Los actores penales

Los actores penales



Abordamos el estudio del principal protagonista del proceso o sea, el actor. En el ámbito penal, el lugar del actor es compartido entre el  Fiscal -como órgano estatal encargado del ejercicio de la acción penal en la mayoría de los delitos-, y el querellante particular. Quien alega verosímilmente su condición de víctima y fuera despojado de todos sus derechos por los sistemas inquisitivos, ahora vuelve a tener su lugar protagónico en el proceso. No sólo actuará en aquellos delitos donde la intervención del Fiscal no se requiere, sino que adoptará distintas modalidades para acompañarlo o -llegado el caso-, sustituirlo en sus funciones acusatorias.

       







Primera parte
El actor penal público

1. Origen histórico del actor penal.
En el marco teórico conceptual donde nos movemos, existe el género del actor que, como vimos, realiza una actividad (instancia) frente a un tercero (juez) a quien se lo pretende concebir como imparcial. Dentro de éste género, el actor penal a su vez puede admitir otras subespecies, que se individualizan por su propia ubicación funcional. Así, en la historia de la persecución penal, es posible encontrar distintos actores penales: el actor privado, el popular y el público. Los diferentes modelos procedimentales, van a permitir que se complementen o directamente impedirán su actuación.

2. El actor privado.
Antes de que aparezca en escena el más remoto actor penal, encontramos a la víctima de un delito, intentando perseguir, para su castigo, a quien ella misma consideraba como el autor del hecho que le afectaba directamente. Es que en la primitiva organización grupal de los hombres, no aparecía todavía la posibilidad de un tercero que viniera a intentar asumir el control de la situación o la resolución del conflicto; sólo existía la propia confrontación entre víctima y agresor. Ello, lejos de ser un modo de solución de conflictos, traía aparejado una secuencia interminable de otros que se encadenaban, a una agresión se sucedía otra y así sucesivamente, hasta que por alguna razón, desaparecía la figura del ofensor.
Esta etapa tan remota de la historia del hombre carece de interés para el enfoque de nuestra materia. Sin embargo, conviene tenerla presente por el rebrote que, en la sociedad actual, se advierte respecto del uso de la venganza privada, producto de innumerables causas que ponen en crisis al sistema estatal. Interesa entonces, partir de una mínima organización comunitaria, donde se reconoce por lo menos una autoridad que evita la venganza privada e impide la autocomposición del conflicto cuando éste adquiere ribetes penales, es decir: cuando el hecho ocasiona tal alarma que angustia a los demás componentes de la sociedad ajenos a lo sucedido. Es entonces que, con el origen del derecho -en cuanto mínimo normativo que pretende brindar una organización a la comunidad-, que se va perfilando la figura del actor penal privado, en la misma medida que va naciendo la idea de procedimiento, o mejor “proceso”, frente a un tercero.
Pero vale la pena insistir con que el nacimiento del actor penal, si bien no con las características que luego adquiere con la triangulación procesal, precede en muchas civilizaciones a la figura del juez. Así, en el antiguo derecho germánico, para que comience la persecución penal, era necesario que hubiese ocurrido un daño -o que al menos alguien afirmase haberlo sufrido- y que esta presunta víctima designase su adversario. La víctima podía ser la persona ofendida o alguien que, perteneciendo a su familia, asumiese la causa del pariente. No había intervención alguna de autoridad, se trataba de una reclamación de un individuo a otro que se desarrollaba con la mínima intervención de estos dos personajes: el que se defiende y el que acusa; nunca tres. El procedimiento era en realidad muy similar a un duelo o combate, con reglas perfectamente definidas: era una continuación de la lucha entre los contendientes. En este escenario, la función del derecho era la de reglamentar la guerra privada, que hacía las veces de procedimiento judicial para resolver el conflicto. No hay oposición entre derecho y guerra. Era lícito que el pariente del muerto matara al asesino; siempre que cumpliera con las reglas, con las formas prescriptas previamente para matar.
Por otra parte, en éste derecho germano antiguo, era posible llegar a un acuerdo para interrumpir las hostilidades reglamentadas. El acuerdo o pacto, era generalmente la composición en dinero para evitar perder la vida.
Toda esta idea de actor penal y ofensor que se defiende es obviamente desconocido por el derecho romano, viejo derecho estatal, que coloca por encima de ellos la figura del juez; o sea, del tercero que en nombre de la monarquía, la república o el imperio, decide si corresponde o no la pena. Es entonces, en este derecho romano -en el que se distingue delitos públicos de delitos privados-  donde, en casos de delitos privados, se puede ver nacer la figura del actor penal particular, que bien puede ser la víctima o sus herederos, para advertir que antes de emprenderla con el que considera su ofensor debe concurrir ante el Juez o el Pretor para hacer su reclamo o acusación.

3. El actor popular.
Siendo los delitos de acción pública los que englobaban a aquellas ofensas superadoras de un interés meramente particular -ya que afectaban a la comunidad o directamente a la organización estatal-, era lógico que cualquier miembro de aquélla y no solamente la víctima, pudiera ocupar el lugar del actor penal. Este fenómeno que en el derecho germano antiguo era una rara excepción para casos de homosexualidad o de traición, se ve como general en el derecho griego y sobre todo en el romano.
La particularidad fundamental del actor popular -como se denomina a esta segunda categoría de actor penal-, es su eminente característica política. El miembro de la comunidad tiene una manera de participar en la cosa pública en materia judicial, a través del ejercicio de la acción. El actor popular, que nace sin limitaciones -quizás por el abuso en el ejercicio de su función-, comienza -luego- a tenerlas en relación a su responsabilidad personal por la acusación que realiza. Es evidente que el funcionamiento del instituto depende directamente del nivel de compromiso solidario existente entre los miembros de la comunidad. Si cae en crisis, la causa se encuentra directamente vinculada a una concepción individualista que se arraiga en aquellas sociedades antiguas. Así, quedan impunes por falta de acusación popular aquellos hechos cometidos por personajes importantes, contra los que nadie quiere meterse. Sin embargo, son otras las razones -como veremos luego-, que reemplazan la figura del actor penal popular.
Modernamente, se replantea la posibilidad del ejercicio de la acción popular en aquellos casos de intereses difusos, aunque también se crea la figura del defensor del pueblo para que asuma tales funciones. 

