simplemente el ejercicio de ese derecho subjetivo violado; sin embargo se ha demostrado que ello no es así, porque en la práctica accionan muchos que, a poco de poner en marcha el proceso, no pueden demostrar la real existencia del  derecho subjetivo que se alega afectado.  De allí que se propone la diferencia entre litigio y conflicto[7]. Es que si no existe diferencia esencial alguna entre el derecho material violado y el derecho de acción, resulta imposible explicar qué ejerce el actor cuando provoca el nacimiento y desarrollo de un proceso y el Tribunal luego de concluido dicta una sentencia donde se declara que no le asistía ningún derecho, rechazando en consecuencia su alegada pretensión. Aparece con claridad un clásico error conceptual en la materia, ya que la acción procesal es ejercitable más allá de que exista y se reconozca un derecho violado, donde se pretende justificar la viabilidad de la pretensión.

Llegar a la aceptación de este error conceptual en los clásicos, permitió un despegue del derecho sustantivo, que incluso sirvió para la autonomía científica, académica, y legislativa del derecho procesal,  para dar lugar a un segundo momento en el pensamiento de la doctrina jurídica.

Aquí, ya nadie va a afirmar que el derecho de accionar nace de la violación de un derecho subjetivo material (pues, como vimos, ello quedaba en el puro plano de la realidad social); sino que sólo cuando se pasa al plano jurídico del proceso, dicha actividad va a recibir el nombre de acción. De esta manera se reconoce que la acción procesal es un derecho distinto -y por ende, autónomo- del derecho subjetivo material violado.  Se la va a  considerar - en esta etapa -, como un derecho subjetivo pero de carácter público: la intervención del Estado le brindará ese carácter.  Se le reconoce a los particulares, un derecho para obtener la tutela de otro derecho, el que se alega materialmente violado.

Lamentablemente, por diversas razones dignas de ser analizadas desde lo ideológico, la íntima relación entre el derecho material o sustantivo que se alega como afectado y el naciente derecho de acción, va a permanecer complicando enormemente el desarrollo doctrinario en la materia. Pasará mucho tiempo; mucha tinta se utilizará en la discusión, sin que logre alcanzarse una construcción teórica que no ofrezca  reparos al abordaje desde la lógica. Como lo advierte con meridiana claridad el autor que seguimos "se cae en un nuevo y manifiesto error conceptual que ha perdurado en el tiempo: se mantiene vigente un íntimo e indestructible parentesco entre el derecho material y el derecho autónomo de acción, toda vez que al ser éste concreto queda sin desvincularse idealmente de aquél y subsisten los mismos interrogantes que dieron vida al planteo del problema"[8]. Así, se asiste al nacimiento de la llamada "teoría de la acción abstracta", según la cual el derecho de acción se acuerda a todo quien quiera dirigirse a un Tribunal, procurando una sentencia favorable, sin importar al efecto, si está o no asistido del derecho material que invoca. El derecho de acción adquiere así una autonomía y se abstrae del fundamento fáctico y/o jurídico donde fundamenta la legitimidad de la pretensión que se ejerce.

Finalmente llegamos -tras esta breve síntesis del recorrido que ha tenido el pensamiento doctrinario en la materia-, a un tercer momento donde al derecho de acción (autónomo y abstracto), se lo vincula directamente con un respaldo constitucional. Al derecho de acción se lo va a considerar una especie del género que lo conforma el derecho de petición a la autoridad[9]. En esta suerte de "evolución" del concepto de acción, es perfectamente posible advertir la raíz ideológica que influye en su construcción. La cuestión se centra en las concepciones que defienden a la persona frente al Estado o, por el contrario, la hacen sucumbir ante las posiciones paternalistas y hasta autoritarias que condicionan todos los derechos individuales, bajo el pretexto de los intereses públicos o sociales. No se hablará del derecho de acción, sino más bien de una suerte de potestad, que va a convertir al accionado en sujeto del proceso, aún contra su propia voluntad. En esta concepción se sigue haciendo depender la existencia misma del derecho de acción de la violación de un derecho material.[10]

En ese objetivo doctrinario, tratando de explicar ¿qué es la acción procesal?, muchas variantes surgieron de la imaginación de los juristas. Con mayor o menor simpleza en el análisis y sin intentar agotar los ejemplos, se dijo que era un derecho justiciario de carácter material; que era el instrumento jurídico para la solución de un litigio; que era un poder de provocar la actividad de la sociedad jurídicamente organizada o que era el derecho que corresponde a toda persona para provocar el ejercicio de la actividad jurisdiccional del Estado.

Estamos persuadidos que, como lo señala Adolfo Alvarado Velloso, "ninguna de ellas logra mostrar a la acción como lo que realmente es y, mucho menos, cual un concepto único e inconfundible en el mundo jurídico..... En rigor no definen sino que se limitan a fotografiar el fenómeno... desde un ángulo dado, con lo cual se detienen en una imagen que, por ello, resulta exacta parcial pero no totalmente”[11].

De esta forma es posible, como lo hace el autor comentado, descartar cada una de las definiciones que se limitan a “fotografiar” el fenómeno de la acción, porque queda demostrado que ninguna de ella brinda una definición única e inequívoca  En efecto, que la acción es un derecho subjetivo, de carácter público, de naturaleza autónoma, no se pone en discusión,  pero ellos no son caracteres inconfundibles de este derecho, sino que existen otros tantos que comparten estos adjetivos. Llegamos así a la conveniencia de implementar el “método de la cuantificación evidencial” que propone el Profesor Humberto Briseño Sierra. A partir del genero "instancias", mostrativas de las distintas formas o medios en que la persona se relaciona con el Estado, y de ello se ocupa el derecho en lo que denomina "Estatuto Político", la acción resulta inconfundible por la proyección que enlaza tres sujetos: actor, juez y demandado. “... la acción procesal es la única instancia que necesariamente debe presentarse para unir tres sujetos en una relación dinámica”[12] trasladándose finalmente la pretensión del plano de la realidad social al ámbito jurídico.

Por lo tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, es equívoco intentar clasificar las acciones: la acción es una sola; lo que sí es posible distinguir es entre distintos tipos de pretensiones, según sean los fundamentos jurídicos de los sujetos que pretenden iniciar y desarrollar el proceso[13]. Luego volveremos sobre el tema de la pretensión, cuando analicemos el fenómeno de la llamada "acción penal".

Ese dinamismo tan particular, consecuencia de una característica que ofrece la norma procesal y no cualquier otra norma jurídica, se presenta en el proceso particularmente en la acción como instancia proyectiva. Es esa proyectividad la que permite llevar al sujeto que lo provoca, a un tercer sujeto de manera que resultan finalmente vinculados tres: accionante, juez y reaccionante. El primer autor que conocemos que se ocupa de denominar reaccionante al que en general todos llaman "demandado", es precisamente Humberto Briseño Sierra[14].

La presencia de la acción no se encuentra exclusivamente al principio sino a lo largo del desarrollo de todo el proceso. Se acciona no solamente cuando se demanda o se acusa, sino también cuando se prueba y cuando se alega. Asimismo, también acciona (reacciona) el demandado o imputado, tanto cuando contradice, como cuando prueba, cuando recurre, cuando contrademanda y finalmente alega sobre su reconvención.

Como lo grafica brillantemente el autor mexicano que venimos citando, en la acción procesal se provoca la respuesta del juez y la contestación del demandado: la respuesta del juez y la reacción del demandado en la prueba, la respuesta del juez y la reacción del demandado en los alegatos. Ninguna acción va final y definitivamente al juez, quien en rigor funciona trasladándola, porque la acción se dirige a la contraria[15].

Desde esta concepción cuantificadora de la acción, se va a construir el concepto del proceso como serie dinámica de instancias proyectivas, que funcionarán gradual y progresivamente y sobre el cual volveremos en todas las oportunidades que hagamos referencias al juicio como sinónimo.

3. La acción procesal y su relación con la llamada acción penal.
Finalizada la apretada síntesis que hemos intentado reflejar precedentemente sobre el concepto de la acción procesal y tomado partido por el que nos presenta Humberto Briseño Sierra -al que conocimos primero gracias a la difusión de Adolfo Alvarado Velloso y luego por el estudio que venimos haciendo de su obra desde hace muchos años-, hay que destacar que  el hecho de trasladar tal enfoque para analizar el fenómeno del ejercicio de la acción en materia penal, ofrece sus particularidades. Debemos reconocer que el debate sobre la naturaleza de la acción procesal, siempre se ha realizado en el ámbito del proceso civil, y si hoy estamos llevándolo al campo del proceso penal, es precisamente por influencia de los mencionados autores.

