Los actores penales
Los actores penales
Abordamos
el estudio del principal protagonista del proceso o sea, el actor. En el ámbito
penal, el lugar del actor es compartido entre el Fiscal -como órgano estatal encargado del
ejercicio de la acción penal en la mayoría de los delitos-, y el querellante
particular. Quien alega verosímilmente su condición de víctima y fuera
despojado de todos sus derechos por los sistemas inquisitivos, ahora vuelve a
tener su lugar protagónico en el proceso. No sólo actuará en aquellos delitos
donde la intervención del Fiscal no se requiere, sino que adoptará distintas
modalidades para acompañarlo o -llegado el caso-, sustituirlo en sus funciones
acusatorias.
Primera parte
El
actor penal público
1. Origen
histórico del actor penal.
En el marco teórico conceptual donde nos movemos, existe el género del
actor que, como vimos, realiza una actividad (instancia) frente a un tercero
(juez) a quien se lo pretende concebir como imparcial. Dentro de éste género,
el actor penal a su vez puede admitir otras subespecies, que se individualizan
por su propia ubicación funcional. Así, en la historia de la persecución penal,
es posible encontrar distintos actores penales: el actor privado, el popular y
el público. Los diferentes modelos procedimentales, van a permitir que se
complementen o directamente impedirán su actuación.
2. El actor privado.
Antes de que aparezca en escena el más remoto actor penal, encontramos a
la víctima de un delito, intentando perseguir, para su castigo, a quien ella
misma consideraba como el autor del hecho que le afectaba directamente. Es que
en la primitiva organización grupal de los hombres, no aparecía todavía la
posibilidad de un tercero que viniera a intentar asumir el control de la
situación o la resolución del conflicto; sólo existía la propia confrontación
entre víctima y agresor. Ello, lejos de ser un modo de solución de conflictos,
traía aparejado una secuencia interminable de otros que se encadenaban, a una
agresión se sucedía otra y así sucesivamente, hasta que por alguna razón,
desaparecía la figura del ofensor.
Esta etapa tan remota de la historia del hombre carece de interés para
el enfoque de nuestra materia. Sin embargo, conviene tenerla presente por el
rebrote que, en la sociedad actual, se advierte respecto del uso de la venganza
privada, producto de innumerables causas que ponen en crisis al sistema
estatal. Interesa entonces, partir de una mínima organización comunitaria,
donde se reconoce por lo menos una autoridad que evita la venganza privada e
impide la autocomposición del conflicto cuando éste adquiere ribetes penales,
es decir: cuando el hecho ocasiona tal alarma que angustia a los demás
componentes de la sociedad ajenos a lo sucedido. Es entonces que, con el origen
del derecho -en cuanto mínimo normativo que pretende brindar una organización a
la comunidad-, que se va perfilando la figura del actor penal privado, en la
misma medida que va naciendo la idea de procedimiento, o mejor “proceso”,
frente a un tercero.
Pero vale la pena insistir con que el nacimiento del actor penal, si
bien no con las características que luego adquiere con la triangulación
procesal, precede en muchas civilizaciones a la figura del juez. Así, en el
antiguo derecho germánico, para que comience la persecución penal, era
necesario que hubiese ocurrido un daño -o que al menos alguien afirmase haberlo
sufrido- y que esta presunta víctima designase su adversario. La víctima podía
ser la persona ofendida o alguien que, perteneciendo a su familia, asumiese la
causa del pariente. No había intervención alguna de autoridad, se trataba de
una reclamación de un individuo a otro que se desarrollaba con la mínima
intervención de estos dos personajes: el que se defiende y el que acusa; nunca
tres. El procedimiento era en realidad muy similar a un duelo o combate, con
reglas perfectamente definidas: era una continuación de la lucha entre los
contendientes. En este escenario, la función del derecho era la de reglamentar
la guerra privada, que hacía las veces de procedimiento judicial para resolver
el conflicto. No hay oposición entre derecho y guerra. Era lícito que el
pariente del muerto matara al asesino; siempre que cumpliera con las reglas,
con las formas prescriptas previamente para matar.
Por otra parte, en éste derecho germano antiguo, era posible llegar a un
acuerdo para interrumpir las hostilidades reglamentadas. El acuerdo o pacto,
era generalmente la composición en dinero para evitar perder la vida.
Toda esta idea de actor penal y ofensor que se defiende es obviamente
desconocido por el derecho romano, viejo derecho estatal, que coloca por encima
de ellos la figura del juez; o sea, del tercero que en nombre de la monarquía,
la república o el imperio, decide si corresponde o no la pena. Es entonces, en
este derecho romano -en el que se distingue delitos públicos de delitos
privados- donde, en casos de delitos
privados, se puede ver nacer la figura del actor penal particular, que bien
puede ser la víctima o sus herederos, para advertir que antes de emprenderla
con el que considera su ofensor debe concurrir ante el Juez o el Pretor para
hacer su reclamo o acusación.
3. El actor
popular.
Siendo los delitos de acción pública los que englobaban a aquellas
ofensas superadoras de un interés meramente particular -ya que afectaban a la comunidad
o directamente a la organización estatal-, era lógico que cualquier miembro de
aquélla y no solamente la víctima, pudiera ocupar el lugar del actor penal.
Este fenómeno que en el derecho germano antiguo era una rara excepción para
casos de homosexualidad o de traición, se ve como general en el derecho griego
y sobre todo en el romano.
La particularidad fundamental del actor popular -como se denomina a esta
segunda categoría de actor penal-, es su eminente característica política. El
miembro de la comunidad tiene una manera de participar en la cosa pública en
materia judicial, a través del ejercicio de la acción. El actor popular, que
nace sin limitaciones -quizás por el abuso en el ejercicio de su función-,
comienza -luego- a tenerlas en relación a su responsabilidad personal por la
acusación que realiza. Es evidente que el funcionamiento del instituto depende
directamente del nivel de compromiso solidario existente entre los miembros de
la comunidad. Si cae en crisis, la causa se encuentra directamente vinculada a
una concepción individualista que se arraiga en aquellas sociedades antiguas.
Así, quedan impunes por falta de acusación popular aquellos hechos cometidos
por personajes importantes, contra los que nadie quiere meterse. Sin embargo,
son otras las razones -como veremos luego-, que reemplazan la figura del actor
penal popular.
Modernamente, se replantea la posibilidad del ejercicio de la acción
popular en aquellos casos de intereses difusos, aunque también se crea la
figura del defensor del pueblo para que asuma tales funciones.
4. El actor
público.
Analizar al actor público implica el estudio del Ministerio Público
Fiscal, o sea: de un órgano perteneciente a la autoridad estatal -sea cual
fuere su inserción institucional-, que ejerce la acción penal, sin representar
directamente a la víctima, ni tampoco ubicarse en el mismo plano que el resto
de la comunidad.
El problema de su origen no está resuelto por los historiadores, aunque
pareciera que surge al final de la Edad Media, como un órgano del monarca. En
nuestra interpretación, no es casualidad que la palabra “fiscal” sea equívoca y
se vincule con la idea de Fisco en cuanto representa al erario público;
en rigor: a los bienes de la corona en la monarquía; decimos esto porque es
posible ver un paralelismo entre su origen y "evolución" con el de la
pena. En efecto, la principal función en el nacimiento de este fiscal medieval
era defender los intereses económicos del Rey y también un modo de engrosar las
arcas, mediante la pena de confiscación de bienes de los súbditos que habían
cometido delito. Por eso resultaba conveniente reemplazar al actor particular,
ya que las multas o confiscaciones importaban, además de un castigo, un
beneficio en el interés privado del Rey. Cuando se advirtió que la pena de multa era de imposible
cumplimiento porque el condenado no tenía bienes – y sólo quedaba su cuerpo-,
era sometido a tormentos y suplicios o -en casos más leves- a trabajos
forzados; es decir, se pasaba a confiscar su mano de obra. La humanización del
derecho penal da lugar, posteriormente,
a la pena privativa de libertad, con la gran contradicción que supone
tener a un imputado preso, depositado, despersonalizado, sin siquiera trabajar.
De allí que pasó mucho tiempo para que, con el advenimiento de los
Estados modernos, el Fiscal dejara de defender exclusivamente intereses
patrimoniales para procurar cumplir una función vinculada al ideal de justicia,
persiguiendo a quienes se consideraba autores responsables de delitos y, como
tales, merecedores de sufrir una pena pública estatal.
Obviamente la institución del Fiscal es ajena a la inquisición. Incluso
cuando los sistemas inquisitivos lo incorporan, en realidad lo tienen como una
figura decorativa, ya que el poder comienza y terminan ejerciéndolo los jueces,
que confunden sus funciones con las de las partes.
Tal como hoy se lo conoce, el Fiscal es un producto de la Revolución
Francesa, o -mejor dicho-, del Estado de Derecho que luego se construye en
Europa como consecuencia de ella[1]. Hay
una directa relación entre el triunfo de las ideas que defienden el sistema
acusatorio con el reconocimiento de la necesidad de contar con un Ministerio
Público Fiscal lo más democrático y representativo posible, así como eficaz en
su labor. De allí que actualmente, no existan voces que puedan criticar su
existencia. En todo caso, las discusiones se refieren a su ubicación
institucional o a los modos de actuación.
En el derecho comparado, el Fiscal aparece ubicado en cuatro
posibilidades institucionales:
1) vinculado al
poder ejecutivo, tal como ocurría en el sistema nacional argentino, por
lo menos hasta la reforma de la Constitución Nacional operada en 1994. La
crítica que ha merecido esta ubicación es que permitía responder a los
intereses políticos del sistema presidencialista de turno, dejando de lado una
posición en defensa de intereses sociales. La errónea línea argumental que
sustentaba esta posición confunde -desde nuestro punto de vista-, dos aspectos
diferentes: el ámbito institucional y las deformaciones éticas de los
operadores de turno que utilizan las instituciones para su provecho personal.
Si quienes están al frente del Poder Ejecutivo lo único que pretenden en el
ejercicio de sus relaciones con el Ministerio Fiscal, es nada más que la
aplicación del derecho al dar instrucciones para ejercer las pretensiones
punitivas, ningún inconveniente existe en tal ubicación institucional; más
cuando los operadores políticos no reparan en medios para conseguir
determinados fines que no coinciden con los lineamientos del Estado de Derecho,
resulta irrelevante el lugar en el que se ubique al Ministerio Público Fiscal,
porque en tanto exista corrupción, se desviará -de todos modos- su accionar.