4. El actor público.
Analizar al actor público implica el estudio del Ministerio Público Fiscal, o sea: de un órgano perteneciente a la autoridad estatal -sea cual fuere su inserción institucional-, que ejerce la acción penal, sin representar directamente a la víctima, ni tampoco ubicarse en el mismo plano que el resto de la comunidad.
El problema de su origen no está resuelto por los historiadores, aunque pareciera que surge al final de la Edad Media, como un órgano del monarca. En nuestra interpretación, no es casualidad que la palabra “fiscal” sea equívoca y se vincule con la idea de Fisco en cuanto representa al erario público; en rigor: a los bienes de la corona en la monarquía; decimos esto porque es posible ver un paralelismo entre su origen y "evolución" con el de la pena. En efecto, la principal función en el nacimiento de este fiscal medieval era defender los intereses económicos del Rey y también un modo de engrosar las arcas, mediante la pena de confiscación de bienes de los súbditos que habían cometido delito. Por eso resultaba conveniente reemplazar al actor particular, ya que las multas o confiscaciones importaban, además de un castigo, un beneficio en el interés privado del Rey. Cuando se advirtió  que la pena de multa era de imposible cumplimiento porque el condenado no tenía bienes – y sólo quedaba su cuerpo-, era sometido a tormentos y suplicios o -en casos más leves- a trabajos forzados; es decir, se pasaba a confiscar su mano de obra. La humanización del derecho penal da lugar, posteriormente,  a la pena privativa de libertad, con la gran contradicción que supone tener a un imputado preso, depositado, despersonalizado, sin siquiera trabajar.
De allí que pasó mucho tiempo para que, con el advenimiento de los Estados modernos, el Fiscal dejara de defender exclusivamente intereses patrimoniales para procurar cumplir una función vinculada al ideal de justicia, persiguiendo a quienes se consideraba autores responsables de delitos y, como tales, merecedores de sufrir una pena pública estatal.
Obviamente la institución del Fiscal es ajena a la inquisición. Incluso cuando los sistemas inquisitivos lo incorporan, en realidad lo tienen como una figura decorativa, ya que el poder comienza y terminan ejerciéndolo los jueces, que confunden sus funciones con las de las partes.
Tal como hoy se lo conoce, el Fiscal es un producto de la Revolución Francesa, o -mejor dicho-, del Estado de Derecho que luego se construye en Europa como consecuencia de ella[1]. Hay una directa relación entre el triunfo de las ideas que defienden el sistema acusatorio con el reconocimiento de la necesidad de contar con un Ministerio Público Fiscal lo más democrático y representativo posible, así como eficaz en su labor. De allí que actualmente, no existan voces que puedan criticar su existencia. En todo caso, las discusiones se refieren a su ubicación institucional o a los modos de actuación.
En el derecho comparado, el Fiscal aparece ubicado en cuatro posibilidades institucionales:
          1) vinculado al poder ejecutivo, tal como ocurría en el sistema nacional argentino, por lo menos hasta la reforma de la Constitución Nacional operada en 1994. La crítica que ha merecido esta ubicación es que permitía responder a los intereses políticos del sistema presidencialista de turno, dejando de lado una posición en defensa de intereses sociales. La errónea línea argumental que sustentaba esta posición confunde -desde nuestro punto de vista-, dos aspectos diferentes: el ámbito institucional y las deformaciones éticas de los operadores de turno que utilizan las instituciones para su provecho personal. Si quienes están al frente del Poder Ejecutivo lo único que pretenden en el ejercicio de sus relaciones con el Ministerio Fiscal, es nada más que la aplicación del derecho al dar instrucciones para ejercer las pretensiones punitivas, ningún inconveniente existe en tal ubicación institucional; más cuando los operadores políticos no reparan en medios para conseguir determinados fines que no coinciden con los lineamientos del Estado de Derecho, resulta irrelevante el lugar en el que se ubique al Ministerio Público Fiscal, porque en tanto exista corrupción, se desviará -de todos modos- su accionar. Como nos gusta decir, lo “ideológico” es que el Fiscal se encuentre en el ámbito del poder ejecutivo, porque su función es perseguir a quienes no cumplen con las normas; mientras que lo “patológico” es que en determinadas situaciones históricas, el gobernante de turno utilice a los fiscales para satisfacer sus espurios intereses. Esta confusión en el plano del análisis es bastante común y conduce a errores en las conclusiones.
          2) Vinculado al poder legislativo, como sucedía en los países comunistas. La misma crítica de tono idealista que se hace precedentemente se repite aquí, ya que se alega que en los sistemas de partido político único, las influencias político-partidarias, cuando superan el interés general, hacen estragos en el ejercicio correcto de la función de perseguir penalmente y terminan sufriendo los avatares de los debates parlamentarios. Se confunde la ubicación ideológica con la influencia patológica que en un momento dado pueden recibir los fiscales por parte de quienes conducen el partido político. Sin embargo, salvando este enfoque erróneo, lo cierto es que el fiscal que depende de los legisladores, asegura una mejor representación indirecta del pueblo, que sin necesidad de los partidos políticos, también puede ejercer su voluntad soberana mediante otros mecanismos de participación popular.
          3) Vinculado al poder judicial, como ocurre en muchas provincias como en Santa Fe[2], con el sistema inquisitorial pasa a ser normalmente la quinta rueda del carro; pierde perfil -ya que es un funcionario sin real poder y en general sometido al órgano jurisdiccional-, y se transforma en alguien con quien resulta difícil entrar en contradicciones, sobre todo si sus funcionarios participan de la idea de la llamada “carrera judicial”, por lo que, al aspirar a ser “ascendidos” a jueces, difícilmente entiendan y asuman su función partiva. La ubicación del Fiscal dentro del Poder Judicial, fue defendida en doctrina por Alfredo Vélez Mariconde, quien razonaba que la función “requirente” era una función judicial y por lo tanto allí debía encontrarse.[3] Esta línea argumental parte de considerar similares las tareas del Juez y del Fiscal, en tanto a ambos se les reclama operar imparcialmente, buscando “la verdad real”, para aplicar la ley y concretar la justicia. Nuestro punto de vista, es diametralmente diferente, en tanto, como venimos señalando, el Juez se ubica como tercero imparcial respecto de las partes que precisamente parcializan con sus contradicciones la versión de cómo ocurrió el hecho y todo lo relacionado con los fundamentos de la pretensión. La función jurisdiccional y la función requirente son en esencia distinta, como con su habitual claridad expositiva, lo explica Alberto M. Binder[4]. El Juez debe ser personalmente independiente a la hora de tener que resolver el conflicto discursivo que las partes sostienen. Su compromiso individual se relaciona con el Estado de Derecho, con la Constitución que está mandado a hacer cumplir; en cambio el fiscal responde a las políticas que se diseñan desde el poder legislativo para que ejerza su función requirente. Además, antes de llevar el caso al tribunal, antes de producir la prueba, ya asume una posición que lo convierte en parcial. Ello no quita que se le exija al Fiscal un obrar éticamente irreprochable; pero desde el momento en que acusa, asume una “teoría del caso” que tendrá que demostrar.  
          4) Ocupando una autónoma función, extra-poder, o cuarta función independiente de las tres clásicas: es la que dispone nuestra Constitución Nacional en su reformado artículo 120. Así lo hace la constitución española, aunque sin mucha claridad, ya que es motivo de debate su real inserción institucional. En Costa Rica, en cambio, es más clara su ubicación como cuarta función estatal. Pero el ejemplo más cercano que antecede la reforma nacional de 1994 es Salta, que en su Constitución de 1986 establece un Ministerio Público autónomo e independiente de los demás órganos del poder público. Parece interesante señalar que los fiscales en Salta son designados a propuesta del Procurador General, cabeza del Ministerio Público, por el poder ejecutivo con acuerdo del Senado y todo el Ministerio Público dura 6 años en ejercicio de sus funciones.