Comencemos recordando que en el ámbito del procedimiento penal de nuestro país -como sucede en general en toda Iberoamérica-, se distinguen perfectamente dos grandes categorías jurídicas de delitos, cuyo criterio clasificador parte de quienes se encuentran autorizados u obligados a impulsar su investigación y sentencia: por un lado, la inmensa mayoría de figuras delictivas que el código penal argentino denomina como “acciones públicas” en el artículo 71. (Y que en realidad debe leerse "de ejercicio público", en tanto el único autorizado a llevar adelante la función de actor es un órgano del Estado: el Ministerio Público Fiscal). La otra categoría, que en su origen era mínima, puesto que se reducía a cinco figuras enunciadas en el artículo 73 del código penal (la calumnia, la injuria, la violación de secretos, la concurrencia desleal y el incumplimiento de deberes de asistencia familiar cuando la víctima es el cónyuge), solamente permite el ejercicio de la acción al particular ofendido, pero desde la reforma introducida por la ley 27.147, se agrega la posibilidad de la conversión de las acciones públicas en privadas, generadas por leyes procesales. Ello es lo que ocurre en nuestra provincia, cuando se admite que el Fiscal deje de ejercer su acción y sea quien alega su condición de víctima que lo siga en forma privada.  En estos casos, el Estado solamente se limita a participar en la función de juzgamiento, pero de ninguna manera aparece ejerciendo la tarea de dar inicio y desarrollo a un proceso penal; lo que queda reservado -al mejor estilo del sistema acusatorio- a quien alega su condición de víctima[16] y utiliza para ello el instrumento de la querella privada. La función estatal está presente -durante el desarrollo del proceso-, en el dictado de la sentencia y a la hora de la ejecución de la pena, que por supuesto seguirá siendo siempre pública.

Por razones fundamentalmente históricas e ideológicas, el juzgamiento de conductas delictivas y a excepción hecha de estas cinco figuras que menciona el artículo 73 del código penal, se presenta en los países que reconocen sus antecedentes en el derecho penal europeo de raíz romana, con tanta prevalencia de lo público estatal sobre lo privado individual, que guarda coherencia con la metodología inquisitorial que, lejos de intentar construir un proyecto de proceso, se queda con un mero procedimiento oficioso donde la búsqueda de la verdad justifica todos los poderes adjudicados a los Tribunales. Esta característica, fundamental de todo el sistema de enjuiciamiento penal, ha venido marcando la diferencia entre éste y el procedimiento donde se ventilan intereses meramente privados (civil, comercial, laboral). Probablemente sea ella la causa de que durante buena parte de nuestros antecedentes doctrinarios sea imposible trabajar al procedimiento penal desde una concepción unitaria del proceso, o en muchos casos a no advertir tal circunstancia.

Originariamente, la llamada Escuela de Córdoba -que tanto ha brindado a la evolución del derecho procesal-, había advertido en sus inicios la incompatibilidad del procedimiento penal y el programa diseñado por la Constitución Nacional, tal como se ocupara de señalarlo su fundador, Alfredo Vélez Mariconde[17]. Sin embargo, pasaron muchos años para que Córdoba se definiera rotundamente en poder aplicar la pena pública estatal según Constitución[18].

Trabajar desde una teoría unitaria del proceso siempre ha contribuido a la crítica del procedimiento penal vigente, ya que gracias a los elementos que ella brinda, se termina concluyendo que el sistema inquisitorial implica la negación del proceso y demuestra -en consecuencia- la dramática y total falta de garantías en el juzgamiento de las personas en nuestro país; algo que cualquier observador atento puede advertir sin mayor esfuerzo. Alguna vez, señalábamos la necesidad de civilizar al procedimiento penal, ironizando con la necesaria modificación del mismo, intentando incorporar el programa que se utiliza en el ámbito judicial donde se ventilan cuestiones fundadas en el derecho privado. De cualquier forma, aún sin partir de la teoría única del proceso, hay que reconocer que autorizadas voces doctrinarias ponen su acento crítico al modelo “mixto” que en su momento se presentó como "moderno". Ello ha permitido que desde su cuna, -la provincia de Córdoba-, nacieran los proyectos para modificarlo acercándolo, al modelo acusatorio, donde sea posible distinguir entre la acción y la jurisdicción.

En general, la doctrina argentina y extranjera, estudiosa de la historia de la persecución penal y de sus sistemas, hace una defensa del modelo acusatorio, reconociéndolo como el único garantizador[19].  Destacamos entre nosotros, especialmente la labor cumplida por el jurista José Ignacio Cafferata Nores, ya que al repasar su amplia producción de publicista se advierte una notable evolución donde, al adherir al sistema acusatorio, debe necesariamente coincidir con el concepto de proceso de la concepción unitaria que hemos reseñado precedentemente.

Sin perjuicio de los modelos que siguiendo tal corriente mediterránea argentina hoy se ofrecen como evolucionados y dignos de imitar para reformar otros caducos y sin duda inconstitucionales, lo cierto es que la doctrina penalista y el código penal permanecen confundiendo la acción con el derecho sustancial, es decir con la pretensión punitiva que debe deducir obligadamente el Ministerio Público Fiscal a partir de su convencimiento de la existencia de un delito, y la posibilidad de demostrar la culpabilidad del autor en un juicio público, obviamente oral.

Sebastián Soler, uno de los más importantes juristas del derecho penal, en su principal obra se refiere tanto a la acción como a la pretensión punitiva, sosteniendo que son dos momentos distintos del mismo fenómeno. Por ello hace referencia a la extensión de la pretensión punitiva y las clasifica según su ejercicio. No entra en el tratamiento de la acción como derecho autónomo, propio del derecho procesal, sino que lo deja relegado al ámbito material. Es más: en un Dictamen del mismo autor siendo Procurador General de la Nación (en “FALLOS 244:568) fue más allá y sostuvo que “...la atribución de las legislaturas locales sobre el agotamiento de la acción penal cuando ella ha sido ejercida, es tan válida desde el punto de los dispuesto en el art. 67 inciso 11  de la Constitución Nacional, como la atribución del Congreso para legislar sobre las causas que pueden motivar la extinción de la pretensión punitiva (art. 59 del C. P.)... –y ello es así, dado que la clausura definitiva del procedimiento por el transcurso del tiempo- ...sólo funciona una vez que se ha iniciado el juicio por delito de acción  privada es decir, cuando querellante y acusado se han convertido ya en sujetos de una relación procesal cuya duración no tiene en absoluto por qué quedar subordinada a lo que en materia de prescripción pueda haber establecido el Código Penal, desde que todo lo relativo a la regulación del procedimiento es del exclusivo resorte de las provincias”[20].

Por el contrario, Ricardo Núñez distingue la acción en su concepción material de la procesal, aunque no ofrece demasiada claridad en su enfoque.[21]

El Código Penal, por su parte, clasifica  el ejercicio de las acciones en públicas o privadas.  Sabemos que la acción, por ser procesal es siempre pública, ya que el derecho procesal que lo regula (sea cual fuere el contenido de la pretensión) es una rama que pertenece a ese ámbito. Se confunde, por ende,  la naturaleza del instituto con el órgano o persona que se autoriza a utilizarla.

Derivado de una concepción idealista sobre el funcionamiento del sistema público estatal en la materia, se encuentra el mantenimiento del principio de legalidad, mediante el cual se entiende que frente al conocimiento de la existencia de un hecho con apariencia delictiva, (en los delitos llamados de "acción pública"), siempre y obligadamente se debe ejercer, incluso oficiosamente, lo que supone la innecesaria participación de la alegada víctima o de cualquier persona que provoque su actividad. Es por ello que participamos de la idea de que el principio de legalidad en el ejercicio de la acción es propio de sistemas autoritarios, donde se parte de concepciones positivistas que pretenden que la ley contemple todas las hipótesis que se pueden dar en el marco de la convivencia social. De cualquier forma, reconocemos que este punto de vista no es aceptado unánimemente y se conocen autorizadas voces en un sentido completamente opuesto[22].