Como nos gusta decir, lo “ideológico” es que el Fiscal se encuentre en el ámbito
del poder ejecutivo, porque su función es perseguir a quienes no cumplen con
las normas; mientras que lo “patológico” es que en determinadas situaciones
históricas, el gobernante de turno utilice a los fiscales para satisfacer sus
espurios intereses. Esta confusión en el plano del análisis es bastante común y
conduce a errores en las conclusiones.
2) Vinculado al
poder legislativo, como sucedía en los países comunistas. La misma
crítica de tono idealista que se hace precedentemente se repite aquí, ya que se
alega que en los sistemas de partido político único, las influencias
político-partidarias, cuando superan el interés general, hacen estragos en el
ejercicio correcto de la función de perseguir penalmente y terminan sufriendo
los avatares de los debates parlamentarios. Se confunde la ubicación ideológica
con la influencia patológica que en un momento dado pueden recibir los fiscales
por parte de quienes conducen el partido político. Sin embargo, salvando este
enfoque erróneo, lo cierto es que el fiscal que depende de los legisladores,
asegura una mejor representación indirecta del pueblo, que sin necesidad de los
partidos políticos, también puede ejercer su voluntad soberana mediante otros
mecanismos de participación popular.
3) Vinculado al
poder judicial, como ocurre en muchas provincias como en Santa Fe[2], con
el sistema inquisitorial pasa a ser normalmente la quinta rueda del carro;
pierde perfil -ya que es un funcionario sin real poder y en general sometido al
órgano jurisdiccional-, y se transforma en alguien con quien resulta difícil
entrar en contradicciones, sobre todo si sus funcionarios participan de la idea
de la llamada “carrera judicial”, por lo que, al aspirar a ser “ascendidos” a
jueces, difícilmente entiendan y asuman su función partiva. La ubicación del
Fiscal dentro del Poder Judicial, fue defendida en doctrina por Alfredo Vélez
Mariconde, quien razonaba que la función “requirente” era una función judicial
y por lo tanto allí debía encontrarse.[3] Esta
línea argumental parte de considerar similares las tareas del Juez y del
Fiscal, en tanto a ambos se les reclama operar imparcialmente, buscando “la
verdad real”, para aplicar la ley y concretar la justicia. Nuestro punto de
vista, es diametralmente diferente, en tanto, como venimos señalando, el Juez
se ubica como tercero imparcial respecto de las partes que precisamente
parcializan con sus contradicciones la versión de cómo ocurrió el hecho y todo
lo relacionado con los fundamentos de la pretensión. La función jurisdiccional
y la función requirente son en esencia distinta, como con su habitual claridad
expositiva, lo explica Alberto M. Binder[4]. El
Juez debe ser personalmente independiente a la hora de tener que resolver el
conflicto discursivo que las partes sostienen. Su compromiso individual se
relaciona con el Estado de Derecho, con la Constitución que está mandado a
hacer cumplir; en cambio el fiscal responde a las políticas que se diseñan
desde el poder legislativo para que ejerza su función requirente. Además, antes
de llevar el caso al tribunal, antes de producir la prueba, ya asume una
posición que lo convierte en parcial. Ello no quita que se le exija al Fiscal
un obrar éticamente irreprochable; pero desde el momento en que acusa, asume
una “teoría del caso” que tendrá que demostrar.
4) Ocupando una
autónoma función, extra-poder, o cuarta función independiente de las tres
clásicas: es la que dispone nuestra Constitución Nacional en su
reformado artículo 120. Así lo hace la constitución española, aunque sin mucha
claridad, ya que es motivo de debate su real inserción institucional. En Costa
Rica, en cambio, es más clara su ubicación como cuarta función estatal. Pero el
ejemplo más cercano que antecede la reforma nacional de 1994 es Salta, que en
su Constitución de 1986 establece un Ministerio Público autónomo e
independiente de los demás órganos del poder público. Parece interesante
señalar que los fiscales en Salta son designados a propuesta del Procurador
General, cabeza del Ministerio Público, por el poder ejecutivo con acuerdo del Senado
y todo el Ministerio Público dura 6 años en ejercicio de sus funciones.
Los partidarios de esta cuarta función del Estado, en realidad terminan
utilizando el argumento que denominamos “patológico” para justificar su
creación. Afirman que el Fiscal no puede depender de la Corte Suprema de
Justicia, porque entonces no habría una clara distinción con los jueces.
Además, tampoco puede pertenecer al Poder Ejecutivo, porque recibiría las
presiones e influencias políticas de quienes aparecen en el escenario
latinoamericano, muy proclives a la comisión de delitos en el ejercicio de las
funciones públicas.
En el ámbito nacional cuesta asumir la reforma constitucional y el
proceso acusatorio, ya que la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación, en
fallos contradictorios, ha demostrado no respetar la autonomía del Ministerio
Público Fiscal[5].
Más allá de las discutidas líneas argumentales, el caso es que la
reforma constitucional de 1994 quiso otorgarle al Ministerio Público Fiscal
independencia respecto de los otros tres poderes, constituyéndolo en una cuarta
función que Montesquieu no tenía en su proyecto teórico.
Es cierto que, al sacarlo del ámbito del Poder Judicial, beneficia a una
teoría procesal que lo necesita distante y diferente del Juez para realizar su
modelo acusatorio, pero sucede que ello también era posible cuando pertenecía
al Poder Ejecutivo.
Confesamos que no alcanzamos a advertir una genuina necesidad de que el
órgano encargado de perseguir a quienes violan la ley penal y merecen una pena
pública sea diferente, autónomo, independiente, del Poder Ejecutivo; cuando su
función natural es la de administrar el Estado buscando, precisamente, que se
respete el orden jurídico en su totalidad. Cuando de política criminal se
trata, la ejecución de todas las políticas de Estado le incumbe al Poder
Ejecutivo.
La principal ventaja que desde siempre advertimos en la inserción del
Fiscal dentro del ámbito del Poder Ejecutivo (tanto nacional como provincial),
es su directa relación con las policías, sin cuya colaboración parece imposible
cualquier clase de actuación eficaz. Por su dimensión y ubicación en cada una
de las provincias, la policía aparece como la institución más adecuada para
comenzar cualquier actividad de persecución penal, tanto para documentar de
inmediato aquella prueba que con el transcurso del tiempo puede desaparecer,
como para practicar investigaciones frente a hechos cuyos autores se desconocen
y, fundamentalmente, para proveer de la necesaria cuota de fuerza frente a una
delincuencia cada vez más peligrosa, mejor armada y organizada. Históricamente
la policía se ha presentado, como un organismo indispensable para el
funcionamiento del sistema penal, por lo que más que pensar en la generación de
otras policías, como ocurre con los partidarios de la llamada policía judicial,
en todo caso corresponde analizar las posibilidades de su mejoramiento.
Es que no escapa al análisis, que algunas policías constituyen
importantes nichos de corrupción. Diversas causas provocan esta grave situación
que deteriora la confianza imprescindible que la gente tiene que tener en su
policía. No puede la policía decidir qué se investiga sin ningún control de
parte del Ministerio Público Fiscal, como en teoría correspondería.
Por otra parte, parece complicado generar un cuerpo armado al servicio
de la función fiscal autónoma, porque es de la esencia de la división de
funciones que el poder material del ejercicio de la fuerza se concentre en uno
de ellos, el Ejecutivo; no sólo porque es quien más lo necesita, sino porque en
caso de conflictos de funciones, es impensable como podría resolverse si cada
función tuviera su propia policía.
En consecuencia, la solución que parece más adecuada es la de someter a
la función policial a la tarea de los Fiscales. En el modelo inquisitorial que
todavía nos rige, a la policía se la hace cumplir funciones de prevención y
seguridad, al tiempo que como auxiliar de “la justicia”, trabaja en la
documentación del llamado “sumario de prevención”, donde como sabemos se basa
principalmente la suerte de toda la investigación ulterior.
Ubicando al Ministerio Público Fiscal en el mismo ámbito funcional que
la policía -o sea en la organización del Poder Ejecutivo-, se asegura una sola línea de mando que
verticalmente termina en el gobernador, último responsable de la aplicación de
las políticas criminales.
Lo cierto es que en la hora actual, en nuestro país, se impone analizar
la legitimidad política de la actuación del Fiscal; esto implica no sólo
separarlo del Poder Judicial -donde por su naturaleza no se justifica su
pertenencia-, sino que se impone tomar
distancia del órgano -por excelencia y definición- impartial que es el
Juez; y, al mismo tiempo, conectarlo con el pueblo al que teóricamente debe
representar. En este objetivo, no debe perderse de vista a aquellos modelos
donde el Fiscal resulta electo en forma popular y su actuación - limitada en el
tiempo – pretende llevar adelante postulados de política criminal previamente
anunciados y aceptados por sus votantes.
Insistimos en que, de un modo realista, ello no supone que el Fiscal
deba convertirse en un ser políticamente despreciable que, con el objetivo de
conseguir la adhesión de sus votantes, es capaz de encarcelar a inocentes (ello
sería lo patológico), sino, por el contrario, implica que la sociedad
mediante su intermediación, adopte un compromiso con la aplicación de la ley,
con criterios de justicia y mediante mecanismos garantizadores que aseguren un
obrar responsable y transparente. Precisamente, si algo debemos criticar al Fiscal
de la actualidad -tanto el que opera en el ámbito nacional como en las
provincias-, es su falta de relación con la población, a quien ficcionalmente
debe representar.
Advertimos que, en general, se asiste a un obrar irresponsable, ya que
no sólo no rinde cuenta frente a ningún electorado, sino que incluso -como
institución del Estado-, el Ministerio Público Fiscal difícilmente es condenado
a pagar las costas cuando no consigue concretar su pretensión punitiva en una
sentencia condenatoria. En este punto, aparece otro argumento para justificar
sacarlo del poder judicial. No parece sencillo que el propio poder judicial
condene a pagar las costas a un miembro que pertenece a sus filas; así como
cuesta conseguir que un tribunal superior aplique las costas a un juez inferior
por ser el responsable de las nulidades que ahora se reconocen, con idéntica
dificultad tropezamos al pretender que el actor penal sea condenado en costas,
simplemente porque se le rechaza su pretensión punitiva.