Los partidarios de esta cuarta función del Estado, en realidad terminan utilizando el argumento que denominamos “patológico” para justificar su creación. Afirman que el Fiscal no puede depender de la Corte Suprema de Justicia, porque entonces no habría una clara distinción con los jueces. Además, tampoco puede pertenecer al Poder Ejecutivo, porque recibiría las presiones e influencias políticas de quienes aparecen en el escenario latinoamericano, muy proclives a la comisión de delitos en el ejercicio de las funciones públicas.
En el ámbito nacional cuesta asumir la reforma constitucional y el proceso acusatorio, ya que la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación, en fallos contradictorios, ha demostrado no respetar la autonomía del Ministerio Público Fiscal[5].
Más allá de las discutidas líneas argumentales, el caso es que la reforma constitucional de 1994 quiso otorgarle al Ministerio Público Fiscal independencia respecto de los otros tres poderes, constituyéndolo en una cuarta función que Montesquieu no tenía en su proyecto teórico.
Es cierto que, al sacarlo del ámbito del Poder Judicial, beneficia a una teoría procesal que lo necesita distante y diferente del Juez para realizar su modelo acusatorio, pero sucede que ello también era posible cuando pertenecía al Poder Ejecutivo.
Confesamos que no alcanzamos a advertir una genuina necesidad de que el órgano encargado de perseguir a quienes violan la ley penal y merecen una pena pública sea diferente, autónomo, independiente, del Poder Ejecutivo; cuando su función natural es la de administrar el Estado buscando, precisamente, que se respete el orden jurídico en su totalidad. Cuando de política criminal se trata, la ejecución de todas las políticas de Estado le incumbe al Poder Ejecutivo.
La principal ventaja que desde siempre advertimos en la inserción del Fiscal dentro del ámbito del Poder Ejecutivo (tanto nacional como provincial), es su directa relación con las policías, sin cuya colaboración parece imposible cualquier clase de actuación eficaz. Por su dimensión y ubicación en cada una de las provincias, la policía aparece como la institución más adecuada para comenzar cualquier actividad de persecución penal, tanto para documentar de inmediato aquella prueba que con el transcurso del tiempo puede desaparecer, como para practicar investigaciones frente a hechos cuyos autores se desconocen y, fundamentalmente, para proveer de la necesaria cuota de fuerza frente a una delincuencia cada vez más peligrosa, mejor armada y organizada. Históricamente la policía se ha presentado, como un organismo indispensable para el funcionamiento del sistema penal, por lo que más que pensar en la generación de otras policías, como ocurre con los partidarios de la llamada policía judicial, en todo caso corresponde analizar las posibilidades de su mejoramiento.
Es que no escapa al análisis, que algunas policías constituyen importantes nichos de corrupción. Diversas causas provocan esta grave situación que deteriora la confianza imprescindible que la gente tiene que tener en su policía. No puede la policía decidir qué se investiga sin ningún control de parte del Ministerio Público Fiscal, como en teoría correspondería.
Por otra parte, parece complicado generar un cuerpo armado al servicio de la función fiscal autónoma, porque es de la esencia de la división de funciones que el poder material del ejercicio de la fuerza se concentre en uno de ellos, el Ejecutivo; no sólo porque es quien más lo necesita, sino porque en caso de conflictos de funciones, es impensable como podría resolverse si cada función tuviera su propia policía.
En consecuencia, la solución que parece más adecuada es la de someter a la función policial a la tarea de los Fiscales. En el modelo inquisitorial que todavía nos rige, a la policía se la hace cumplir funciones de prevención y seguridad, al tiempo que como auxiliar de “la justicia”, trabaja en la documentación del llamado “sumario de prevención”, donde como sabemos se basa principalmente la suerte de toda la investigación ulterior.
Ubicando al Ministerio Público Fiscal en el mismo ámbito funcional que la policía -o sea en la organización del Poder Ejecutivo-, se  asegura una sola línea de mando que verticalmente termina en el gobernador, último responsable de la aplicación de las políticas criminales.  
Lo cierto es que en la hora actual, en nuestro país, se impone analizar la legitimidad política de la actuación del Fiscal; esto implica no sólo separarlo del Poder Judicial -donde por su naturaleza no se justifica su pertenencia-, sino que se  impone tomar distancia del órgano -por excelencia y definición- impartial que es el Juez; y, al mismo tiempo, conectarlo con el pueblo al que teóricamente debe representar. En este objetivo, no debe perderse de vista a aquellos modelos donde el Fiscal resulta electo en forma popular y su actuación - limitada en el tiempo – pretende llevar adelante postulados de política criminal previamente anunciados y aceptados por sus votantes.
Insistimos en que, de un modo realista, ello no supone que el Fiscal deba convertirse en un ser políticamente despreciable que, con el objetivo de conseguir la adhesión de sus votantes, es capaz de encarcelar a inocentes (ello sería lo patológico), sino, por el contrario, implica que la sociedad mediante su intermediación, adopte un compromiso con la aplicación de la ley, con criterios de justicia y mediante mecanismos garantizadores que aseguren un obrar responsable y transparente. Precisamente, si algo debemos criticar al Fiscal de la actualidad -tanto el que opera en el ámbito nacional como en las provincias-, es su falta de relación con la población, a quien ficcionalmente debe representar.
Advertimos que, en general, se asiste a un obrar irresponsable, ya que no sólo no rinde cuenta frente a ningún electorado, sino que incluso -como institución del Estado-, el Ministerio Público Fiscal difícilmente es condenado a pagar las costas cuando no consigue concretar su pretensión punitiva en una sentencia condenatoria. En este punto, aparece otro argumento para justificar sacarlo del poder judicial. No parece sencillo que el propio poder judicial condene a pagar las costas a un miembro que pertenece a sus filas; así como cuesta conseguir que un tribunal superior aplique las costas a un juez inferior por ser el responsable de las nulidades que ahora se reconocen, con idéntica dificultad tropezamos al pretender que el actor penal sea condenado en costas, simplemente porque se le rechaza su pretensión punitiva.
Lo cierto es que la necesidad de modificar la ubicación política institucional del Ministerio Público Fiscal, retirándola del ámbito del Poder Judicial, se hace -imperiosamente- una necesidad cuando se adopta el modelo acusatorio y, sobre todo cuando, para el ejercicio de la acción se utilizan criterios de oportunidad. Ello desde una perspectiva instrumental, formal -o sea-, procesal. Pero desde lo sustancial, desde el propio derecho penal, cabe reconocer que el Ministerio Público Fiscal es el que realmente ejerce el poder punitivo. Esta afirmación es contraria al pensamiento inquisitorial, que no puede dejar de considerar que son los jueces quienes titularizan genéricamente la potestad represiva y concretan en la sentencia la aplicación de una pena. Aquí se nota la íntima relación existente entre ambas materias de estudio del derecho ya que, como sabemos, resulta imposible concretar la aplicación del derecho penal, sin el instrumento, sin la herramienta procesal que supone llegar a la sentencia judicial. Pero se debe reconocer que el motor de todo el movimiento de persecución penal, es el Fiscal.
Otro tema lo constituye la relación especial que debe tener quien alega su condición de víctima con los funcionarios del Ministerio Público Fiscal. Si le criticamos al Fiscal actual su falta de legitimidad política para ser un verdadero representante de la sociedad, ello no deja afuera a la propia víctima, que por supuesto es la principal interesada en lo que ocurra en el procedimiento penal. Se requiere una singular vinculación que lleve a actividades coordinadas para que los intereses de la víctima  se encuentren contenidos en la pretensión que ejerza el órgano de persecución pública.
Sin embargo, frente a las contradicciones que puedan presentarse entre ambos intereses, el derecho procesal penal debe tener prevista la solución, que como veremos en la segunda parte de este capítulo, nos enfrenta con la posibilidad de que la víctima termine autónomamente ejerciendo en soledad la pretensión penal.