Lo cierto es que el principio de legalidad en el ejercicio de la acción procesal, se encuentra atravesando una profunda crisis en los fundamentos filosóficos que durante tanto tiempo lo sostuvieron incólume. En la actualidad, la suspensión del juicio a prueba,  los mecanismos previstos en la propia ley penal tributaria (arts. 16 y 19), el introducido en una ley de presupuesto -donde aparece claramente la finalidad recaudatoria que se persigue[23]-, son apenas algunos de los ejemplos que se pueden traer sobre el apartamiento de esta absurda legalidad.

El ejemplo más actual de la incorporación de criterios de oportunidad para el ejercicio de la acción procesal penal, lo constituye el nuevo código procesal penal para la provincia de Santa Fe, aunque con una deficitaria técnica que termina autorizando a quien alega ser la víctima, a convertirse en querellante exclusivo en ciertos casos[24]. La aceptación de los criterios de oportunidad ya había comenzado a adquirir cierta relevancia de la mano del Profesor Julio B. J. Maier, sin duda una de las voces más caracterizadas de nuestra doctrina procesal penal, quien, aún sin llegar a aceptar el marco teórico de una concepción unitaria que sirva para explicar el fenómeno del juzgamiento de delitos, se muestra decididamente partidario de la aplicación de un principio de oportunidad que permita no sólo decidir en qué casos se ejercerá la acción, sino fundamentalmente la posibilidad de desistir en ciertas condiciones aconsejadas por razones de política criminal que tornen innecesaria la aplicación de la pena pública estatal[25].

Debemos reconocer que sea cual fuere el criterio que se utilice para el ejercicio de la acción procesal cuando la pretensión es penal (legalidad u oportunidad), ello no modifica la naturaleza del fenómeno que nos ocupa, ya que en todo caso nos conecta con la situación preexistente en la regulación de la actividad de los funcionarios públicos a quienes se le encomienda su titularidad. Estén en todos los casos obligados a ejercerla ante el conocimiento que tengan de determinadas circunstancias y que pueden llegar a demostrar en el posterior juicio; o tengan cierto margen de disponibilidad -atendiendo siempre a criterios de política criminal establecidos en la legislación con claridad meridiana, para evitar meros actos de discrecionalidad arbitraria-, el tema pasa por advertir si esa función implica el ejercicio de una instancia que por su condición de proyectiva, merece la conceptualización de acción.

Ninguna duda cabe que en los llamados delitos de ejercicio privado, estamos en presencia de una verdadera acción procesal, y como no existe en la teoría del delito ninguna diferencia sustancial entre estas figuras y el resto de las que contempla el código penal, no se advierte la razón de ser de su ausencia cuando la actividad es cumplida por un órgano público estatal.
Ampliaremos esto a continuación.

4. La situación de los órganos del Estado que ejercen la acción y la reacción en materia penal.
Sabidos es que, en general, los Estados de Latinoamérica -incluido el nuestro-, presentan notorias diferencias entre las normas constitucionales por un lado y los códigos procesales penales[26]. Así, los principios tomados de los modelos del constitucionalismo liberal (EE UU) no encuentran compatibilidad en los sistemas procesales que luego se regulan, pese al principio de supremacía constitucional que obligaría a su respeto más puntilloso. De allí que en nuestros países todavía subsista la confusión entre los roles de juzgar y de accionar, y los principales responsables de una investigación penal previa a la decisión de llevar adelante un juicio, sean los llamados jueces de instrucción. Al mismo tiempo, ya en el plenario, se dota a los Tribunales de amplios poderes autónomos en materia probatoria, lo que hiere de muerte a cualquier pretendida objetividad en el análisis de los discursos de las partes, desnaturalizando la función jurisdiccional.

Esta concepción antigua sobre los mecanismos de enjuiciamiento penal, es perfectamente compatible con la que recién analizábamos negando la distinción entre la potestad del Estado de punir, y el derecho de acción con abstracción del derecho subjetivo afectado por la acción típica. Sin embargo, hoy asistimos a toda una corriente que perfectamente se puede denominar “garantista”, en cuanto aspira a limitar el ejercicio del poder de los Tribunales, en aras a conseguir la actuación de terceridad, imparcialidad e impartialidad que caracterizan la función de juzgar[27].

De allí que nos parece muy importante que la doctrina procesal penal en los países americanos de raíz hispana, vayan teniendo en sus filas a juristas que despeguen de concepciones antiguas sobre la acción, para permitir introducir un fenómeno que, vigente para resolver conflictos privados, puede brindar un marco mucho más garantista que el procedimiento inquisitorial que todavía da muestras de buena salud y hasta es reclamado como sistema de mayor eficacia represiva por quienes siguen sosteniendo políticas de ley y orden en una pretendida lucha contra el delito. Sin embargo, sabemos que el camino por recorrer sigue siendo largo y lleno de obstáculos ideológicos, pues aún sigue presente la figura paternalista de un Estado investido en titular del poder-deber (potestad) de perseguir penalmente, y se lo coloca en el objetivo de conseguir primero "la verdad" para luego aplicar la pena. Lo que no se acepta es que, en realidad, el Estado es una ficción como todo ente ideal creado por la ley, y en consecuencia mal puede tener apetencias de "verdad", cosa que exclusivamente corresponde a la subjetividad humana.

Es preciso, a nuestro entender, un replanteo total de todo el sistema penal[28] para dar cabida a los elementos que nos brinda una teoría del proceso única, exigible desde el postulado constitucional garantista consagrado en el artículo 18, y regulado con mayor precisión en los tratados internacionales sobre derechos humanos incorporados en la reforma de 1994.

Pero este replanteo no se agota en la introducción del principio de oportunidad al que antes hacíamos referencia, sino en profundizar el rol de aquella persona que alega haber sufrido el hecho que se pretende calificar como delito, o sea, quien se adjudica discursivamente la condición de víctima. Es precisamente ella la que debe tener en primer lugar la posibilidad de ejercer la acción procesal en reclamo de un proceso donde, demostrada "su verdad",  por lo menos encuentre satisfacción con una legítima pretensión de condena, que, aunque no le devuelva lo perdido, lo lesionado, por lo menos encauce su deseo de justicia, que en el Estado de Derecho, no puede quedar en manos privadas.

Desde este punto de partida, la función del Ministerio Público Fiscal debe en primer lugar revisar su legitimidad, y ello implica adecuar su representatividad política de modo que lo convierta en digno instrumento de toda la sociedad, para lo cual se presentan en el derecho comparado mecanismos de selección de sus miembros que parten del voto popular, siempre tan temido por las ideologías extremas y autoritarias. Hasta el momento, en nuestro país -como en muchos otros de habla hispana-, el Ministerio Público Fiscal aparece deslucido, como formando parte de la Administración Pública en una burocrática tarea más, pero completamente alejado de los verdaderos intereses de las víctimas, y por ende de una política criminal acorde a los requerimientos de una moderna concepción del funcionamiento del derecho penal.

La necesidad de replantear la función y legitimidad del Ministerio Público Fiscal no puede desvincularse del concepto de acción que trabajamos, ya que mientras se actúe oficiosamente desde la inquisición que mantiene entre otros institutos a la deformada actuación del llamado Juez de Instrucción[29], resultará imposible concebir que, en materia penal, se pueda hablar de proceso desde la teoría única.

En el otro ámbito del contradictorio que preside todo juicio penal, asistimos a una reacción del imputado que ofrece graves falencias, producto del sistema inquisitivo que no por casualidad domina el panorama.
En primer término, en los procedimientos llamados de acción pública, esa reacción del imputado aparece en la llamada “declaración indagatoria”, instituto previsto precisamente con el objetivo claro de conseguir la confesión, y, por lo tanto, no son pocos los códigos procesales penales vigentes que toleran sea prestada sin la presencia del abogado defensor[30]. Por otra parte, en dicha oportunidad, se le presentan al imputado los hechos que le atribuye el Juez Instructor, sin que sea necesario que el actor penal (Ministerio Público Fiscal) formule previamente su instancia. A lo sumo se exige que éste reclame la instrucción del sumario, con la circunstancia agravante de que en algunos códigos procesales penales argentinos, se tolera que ello sea decidido oficiosamente por el propio Juez[31]. De manera que el imputado, cuando reacciona discursivamente, lo hace frente a un accionar que no proviene de persona distinta de aquella que precisamente se supone predispuesta para juzgarlo: de allí que aparezca evidente la confusión de roles que caracteriza al sistema inquisitivo.