Lo cierto es que la necesidad de modificar la ubicación política
institucional del Ministerio Público Fiscal, retirándola del ámbito del Poder
Judicial, se hace -imperiosamente- una necesidad cuando se adopta el modelo
acusatorio y, sobre todo cuando, para el ejercicio de la acción se utilizan
criterios de oportunidad. Ello desde una perspectiva instrumental, formal -o
sea-, procesal. Pero desde lo sustancial, desde el propio derecho penal, cabe
reconocer que el Ministerio Público Fiscal es el que realmente ejerce el poder
punitivo. Esta afirmación es contraria al pensamiento inquisitorial, que no
puede dejar de considerar que son los jueces quienes titularizan genéricamente
la potestad represiva y concretan en la sentencia la aplicación de una pena.
Aquí se nota la íntima relación existente entre ambas materias de estudio del
derecho ya que, como sabemos, resulta imposible concretar la aplicación del
derecho penal, sin el instrumento, sin la herramienta procesal que supone
llegar a la sentencia judicial. Pero se debe reconocer que el motor de todo el
movimiento de persecución penal, es el Fiscal.
Otro tema lo constituye la relación especial que debe tener quien alega
su condición de víctima con los funcionarios del Ministerio Público Fiscal. Si
le criticamos al Fiscal actual su falta de legitimidad política para ser un
verdadero representante de la sociedad, ello no deja afuera a la propia
víctima, que por supuesto es la principal interesada en lo que ocurra en el
procedimiento penal. Se requiere una singular vinculación que lleve a
actividades coordinadas para que los intereses de la víctima se encuentren contenidos en la pretensión que
ejerza el órgano de persecución pública.
Sin embargo, frente a las contradicciones que puedan presentarse entre
ambos intereses, el derecho procesal penal debe tener prevista la solución, que
como veremos en la segunda parte de este capítulo, nos enfrenta con la
posibilidad de que la víctima termine autónomamente ejerciendo en soledad la
pretensión penal.
Segunda parte
El
actor penal privado
La Víctima
1. El concepto de
víctima:
En los últimos años hemos visto como se habla de la víctima con mayor
énfasis que en otras épocas, donde las referencias eran a la “sociedad”, al
Estado, y porqué no a la Nación. Es común que en los medios de comunicación de
nuestro país, se hagan referencias a la
situación de inseguridad de la que tanta tela se corta. Se quejan de la
importancia que se le otorga a los derechos humanos, alegando que los juristas
únicamente nos acordamos de los derechos del delincuente; se preguntan por qué
no se pone el mismo énfasis en proteger a
la víctima. Se trata de un discurso reaccionario, amarillista, que parte
de presupuestos falsos, en lugar de hablar de imputados, directamente hablan
del delincuente. Además, no es cierto que hubo un olvido de la víctima,
sino, en todo caso, una ausencia de protagonismo propio, porque quien pensaba
en ella, quien estaba para protegerla era el Estado, sobre todo en los modelos
inquisitivos y totalitarios.
Asistimos a un renacimiento de la víctima en lo que hace a reconocerle
un rol protagónico en el procedimiento penal. Es que, montado el sistema
inquisitivo para descubrir la verdad y aplicar la ley penal, el objeto de
preocupación del derecho procesal penal
fue el imputado, que se constituye en la figura central a rodear de
garantías pues todo gira en torno a su culpabilidad o inocencia. A diferencia
de lo que ocurre en el procedimiento civil -donde el damnificado tiene un papel
decisivo, ya que decide el comienzo de la actividad procedimental-, en el
derecho procesal penal la víctima fue desplazada por el rol de los órganos de
persecución oficial del Estado: primero el Juez y luego tímidamente el fiscal.
Por ello, siempre el ofendido entra en la escena procesal como un testigo más del hecho o de sus
consecuencias.
El origen de esta cuestión se remonta al rol del Estado asumiendo la
potestad punitiva y distinguiéndola de la actividad del damnificado, limitada
solamente a reclamar el resarcimiento civil del daño. Estas distintas
consecuencias jurídicas de un mismo hecho provoca en parte, que se desplace a
la víctima cada vez más hacia la periferia del procedimiento penal; incluso se
llega a límites de cierta perversidad cuando en muchos casos pasa a convertirse
en una víctima del propio procedimiento, que parece dirigirse en su contra. Se
la investiga con mayor énfasis que al acusado, con lo que termina siendo
revictimizada por el propio sistema que en realidad debería ayudarla,
protegerla.
En lo relativo a que se entiende por víctima, Carnelutti sostenía que es
el sujeto paciente en el delito, quien recibe una lesión a un “poder
suyo”. Habitualmente se ha denotado a este paciente como “víctima”, es decir y
en sentido amplio, aquel que ha sido lesionado o sufre perjuicio o daño por una
infracción penal.
Desde nuestro punto de
vista, no es correcto que en el proceso penal se
hable de “la víctima” desde que es preferible denominarla como “la persona que alega…” tal condición[6].
Sin embargo, toda la doctrina y la legislación habla de la víctima como
si realmente lo fuera es decir, da por hecho la existencia del delito que la
tiene a la misma como sujeto pasivo. Por ello, es que vamos a seguir usando tal
terminología pero con la aclaración que hicimos desde el punto de vista
crítico.
2. La víctima en
el proceso penal:
Conveniente es determinar cuál es el interés de la víctima frente
el proceso penal y dentro del mismo, fijándose así su adecuada posición
en los diversos planos relacionales.
Hassemer ha puesto de relieve que el Derecho Penal carece de interés
real por el problema de la víctima, toda vez que, en cualquier caso, aquél está
orientado hacia el autor del delito. Esta afirmación igualmente puede
adscribirse al derecho procesal penal, donde la orientación es casi excluyente
hacia la figura del imputado y sus garantías fundamentales.
Varios códigos procesales establecen la figura del querellante conjunto;
pero a pesar del dominante papel que juega el querellante particular, el campo
de extensión y comprensión de la víctima no queda en él agotado. El ejercicio
de las acciones privadas y dependientes de instancia privada, como así la
denuncia y la vinculación con la prueba, ofrecen materia apta para dar sustento
a una sistematización de conjunto. Asimismo, habrá que tener en cuenta el
ejercicio de la acción civil resarcitoria, dentro del procedimiento penal, para
conformar una base suficiente para los temas posibles. Por fin, tanto la ley
penal de fondo como la civil igualmente sustancial, deberán tenerse en cuenta
para intentar una construcción dogmática que pretenda ser de utilidad para lo
actual y orientadora para el futuro.
3. La víctima en
el derecho:
En el Código Penal argentino encontramos reiteradamente mencionada la
voz “víctima”[7].
Una resultante sustancial puede sacarse del examen de las normas del
código penal argentino: la captación normativa parece apuntar invariablemente,
como realidad subyacente, a la persona individual. Estamos frente a una
verdadera contrafigura del “autor del delito” la cual desde la óptica del
derecho procesal penal se ha entendido como imputado.
Volviendo a Hassemer, este entiende que la víctima ocupa un lugar
marginal en el sistema punitivo. Ello porque, desde la óptica del D.P.P. se
piensa que las teorizaciones que se han efectuado hasta el presente se han
basado en la relación poder estatal-imputado, dejando en la sombra otra
relación de poder, la existente entre autor y víctima, del modo como
corresponde presentarla. Creemos que entre autor y víctima, no sólo existe una
posible situación conflictiva de intereses, sino que, por parte del autor de la
acción delictuosa, se cercena la esfera de poder del paciente del delito.
Actualmente se evidencia una clara voluntad abolicionista de todo método
procesal que atente contra la dignidad humana y, como corolario, también un
claro sentimiento humanitario. Ahora bien, esa voluntad y este sentimiento se
han dirigido nada más que al que padece el proceso y no a quien padece el
delito.
Existen en este sentido dos claras evidencias:
1. La actitud de las víctimas. Así de las estadísticas surge que superan
muy ampliamente los hechos en los cuales interviene la policía, sobre las
denuncias y querellas.
2. La actitud de los operadores del proceso penal. La policía actúa en
dirección al delincuente; el Ministerio Público se debate entre ser sujeto
imparcial o representante de la “vindicta pública” y los jueces son renuentes a
tramitar acciones civiles en el proceso penal, ya que lo ven como un estorbo.
No es bien vista la actividad de quienes pretenden reclamar indemnizaciones pecuniarias
por el delito sufrido. Al mismo tiempo, muchas víctimas encuentran en la
cuestión civil la única herramienta para canalizar sus sentimientos de venganza
contra el ofensor.
4. El debate por
el querellante conjunto:
En el derogado código procesal penal de la Nación se implementó la
corriente que se ha dado en llamar “no abolicionista”. Manuel Obarrio -su
codificador-, si bien proscribía la acción popular, reconocía al ofendido el
derecho de querellar a los delincuentes. Alegaba que no era posible desconocer
en la víctima el derecho de velar por el castigo del culpable. A partir de esta
ideología nace la figura del querellante conjunto que se mantuvo en la
provincia de Tucumán cuando en 1979 reforma su código procesal, y modernamente
pese a la opinión en contrario de Levene, la contiene la ley 23.984.
La corriente abolicionista encuentra como puntal al código de Córdoba de
1939, ya que Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián Soler toman como modelo el
código italiano de 1930. "El Estado -dicen los autores en la exposición de
motivos- ha reivindicado del particular el derecho de acusar para cumplir sus
fines, para defender su propia vida, para mantener el orden jurídico-social.
Ese derecho se ha convertido en una función social porque el interés individual
ha quedado comprendido en el de la colectividad". Esta línea ideológica
partía de una concepción distinta: entendía que la víctima buscaba la venganza
y eso era repudiable para los altos fines de la Justicia; el mismo Ricardo
Levene (h) cuando redacta los códigos de las provincias de Río Negro y Neuquén
en los años 1986 y 1987, consideraba inadmisible en materia penal -donde
predominan conceptos de reeducación y defensa social-, que el Estado se ponga
al servicio del interés pecuniario o de la venganza personal. Se alegaba, entre
otras razones, que muchos querellantes daban razones fútiles, para justificar
el desistimiento de la acción cuando habían percibido fuertes sumas de dinero.
Esta tendencia fue la dominante para todos aquellos códigos que
siguieron el modelo cordobés, incluido el de Santa Fe, pese a no adoptar la
oralidad como regla.