Segunda parte
El actor penal privado
La Víctima

1. El concepto de víctima:
En los últimos años hemos visto como se habla de la víctima con mayor énfasis que en otras épocas, donde las referencias eran a la “sociedad”, al Estado, y porqué no a la Nación. Es común que en los medios de comunicación de nuestro país,  se hagan referencias a la situación de inseguridad de la que tanta tela se corta. Se quejan de la importancia que se le otorga a los derechos humanos, alegando que los juristas únicamente nos acordamos de los derechos del delincuente; se preguntan por qué no se pone el mismo énfasis en proteger a  la víctima. Se trata de un discurso reaccionario, amarillista, que parte de presupuestos falsos, en lugar de hablar de imputados, directamente hablan del delincuente. Además, no es cierto que hubo un olvido de la víctima, sino, en todo caso, una ausencia de protagonismo propio, porque quien pensaba en ella, quien estaba para protegerla era el Estado, sobre todo en los modelos inquisitivos y totalitarios.
Asistimos a un renacimiento de la víctima en lo que hace a reconocerle un rol protagónico en el procedimiento penal. Es que, montado el sistema inquisitivo para descubrir la verdad y aplicar la ley penal, el objeto de preocupación del derecho procesal penal  fue el imputado, que se constituye en la figura central a rodear de garantías pues todo gira en torno a su culpabilidad o inocencia. A diferencia de lo que ocurre en el procedimiento civil -donde el damnificado tiene un papel decisivo, ya que decide el comienzo de la actividad procedimental-, en el derecho procesal penal la víctima fue desplazada por el rol de los órganos de persecución oficial del Estado: primero el Juez y luego tímidamente el fiscal. Por ello, siempre el ofendido entra en la escena procesal  como un testigo más del hecho o de sus consecuencias.
El origen de esta cuestión se remonta al rol del Estado asumiendo la potestad punitiva y distinguiéndola de la actividad del damnificado, limitada solamente a reclamar el resarcimiento civil del daño. Estas distintas consecuencias jurídicas de un mismo hecho provoca en parte, que se desplace a la víctima cada vez más hacia la periferia del procedimiento penal; incluso se llega a límites de cierta perversidad cuando en muchos casos pasa a convertirse en una víctima del propio procedimiento, que parece dirigirse en su contra. Se la investiga con mayor énfasis que al acusado, con lo que termina siendo revictimizada por el propio sistema que en realidad debería ayudarla, protegerla.
En lo relativo a que se entiende por víctima, Carnelutti sostenía que es el sujeto paciente en el delito, quien recibe una lesión a un “poder suyo”. Habitualmente se ha denotado a este paciente como “víctima”, es decir y en sentido amplio, aquel que ha sido lesionado o sufre perjuicio o daño por una infracción penal.
          Desde nuestro punto de vista, no es correcto que en el proceso penal     se hable de “la víctima” desde que es preferible denominarla como    “la persona que alega…” tal condición[6].
Sin embargo, toda la doctrina y la legislación habla de la víctima como si realmente lo fuera es decir, da por hecho la existencia del delito que la tiene a la misma como sujeto pasivo. Por ello, es que vamos a seguir usando tal terminología pero con la aclaración que hicimos desde el punto de vista crítico.


2. La víctima en el proceso penal:
Conveniente es determinar cuál es el interés de la víctima frente el proceso penal y dentro del mismo, fijándose así su adecuada posición en los diversos planos relacionales.
Hassemer ha puesto de relieve que el Derecho Penal carece de interés real por el problema de la víctima, toda vez que, en cualquier caso, aquél está orientado hacia el autor del delito. Esta afirmación igualmente puede adscribirse al derecho procesal penal, donde la orientación es casi excluyente hacia la figura del imputado y sus garantías fundamentales.
Varios códigos procesales establecen la figura del querellante conjunto; pero a pesar del dominante papel que juega el querellante particular, el campo de extensión y comprensión de la víctima no queda en él agotado. El ejercicio de las acciones privadas y dependientes de instancia privada, como así la denuncia y la vinculación con la prueba, ofrecen materia apta para dar sustento a una sistematización de conjunto. Asimismo, habrá que tener en cuenta el ejercicio de la acción civil resarcitoria, dentro del procedimiento penal, para conformar una base suficiente para los temas posibles. Por fin, tanto la ley penal de fondo como la civil igualmente sustancial, deberán tenerse en cuenta para intentar una construcción dogmática que pretenda ser de utilidad para lo actual y orientadora para el futuro.

3. La víctima en el derecho:
En el Código Penal argentino encontramos reiteradamente mencionada la voz “víctima”[7]
Una resultante sustancial puede sacarse del examen de las normas del código penal argentino: la captación normativa parece apuntar invariablemente, como realidad subyacente, a la persona individual. Estamos frente a una verdadera contrafigura del “autor del delito” la cual desde la óptica del derecho procesal penal se ha entendido como imputado.
Volviendo a Hassemer, este entiende que la víctima ocupa un lugar marginal en el sistema punitivo. Ello porque, desde la óptica del D.P.P. se piensa que las teorizaciones que se han efectuado hasta el presente se han basado en la relación poder estatal-imputado, dejando en la sombra otra relación de poder, la existente entre autor y víctima, del modo como corresponde presentarla. Creemos que entre autor y víctima, no sólo existe una posible situación conflictiva de intereses, sino que, por parte del autor de la acción delictuosa, se cercena la esfera de poder del paciente del delito.
Actualmente se evidencia una clara voluntad abolicionista de todo método procesal que atente contra la dignidad humana y, como corolario, también un claro sentimiento humanitario. Ahora bien, esa voluntad y este sentimiento se han dirigido nada más que al que padece el proceso y no a quien padece el delito.
Existen en este sentido dos claras evidencias:
1. La actitud de las víctimas. Así de las estadísticas surge que superan muy ampliamente los hechos en los cuales interviene la policía, sobre las denuncias y querellas.
2. La actitud de los operadores del proceso penal. La policía actúa en dirección al delincuente; el Ministerio Público se debate entre ser sujeto imparcial o representante de la “vindicta pública” y los jueces son renuentes a tramitar acciones civiles en el proceso penal, ya que lo ven como un estorbo. No es bien vista la actividad de quienes pretenden reclamar indemnizaciones pecuniarias por el delito sufrido. Al mismo tiempo, muchas víctimas encuentran en la cuestión civil la única herramienta para canalizar sus sentimientos de venganza contra el ofensor.