Otro aspecto grave en los mecanismos procesales que regulan el enjuiciamiento en materia penal en nuestro país, es que sea cual fuere la reacción que asuma el imputado, el desarrollo procedimental será invariablemente el mismo.  De modo que se encuentra en similar situación aquél que niega toda la imputación, como quien confiesa lisa y llanamente la comisión del hecho. Similar suerte corre -a su turno-, en la etapa del plenario, ya que éste cumple todas sus secuencias con total independencia de la reacción del acusado, que perfectamente puede haberse allanado a toda la pretensión del actor.

Paradojalmente, si se produjera la rebeldía del imputado, pese a encontrarse perfectamente enterado de la pretensión punitiva ejercida en su contra, se suspenderá todo el proceso, impidiéndose el llamamiento de autos, por lo que no habrá nunca sentencia, con el beneficio evidente de la prescripción que correrá a favor del contumaz. En esta regulación absurda donde se premia al imputado que se niega a concurrir al proceso, pese a estar convocado mediante el ejercicio de la acción -siempre y cuando no haya operado la prescripción liberatoria que extingue la pretensión-,  se pone en total riesgo la posibilidad de que en el futuro se consiga eficacia en los discursos probatorios a llevar en el debate público y oral, ya que sabido es que con el transcurso del tiempo, no habrá la misma fidelidad en el recuerdo que mantengan los testigos del hecho acaecido en el remoto pasado. De allí que impedir el juicio en rebeldía no sólo importa desconocer que la reacción del imputado es un derecho a ejercerlo del modo que libremente prefiera -y por lo tanto si decide no concurrir ello no puede incidir en el desenvolvimiento del proceso-, sino que además convierte en ilusoria toda posibilidad de confirmación probatoria a cumplir por el actor, ya que no se realizará la audiencia de debate.

Conforme una concepción unitaria del proceso, es inadmisible que el proceso penal en nuestro país no regule el juicio en rebeldía[32], dadas determinadas condiciones que aseguren la opción que ha elegido el imputado, para no utilizar el debate que se le ofrece a fin de hacer valer su discurso contradictorio.[33]

Finalmente, pero siempre relacionado con la reacción del imputado en el ámbito penal,  no parece que la provisión de defensor -para quienes no pueden asumir el costo de un abogado particular- como función a asumir por el Estado resulte la mejor solución al problema; más aún si tenemos en cuenta el agravante constituido por la búsqueda de hacer "carrera judicial" por parte de funcionarios de la planta del Poder Judicial que tienen a su cargo las defensorías públicas y que -precisamente-, para seguirlas, responden en muchos casos -como ocurre en nuestra provincia- a directivas de quien es nada menos que el titular del Ministerio Público Fiscal: el Procurador General de la Corte.

De manera que, tanto la función de ejercer la acción, como de asistir técnicamente a quien debe reaccionar, son conducidas por el mismo funcionario que se encuentra facultado a emitir órdenes particulares a ambas partes. No parece garantizadora la función del Estado en un ámbito que debería ser materia de delegación a los Colegios profesionales de Abogados, para que organicen con la debida independencia de criterios, un eficaz servicio de defensa, donde el particular que los requiera pueda contar con un abogado en ejercicio de la profesión, y no un funcionario del Estado, que además pretende ser ascendido a Juez. Ello sin perjuicio de que los fondos con los que se haga funcionar el servicio sean provistos por el Estado, ya que en este sentido es evidente el interés de toda la sociedad en cubrir la asistencia técnica de quien no puede contratar un abogado particular a su costo.

5. La responsabilidad de los operadores que accionan y reaccionan en el ámbito penal en  materia de costas.

En los modelos inquisitivos es impensado que finalizado el procedimiento y habiendo fracasado el intento condenatorio, el mismo Estado se condene a pagar las costas que ha tenido que afrontar el imputado. El autoritarismo puesto al servicio del descubrimiento de la verdad, es además, absolutamente irresponsable. Por el contrario una de las características del modelo acusatorio es la responsabilidad de sus operadores, de allí la importancia de este tema que muy poca atención despierta en los autores y menos en la jurisprudencia.

Es evidente que la actividad de ejercer la acción -y a su hora la de reaccionar-, en cualquier proceso de que se trate, conlleva una importante responsabilidad a la hora de evaluar su costo y averiguar quién será el responsable del pago. Sin embargo, a tal punto existe un ámbito de irresponsabilidad, que en general no existe condenación en costas al Estado cuando el imputado resulta sobreseído o absuelto. Partiendo de la premisa de que quien ha vencido en el juicio no tiene porqué hacerse cargo del costo que implicó su trámite, el perdidoso debe ser responsable por regla general de abonar todo lo que insumió en gastos el proceso. Ello resulta indiscutible en cualquier proceso donde las pretensiones se funden en derechos civiles, comerciales  o laborales, y en general los códigos de procedimientos se encargan de establecerlas con claridad. A su hora, la construcción jurisprudencial muestra una rica línea donde, excepcionalmente y en caso de aplicarse invalidaciones procesales (nulidades), se ha llegado a cargar con las costas a los propios Magistrados que con sus irregularidades las provocaron.         

En el proceso penal que existe en nuestro país, con más o menos variantes, en los llamados delitos de acción pública, el Ministerio Público Fiscal rara vez resulta condenado en costas, pese a que los códigos establecen la regla que la parte vencida debe hacerse cargo de su pago. Son innumerables los casos donde su pretensión punitiva es finalmente rechazada y se culmina con la absolución del imputado, pero no se habla de condena en costas al actor. Ello conduce a la tremenda injusticia de que los imputados no sólo deben sufrir el estigma que importa socialmente el ser sometido a un proceso penal -teniendo a veces que pasar en prisión preventiva el tiempo que demanda arribar a la sentencia-, sino que en la generalidad de los casos deben sufragar los gastos de honorarios de su defensor, los de peritos, y demás costos que origine sus defensas.

Existiendo querellante conjunto, en el caso en que el imputado resultare absuelto y se rechace las pretensiones punitivas ejercidas por los actores, las costas deberían ser soportadas en proporción con el Estado, según un porcentaje que fije el tribunal, en función del caso concreto[34]. Con mayor razón cuando el querellante ha quedado en solitario ejercicio de la acción. Por supuesto que hablamos de la parte querellante, no del representante, del mismo modo en que distinguimos la persona del Fiscal y el organismo Ministerio Público, así como en el caso del condenado no le alcanza a su defensor.

En consecuencia existiendo una instancia de querellante, procederá la excepción de arraigo, para proteger al imputado que tiene que afrontar gastos en su defensa, contra la aventura de quien alega su condición de víctima y que cuando resulte condenada aparezca su insolvencia. Obviamente el arraigo no procederá si quien se constituye ha demostrado previamente su estado de pobreza, o por el contrario posee bienes en la provincia.

Por su parte, a los condenados se les carga con las costas que se traducen en absurdos y caprichosos sellados de los que se ocupan las leyes fiscales. Todos son igualitariamente condenados en costas que consisten en una suma fija, establecida por una ley, sin tener en cuenta el real costo que ha demandado ese proceso en particular, es decir, sin practicarse una planilla donde se sumen todas las horas de trabajo de funcionarios, policías, peritos, abogados, y todos los eventuales gastos realizados por el Estado. Ello lleva a tratar en forma desigual a quien ha provocado con su reacción todos esos gastos, y a quien por el contrario al allanarse a toda la pretensión del Fiscal, ha evitado su realización con el consiguiente ahorro al erario público.  Asistimos a un sistema procedimental donde accionar por parte del Ministerio Público Fiscal resulta prácticamente gratuito, ya que en general se acude siempre a la excusa de tener "razones plausibles para litigar" a fin de no hacer lugar al pedido de imposición de costas para el actor público penal.

Más allá de que los códigos procesales penales en general se ocupan del tema de las costas -las que deben aplicarse a la parte vencida, dejando al margen tanto a los representantes del Ministerio Público Fiscal, como a los abogados y mandatarios que intervengan en el proceso, salvo casos especiales donde se dispone lo contrario-, lo cierto es que se advierte una suerte de corporativa actitud de los Tribunales protegiendo al Ministerio Público Fiscal.  Nos resulta incomprensible que no exista jurisprudencia donde los Tribunales impongan las costas al Ministerio Público Fiscal, tal como hemos constatado por lo menos en el ámbito de nuestra actuación local[35].

6. El contenido discursivo de la acción y la reacción, en su relación con la verdad.

Llegamos al tema final de este capítulo, donde pretendemos vincular los contenidos discursivos que presentan las distintas instancias de las partes en el proceso, y su relación con la verdad.