Por el contrario, en la provincia de Buenos Aires, Tomás Jofré en 1915
dio una solución distinta que todavía rige para el rol de la víctima: se creó
la figura del particular damnificado, quien, siendo víctima de un delito, podía
participar solicitando pruebas, impugnando resoluciones favorables para el
imputado y controlando la producción de la prueba. No ejerce la pretensión
punitiva, es decir, no pide pena, pero en lo demás, se asimila al querellante
conjunto del código de la Nación
De cualquier forma, el debate se viene dando en los Congresos y se ha
llegado a señalar[8] que no es posible arribar
a una conclusión científica definitiva sobre la conveniencia o inconveniencia de
la actuación del damnificado por el delito como querellante en el proceso
penal, dado que ninguna de las posiciones que se adopten al respecto cuenta con
argumentos que descalifiquen totalmente la postura contraria.
Pensamos que nuestra Constitución Nacional no sólo no prohíbe que la
víctima ejerza la acción penal (en este caso, sería imposible regular al
querellante exclusivo), sino que debe deducirse que lo propicia el argumento
parte de inferir que si la Constitución admite a los particulares colaborando
en la tarea de juzgar delitos al implementar el juicio por jurados, es decir,
en la jurisdicción ¿por qué no aceptar que el particular pueda también ejercer
la acción? Incluso para muchos casos,
puede pensarse en una acción popular. Nos referimos a los delitos cuya víctima
es indeterminada, como ocurre con los ecológicos, los que afectan la salud
pública, el consumidor, etc.-
Un tema que merece nuestra discrepancia, es admitir al Estado como
querellante, en delitos de acción pública. Ya el Estado tiene en el Fiscal un
representante de los intereses generales de la sociedad (art. 120 C.N.), hoy
potenciado como cuarta función merced a la reforma de 1994. Sin embargo, la
legislación en general ha otorgado la facultad de querellar a organismos más o
menos descentralizados.[9]
Veamos ahora cuáles son los argumentos a favor y en contra de la
incorporación del querellante, aclarando que el debate no está cerrado, ya que hoy
se escuchan interesantes voces jóvenes, decididamente contrarias a que la
víctima participe como actora penal[10].
•
Argumentos históricos:
En contra: “la inserción del particular como órgano acusador en el
proceso penal, significa siempre según esta corriente de pensamiento
“escéptica”, la inserción de un elemento privatista en el ámbito de un derecho
eminentemente público. De manera que, instituido un acusador estatal formando
parte en el mejor de los casos, del Poder Judicial y reglada su actividad
conforme a los principios de Oficialidad y Legalidad, se asegura una plausible
administración de justicia penal, dejando para los damnificados (ofendidos o
no), la vía expedita para que ejerciten en el
mismo proceso la acción civil, emergente del hecho ilícito motivante. La
acusación pública en manos de un órgano estatal, en los tiempos modernos,
implica la vigencia del sistema de acusación más acorde con el grado de
evolución que presenta el proceso penal”
•
Argumentos subjetivos:
En contra: sostiene Alfredo Vélez Mariconde (“Derecho procesal Penal”
De. Lerner 1968, Tomo I, pág. 292 que “el delito es una violación del derecho
público, en cuya defensa debe ocurrir el Estado; si la represión no puede ser
concebida hoy como medio de satisfacer la venganza pública, menos puede
pensarse en autorizar la vía de una
venganza individual. Y el que crea que
el ofendido acusa en nombre de un interés público en defensa de la
colectividad, pone su ingenuidad al servicio de una causa noble: cree que de
ese modo se favorecerá la actividad del órgano específico que el Estado ha
instituido para demandar la justa aplicación de la ley”
Otros autores sostienen que la subsistencia del querellante en los
procesos penales por delitos de acción pública, constituye una reminiscencia de
la antigua venganza privada, incompatible con los intereses públicos en juego.
Además su fin es lograr una reparación económica o pecuniaria, interesándole
-fuera de esto- muy poco el castigo del delincuente.
Rodolfo Rivarola[11]
sostenía que “si entendemos en derecho que el interés es la medida de las
acciones, y acudimos a examinar cuál es el interés que mueve al querellante
particular, independientemente de la reparación de los daños, no encontraremos
otro sino el de la venganza personal.”
Contestación a este argumento: no hay que vedar el acceso de los
particulares al proceso penal, pues el interés del resarcimiento y la
pasión misma, suelen ser importantes
factores en la investigación de la verdad (Oderigo). Bielsa agrega que “al
querellante no lo anima un espíritu de venganza sino que se trata más bien de
un espíritu de justicia…. Los que hablan de ese espíritu de venganza del
querellante para suprimirlo, olvidan que la acción pública la impuso también la
necesidad de satisfacer la vindicta pública”. Que el derecho penal sea un
derecho público, no obsta a que la acusación sea privada. Es decir, que la
facultad estatal se limita a imponer la pena.
Jorge Clariá Olmedo consideraba que sería beneficioso para la más justa
y pronta actuación de la ley penal y en su caso, la civil, para una integral
reparación pública y privada. Podría darse de esta forma, entrada a la
venganza, pero se salvarían principios básicos muy nobles. Se perseguiría una
mayor eficacia, para la defensa del bien jurídico tutelado.
Convengamos que no es malo tener emociones, las que por otra parte, no
pueden reprimirse porque la ley no otorgue determinada posibilidad de
participar en un procedimiento. Incluso su participación le impide quejarse
después de que no se logre una mayor
eficacia en el objetivo de reprimir. Además, es posible limitar al querellante,
para que asuma una actividad acusatoria y será el Ministerio Fiscal el que deba
encausarla en parámetros justos. Con esto no pretendemos introducir la venganza
en el proceso penal, sino establecer al querellante como colaborador activo,
cuyo engrandecimiento en tal postura pasa más por un deber de conciencia y
cultura cívica.
Carrara sostenía que “El derecho del particular no puede ser sacrificado
al derecho social”.
•
Argumentos objetivos
En contra: fuente de entorpecimientos y dilaciones, obstruyen la
averiguación de la verdad real. Levene lo ve como la quinta rueda del carro,
que intenta dilatar los términos, demorar los incidentes de excarcelación.
Contestación a este argumento: siempre la actividad del querellante será
controlada por los órganos públicos.
•
Argumentos teóricos:
En contra: su incorporación conlleva a la coexistencia de dos
acusadores, sin beneficio para nadie y menos para el sujeto procesado o la
administración de justicia, significando una disminución de energías, de tiempo
y de aumentos de gastos.
Contestación a este argumento: lo sostenido es relativo. Inclusive
Bentham sostiene que “con la doble acusación se tienen dos potencias rivales
que han de servir para observarse, excitarse u contenerse mutuamente, con
resultados positivos para el proceso”
Como vemos, ningún argumento es absoluto. Su incorporación o no será
siempre una decisión política. Desde nuestro punto de vista, que adhiere a una
teoría general del proceso, lo cierto es que la presencia de dos acusadores
(uno público y otro privado), en tanto no conformen un consorcio de actores,
puede llevar a entorpecer la estructura de un proceso. En tanto, se presupone
la necesidad de un contradictorio discursivo entre la parte acusadora y la que
defiende, es evidente que si los actores son múltiples y cada uno sostiene
diferentes posiciones, diferentes teorías del caso, no habrá una contradicción
sino tantas como actores.
Somos partidarios de que el querellante, adopte una participación de
colaboración hacia el Ministerio Público Fiscal, pero en definitiva siempre subordinado
a aceptar las decisiones que tome el órgano estatal. Ni siquiera
excepcionalmente ni en grado mínimo puede autorizarse que goce de autonomía, como ha ocurrido cuando, avanzadas
las etapas procesales, las discrepancias con el Ministerio Público Fiscal
resulten insuperables.
Aún menos conveniente parece el considerar la posible actuación autónoma
desde el comienzo de la propia actuación del querellante. Ello, como puede
fácilmente deducirse, convierte a los supuestos de delitos de acción de ejercicio
público en privado, por decisión puntual del Ministerio Público Fiscal, en cada
caso concreto. Eso es insostenible y da lugar a situaciones de graves
incoherencias: supongamos que la decisión del Fiscal de no ejercer la
persecución se basa en criterios de oportunidad, ¿cómo se justifica que se
acepte igual la persecución por iniciativa de la víctima?
Otra situación de conflicto entre los dos actores, sucederá cuando la
causa de la discusión pase precisamente por la existencia del delito como
presupuesto para comenzar una instrucción o provocar la apertura del juicio. Es
obvio que si no hay posibilidad de encuadrar los hechos en un delito,
directamente no existe la víctima, en tanto ella nace en forma abstracta de la
figura descripta en el tipo de injusto que se trate. Nos parece insostenible
que si tal discusión ocurre nada menos que para decidir si comienza o no una
persecución penal, la solución se encuentre en hacer prevalecer la voluntad
privada. En el caso de delitos que según el código penal dan lugar a un
ejercicio público de la acción, entendemos que debe tener preeminencia el
Ministerio Público Fiscal, aunque tal responsabilidad la asuman los
funcionarios jerárquicamente habilitados por la ley para la conducción del
organismo.
Lo mismo cuando la decisión se base en criterios de oportunidad para no
perseguir penalmente; si precisamente estos criterios se fijan para
descomprimir el colapso del sistema procedimental ante el reconocimiento de lo
innecesario de la represión, sería un contrasentido permitir que la persecución
se inicie igualmente por voluntad de quien alega su condición de víctima.
Definitivamente sostenemos que permitir la conversión de la acción
procesal con contenido punitivo, de pública en privada, supone desconocer que
las provincias, en el código penal decidieron que la gran mayoría de los
delitos serían punibles como consecuencia de una persecución a cargo del
Estado, aunque en algunas figuras se hiciera imprescindible la autorización del
ofendido o sus representantes. Implica desconocer también que, en estos
delitos, el poder penal es del Estado y lo ejerce el Ministerio Público Fiscal,
ya que el “debido proceso” a que alude el artículo 18 de la C.N. es el que
responde al modelo acusatorio[12].
Afirmamos que -consciente o inconscientemente-, los tribunales que
toleren el ejercicio de la pretensión punitiva exclusivamente y en contra de la
opinión del Fiscal están siendo funcionales al modelo inquisitivo, donde el
poder penal es ejercido por los jueces. Es que estos jueces, de alguna manera
ven en la actuación de este particular querellante, la posibilidad de llegar a
condenar a un imputado, que no existiría como tal si ello dependiera
exclusivamente de la decisión del
Ministerio Público Fiscal, que es precisamente lo intolerable para la
mentalidad inquisitorial.