4. El debate por el querellante conjunto:
En el derogado código procesal penal de la Nación se implementó la corriente que se ha dado en llamar “no abolicionista”. Manuel Obarrio -su codificador-, si bien proscribía la acción popular, reconocía al ofendido el derecho de querellar a los delincuentes. Alegaba que no era posible desconocer en la víctima el derecho de velar por el castigo del culpable. A partir de esta ideología nace la figura del querellante conjunto que se mantuvo en la provincia de Tucumán cuando en 1979 reforma su código procesal, y modernamente pese a la opinión en contrario de Levene, la contiene la ley 23.984.
La corriente abolicionista encuentra como puntal al código de Córdoba de 1939, ya que Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián Soler toman como modelo el código italiano de 1930. "El Estado -dicen los autores en la exposición de motivos- ha reivindicado del particular el derecho de acusar para cumplir sus fines, para defender su propia vida, para mantener el orden jurídico-social. Ese derecho se ha convertido en una función social porque el interés individual ha quedado comprendido en el de la colectividad". Esta línea ideológica partía de una concepción distinta: entendía que la víctima buscaba la venganza y eso era repudiable para los altos fines de la Justicia; el mismo Ricardo Levene (h) cuando redacta los códigos de las provincias de Río Negro y Neuquén en los años 1986 y 1987, consideraba inadmisible en materia penal -donde predominan conceptos de reeducación y defensa social-, que el Estado se ponga al servicio del interés pecuniario o de la venganza personal. Se alegaba, entre otras razones, que muchos querellantes daban razones fútiles, para justificar el desistimiento de la acción cuando habían percibido fuertes sumas de dinero.
Esta tendencia fue la dominante para todos aquellos códigos que siguieron el modelo cordobés, incluido el de Santa Fe, pese a no adoptar la oralidad como regla.
Por el contrario, en la provincia de Buenos Aires, Tomás Jofré en 1915 dio una solución distinta que todavía rige para el rol de la víctima: se creó la figura del particular damnificado, quien, siendo víctima de un delito, podía participar solicitando pruebas, impugnando resoluciones favorables para el imputado y controlando la producción de la prueba. No ejerce la pretensión punitiva, es decir, no pide pena, pero en lo demás, se asimila al querellante conjunto del código de la Nación
De cualquier forma, el debate se viene dando en los Congresos y se ha llegado a señalar[8] que no es posible arribar a una conclusión científica definitiva sobre la conveniencia o inconveniencia de la actuación del damnificado por el delito como querellante en el proceso penal, dado que ninguna de las posiciones que se adopten al respecto cuenta con argumentos que descalifiquen totalmente la postura contraria.
Pensamos que nuestra Constitución Nacional no sólo no prohíbe que la víctima ejerza la acción penal (en este caso, sería imposible regular al querellante exclusivo), sino que debe deducirse que lo propicia el argumento parte de inferir que si la Constitución admite a los particulares colaborando en la tarea de juzgar delitos al implementar el juicio por jurados, es decir, en la jurisdicción ¿por qué no aceptar que el particular pueda también ejercer la acción?  Incluso para muchos casos, puede pensarse en una acción popular. Nos referimos a los delitos cuya víctima es indeterminada, como ocurre con los ecológicos, los que afectan la salud pública, el consumidor, etc.-
Un tema que merece nuestra discrepancia, es admitir al Estado como querellante, en delitos de acción pública. Ya el Estado tiene en el Fiscal un representante de los intereses generales de la sociedad (art. 120 C.N.), hoy potenciado como cuarta función merced a la reforma de 1994. Sin embargo, la legislación en general ha otorgado la facultad de querellar a organismos más o menos descentralizados.[9]
Veamos ahora cuáles son los argumentos a favor y en contra de la incorporación del querellante, aclarando que el debate no está cerrado, ya que hoy se escuchan interesantes voces jóvenes, decididamente contrarias a que la víctima participe como actora penal[10].

                  Argumentos históricos:
En contra: “la inserción del particular como órgano acusador en el proceso penal, significa siempre según esta corriente de pensamiento “escéptica”, la inserción de un elemento privatista en el ámbito de un derecho eminentemente público. De manera que, instituido un acusador estatal formando parte en el mejor de los casos, del Poder Judicial y reglada su actividad conforme a los principios de Oficialidad y Legalidad, se asegura una plausible administración de justicia penal, dejando para los damnificados (ofendidos o no), la vía expedita para que ejerciten en el  mismo proceso la acción civil, emergente del hecho ilícito motivante. La acusación pública en manos de un órgano estatal, en los tiempos modernos, implica la vigencia del sistema de acusación más acorde con el grado de evolución que presenta el proceso penal”