Siguiendo con nuestro punto de vista en función del marco teórico elegido, se puede concluir en que toda instancia importa la vehiculización de un discurso, para concluir en que el propio proceso es un lugar de producción discursiva, donde las partes tratan de demostrar la verosimilitud de la propia con otros discursos, en la expectativa de un tercero (el discurso favorable en la sentencia) que a su hora debe enmarcarse en el discurso de la ley (un texto sin sujeto). [36]
El tema de la verdad constituye un eje central de todo lo relacionado con un proceso judicial, a tal punto que, como sabemos, los autores tradicionalmente distinguían para el proceso civil, la verdad formal (o sea la que aportan las partes y consta en el expediente por escrito), y para el penal, una denominada verdad real, alegando la existencia de intereses sociales que justificarían la distinción.

No compartimos tal distinción, ya que resulta una tautología la adjetivación de "verdad real", porque obviamente lo real es verdadero y la verdad una vez obtenida es una realidad para el sujeto.

Otros juristas utilizan el concepto de verdad judicial[37] o de verdad consensuada, mostrando por un lado el lugar donde se obtiene (el ámbito de la actuación del Poder Judicial) y por otro el acuerdo o consenso de todos los operadores respecto de lo que se considera como verdad. Precisamente el ordenamiento jurídico del Estado de Derecho tiene, entre sus funciones limitadoras del ejercicio del poder, la de recortar esa verdad que la doctrina tradicional pretende considerar como objetivo inmediato del proceso[38].

En realidad, la cuestión de la "verdad" es altamente estimada en el ámbito del funcionamiento del proceso judicial, porque se encuentra vinculada en el plano axiológico con "la justicia"[39]. Esta relación ya se encuentra presente en los fundamentos de la religión judeo cristiana, si advertimos pasajes bíblicos donde se hace referencia a que Dios es "la verdad", e incluso se la menciona en la pregunta que Pilatos le hace a Jesús y que éste no contesta porque su misión era dar "testimonio de Justicia", como se ocupa de señalarlo nada menos que Hans Kelsen[40], en su filosófica preocupación por contestar a la pregunta ¿Qué es la Justicia?  De allí que tenga mucha importancia en el terreno moral, para cualquier operador del derecho, partir de bases ciertas en lo fáctico y también en las especulaciones jurídicas: es decir, de la verdad. No se puede concebir a la justicia, entendida como valor exigente que preside la aplicación del derecho vigente, sin su presupuesto fundamental: la verdad. A tal punto que sin la verdad, es decir; sin el conocimiento humano adquirido respecto de hechos acaecidos, no es posible "hacer justicia".

Conseguir "la verdad", en determinadas circunstancias históricas, constituye de por sí un acto de justicia, tal como se ha sostenido en los movimientos de defensa de derechos humanos al luchar por el descubrimiento de los crímenes cometidos por la dictadura militar en nuestro país. Entonces -y siempre en apretada síntesis- aparece una disyuntiva entre dos epistemologías: la verdad como valor absoluto, de manera que  existe antes y por fuera del hombre que la aprehende para, desde ella, obrar en consecuencia; o por el contrario, la verdad como valor relativo, de modo que existan tantas verdades como hombres aleguen haberla conseguido; o admite por lo menos el conocimiento adquirido es siempre imperfecto y por ende posible de refutar. Es evidente que la primera concepción es propia del pensamiento religioso y se adquiere mediante la fe; mientras que todas las variantes relativas responden a una concepción racional que parte del reconocimiento de las limitaciones humanas para conocer.

Estas sintéticas reflexiones filosóficas no son gratuitas, ya que estamos persuadidos de que antes de la elección de un modelo de enjuiciamiento, antes de tomar partido sobre la naturaleza de la acción o sobre cualquier tema jurídico, es preciso la adopción de una epistemología determinada. De allí que el principal debate en la actualidad en el ámbito jurídico penal en rigor se plantea entre  "solidarismo[41]" y  "garantismo"[42], que en realidad implica un debate ideológico sobre distintas lecturas de la realidad que nos circunda, sobre distintas concepciones del hombre y sus modos de conocer.

Nuestra convicción parte de defender el paradigma de la llamada "verdad correspondencia", que en el proceso judicial pretende una construcción discursiva que permita el examen de su verosimilitud fáctica, evocadora del pasado, a partir de otros discursos (las pruebas) que lo legitimen o justifiquen, para así permitir un pronunciamiento de la autoridad que asume la responsabilidad de imponer una condena. De allí que intelectual y políticamente debamos coincidir en reconocer una paradoja; porque frente a esa necesidad de obtener la verdad que -como dijimos-, implica una correspondencia entre los objetos exteriores (los hechos ocurridos), y el recuerdo mismo, su evocación discursiva, aparecen los límites garantistas que impone el Estado de Derecho mediante el discurso de la ley. Ello lleva a precisar que la verdad conseguida - en un sistema democrático y regulado normativamente, de modo que el poder se subordina a la ley-, debe respetar otros valores tan importantes moralmente como ella (por ejemplo la persona y su dignidad). Por eso y como se ha señalado, la verdad procesal que se propugna no es una verdad "a cualquier precio"[43], porque convivir en un Estado de Derecho no es ni debe ser gratuito, sino que todos los días debemos "pagar" la libertad y demás valores que se pretenden defender, con el reconocimiento de límites al ejercicio del poder.

Nuestra Constitución Nacional, a la par que diseña una política criminal coherente con la ideología liberal que la inspira[44], tiene entre sus objetivos preambulares el de "afianzar la Justicia", y ello solamente puede alcanzarse desde criterios de verdad. En materia penal el tema adquiere particularidades para el accionado, a partir de la "presunción o principio de inocencia"[45], que preferimos denominar "ficción de inocencia", y del que derivan cuatro aspectos con incidencia procesal: a) que si el imputado reacciona con su silencio no puede por ello presumirse su culpabilidad; b) que toda la carga probatoria le corresponde a quien acciona; c) que ante la duda del Juez sobre los hechos en que se funda la pretensión del actor, debe necesariamente absolver al reaccionante y d) que excepcionalmente se puede privar de su libertad al imputado durante el curso del proceso y por un término limitado, siempre que existan pruebas de que eludirá el cumplimiento de la futura pena. Todo ello condiciona la labor evaluadora del Juez al finalizar el proceso, ya que determinada reacción del imputado (su silencio), no importa tener por ciertos los hechos afirmados por quien acciona. En definitiva, condiciona la valoración que desde cierto criterio de verdad se haga sobre la autoría y culpabilidad del imputado, la que deberá en todos los casos ser probada, demostrada responsablemente por quien ejerce la acción, ya que la inocencia se presupone desde la ficción normativa.

Pasemos entonces a establecer la relación que estos condicionamientos normativos que de algún modo recortan las posibilidades de llegar a la verdad, tienen con el tema de la acción en el proceso.

Precisamente, es íntima la vinculación que descubrimos, si se advierte que en la teoría clásica, la confusión entre derecho subjetivo y acción no admitía la posibilidad de que alguien accionara sin ser titular de un derecho violado. Es decir, el ejercicio de la acción era una manifestación del mismo derecho donde se fundaba la pretensión insatisfecha. Pues bien, en la inquisición, no había problemas teóricos en el análisis, no sólo porque la distinción entre acción y jurisdicción no se daban ya que coincidían en la misma persona, sino porque tampoco preocupaba demasiado el tema de buscar la verdad. En realidad, estamos persuadidos que el Tribunal del Santo Oficio -como se llamaba a sí mismo -, no buscaba la verdad con el procedimiento que iniciaba, sino que ella ya estaba presente y obtenida mediante la fe que iluminaba sus espíritus. El objetivo era exclusivamente conseguir salvarle el alma al imputado que, por los pecados cometidos, necesitaba arrepentirse para volver al estado de gracia del que se había alejado con su conducta. Por ello se buscaba su confesión a toda costa. Así se explica que muchos procesos medioevales nunca terminaran, ya que no se dictaba sentencia sin esa confesión que a veces no se producía pese a los tormentos a que era sometido el imputado, quien seguía con el “sambenito” expuesto públicamente o encerrado en solitaria prisión. No existía en el pensamiento inquisitorial la posibilidad de que un Tribunal reconociera un error, porque ello pondría en crisis no una cuestión política de ejercicio del poder, sino fundamentos religiosos incuestionables. 