Apunta con acierto Silvia Gamba, que posiblemente esta política de hiperpersecución,
de otorgamiento de superpoderes al juez o al querellante, puede resultar
-una vez más- una herramienta demagógica más de la mala política consolidando los discursos del segurismo
y de la “mano dura”. Por eso le da esta
poderosa herramienta al querellante como un aporte más al servicio de nuevas
formas solapadas de control social que tanto denostó y denuncia la moderna
criminología crítica.
5. El querellante
adhesivo
Diferente del querellante conjunto, o como una subespecie del mismo, se
encuentra el conocido como adhesivo, que se parece más a la figura del tercero
adherente simple o coadyuvante del derecho procesal civil que colabora con un sujeto
procesal y no puede por ejemplo acusar o recurrir autónomamente. Se puede
considerar una forma de querellante conjunto, en tanto siempre necesita
acompañar al Fiscal que ejerce principalmente la pretensión punitiva pública.
Sin embargo, se acerca más a la figura del particular damnificado, debido a su perfil coadyuvante con el
Ministerio Público y en la restricción acusatoria y recursiva.
Corresponde preguntarnos si cuando se trata de delitos cuya acción es
pública, la justicia material exige necesariamente la intervención de la
víctima en el procedimiento penal. La respuesta depende ideológicamente del rol
que se le adjudique al Estado y el papel protagónico que quiera aceptarse en el
particular que alega su condición de víctima. Para quienes sostienen que el
delito es en primer lugar una afectación de bienes privados, la participación
de la víctima será absolutamente imprescindible para que la sentencia
condenatoria sea justa. Mientras que para una postura que relativice tal
protagonismo, se podrá concebir la realización del valor justicia, con total
independencia de la consulta a quien aparezca como víctima. Nuestra moderna
doctrina ha dado contestación relativa, dejando en claro que serán los códigos
procesales penales los que dispongan el nivel de participación que se le
acuerde al particular.
Es importante señalar que la
querella particular, aún en el modelo denominado adhesivo, puede provocar la
persecución penal pública; de allí su importancia, como instituto procesal que
tienda a dar suficiente satisfacción a aquel derecho subjetivo público a que el
proceso penal se constituya. Desde una visión sociológica, estamos en la zona
de “acceso a la justicia” que al decir de
Cappelletti y Garth se trata del principal derecho, el más importante de
los derechos humanos, en un moderno e igualitario sistema legal que tenga por
objeto garantizar y no solamente proclamar los derechos de todos.
6. Relación con el
Fiscal:
En torno a la relación entre el Ministerio Fiscal y la víctima, la misma
pretende ser dialéctica. Se concibe al Ministerio Fiscal adecuando sus actos a
un criterio objetivo, mientras se afirma que la víctima se rige por un criterio
subjetivo, ya que el propio sistema la considera interesada. En realidad, la
objetividad no existe y en tanto la función del Ministerio Público la lleve
adelante una persona esta es, por definición, subjetividad. Se confunden
cuestiones éticas con posicionamientos humanos que, por su condición, jamás
pueden ser objetivas en la lectura de la realidad que lo circunda.
El debate hoy no pasa por la conveniencia o no de la participación de la
víctima como querellante en los delitos de acción pública, es decir el
abolicionismo o el mantenimiento, sino por el modelo de actuación que se le
quiera brindar a la alegada víctima. Se trata de definir su posición respecto
del Fiscal, para tratar de evitar los conflictos que pueden aparecer entre
ambos y que en general son aprovechados hábilmente por la defensa.
Así el viejo querellante del derogado código procesal penal de la Nación,
era denominado querellante conjunto, porque se lo veía actuando conjuntamente
con el Fiscal, aunque en muchos supuestos jurisprudenciales ante la inacción
del actor público quedaba sólo abriendo instancias recursivas o manteniendo una
postura incriminadora al cierre del debate.
El C.P.P. de Córdoba pergeñó un modelo de querellante adhesivo,
restringiendo las posibilidades de actuación autónoma respecto del Fiscal. Como
fuere el querellante del C.P.P. de la Nación es un sujeto eventual, que se
parece mucho al adhesivo porque carece de autonomía para poder por sí mismo
abrir el juicio oral, pero como está regulado al tener protagonismo en la etapa
intermedia, puede conseguir que el Fiscal ante la Cámara de Apelación, obligue
a otro a deducir acusación para pasar al plenario (interpretación correcta del
art. 348 C.P.P.N). Como dice Francisco D’Albora a quien no dudamos en reconocer
como uno de los más serios defensores del instituto, se trata de “un acusador
particular, ...una suerte de sustituto procesal ya que ejercita en nombre e
interés propio, una serie de actividades enderezadas a proteger un derecho
ajeno, tal cual es el del Estado de someter al delincuente al cumplimiento de
una pena” [13].
Sin perjuicio de que el debate se debe seguir dando en los ámbitos
académicos para proyectarse en políticas de reformas a la normativa vigente, lo
cierto es que en el viejo Código de Santa Fe (versión ley 6740) no tenía cabida
la colaboración y porqué no el control, de la víctima respecto del Fiscal,
mediante el ejercicio de la cuestionada querella en cualquiera de sus
modalidades. En el viejo régimen que dejo de regir el pasado 10 de febrero de
2014, le quedaba solamente la alternativa del ejercicio de la acción civil en
el proceso penal.
Por su parte en el código procesal penal del menor (ley 11.452) que rige
en Santa Fe, se va más allá ya
que en su artículo 2 prohíbe la actuación no sólo del querellante sino también
del actor civil en el proceso penal. Esta disposición puede ser atacada de
inconstitucional, en primer lugar porque afecta el derecho a la jurisdicción
que emana de nuestra carta magna, tal como lo señala Germán Bidart Campos[14], y
en segundo lugar ya acotada a la cuestión civil, al no permitir la aplicación
del art. 29 del código penal, que como legislación nacional debe ser respetada en el orden local. Como
fuere son tantas las falencias técnicas que presenta este cuerpo normativo, que
no nos extraña tamaña prohibición para eliminar
del proceso penal de menores toda intervención de la víctima o del damnificado.
Por el contrario, en el nuevo código procesal penal de Santa Fe, que
regula la ley 12.734, como luego veremos, no sólo se admite al querellante en
los delitos de acción que en principio son de ejercicio público, sino que se le
acuerda la posibilidad del ejercicio autónomo.
Veremos a continuación, la regulación que en algunos códigos procesales
penales, se le formula a la querella privada, en aquellos delitos que en
principio son de ejercicio público.
7. La regulación
de la querella en los delitos de ejercicio público en el código procesal penal
de la Nación.
7.1. Sujetos
autorizados a ser querellantes.
Toda persona que se considere ofendida por la comisión de un hecho con
apariencia de delito cuya acción sea de ejercicio público, puede por sí -si tiene capacidad civil o,
siendo incapaz, mediante su representante legal-, asumir el rol de querellante.
Así lo dispone el art. 82 del C.P.P. de la N. consignando que como querellante
podrá impulsar el proceso (una vez que el Fiscal ha instando la instrucción,
sin perjuicio de que antes de ser querellante sea denunciante), proporcionar
elementos de convicción, es decir ofrecer pruebas (claro que el Juez las
aceptará si las considera pertinentes y útiles art. 199), argumentar sobre
ellas (opinando en la etapa intermedia 346 y 347, o en los alegatos del art.
393) e incluso interponer recursos en los casos que ellos estén permitidos.
Puede entonces apelar el sobreseimiento del imputado (art. 337), recurrir la
falta de mérito (art. 311), puede -llegado el caso-, interponer recurso de
casación en los límites que se le fija al Fiscal (art. 460). Sin embargo, la
posición que pone en crisis la actividad recursiva del Fiscal, contra
resoluciones que favorecen al imputado intentando cerrar definitivamente la
causa a su favor (sobreseimiento y absolución), se traslada con toda la fuerza
argumentativa, a la situación del querellante. También se afecta el non bis in ídem,
si se autoriza al querellante a recurrir procurando una persecución penal que
en su primera instancia ha fracasado. Por ahora, esta posición, se encuentra
reconocida por cierta doctrina, a la que adherimos, y falta aún que la
jurisprudencia termine por aceptarla.
El ofendido -por el accionar aparentemente delictivo-, es a quien
generalmente se tiene por titular del bien jurídico que el derecho penal
intenta brindar protección al amenazar con la pena. En algunos casos de los
llamados delitos pluriofensivos, es decir que son varios los bienes jurídicos a
proteger, puede no coincidir exactamente el titular del bien enunciado en el
capítulo respectivo del código penal con la persona autorizada a querellar.
ello ocurre por ejemplo en el caso del falso testimonio, donde el bien jurídico
es la administración pública, o -más concretamente- el ámbito del poder
judicial, y sin embargo se le reconoce también como ofendido a la persona que
se ha visto perjudicada por el falso testimonio rendido ante los tribunales,
generalmente una de las partes. Es que pese a estar ubicado entre los delitos
que afectan en general a la administración pública, se reconoce en doctrina que
también a veces afectan a particulares.[15]
Al particular ofendido se le denomina comúnmente “la víctima” -concepto
netamente penal-, que se diferencia del damnificado, cuyo contenido se
relaciona con el perjuicio patrimonial sufrido. La víctima es el sujeto pasivo
del delito y será por ello que el artículo 82 del C.P.P. de la N. que
comentamos, se ocupa de precisar que cuando se trate de un delito cuyo
resultado sea la muerte del ofendido, el derecho de querellar lo tienen el
cónyuge supérstite, sus padres, sus hijos o su último representante legal. Es
este un listado que si bien puede considerarse taxativo, de ninguna manera
establece un orden de prelación, por lo que indistinta, conjunta o alternativamente podrá asumir el
carácter de querellante tanto su cónyuge como los parientes que allí se
mencionan. Será entonces imprescindible acompañar la documentación que acredite
el vínculo que lo unía con el causante, pero no es necesaria la declaratoria de
herederos, ni menos la apertura de la sucesión. Ello porque aquí el cónyuge
supérstite o el pariente vienen al proceso a ser querellante por derecho
propio, no a ejercer un derecho que reciban por sucesión mortis causa.