                  Argumentos subjetivos:
En contra: sostiene Alfredo Vélez Mariconde (“Derecho procesal Penal” De. Lerner 1968, Tomo I, pág. 292 que “el delito es una violación del derecho público, en cuya defensa debe ocurrir el Estado; si la represión no puede ser concebida hoy como medio de satisfacer la venganza pública, menos puede pensarse en autorizar la vía de  una venganza individual.  Y el que crea que el ofendido acusa en nombre de un interés público en defensa de la colectividad, pone su ingenuidad al servicio de una causa noble: cree que de ese modo se favorecerá la actividad del órgano específico que el Estado ha instituido para demandar la justa aplicación de la ley”
Otros autores sostienen que la subsistencia del querellante en los procesos penales por delitos de acción pública, constituye una reminiscencia de la antigua venganza privada, incompatible con los intereses públicos en juego. Además su fin es lograr una reparación económica o pecuniaria, interesándole -fuera de esto- muy poco el castigo del delincuente.
Rodolfo Rivarola[11] sostenía que “si entendemos en derecho que el interés es la medida de las acciones, y acudimos a examinar cuál es el interés que mueve al querellante particular, independientemente de la reparación de los daños, no encontraremos otro sino el de la venganza personal.”
Contestación a este argumento: no hay que vedar el acceso de los particulares al proceso penal, pues el interés del resarcimiento y la pasión  misma, suelen ser importantes factores en la investigación de la verdad (Oderigo). Bielsa agrega que “al querellante no lo anima un espíritu de venganza sino que se trata más bien de un espíritu de justicia…. Los que hablan de ese espíritu de venganza del querellante para suprimirlo, olvidan que la acción pública la impuso también la necesidad de satisfacer la vindicta pública”. Que el derecho penal sea un derecho público, no obsta a que la acusación sea privada. Es decir, que la facultad estatal se limita a imponer la pena.
Jorge Clariá Olmedo consideraba que sería beneficioso para la más justa y pronta actuación de la ley penal y en su caso, la civil, para una integral reparación pública y privada. Podría darse de esta forma, entrada a la venganza, pero se salvarían principios básicos muy nobles. Se perseguiría una mayor eficacia, para la defensa del bien jurídico tutelado.
Convengamos que no es malo tener emociones, las que por otra parte, no pueden reprimirse porque la ley no otorgue determinada posibilidad de participar en un procedimiento. Incluso su participación le impide quejarse después de  que no se logre una mayor eficacia en el objetivo de reprimir. Además, es posible limitar al querellante, para que asuma una actividad acusatoria y será el Ministerio Fiscal el que deba encausarla en parámetros justos. Con esto no pretendemos introducir la venganza en el proceso penal, sino establecer al querellante como colaborador activo, cuyo engrandecimiento en tal postura pasa más por un deber de conciencia y cultura cívica.
Carrara sostenía que “El derecho del particular no puede ser sacrificado al derecho social”.
                  Argumentos objetivos
En contra: fuente de entorpecimientos y dilaciones, obstruyen la averiguación de la verdad real. Levene lo ve como la quinta rueda del carro, que intenta dilatar los términos, demorar los incidentes de excarcelación.
Contestación a este argumento: siempre la actividad del querellante será controlada por los órganos públicos.
                  Argumentos teóricos:
En contra: su incorporación conlleva a la coexistencia de dos acusadores, sin beneficio para nadie y menos para el sujeto procesado o la administración de justicia, significando una disminución de energías, de tiempo y de aumentos de gastos.
Contestación a este argumento: lo sostenido es relativo. Inclusive Bentham sostiene que “con la doble acusación se tienen dos potencias rivales que han de servir para observarse, excitarse u contenerse mutuamente, con resultados positivos para el proceso”
Como vemos, ningún argumento es absoluto. Su incorporación o no será siempre una decisión política. Desde nuestro punto de vista, que adhiere a una teoría general del proceso, lo cierto es que la presencia de dos acusadores (uno público y otro privado), en tanto no conformen un consorcio de actores, puede llevar a entorpecer la estructura de un proceso. En tanto, se presupone la necesidad de un contradictorio discursivo entre la parte acusadora y la que defiende, es evidente que si los actores son múltiples y cada uno sostiene diferentes posiciones, diferentes teorías del caso, no habrá una contradicción sino tantas como actores.
Somos partidarios de que el querellante, adopte una participación de colaboración hacia el Ministerio Público Fiscal, pero en definitiva siempre subordinado a aceptar las decisiones que tome el órgano estatal. Ni siquiera excepcionalmente ni en grado mínimo puede autorizarse que goce de  autonomía, como ha ocurrido cuando, avanzadas las etapas procesales, las discrepancias con el Ministerio Público Fiscal resulten insuperables.
Aún menos conveniente parece el considerar la posible actuación autónoma desde el comienzo de la propia actuación del querellante. Ello, como puede fácilmente deducirse, convierte a los supuestos de delitos de acción de ejercicio público en privado, por decisión puntual del Ministerio Público Fiscal, en cada caso concreto. Eso es insostenible y da lugar a situaciones de graves incoherencias: supongamos que la decisión del Fiscal de no ejercer la persecución se basa en criterios de oportunidad, ¿cómo se justifica que se acepte igual la persecución por iniciativa de la víctima?
Otra situación de conflicto entre los dos actores, sucederá cuando la causa de la discusión pase precisamente por la existencia del delito como presupuesto para comenzar una instrucción o provocar la apertura del juicio. Es obvio que si no hay posibilidad de encuadrar los hechos en un delito, directamente no existe la víctima, en tanto ella nace en forma abstracta de la figura descripta en el tipo de injusto que se trate. Nos parece insostenible que si tal discusión ocurre nada menos que para decidir si comienza o no una persecución penal, la solución se encuentre en hacer prevalecer la voluntad privada. En el caso de delitos que según el código penal dan lugar a un ejercicio público de la acción, entendemos que debe tener preeminencia el Ministerio Público Fiscal, aunque tal responsabilidad la asuman los funcionarios jerárquicamente habilitados por la ley para la conducción del organismo.
Lo mismo cuando la decisión se base en criterios de oportunidad para no perseguir penalmente; si precisamente estos criterios se fijan para descomprimir el colapso del sistema procedimental ante el reconocimiento de lo innecesario de la represión, sería un contrasentido permitir que la persecución se inicie igualmente por voluntad de quien alega su condición de víctima.
Definitivamente sostenemos que permitir la conversión de la acción procesal con contenido punitivo, de pública en privada, supone desconocer que las provincias, en el código penal decidieron que la gran mayoría de los delitos serían punibles como consecuencia de una persecución a cargo del Estado, aunque en algunas figuras se hiciera imprescindible la autorización del ofendido o sus representantes. Implica desconocer también que, en estos delitos, el poder penal es del Estado y lo ejerce el Ministerio Público Fiscal, ya que el “debido proceso” a que alude el artículo 18 de la C.N. es el que responde al modelo acusatorio[12].
Afirmamos que -consciente o inconscientemente-, los tribunales que toleren el ejercicio de la pretensión punitiva exclusivamente y en contra de la opinión del Fiscal están siendo funcionales al modelo inquisitivo, donde el poder penal es ejercido por los jueces. Es que estos jueces, de alguna manera ven en la actuación de este particular querellante, la posibilidad de llegar a condenar a un imputado, que no existiría como tal si ello dependiera exclusivamente de la  decisión del Ministerio Público Fiscal, que es precisamente lo intolerable para la mentalidad inquisitorial.
Apunta con acierto Silvia Gamba, que posiblemente esta política de hiperpersecución, de otorgamiento de superpoderes al juez o al querellante,  puede resultar  -una vez más- una herramienta demagógica más de la mala política  consolidando los discursos del segurismo y de la  “mano dura”. Por eso le da esta poderosa herramienta al querellante como un aporte más al servicio de nuevas formas solapadas de control social que tanto denostó y denuncia la moderna criminología crítica.

5. El querellante adhesivo
Diferente del querellante conjunto, o como una subespecie del mismo, se encuentra el conocido como adhesivo, que se parece más a la figura del tercero adherente simple o coadyuvante del derecho procesal civil que colabora con un sujeto procesal y no puede por ejemplo acusar o recurrir autónomamente. Se puede considerar una forma de querellante conjunto, en tanto siempre necesita acompañar al Fiscal que ejerce principalmente la pretensión punitiva pública. Sin embargo, se acerca más a la figura del particular damnificado,  debido a su perfil coadyuvante con el Ministerio Público y en la restricción acusatoria y recursiva.
Corresponde preguntarnos si cuando se trata de delitos cuya acción es pública, la justicia material exige necesariamente la intervención de la víctima en el procedimiento penal. La respuesta depende ideológicamente del rol que se le adjudique al Estado y el papel protagónico que quiera aceptarse en el particular que alega su condición de víctima. Para quienes sostienen que el delito es en primer lugar una afectación de bienes privados, la participación de la víctima será absolutamente imprescindible para que la sentencia condenatoria sea justa. Mientras que para una postura que relativice tal protagonismo, se podrá concebir la realización del valor justicia, con total independencia de la consulta a quien aparezca como víctima. Nuestra moderna doctrina ha dado contestación relativa, dejando en claro que serán los códigos procesales penales los que dispongan el nivel de participación que se le acuerde al particular.
Es importante  señalar que la querella particular, aún en el modelo denominado adhesivo, puede provocar la persecución penal pública; de allí su importancia, como instituto procesal que tienda a dar suficiente satisfacción a aquel derecho subjetivo público a que el proceso penal se constituya. Desde una visión sociológica, estamos en la zona de “acceso a la justicia” que al decir de  Cappelletti y Garth se trata del principal derecho, el más importante de los derechos humanos, en un moderno e igualitario sistema legal que tenga por objeto garantizar y no solamente proclamar los derechos de todos. 
         