Cuando se empieza a analizar racional y críticamente el procedimiento de enjuiciamiento penal de la mano del reconocimiento de la posibilidad de error, aparece el reconocimiento de dos derechos diferentes: el de acción autónoma y abstracta y el derecho alegado como violado. De manera que si no se lograba "con-vencer" (vencer con) discursivamente al Tribunal, éste rechazaría la pretensión deducida y la existencia del derecho que se alegaba violado, pero no el ·derecho de acción, pues a todas luces era evidente que los sujetos habían sido admitidos en el juicio por tener derecho a ser parte en el mismo.

De esta forma, se puede trazar un paralelo colocando, por un lado, los modelos inquisitoriales con todas las variantes autoritarias, que parten de una concepción absoluta de verdad al servicio de la cual se dota a los Tribunales de poderes sin limitaciones -y para los cuales no ofrece ningún reparo la concepción clásica del derecho de acción sustantivista-, y por el otro lado, los modelos garantistas, que admiten una visión relativa de la verdad racionalmente adquirida, con muchas limitaciones en el ejercicio del poder público, para lo cual es imprescindible diferenciar el derecho de acción procesal del supuesto derecho sustantivo violado.

De cualquier forma, convengamos que la justicia o injusticia de los pronunciamientos se podrán presentar en cualquiera de los modelos. La cuestión pasa por advertir que en el primer caso, será más factible la producción de arbitrariedades; mientras que en el segundo, habrá mayores garantías de racionalidad al permitirse el control del poder que se ejerce.

En este esquema de razonamiento, el concepto de acción procesal importa una verdadera garantía para las partes, en tanto esas instancias son los vehículos en los que circulan los discursos que pretenden convencer al Juez a partir de que los considere verosímiles[46].

Precisamente una eficiente producción discursiva permitirá la correcta aplicación del derecho de fondo, cuya efectiva existencia dependerá del decisorio del Tribunal que lo reconozca.

7. La regulación de la acción procesal en la ley 12.734 de Santa Fe.

Pasamos ahora a dedicar nuestra atención a la regulación que se hace del fenómeno de la acción en el derecho positivo. Tomaremos el modelo que, si bien ya ha sido promulgado como nuevo código procesal penal para la provincia de Santa Fe, aún no se encuentra plenamente vigente, estando operativas algunas de sus normas, en función de una ley especial que lleva el n°12.912 y que implementa una etapa de transición hasta que llegue el esperado momento de su total vigencia.

En el Título II, denominado “Acciones” el nuevo código procesal penal de Santa Fe va a regular tanto el ejercicio público como particular de la acción. Sin perjuicio de volver luego en el próximo capítulo sobre la regulación del querellante y su relación con el Fiscal, interesa en éste el análisis del marco teórico de la acción que se va a ejercer, tanto por el particular como por el órgano del Estado provincial.

Como lo venimos señalando, a esta altura de la evolución doctrinaria en materia procesal es claro que la voz acción es equívoca, ya que pese a la distinción entre el derecho de fondo o sustantivo y el procesal o adjetivo, se la sigue confundiendo con la pretensión que contiene cuando persigue incriminar a un sujeto. Sin embargo, el concepto que se corresponde con el de “proceso” (sistema acusatorio o adversarial), es el que entiende a la acción como una instancia proyectiva, ya que si bien la parte la dirige al Juez, éste la redirecciona contra la otra parte, dando lugar a la serie que posibilitará la existencia del proceso.

En el Capítulo I se ocupará de la “Acción Penal”, como si se adhiriera a la concepción sustantivista, que denomina a la acción por el contenido sustancial de la pretensión que esgrime contra el imputado; lo correcto hubiera sido llamarla simplemente “acción procesal”, que contiene una pretensión penal. De todos modos se trata nada más que de  una cuestión de nombres; aclarado este punto, debe entenderse que se refiere a la derivación del derecho a “peticionar ante las autoridades” y que resulta exactamente lo mismo aunque las pretensiones difieran notablemente[47].

En su artículo 16 se va a ocupar de la acción que se puede promover de oficio, es decir, sin necesidad de una excitación extraña. Se establece que la preparación y el ejercicio de la acción penal pública estarán a cargo del Ministerio Público Fiscal, quien podrá actuar de oficio siempre que no dependiera de instancia privada. Pero a renglón seguido se aclara que podrá sin embargo estar a cargo del querellante, ya que el Código lo admite. Incluso las peticiones del querellante habilitarán a los Tribunales a abrir o continuar el juicio, e incluso a juzgar y a condenar, de modo que ya se advierte el grado de autonomía que se le adjudica y que, como veremos en el capítulo siguiente, tiene poco de adhesivo y mucho de autónomo o exclusivo.

En el artículo 17 se trata el tema de la acción que se ejerce en principio por el Fiscal, aunque como vimos también puede estar a cargo del querellante, en las hipótesis en que para su validez se depende de una instancia privada. En efecto, cuando la acción penal dependiera de instancia privada, se establece que no se podrá ejercitar si las personas autorizadas por la ley penal no formularan manifestación expresa ante autoridad competente de su interés en la persecución. Razones privadas hacen que el Estado no pueda perseguir penalmente, si no está autorizado por quien ha sufrido personalmente la acción delictiva. El hecho de instar supone la clara manifestación de la voluntad en que se lo persiga penalmente al imputado y por lo tanto ella debe ser relativamente espontánea, libre y no puede luego retractarse. Una vez manifestada esa voluntad, lo que puede ocurrir en el acto de la denuncia o en cualquier otro acto procedimental como puede ser una declaración testimonial, se entiende, en doctrina, que carece de efectos que la víctima cambie de opinión y desee que no se ejerza la acción penal. Sin embargo si el objetivo es preservar a quien resulte en principio como la víctima del hecho, para no exponerla a un procedimiento penal, que le puede ocasionar nuevos perjuicios, no vemos inconvenientes en receptar la retractación, cuando todavía la publicidad no ha existido. Si todavía no ha comenzado a realizarse una actividad investigativa importante que la haya expuesto a la víctima, parece razonable aceptar su nueva voluntad producto del cambio de idea. De hecho, los tribunales han sido receptivos a aceptar las explicaciones de una víctima que quiere darle un sentido diferente a la denuncia penal que en su momento radicara en sede policial, con el objetivo de archivar sumarios por falta de habilitación de instancia;  las que no resultan admisibles son las explicaciones absurdas inventando motivos para no reconocer que se tenía toda la intención de instar cuando se concurrió a denunciar. Incluso la doctrina entiende que hecha aquella manifestación en el sentido que no había interés en promover la instancia, es posible volver a intentar la persecución penal, a partir de reconocerla como irrenunciable. Ello es también fuente de situaciones irregulares, ya que no se puede desconocer que, muchas veces, la voluntad de la víctima es doblegada o -peor- comprada-, merced a la entrega de dinero a cambio de que no habilite la instancia. Pues bien, cuando esa entrega es como compensación por los daños sufridos, la manifestación de la víctima que no tiene interés en la persecución penal debe tener efectos de renuncia a formularla en el futuro.

De cualquier forma, como veremos, este tipo de situaciones deben encuadrar en algún criterio de oportunidad para que más allá del tema de la instancia privada, el Fiscal no ejerza la acción penal.

Una de las características de la instancia que nos ocupa, es el de ser objetivamente inextensible, de modo que en el ámbito fáctico, el titular del poder de instar -en ciertos casos-, podrá recortar y solamente permitir el ejercicio de la acción penal para determinado encuadre jurídico penal, aunque los hechos fueran más amplios y dieran para mayor repercusión.

Otra característica es la de ser subjetivamente indivisible, en el sentido que no puede el instante elegir a determinado imputado de modo que la acción solamente se dirija en su contra. Producida la instancia, carece de relevancia cualquier apreciación que pudiera hacer la víctima, respecto de los imputados que cometieron el hecho. De manera que el ejercicio de la acción penal, no encuentra limitación alguna para dirigirse contra todos los que resulten con algún nivel de participación en el hecho denunciado, salvo que algún criterio de oportunidad le indique lo contrario. Pero ello dependerá del funcionario del Ministerio Público Fiscal, no de la voluntad de quien alega ser la víctima y tiene el poder de instar para habilitar la persecución penal.


8. A modo de conclusiones:
Respecto de la acción y su opuesta la reacción, la única concepción doctrinaria inequívoca que permite cuantificarla evidencialmente es la que las presenta como instancias que las partes proyectan mediante la intervención del Tribunal.

Así concebida la acción procesal, desde una concepción unitaria del proceso, su contenido discursivo perfectamente puede aludir a una pretensión penal, como podría hacerlo de una civil.