Pensamos que es posible admitir que la persona jurídica pueda asumir tal
condición, siempre y cuando haya sufrido directamente el daño en un bien que merece
la protección desde el derecho penal; será entonces necesario que además de
analizar su condición de titular del bien afectado, sus estatutos permitan a
sus órganos directivos estar en el proceso penal con tal carácter. Cuando se
trata de delitos que afectan el patrimonio de la sociedad anónima o de
responsabilidad limitada, como ocurre con la estafa o la administración
fraudulenta, no es viable que el socio a título personal intente ser
querellante, aunque excepcionalmente la jurisprudencia lo ha admitido.[16]
7.2. Forma de la
querella y tiempo para su presentación.
Establece el art. 83 del C.P.P. de la N. que la pretensión de quien
desea constituirse en parte querellante se debe formular por escrito, sea
personalmente o por un mandatario especial, y siempre con el requisito de
contar con el patrocinio de un profesional letrado, lo que se obvia si el
peticionante ya lo es. El contenido del escrito, para no ser invalidado con la
inadmisibilidad, debe reunir determinados requisitos que enumera el artículo 83
y sirven para identificar al querellante, circunscribir el objeto del proceso
(al exigir una relación sucinta del hecho en que se funda), la
individualización de los imputados y la acreditación de aquellos extremos que
hacen a la personería que se invoca (ej. estatutos de la sociedad, certificado
de matrimonio o de nacimiento etc...). Finalmente se exige la firma del
peticionante luego de la solicitud de ser tenido como querellante, lo que es
obvio ya que constituye el objeto de la instancia que se formula.
Presentada la querella el pedido será resuelto por decreto fundado o
auto, en el término de tres días (art. 84 C.P.P. de la N.). Cuando el Juez
desestima la solicitud del querellante, éste puede interponer apelación.
Constituye un tema polémico que pueda ir en casación, porque ese recurso
aparentemente le queda reservado a las partes siendo que éste sujeto no pudo
llegar a ser parte al rechazarse su solicitud in límine.[17]
Para la presentación de la querella en los hechos que dan lugar a
delitos de acción de ejercicio público, el ofendido tiene todo el tiempo que
dure la etapa de instrucción, ya que el artículo 84 del C.P.P. de la N. remite
a lo dispuesto para el actor civil en el art. 90. Por lo tanto mientras no se
haya dictado la clausura de la instrucción la solicitud debe ser considerada
porque ha sido presentada en tiempo. Si ya se clausuró la instrucción el
querellante no podrá participar ejerciendo su función de coadyuvar al ejercicio
de la acción penal.
8. La regulación
de la querella, en los delitos que en principio son de ejercicio público, en el
nuevo código procesal penal de Santa Fe (ley 12.734):
Una de las novedades que introduce el nuevo código procesal penal de
Santa Fe, que comenzó a regir integralmente en febrero de 2014, es la incorporación
de un querellante para actuar en aquellas causas que en principio están
reservadas al Fiscal. Santa Fe era un bastión donde la figura del querellante
conjunto no había podido ingresar y a lo sumo se podía constituir como actor
civil, reclamando los daños y perjuicios que el delito le hubiera ocasionado. En el artículo 16 se concede, a quien
alega verosímilmente su condición de víctima, la posibilidad de constituirse
como querellante, dando lugar al comienzo del proceso, al juzgamiento e incluso
a la condena del acusado. Se aclara que la participación de la víctima como
querellante no alterará las facultades concedidas por la ley al Ministerio
Público, ni lo eximirá de sus responsabilidades.
Continúa expresando el mencionado artículo 16, que el Ministerio Público
estará obligado a promover la acción penal pública de los hechos punibles que
lleguen a su conocimiento, siempre que existan suficientes indicios fácticos de
la existencia de los mismos. De modo que la primera valoración del material
probatorio es efectuada por el Ministerio Público Fiscal, que bien puede
concluir en que no son suficientes y en consecuencia mantenerse pasivo. Pero
esta obligación de promover el ejercicio de la acción en todos los casos donde
tenga elementos para justificarlo, cede frente a la vigencia del principio de
oportunidad, que a continuación la misma norma reconoce y que se contemplan en
el artículo 19.
El nuevo código implementa un sistema binario en el ejercicio de la
acción penal, para los delitos que en el código penal se consideran de acción
de ejercicio público en su artículo 71. A diferencia de otros sistemas que
contemplaban un querellante conjunto o adhesivo, es decir, con una íntima
relación de dependencia de la actuación del Fiscal (lo que presentaba de alguna
manera un litis consorcio activo necesario), ahora presenciamos una novedad en
la materia, con una figura prácticamente autónoma, que en algún momento se
convierte en el exclusivo, similar al que existe en los delitos de ejercicio
privado (art. 18).
Si bien el querellante debe nacer como conjunto, actuando asociado al
Fiscal, la gran diferencia es que el código le reconoce una autonomía
verdaderamente increíble, ya que no tiene por qué adherir a los criterios del
Fiscal y no tiene por qué acompañar ni actuar junto con él -ya que como
veremos, se lo va a autorizar a ejercer en forma exclusiva la pretensión
punitiva-, pese al dispositivo del código penal que antes citábamos; por lo que
ya se advierte el primer problema que se presenta en materia de supremacía de
legislación, ya que en Santa Fe se estaría desconociendo la tradicional
clasificación que distinguía entre delitos de acción de ejercicio público y de
ejercicio privado, al permitir que en la primer categoría y con la sola
intervención de quien invoca su condición de víctima, se pueda abrir un juicio
y llegar a condenar al imputado.
Advertimos en este dispositivo, un apartamiento de la doctrina que
mayoritariamente ha reconocido a la Nación la facultad de regular lo atinente
al ejercicio de la acción penal en la conocida clasificación de pública y
privada. Si consideramos que la política criminal en materia de persecución
penal pública o privada, es materia inherente al código penal y por lo tanto
delegada por las provincias a la Nación, Santa Fe sería una excepción donde
ella retoma facultades que habría delegado en la Constitución Nacional. Se
entiende que el marco teórico para permitir funcionar a una pretensión que en
principio era del Estado, para pasar al ejercicio privado, se encuentra en las
razones de política criminal que permitieron la selección en el código penal de
los delitos que solamente se pueden perseguir por la actividad del querellante
exclusivo. Nos referimos a las calumnias, las injurias, la concurrencia
desleal, el incumplimiento a los deberes de asistencia familiar cuando la
víctima es el cónyuge y a la violación de secretos, contemplados como catálogo
en el artículo 73 del Código Penal. La temática común de los bienes jurídicos
contemplados en estas figuras, es evidentemente de índole estrictamente
privado; por ello el Estado ha considerado innecesaria su intervención como
actor penal, delegando su ejercicio a quien alega su condición de víctima,
quien incluso tiene una enorme capacidad de disposición sobre la pretensión
punitiva, de modo que no sólo el inicio de la persecución, sino su
mantenimiento dependerá de su exclusiva voluntad. Así lo va a pensar la mayoría de la doctrina,
sobre todo los penalistas que reivindican para su código el tratamiento de
estas cuestiones. Si cuesta trabajo convencer a quienes se oponen a que las
provincias puedan regular la oportunidad para el ejercicio de la acción por
parte del actor público, mucho más ardua va a ser la tarea para la posibilidad
de que se deje de lado el catálogo cerrado del código penal para reservar el
ejercicio de la acción en el ejercicio privado.
Nuestra posición crítica contra esta novedosa variante, desaparecería si
se reconociera que las provincias no han delegado tal función, que discrimina
en materia del ejercicio de la acción penal a la Nación. Ello no parece tarea
sencilla de pronosticar, frente a una tradición jurídica que entiende todo lo
contrario. Parece inconveniente que la persecución penal dependa de los
criterios que en cada provincia imperen. Cuando entre en vigencia este código,
en Santa Fe el mismo delito que en otras provincias o en la Nación, es motivo
de persecución penal pública por parte de los Fiscales, aquí será exclusivo
resorte de la víctima. Es posible que esta decisión de política criminal local,
pueda ser vista como una toma de posición federalista. Ese federalismo, tantas
veces declamado y tan herido como quedara después de las luchas internas que
sobrevinieron a nuestra organización nacional con posterioridad a 1853, podría
encontrar en estas disposiciones un marco adecuado para que vuelva a ocupar su
lugar protagónico, pero no creemos que sea para tanto: el tema de la autonomía
del querellante, no brinda tanto vuelo como para discurrir en defensa del
federalismo y en contra del régimen unitario.
En todo caso nuestro punto de vista en contra de un querellante con
estas características tiene otra línea argumental, ya que desde un marco
fundado en una teoría del proceso entendemos que el actor siempre debe ser
uno, o
a lo sumo integrando un consorcio activo. Sus discrepancias, sus
conflictos deben resolverse en su seno y con intervención de funcionarios
jerarquizados que puedan revisar el comportamiento de los Fiscales para
confirmar o no su postura contraria a la del querellante. Además, se consagra una
enorme contradicción con la idea de descomprimir el colapso existente, pues la correcta solución a este problema es otra: la
implementación de criterios de oportunidad para la actuación del Ministerio
Público Fiscal. Esa –como veremos-, es la segunda novedad en materia de
regulación del ejercicio de la acción pública y por supuesto recibe nuestra
bienvenida, porque además centramos en su correcta aplicación buena parte del
éxito de la eficacia del sistema. Sin perjuicio de que luego volveremos sobre las
bondades del principio de oportunidad, la realidad del aumento de una
criminalidad extendida -que por eso ha dado en llamarse una suerte de inflación
penal-, aconsejan su recepción para que se pueda atender con seriedad y
responsabilidad aquellos casos que por su gravedad despiertan claramente un
interés público en su represión. Sin embargo, si se le va a permitir a quien
invoca su condición de víctima ejercer la acción penal en su condición de
querellante exclusivo, la decisión del Fiscal de acogerse a un criterio de
oportunidad para no hacerlo, carecerá del sentido tenido en cuenta para
regularlo. Por otra parte, es evidente que solamente podrá tener lugar tal
ejercicio privado de la pretensión punitiva, a partir de suficientes medios
económicos como para contratar abogados y realizar investigaciones por su
cuenta. De cualquier forma una rápida
lectura por el artículo que determina los criterios para que proceda la
disponibilidad de la pretensión punitiva (19), nos lleva a pensar que no serán
muchos los casos en que la víctima pueda asumir en soledad el ejercicio de la
acción penal.