6. Relación con el Fiscal:
En torno a la relación entre el Ministerio Fiscal y la víctima, la misma pretende ser dialéctica. Se concibe al Ministerio Fiscal adecuando sus actos a un criterio objetivo, mientras se afirma que la víctima se rige por un criterio subjetivo, ya que el propio sistema la considera interesada. En realidad, la objetividad no existe y en tanto la función del Ministerio Público la lleve adelante una persona esta es, por definición, subjetividad. Se confunden cuestiones éticas con posicionamientos humanos que, por su condición, jamás pueden ser objetivas en la lectura de la realidad que lo circunda.
El debate hoy no pasa por la conveniencia o no de la participación de la víctima como querellante en los delitos de acción pública, es decir el abolicionismo o el mantenimiento, sino por el modelo de actuación que se le quiera brindar a la alegada víctima. Se trata de definir su posición respecto del Fiscal, para tratar de evitar los conflictos que pueden aparecer entre ambos y que en general son aprovechados hábilmente por la defensa.
Así el viejo querellante del derogado código procesal penal de la Nación, era denominado querellante conjunto, porque se lo veía actuando conjuntamente con el Fiscal, aunque en muchos supuestos jurisprudenciales ante la inacción del actor público quedaba sólo abriendo instancias recursivas o manteniendo una postura incriminadora al cierre del debate.
El C.P.P. de Córdoba pergeñó un modelo de querellante adhesivo, restringiendo las posibilidades de actuación autónoma respecto del Fiscal. Como fuere el querellante del C.P.P. de la Nación es un sujeto eventual, que se parece mucho al adhesivo porque carece de autonomía para poder por sí mismo abrir el juicio oral, pero como está regulado al tener protagonismo en la etapa intermedia, puede conseguir que el Fiscal ante la Cámara de Apelación, obligue a otro a deducir acusación para pasar al plenario (interpretación correcta del art. 348 C.P.P.N). Como dice Francisco D’Albora a quien no dudamos en reconocer como uno de los más serios defensores del instituto, se trata de “un acusador particular, ...una suerte de sustituto procesal ya que ejercita en nombre e interés propio, una serie de actividades enderezadas a proteger un derecho ajeno, tal cual es el del Estado de someter al delincuente al cumplimiento de una pena” [13].
Sin perjuicio de que el debate se debe seguir dando en los ámbitos académicos para proyectarse en políticas de reformas a la normativa vigente, lo cierto es que en el viejo Código de Santa Fe (versión ley 6740) no tenía cabida la colaboración y porqué no el control, de la víctima respecto del Fiscal, mediante el ejercicio de la cuestionada querella en cualquiera de sus modalidades. En el viejo régimen que dejo de regir el pasado 10 de febrero de 2014, le quedaba solamente la alternativa del ejercicio de la acción civil en el proceso penal.
Por su parte en el código procesal penal del menor (ley 11.452) que rige en Santa           Fe, se va más allá ya que en su artículo 2 prohíbe la actuación no sólo del querellante sino también del actor civil en el proceso penal. Esta disposición puede ser atacada de inconstitucional, en primer lugar porque afecta el derecho a la jurisdicción que emana de nuestra carta magna, tal como lo señala Germán Bidart Campos[14], y en segundo lugar ya acotada a la cuestión civil, al no permitir la aplicación del art. 29 del código penal, que como legislación nacional debe ser           respetada en el orden local. Como fuere son tantas las falencias técnicas que presenta este cuerpo normativo, que no nos extraña tamaña prohibición para           eliminar del proceso penal de menores toda intervención de la víctima o del           damnificado.
Por el contrario, en el nuevo código procesal penal de Santa Fe, que regula la ley 12.734, como luego veremos, no sólo se admite al querellante en los delitos de acción que en principio son de ejercicio público, sino que se le acuerda la posibilidad del ejercicio autónomo.
Veremos a continuación, la regulación que en algunos códigos procesales penales, se le formula a la querella privada, en aquellos delitos que en principio son de ejercicio público.

7. La regulación de la querella en los delitos de ejercicio público en el código procesal penal de la Nación.
7.1. Sujetos autorizados a ser querellantes.
Toda persona que se considere ofendida por la comisión de un hecho con apariencia de delito cuya acción sea de ejercicio público,  puede por sí -si tiene capacidad civil o, siendo incapaz, mediante su representante legal-, asumir el rol de querellante. Así lo dispone el art. 82 del C.P.P. de la N. consignando que como querellante podrá impulsar el proceso (una vez que el Fiscal ha instando la instrucción, sin perjuicio de que antes de ser querellante sea denunciante), proporcionar elementos de convicción, es decir ofrecer pruebas (claro que el Juez las aceptará si las considera pertinentes y útiles art. 199), argumentar sobre ellas (opinando en la etapa intermedia 346 y 347, o en los alegatos del art. 393) e incluso interponer recursos en los casos que ellos estén permitidos. Puede entonces apelar el sobreseimiento del imputado (art. 337), recurrir la falta de mérito (art. 311), puede -llegado el caso-, interponer recurso de casación en los límites que se le fija al Fiscal (art. 460). Sin embargo, la posición que pone en crisis la actividad recursiva del Fiscal, contra resoluciones que favorecen al imputado intentando cerrar definitivamente la causa a su favor (sobreseimiento y absolución), se traslada con toda la fuerza argumentativa, a la situación del querellante. También se afecta el non bis in ídem, si se autoriza al querellante a recurrir procurando una persecución penal que en su primera instancia ha fracasado. Por ahora, esta posición, se encuentra reconocida por cierta doctrina, a la que adherimos, y falta aún que la jurisprudencia termine por aceptarla.
El ofendido -por el accionar aparentemente delictivo-, es a quien generalmente se tiene por titular del bien jurídico que el derecho penal intenta brindar protección al amenazar con la pena. En algunos casos de los llamados delitos pluriofensivos, es decir que son varios los bienes jurídicos a proteger, puede no coincidir exactamente el titular del bien enunciado en el capítulo respectivo del código penal con la persona autorizada a querellar. ello ocurre por ejemplo en el caso del falso testimonio, donde el bien jurídico es la administración pública, o -más concretamente- el ámbito del poder judicial, y sin embargo se le reconoce también como ofendido a la persona que se ha visto perjudicada por el falso testimonio rendido ante los tribunales, generalmente una de las partes. Es que pese a estar ubicado entre los delitos que afectan en general a la administración pública, se reconoce en doctrina que también a veces afectan a particulares.[15]
Al particular ofendido se le denomina comúnmente “la víctima” -concepto netamente penal-, que se diferencia del damnificado, cuyo contenido se relaciona con el perjuicio patrimonial sufrido. La víctima es el sujeto pasivo del delito y será por ello que el artículo 82 del C.P.P. de la N. que comentamos, se ocupa de precisar que cuando se trate de un delito cuyo resultado sea la muerte del ofendido, el derecho de querellar lo tienen el cónyuge supérstite, sus padres, sus hijos o su último representante legal. Es este un listado que si bien puede considerarse taxativo, de ninguna manera establece un orden de prelación, por lo que indistinta,  conjunta o alternativamente podrá asumir el carácter de querellante tanto su cónyuge como los parientes que allí se mencionan. Será entonces imprescindible acompañar la documentación que acredite el vínculo que lo unía con el causante, pero no es necesaria la declaratoria de herederos, ni menos la apertura de la sucesión. Ello porque aquí el cónyuge supérstite o el pariente vienen al proceso a ser querellante por derecho propio, no a ejercer un derecho que reciban por sucesión mortis causa. 
Pensamos que es posible admitir que la persona jurídica pueda asumir tal condición, siempre y cuando haya sufrido directamente el daño en un bien que merece la protección desde el derecho penal; será entonces necesario que además de analizar su condición de titular del bien afectado, sus estatutos permitan a sus órganos directivos estar en el proceso penal con tal carácter. Cuando se trata de delitos que afectan el patrimonio de la sociedad anónima o de responsabilidad limitada, como ocurre con la estafa o la administración fraudulenta, no es viable que el socio a título personal intente ser querellante, aunque excepcionalmente la jurisprudencia lo ha admitido.[16]