Los órganos del Estado que ejercen la acción en materia penal deben ser diferentes de los que ejerzan la jurisdicción y deben estar legitimados democráticamente para asegurar la representación de la sociedad, sin menoscabo del derecho de acción de quien alega su condición de víctima.

Por su parte, al reaccionante se le debería proveer asistencia técnica jurídica, donde preferimos que ello esté a cargo de profesionales designados y controlados por los Colegios de Abogados.

Los operadores que accionan y reaccionan en el ámbito penal deben responder por las costas que su actuación genere, conforme los principios generales en la materia. Ello hace a la responsabilidad de su actuación.

El contenido discursivo de la acción y la reacción debe presentar cierta verosimilitud y confirmarse con otros discursos, con el objetivo de convencer al Tribunal para conseguir un resultado favorable.



[1] Respecto al problema de la verdad, así como  al de las perplejidades del lenguaje a los que venimos aludiendo,  pueden verse las obras de Aulis Aarnio: “Sobre la ambigüedad semántica en la interpretación jurídica, en Doxa, 1987; o el análisis de diversas teorías que realiza sobre la obtención de una única “respuesta correcta” en materia de derecho (también en DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 1990); “La verdad en el proceso penal, una contribución a la epistemología jurídica” de Nicolás Guzmán, editores del Puerto, Bs. As., 2006; Genaro Carrió: “Notas sobre el derecho y el lenguaje”, de Abeledo Perrot, Bs. As., 1965; Hart, Herbert: “El concepto de derecho”, mismo editorial que el anterior, 1963. Sugerimos también “Introducción filosófica al derecho” de Werner Goldschmidt, Depalma, Bs. As., 1996 y las obras de Karl Popper -cuya honestidad, simpleza, claridad de pensamiento y exposición nunca deja de asombrarnos - en “La lógica de la investigación científica” y el imperdible “La sociedad abierta y sus enemigos”, entre otros. Agregamos la recomendación de la lectura de las obras de Michel FOUCAULT, “La verdad y las formas jurídicas” Gedisa México 1990, “Las palabras y las cosas” Planeta España 1984 y el Glosario de aplicaciones, de Sergio Albano que reúne los principales términos acuñados por Foucault, Edit. Quadrata, Bs. As. 2005.
[2] Ya en el capítulo III hicimos referencias a la oratoria y a la argumentación, como herramientas en la producción del discurso.
[3]Confr. ALVARADO VELLOSO, Adolfo, “Introducción al estudio del Derecho Procesal”, Editorial Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1989, pág. 75.
[4]Confr. FRANK Jerome, uno de los principales exponentes del llamado realismo jurídico norteamericano,  su obra "Derecho e incertidumbre jurídica" Edit. Fontamara, México 1991.
[5]Confr. BRISEÑO SIERRA Humberto, "Derecho Procesal"  1era. edición Cardenas Edit. México 1969, Volumen II, pág. 178 y siguientes.
[6]Una puntual crítica a la teoría clásica, aunque sin reconocer a la acción dentro del "mundo del proceso", puede verse en la obra de Lino Enrique PALACIO "Manual de Derecho Procesal Civil", Edit. Abeledo Perrot Bs.As. 1976 pág. 101 y ss.
[7]ALVARADO VELLOSO Adolfo ob. cit. pág. 25 y 78.  “se entiende por litigio la simple afirmación, en el plano jurídico del proceso, de la existencia de un conflicto en el plano de la realidad social, aún cuando de hecho él no exista… litigio es inseparable de la función judicial y una de las bases necesarias del concepto de proceso… no puede darse lógicamente un proceso sin litigio (aunque sí sin conflicto)”.

[8]Confr. ob. cit. pág. 79.
[9]Confr. la obra de Eduardo J. COUTURE "Introducción al estudio del proceso civil" pág. 18, Edic. Depalma Bs.As. 1978.
[10]Confr. ob. cit. pág. 80.
[11]Confr. ob. cit. pág. 81. .. no siempre es necesario que intervenga el Estado ya que muchas veces los litigios se autocomponen o se heterocomponen por la vía del arbitraje privado, por lo que no son caracteres intrínsecos de la acción. Finalmente, sostiene que si bien mediante la acción se intenta lograr la protección de una pretensión jurídica o de obtener la tutela del derecho objetivo, no es esta una muestra inconfundible del derecho de acción ya que en la mayoría  de los casos el derecho opera espontáneamente por consenso de los coasociados.
[12]Confr. ob. cit. pág. 83.
[13]En la obra citada, Adolfo ALVARADO VELLOSO, se ocupa entre otros temas de quienes son los sujetos de la instancia (quien y ante quien) siendo requisito ser persona capaz (de no serlo, por supuesto se podrá -y deberá- actuarse con la debida representación). Ante quien se insta, será un juez, un árbitro, y también los casos excepcionales del jury o los supuestos de juicio político. La causa es el mantenimiento de la paz social, impidiendo el ejercicio de la justicia por mano propia. El objeto es el para qué del ejercicio del derecho de acción, con el consecuente desarrollo de un proceso que concluirá finalmente en una sentencia (la cual se halla fuera del fenómeno del proceso).
[14]Ob. cit. pág.207.
[15]Ob. cit. pág. 209.

[16]En realidad en el sistema se habla lisa y llanamente de "la víctima", sin advertir que en realidad se debe reconocer la posibilidad de que no lo sea, y por ello preferimos hacer la reserva de que se trata de quien alega tal condición.
[17]Confr. VELEZ MARICONDE Alfredo, "Derecho Procesal Penal" Tomo I Edit. LERNER Bs. As. 1969 pág. 27 y sig. Interesa fundamentalmente la opinión de Vincenzo MANZINI "Tratado de Derecho Procesal Penal", Tomo I  Edit. Librería El Foro. Bs.As. 1996. Pág. 390 y ss. por la notable influencia que ejerció en su momento sobre la obra de aquél.
[18]Adviértase la postergada implementación del Jurado en las sucesivas reformas del procedimiento penal de la Nación, pese al claro texto constitucional que lo exige en los juicios penales.

[19]Confr. VERGER GRAU Joan "La defensa del imputado y el principio acusatorio", Edit. Bosch, Barcelona 1994, HENDLER, Edmundo “Sistemas Procesales Penales Comparados”. Editorial Ad-Hoc. Buenos Aires, 1999.

[20]Confr. SOLER Sebastián "Derecho Penal Argentino", Tomo II pág. 439 y ss., Edit. TEA, Bs.As., 1973.
[21]Confr. "La acción civil en el proceso penal" Edit. Lerner Córdoba 1982 pág. 12 y ss.  Un análisis del tratamiento de la acción penal en los principales autores del derecho penal de fondo puede verse en VAZQUEZ ROSSI Jorge "Derecho Procesal Penal" Tomo I, Conceptos Generales, pág. 317 y ss., Edit. Rubinzal Culzoni, Santa Fe 1995.
[22]Confr. HERNANDEZ PLIEGO Julio Antonio. "El programa de Derecho Procesal Penal", pág. 130 y ss., Ed. Porrúa, México 1998, 3ra. edic. Estima que el criterio dispositivo (principio de oportunidad) es propio de los regímenes de gobiernos dictatoriales o despóticos en postura que de ninguna manera compartimos, si bien reconocemos que mediante uno u otro mecanismo de ejercicio de la acción el dictador puede cumplir sus atropellos.
[23]Nos referimos al artículo 73 de la ley de presupuesto sancionada y promulgada con el número 25.401, que expresa: "El Organismo Recaudador estará dispensado de formular denuncia penal respecto de los delitos previstos en las leyes 23.771 y sus modificaciones, y 24.769, en aquellos casos en que el PODER EJECUTIVO NACIONAL haya dispuesto regímenes de presentación espontánea en función de lo reglado por el artículo 113, primer párrafo de la ley 11.683 (T.O. 1998) y sus modificaciones, en la medida que el responsable de que se trate regularice la totalidad de las obligaciones tributarias omitidas a que ellos se refieran. En los mismos términos estará dispensado el Organismo Recaudador cuando el PODER EJECUTIVO NACIONAL haya dispuesto regímenes de regularizaciones de obligaciones tributarias. En aquellos casos donde la denuncia ya la hubiera formulado el organismo recaudador, el Ministerio Público Fiscal, procederá a desistir de su pretensión punitiva, una vez verificado que el contribuyente o responsable se haya presentado espontáneamente para regularizar el cumplimiento de sus obligaciones tributarias o previsionales omitidas."
[24]Confr. la Ley 12.734 que en su art. 19 establece los criterios de oportunidad y en el 22 admite la conversión de la acción.-
[25]Confr. MAIER Julio B. J. "Derecho Procesal Penal". Tomo I Fundamentos, Edit. del puerto. Bs.As. 1996 pág. 830 y ss.  Siendo a no dudarlo un digno exponente del llamado garantismo procesal, sin embargo en su obra no hace alusión a conceptos de acción procesal, y en exposiciones públicas se presenta como enemigo de teorías que expliquen el fenómeno del proceso, al que simplifica denominando genéricamente sistema de persecución penal, o de enjuiciamiento penal.