Como veremos, las víctimas que podrán ser exclusivamente actores penales
se van a clasificar, en el nuevo ordenamiento, en dos grandes categorías: las
que llegan a tal condición por abandono del ejercicio de la acción penal de
parte del Fiscal, pese a que originariamente decidió hacerlo (generalmente lo
será por cuestiones relacionadas con la valoración probatoria) y las que
originalmente se convierten en tales, porque el Fiscal no tiene decisión de
ejercer la acción penal, basándose en algunos de los criterios de oportunidad
que se regulan en el código. Las de la primera categoría -o sea, aquellas que
se convirtieron en querellantes exclusivos por abandono del Fiscal, ya que antes
estaban actuando conjuntamente-, nos ofrecen igualmente reparos, aunque la
deserción pública se produzca en el momento de los alegatos finales[18]. En
estos casos, en general se muestra claramente una discrepancia entre el Fiscal
y el querellante, sobre la valoración probatoria que ya se ha producido en su
plenitud. Precisamente la posibilidad de que se llegue a esa discrepancia, es
consecuencia del modelo de querellante elegido, ya que si fuera adhesivo, no
podría tener lugar y siempre la última palabra la tendría el órgano estatal.
Más grave resulta que la decisión del Fiscal de no adoptar una
persecución penal sea relativamente inicial -ya que por lo menos tuvo que
existir la audiencia imputativa, con muy escasa investigación producida-, porque
entonces la discrepancia pasará por otra línea argumental. Ya no se tratará de
una distinta evaluación del material probatorio rendido en la audiencia. Es
probable que nos enfrentemos a una víctima, o mejor a quien invoca su
condición, cargada de sentimientos de venganza, que quiere la aplicación de
una pena pública en contra de la política fijada por la provincia para la
actuación de los Fiscales. Ellos serán aquellos casos que surjan por descarte
de los que regula el artículo 19. El más significativo del absurdo que
comentamos lo podrá constituir el caso donde la insignificancia de la
afectación al bien jurídico protegido no aconseja el despliegue oficial para
ejercer la acción (art. 19 inc. 2).
Indudablemente la contradicción más notable, tendría lugar cuando para
el Fiscal, el hecho no existió o no constituye delito, porque en cualquiera de
estas dos hipótesis, no hay víctima. Sería absurdo que asumiendo la condición
de querellante, se promueva un juicio penal, contra la opinión del
representante del Ministerio Público fiscal.
La norma que comentamos, como ya lo anticipamos, introduce la
posibilidad de que pese a la obligación de los Fiscales de promover el
ejercicio de la acción penal, cuando existan indicios suficientes de la
existencia de un hecho con apariencia de delito, no lo haga fundando su
negativa en alguno de los criterios de oportunidad que luego se regulan. Se ha
adoptado un sistema de oportunidad reglada limitando las posibilidades de no
ejercer la acción penal, a criterios vinculados con el reconocimiento de lo
innecesario de la pena pública estatal. No se le da margen a la posibilidad de
maniobrar sobre la base de otros criterios utilitaristas, donde los Fiscales
puedan negociar con imputados para no acusarlos a cambio de servicios que
puedan prestar, en procura de conseguir la condena de otros imputados que
aparecen más peligrosos y por ende merecedores de la aplicación de la pena. En
otros países este criterio es el que preside el accionar de los Fiscales, a
quienes se les responsabiliza por concretar la aplicación de una política
criminal donde los casos más graves, -aquellos que mayor alarma social
ofrecen-, sean los elegidos para concentrar la persecución penal. Tampoco se
autoriza la disponibilidad parcial en su pretensión punitiva, cuando el
imputado le ofrezca, a cambio de una pena menor, una confesión y el
allanamiento necesario para evitar el debate. Precisamente, estos criterios son
los que le otorgan a la actividad del Fiscal un realismo del que carece en la
hora actual (aunque puedan funcionar eventual y encubiertamente).
De cualquier forma, se ha dado un paso fundamental reconociendo la
necesidad de dotar al Fiscal de alternativas donde su abstención de acusar,
impida iniciar juicios penales donde al mismo sistema le resulta absurdo
justificar la aplicación de la pena. Ello en un sistema acusatorio, donde se
reconoce que el poder penal ha dejado ser una potestad de los jueces para
reposar en primer lugar en el Ministerio Público Fiscal y en segundo término en
quien invoca verosímilmente su condición de víctima.
La dependencia de un acto de instancia privada para que el ejercicio de
la acción penal sea válido, regulado en el artículo 17 del nuevo código procesal
penal de Santa Fe, lleva directamente a reconocer que ello ocurrirá en los
casos fijados por el Congreso de la Nación en el catálogo del artículo 72 del
código penal. Ello da pie a un fuerte argumento para criticar la autonomía que
se le concede al querellante.
Si para el ejercicio de la acción penal, en ciertos y concretos delitos,
se precisa una suerte de autorización privada y ello depende de la decisión de
política criminal fijada por la Nación al seleccionar las figuras donde ello
será un requisito a cumplir en todo su territorio, con mayor razón la misma
situación institucional se da cuando se decide por la actuación de un
querellante exclusivo.
Esa decisión, de alta política criminal, no permite una persecución
penal de oficio, en los casos de abuso sexual (Arts. 119, 120 y 130 del Código
Penal), lesiones leves o impedimento de contacto de los hijos menores con sus
padres no convivientes. El obstáculo al ejercicio válido de la acción lo
constituirá la falta de la voluntad expresa de quien resultare víctima o de sus
representantes si fuera menor, en el sentido de que desea la represión penal
para el autor del hecho. Es un dato no menor que la formación de un
procedimiento penal como consecuencia del ejercicio de una acción tendiente
primero a investigar y, llegado el caso, solicitar la apertura de un juicio,
conlleva una enorme cuota de exposición de quien alega su condición de víctima,
donde lo ocurrido va a adquirir una publicidad que puede perjudicarlo en su
persona o su familia.
En los delitos de abuso sexual, es evidente que la publicidad de lo
ocurrido no va a beneficiar en nada a la víctima, sobre todo teniendo en cuenta
la morbosidad con que algunos medios de comunicación tratan estos temas.
Lo mismo sucede con el conflicto entre padres porque uno de ellos no
permite el contacto del otro con el hijo de ambos, extendiendo los perjuicios
de la publicidad al menor, aunque se oculte su nombre o su imagen. En cambio,
en el caso de las lesiones, pareciera que el criterio para exigir el acto de instar
por parte de la víctima no sería su protección frente a lo público del
procedimiento, sino -fundamentalmente en los accidentes de tránsito-, funcionar
como una suerte de filtro para aliviar la tarea de los tribunales, frente al
gran número de causas motivadas en este tipo de hechos. Ello sin tomar en
consideración la gravedad que conllevan los “accidentes de tránsito”, donde
muchas veces la suerte determina que no lleguen a los homicidios culposos,
considerada en nuestro país, una de las principales causas de mortalidad.
9. Conclusión:
En los últimos años, el desarrollo que ha tomado en el marco de la
criminología el estudio de los aspectos victimológicos, ha logrado reivindicar
el papel de la víctima con repercusiones en el derecho penal (por ejemplo para
graduar la pena del condenado), para finalmente renacer como figura protagónica
en el procedimiento penal.
Hay que reconocer que este interés en la víctima es ambivalente. Existe
una tendencia que pretende trasladarle la culpa del delincuente o por lo menos
considerarla co-culpable, considerando su conducta como atenuante para la
graduación de la pena (como si el autor fue llevado a cometer el hecho por las
motivaciones provocativas de la víctima). Sin embargo la corriente que intenta
fortalecer la posición de la víctima en el proceso penal, tiene una tendencia
positiva; es decir, intenta darle una participación para sacarla de su mero
lugar de denunciante o reclamante de una reparación civil. Es evidente que el
renacer del protagonismo de quien alega su condición de víctima es paralelo o
proporcional a la pérdida de confianza en las funciones públicas estatales. Se
advierte que no puede impedirse a quien ha sufrido directamente el perjuicio, a
estar en el proceso penal, pretendiendo que se haga justicia con la aplicación
de la pena. Desde este punto de vista, es loable el sentido de la política
criminal que admite mayor protagonismo para la víctima, y que debe
coherentemente fortalecer el grado de legitimidad política del Ministerio
Público Fiscal, para que a su hora, asuma con mayor representatividad su
función.
El problema es que, muchas veces, quien alega su condición de víctima en
realidad no lo es, sea porque falsea los hechos o porque es incorrecta su
interpretación del tipo penal que le permite tal ubicación. Si los hechos no
existieron o si no constituyen delito, no hay víctima. Pero ¿quién lo dice?
¿Quién impide la actuación de quien alega ser la víctima, cuando ello no
corresponde? Precisamente, en esas situaciones conflictivas donde está en juego
nada menos que la circulación de la verdad, es donde consideramos debe
prevalecer el órgano del Estado, el Ministerio Público Fiscal, para generar la
seguridad jurídica que entraría en crisis, frente a la contradicción con el
particular. Aunque esa “verdad”, sea lo que es en el ámbito jurídico, otra
ficción más que genera el sistema para permitir su funcionamiento más o menos
coherente.
Cuando se trata de aquellos delitos cuya persecución interesa a todos,
pareciera que dejar en manos exclusivamente privadas la actuación de la
jurisdicción, es un exceso que desnaturaliza la categoría pública de la que se
parte. Del extremo inquisitivo que no le reconocía ningún derecho a quien
alegaba su condición de víctima, pasaríamos al otro, donde la presencia del Estado
desaparece totalmente como motor del proceso penal. Esta última situación
solamente es aceptada por el sistema cuando se trata de aquellos ilícitos que,
por afectar bienes cuya naturaleza privada, no resultan de interés general,
como ocurre con la injuria y la calumnia[19].
Digamos finalmente, que frente a casos como el de Santillán que antes
citábamos, no aparecen en la jurisprudencia otros donde en definitiva pese a
tolerar que se pueda sentenciar cuando el querellante ha quedado en soledad con
su pretensión punitiva, los tribunales se pronuncien por la absolución. Es que
tenemos la sensación, que el reconocimiento a ésta víctima tan singular que se
convierte en única actora penal en delitos que originariamente eran de acción
cuyo ejercicio era público, proviene de tribunales que lo ven funcional a su
interés en aplicar una condena. Como que esta conversión de pública en privada,
favorece al poder de los jueces, que añoran etapas inquisitoriales que
felizmente se van dejando de lado. De allí que tengamos nuestra reserva con el
caso Santillán, que lo vemos críticamente como un grave error de la
jurisprudencia de la Corte, ya que no se puede equiparar la legitimidad que en
el proceso tiene el Estado, pretendiendo la aplicación de la pena pública, con
la que ejerce un particular que por ahora alega ser la víctima, cuando se trata
de delitos que en la ley penal, se han seleccionado para que la persecución
provenga del Fiscal. Por ese camino, equivocado, la inquisición vuelve a
abrirse paso, ya que en última instancia el poder penal del Estado queda
exclusivamente en cabeza del tribunal, al desaparecer de la escena por su
propia decisión, el ministerio de la acusación pública.