[26]Así lo reconoce VELEZ MARICONDE Alfredo, confr. su "Derecho Procesal Penal" Edit. Lerner Bs.As. 1969.

[27]Confr. FERRAJOLI Luigi "Derecho y razón" Teoría del garantismo penal. Ed. Trotta Madrid 1997.
[28]Últimamente son contadas las leyes que no contienen un capítulo destinado a normas penales y nuevos delitos. Más grave aún resulta la política de utilizar al proceso penal con fines netamente represivos, lo que sucede mediante el mecanismo de las medidas coercitivas que desnaturalizan su finalidad cautelar. Es necesario como lo propone Daniel ERBETTA realizar otras miradas en ámbitos de políticas no penales para atacar las causas de conductas que se pretenden prevenir o erradicar. Confr. "Seguridad ciudadana y sistema penal en la conciencia social" Revista de la Facultad de Derecho de la U.N.R. nª10 año 1992 pág. 79 y ss. y "Garantías constitucionales y derecho penal de emergencia" Rev. Universitas Iuris N° 14 - 1997 pág. 108. Similar recorrido crítico con sólidos argumentos, lleva a cabo el jurista Eugenio Raúl ZAFFARONI, ver su ponencia presentada en el Congreso Internacional de Derecho Penal, con motivo del 75ª aniversario del Código Penal. 
[29] Una interesante crítica a la función que cumplen los llamados jueces de instrucción, puede verse en el libro de Héctor SUPERTI "Derecho Procesal Penal" Temas conflictivos. pág. 65 y sigtes., Edit. Juris, Rosario, 1998.
[30]Con una supuesta “conformidad” prestada por el imputado, para declarar sin la presencia de su defensor, como se pretende inferir de lo dispuesto en el CPP de la Nación art. 295, o surge expresamente del art. 317 del CPP de Santa Fe (ley 6740). Por el contrario el nuevo CPP de esta provincia establece en su art. 110 que para no ser invalidada la declaración del imputado deberá siempre contar con la presencia de su defensor (ley 12.734).
[31]Por ejemplo en el art. 174 del CPP de Santa Fe (ley 6740).

[32]El nuevo CPP de Santa Fe (ley 12734) es el único que establece que si la rebeldía se produce comenzada la audiencia del juicio, este no se suspende y se continúa dictándose sentencia.
[33]Confr. SUPERTI Héctor C. ob. cit. pág. 97 y ss.

[34] Así el Código procesal penal del Chubut en su artículo 242.-
[35]Venimos desde hace tiempo insistiendo en los tribunales provinciales de Rosario, en que se apliquen las costas al Ministerio Público Fiscal, sin éxito en nuestro emprendimiento, y en un caso el Tribunal entendió que las costas debían integrar una autónoma demanda resarcitoria de daños y perjuicios a iniciar posteriormente contra la Provincia de Santa Fe. Confr. Acuerdo Nª5 t. 38 Fª383 del 10 de marzo de 2000 en la causa R.L.M. s/ violación, robo calificado y privación ilegal de libertad, C.A.P. Sala IIa. de Rosario. Recientemente, la Sala IV integrada, a instancias del vocal del primer voto Dr. Rubén D. Jukic, escapando de su competencia ya que el tema no había sido introducido en los agravios, nos “hizo notar” (forma elíptica de llamarnos la atención) que estábamos equivocados ya que los funcionarios estaban exentos, cuando en realidad en primera instancia habíamos pedido la condena en costas al organismo no a la persona que ejerce la función y además se nos dijo que nuestra actitud podía ser interpretada como un modo de amedrentar a los Fiscales!! (Acuerdo N°360 del 21 de septiembre de 2009, en la Causa 901/2009 F. D.F. s/ Homicidio culposo).
[36]Abordar el derecho, a partir de sus objetos discursivos, supone desmontar los diversos mecanismos por los cuales este discurso del poder, y sobre el poder somete, estructura, regula y reprime. Una lectura hecha por la Teoría Crítica del Derecho analiza los procesos de producción y circulación de los discursos jurídicos en las distintas formaciones sociales y, además revelar las razones de su eficacia en el control de los impulsos y en la manipulación del deseo. De allí que para ello sea imprescindible hacer interdiscursividad con la lingüística, y el psicoanálisis. Confr. "El discurso jurídico. Perspectiva psicoanalítica y otros abordajes epistemológicos": LEGENDRE Pierre, ENTELMAN Ricardo, MARI Enrique y otros. Edit. Hachette. Bs.As. 1982.

[37]Confr. BERTOLINO Pedro "La verdad jurídica objetiva" Edit. Depalma Bs.As. 1990, donde se puede conocer la operatividad práctica que el concepto ha tenido en decisiones jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en función del recurso extraordinario federal.
[38]Confr. MAIER Julio B. J. ob. cit. pág. 855.
[39]En este tema resulta interesante el trabajo de Patricia COPPOLA y José I. CAFFERATA NORES, "Verdad procesal y decisión judicial" Alveroni Ediciones, producto de la interdiscursividad entre la filosofía del derecho y el derecho procesal penal.
[40]Confr. KELSEN Hans "¿Qué es Justicia?" Bs. As. Planeta Argentina 1993, pág. 35 citado por COPPOLA P. y CAFFERATA NORES J.I. ob. cit. pág. 8.

[41]Defendida en ámbitos académicos locales por el Profesor de Filosofía del Derecho Dr. Héctor H. Hernández, con quien hemos tenido la oportunidad -no muchas veces concedidas por otros solidaristas- de confrontar nuestras respectivas ideas públicamente. Algunos aspectos de su posición pueden verse en "Discurso penal, garantismo y solidarismo", revista jurídica El Derecho del 10 y 11 de julio de 1996.
[42] Un interesante libro que condensa el pensamiento de algunos activistas y solidaristas, ha sido publicado por el Instituto de Ciencias  Jurídicas y Sociales de la Región Centro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, bajo la dirección del Dr. Ariel ALVAREZ GARDIOL. Los primeros liderados por el Profesor Jorge PEYRANO y los segundos por el Profesor Adolfo ALVARADO VELLOSO. Destaco del prólogo del Dr. Ariel ALVAREZ GARDIOL, las atinadas referencias a Jürgen HABERMAS, en tanto adoptando una postura superadora del activismo y garantismo procesal, propone como verdadero paradigma jurídico o procedimental discursivo, jerarquizando así el procedimiento y el discurso como los atributos esenciales de la juridicidad. Concluye el prologuista, que los únicos paradigmas incontrovertibles que tienen su origen en el mundo griego, son el jusnaturalismo y el juspositivismo. Confr. “Activismo y Garantismo Procesal”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Edit. Advocatus 2009. Pág. 9
[43] Confr. Patricia COPPOLA y José I. CAFFERATA NORES, "Verdad procesal y decisión judicial" Ob cit. Pág. 10.
[44]Traducida en sostener un derecho penal de acto y no de autor, en limitar la punición a partir del principio de legalidad penal, la irretroactividad de la ley salvo que fuere más benigna, etc...
[45]Implícito en el art. 18 de la C.N. y expresamente establecido en las convenciones internacionales que se le incorporan a su texto en la reforma de 1994 (art. 75 inc. 22: art. 11 Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 8 ap. 2 Convención Americana sobre Derechos Humanos).

[46]El significado es posible extraerlo al separar "vero" - "símil", y al invertir los términos, aparece el concepto como "símil de verdad".

[47] Muchos temas relacionados con la regulación de la pretensión punitiva, se encuentran en el código penal como ocurre con la prescripción, a la que aquél código le llama “de la acción penal”, contribuyendo aún más a la confusión reinante.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Una crítica a la aplicación de la prisión preventiva

Los agentes encubiertos y los informantes en el ámbito de la justicia federal

EL JUICIO PENAL EN REBELDIA