[1]MAIER Julio B.J.
Derecho Procesal Penal, Tomo II pág.300 Edit. del Puerto. Buenos Aires, 2003.
[2] La nueva ley que
en Santa Fe organiza al actor público (n°13.013), lo denomina Ministerio
Público de la Acusación, y si bien lo mantiene dentro del Poder Judicial, le
confiere autonomía funcional separándolo de la Corte Suprema de Justicia, ya
que hasta ahora el Ministerio Público Fiscal es dirigido por el Procurador
General, que precisamente la integra, con el agravante que también tiene a su
cargo conducir a los defensores públicos.
[3]Confr. VÉLEZ
MARICONDE, Alfredo, Derecho Procesal Penal, Tomo I pág. 259, Edit. Lerner
Bs.As. 1969 (2da edición).
[4]Confr. BINDER
Alberto M. Introducción al derecho procesal penal. Pág. 325. Edit. Ad Hoc, 2da
edic. Bs. As. 1999.
[5]Nos referimos al
caso “Marcilese Pedro”, fallado por la C.S.J.N. donde se modifica el criterio
sostenido en “Tarifeño” y otros fallos, y se confirma una sentencia
condenatoria pese a que el Fiscal había solicitado la absolución del imputado
al momento de alegar. La ironía es que el fallo condenatorio había sido
inicialmente dictado por un Tribunal oral de Salta, es decir, donde tuvo su
origen el nacimiento del Fiscal como cuarto poder.
[6]Esta aclaración
fue hecha por primera vez por Graciela MINOLDO con motivo de un trabajo que
fuera premiado en el Congreso Nacional de Derecho Procesal Penal celebrado en
Termas de Rio Hondo (Santiago del Estero). La Dra. Graciela Minoldo colaboró
activamente con la Comisión Técnica que conformamos con los Dres. Ramón Ríos,
Julio de Olazabal y Jorge Vázquez Rossi, por lo que se tomó este concepto en el
proyecto de 1993 y que de alguna manera permanece en el nuevo código procesal
penal para Santa Fe, para referirse a quien alega verosímilmente su condición
de víctima.
[7]Así, en la Parte General vemos: Art. 11:
(implícitamente) “el producto del trabajo del condenado...se aplicará... (inc.
1º) a indemnizar los daños y perjuicios causados por el delito que no
satisfaciera con otros recursos...” - Art. 19: la inhabilitación absoluta
importa... (inc. 4º) la suspensión del goce de toda jubilación, pensión o
retiro civil o militar...El Tribunal podrá disponer, por razones de carácter
asistencial, que la víctima o los deudos que estaban a su cargo concurran hasta
la mitad de dicho importe, o que lo perciban en su totalidad...” - Art. 20 ter:
(implícitamente) “el condenado a inhabilitación absoluta puede ser restituido
al uso y goce de los derechos y capacidades de que fue privado.....y ha
reparado los daños en la medida de lo posible.” - Art. 23: Habla de
“damnificado” - Art. 26: (implícitamente) se lo puede hallar en la enunciación
de las características que debe reunir el delito cometido para que el juez
estime conveniente la imposición de una condena de ejecución condicional. -
Art. 28: (implícitamente) “la suspensión de la pena no comprenderá la
reparación de los daños causados por el delito y el pago de los gastos del
juicio”. - Art. 29: “la sentencia condenatoria podrá ordenar ... (inc. 2) la indemnización
del daño material y moral causado a la víctima, a su familia o a un tercero,
fijándose el monto prudencialmente por el juez en defecto de plena prueba..” -
Art. 30 y ss también aluden a la indemnización, sin mencionar la palabra
víctima. - Art. 41: (implícitamente) “la naturaleza de la acción y de los
medios empleados para ejecutarla y la extensión del daño y del peligro
causados... (explícitamente) “el juez deberá tomar conocimiento directo y de
visu del sujeto, de la víctima y de las circunstancias del hecho en la medida
requerida para cada caso.” - Art. 59: “La acción penal se extinguirá... (inc.
4) por la renuncia del agraviado, respecto de los delitos de acción
privada”. - Art. 60: “La renuncia de la persona ofendida al ejercicio de
la acción penal solo perjudicará al renunciante y a sus herederos.” - Art. 64 y
68: (implícitamente) Ambos artículos hablan de las indemnizaciones debidas. -
Art. 69: “El perdón de la parte ofendida extinguirá la pena impuesta por
el delito de los enumerados en el art. 73. Si hubiere varios partícipes, el
perdón en favor de uno de ellos aprovechará a los demás” - Art. 70:
(implícitamente) “Las indemnizaciones pecuniarias inherentes a las penas,
podrán hacerse efectivas sobre los bienes propios del condenado, aún después de
muerto.” - Art. 72: (implícitamente) Fundamental es el rol que se atribuye, al
disponer o no respecto de la promoción de la acción. En tanto la víctima del
delito no libere el obstáculo impuesto al ejercicio, la acción no podrá
iniciarse. - Art. 73: (implícitamente) Fundamental. Aquí, la víctima es sujeto
esencial del proceso, al constituirse como querellante exclusivo. La promoción
y prosecución del proceso está enteramente a su cargo. (explícitamente)
“Incumplimiento de los deberes de asistencia familiar, cuando la víctima fuere
el cónyuge”. - Art. 75: “La acción por calumnia o injuria, podrá ser ejercitada
sólo por el ofendido y después de su muerte por el cónyuge, hijos,
nietos o padres sobrevinientes”. - Art. 76: “En los demás casos del art. 73, se
procederá únicamente por querella o denuncia del agraviado o de sus
guardadores o representantes legales.” - Art. 76 Bis: “al presentar la
solicitud, el imputado deberá ofrecer hacerse cargo de la reparación del daño
en la medida de lo posible... La parte damnificada podrá aceptar o no la
reparación ofrecida. En la Parte
especial, se alude a la víctima implícitamente, la cual es el sujeto pasivo de
todas y cada una de las figuras. Sin embargo, explícitamente mencionan a ella los
siguientes artículos: Art. 84, Art. 106, Art. 119, Art. 125, Art. 132, Art.
142.
[8]XII Congreso
Argentino de Derecho Procesal Penal.
[9]En la provincia
de Entre Ríos, tal facultad se le otorga a la Fiscalía de Investigaciones
administrativas, incluso, discrepando con la actividad del Fiscal se intentó
llegar a la Cámara de Casación en forma autónoma, aunque dicho Tribunal
consideró que faltaba el requisito de sentencia definitiva (Confr. “LOPEZ,
Alcides Humberto y ots. - Su denuncia - Incidente de constitución en
querellante del Dr. Oscar M. Rovira (Fiscal Gral. Fisc. de Invest. Adm.) -
recurso de casación”.- Expte. Nº2145/435-2000 Jurisd.: Sala Penal - Cám.
Apelac.Conc del Uruguay).
[10] Como ocurre con LANZÓN, Román P., “La intervención de
la víctima en el proceso penal y su ¿derecho? a actuar como querellante”,
Doctrina Judicial, La Ley ,
19.11.08, pág.2047/2059.
[12] Un interesante
panorama sobre las tendencias actuales, a favor y en contra del querellante
puede verse en el trabajo que a instancias de la Cámara Nacional de Apelación
en lo penal, reuniera a importantes juristas, “Las facultades del querellante en el proceso penal.
Desde “Santillán” a “Storchi”, Ed. Ad-Hoc,
Buenos Aires, 2008
[13]Confr. D’Albora
Francisco “Intervención del querellante conjunto en el nuevo Código Procesal
Penal”, La Ley del 16/XII/ 1991.-
[14]Confr. Bidart
Campos Germán en “La legitimación del querellante”,
El Derecho, Tomo 143, pág. 937.
[15]Este tema puede
verse desarrollado con amplitud y citas de doctrina y jurisprudencia, en la
excelente obra de Francisco D’Albora “Código
Procesal Penal de la Nación” Anotado, comentado, concordado. , pág. 126, Edit.
Abeledo Perrot, Bs. As., 1996.
[16]Confr. Cueto Rúa
“Facultad del miembro de una sociedad anónima para querellar al imputado de
actos delictuosos cometidos en perjuicio de ésta”, La Ley T. 44 pág. 9. citado por D’Albora
Francisco op. cit. pág. 127.-
[17]Una opinión en
contra se puede encontrar en “D’Albora Francisco J. op. cit. pág. 574 al
comentar el art. 435 del C.P.P. de la N.
[18] Confr. el caso
Santillán, fallado por la CSJN, el
11.7.1998. En este fallo, la Corte Nacional estableció qué debía entenderse por
“procedimientos judiciales” a los efectos del artículo 18 de la CN: esto es: la
observancia de las formas sustanciales del juicio relativas a la “acusación”, a
la “defensa”, “prueba” y “sentencia” dictada por los jueces naturales. En
cuanto a la acusación, dice el alto cuerpo que constituye una forma sustancial
en todo proceso penal y salvaguarda la defensa en juicio del justiciable, sin
que tal requisito tenga otro alcance que el antes expuesto o contenga distingo
alguno respecto del carácter público o privado de quien la formula. La
Corte precisó que: “si bien incumbe a la discreción del legislador regular el
marco y las condiciones del ejercicio de la acción penal y la participación
asignada al querellante particular en su promoción y desarrollo, desde que se
trata de lo atinente a la más acertada organización del juicio criminal
(Fallos: 253:31), todo aquel a quien la ley reconoce personería para actuar en
juicio en defensa de sus derechos está amparado por la garantía del debido
proceso legal consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional, que
asegura a todos los litigantes por igual el derecho a obtener una sentencia
fundada previo juicio llevado en legal forma”. Ya
veremos nuestra posición crítica a esta postura.
[19]El procedimiento
penal en estos delitos, cuya acción es de exclusivo ejercicio privado será
motivo de análisis en el capítulo XIV.
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