7.2. Forma de la querella y tiempo para su presentación.
Establece el art. 83 del C.P.P. de la N. que la pretensión de quien desea constituirse en parte querellante se debe formular por escrito, sea personalmente o por un mandatario especial, y siempre con el requisito de contar con el patrocinio de un profesional letrado, lo que se obvia si el peticionante ya lo es. El contenido del escrito, para no ser invalidado con la inadmisibilidad, debe reunir determinados requisitos que enumera el artículo 83 y sirven para identificar al querellante, circunscribir el objeto del proceso (al exigir una relación sucinta del hecho en que se funda), la individualización de los imputados y la acreditación de aquellos extremos que hacen a la personería que se invoca (ej. estatutos de la sociedad, certificado de matrimonio o de nacimiento etc...). Finalmente se exige la firma del peticionante luego de la solicitud de ser tenido como querellante, lo que es obvio ya que constituye el objeto de la instancia que se formula.
Presentada la querella el pedido será resuelto por decreto fundado o auto, en el término de tres días (art. 84 C.P.P. de la N.). Cuando el Juez desestima la solicitud del querellante, éste puede interponer apelación. Constituye un tema polémico que pueda ir en casación, porque ese recurso aparentemente le queda reservado a las partes siendo que éste sujeto no pudo llegar a ser parte al rechazarse su solicitud in límine.[17]
Para la presentación de la querella en los hechos que dan lugar a delitos de acción de ejercicio público, el ofendido tiene todo el tiempo que dure la etapa de instrucción, ya que el artículo 84 del C.P.P. de la N. remite a lo dispuesto para el actor civil en el art. 90. Por lo tanto mientras no se haya dictado la clausura de la instrucción la solicitud debe ser considerada porque ha sido presentada en tiempo. Si ya se clausuró la instrucción el querellante no podrá participar ejerciendo su función de coadyuvar al ejercicio de la acción penal.

8. La regulación de la querella, en los delitos que en principio son de ejercicio público, en el nuevo código procesal penal de Santa Fe (ley 12.734):
Una de las novedades que introduce el nuevo código procesal penal de Santa Fe, que comenzó a regir integralmente en febrero de 2014, es la incorporación de un querellante para actuar en aquellas causas que en principio están reservadas al Fiscal. Santa Fe era un bastión donde la figura del querellante conjunto no había podido ingresar y a lo sumo se podía constituir como actor civil, reclamando los daños y perjuicios que el delito le hubiera ocasionado.         En el artículo 16 se concede, a quien alega verosímilmente su condición de víctima, la posibilidad de constituirse como querellante, dando lugar al comienzo del proceso, al juzgamiento e incluso a la condena del acusado. Se aclara que la participación de la víctima como querellante no alterará las facultades concedidas por la ley al Ministerio Público, ni lo eximirá de sus responsabilidades.
Continúa expresando el mencionado artículo 16, que el Ministerio Público estará obligado a promover la acción penal pública de los hechos punibles que lleguen a su conocimiento, siempre que existan suficientes indicios fácticos de la existencia de los mismos. De modo que la primera valoración del material probatorio es efectuada por el Ministerio Público Fiscal, que bien puede concluir en que no son suficientes y en consecuencia mantenerse pasivo. Pero esta obligación de promover el ejercicio de la acción en todos los casos donde tenga elementos para justificarlo, cede frente a la vigencia del principio de oportunidad, que a continuación la misma norma reconoce y que se contemplan en el artículo 19.
El nuevo código implementa un sistema binario en el ejercicio de la acción penal, para los delitos que en el código penal se consideran de acción de ejercicio público en su artículo 71. A diferencia de otros sistemas que contemplaban un querellante conjunto o adhesivo, es decir, con una íntima relación de dependencia de la actuación del Fiscal (lo que presentaba de alguna manera un litis consorcio activo necesario), ahora presenciamos una novedad en la materia, con una figura prácticamente autónoma, que en algún momento se convierte en el exclusivo, similar al que existe en los delitos de ejercicio privado (art. 18).
Si bien el querellante debe nacer como conjunto, actuando asociado al Fiscal, la gran diferencia es que el código le reconoce una autonomía verdaderamente increíble, ya que no tiene por qué adherir a los criterios del Fiscal y no tiene por qué acompañar ni actuar junto con él -ya que como veremos, se lo va a autorizar a ejercer en forma exclusiva la pretensión punitiva-, pese al dispositivo del código penal que antes citábamos; por lo que ya se advierte el primer problema que se presenta en materia de supremacía de legislación, ya que en Santa Fe se estaría desconociendo la tradicional clasificación que distinguía entre delitos de acción de ejercicio público y de ejercicio privado, al permitir que en la primer categoría y con la sola intervención de quien invoca su condición de víctima, se pueda abrir un juicio y llegar a condenar al imputado.
Advertimos en este dispositivo, un apartamiento de la doctrina que mayoritariamente ha reconocido a la Nación la facultad de regular lo atinente al ejercicio de la acción penal en la conocida clasificación de pública y privada. Si consideramos que la política criminal en materia de persecución penal pública o privada, es materia inherente al código penal y por lo tanto delegada por las provincias a la Nación, Santa Fe sería una excepción donde ella retoma facultades que habría delegado en la Constitución Nacional. Se entiende que el marco teórico para permitir funcionar a una pretensión que en principio era del Estado, para pasar al ejercicio privado, se encuentra en las razones de política criminal que permitieron la selección en el código penal de los delitos que solamente se pueden perseguir por la actividad del querellante exclusivo. Nos referimos a las calumnias, las injurias, la concurrencia desleal, el incumplimiento a los deberes de asistencia familiar cuando la víctima es el cónyuge y a la violación de secretos, contemplados como catálogo en el artículo 73 del Código Penal. La temática común de los bienes jurídicos contemplados en estas figuras, es evidentemente de índole estrictamente privado; por ello el Estado ha considerado innecesaria su intervención como actor penal, delegando su ejercicio a quien alega su condición de víctima, quien incluso tiene una enorme capacidad de disposición sobre la pretensión punitiva, de modo que no sólo el inicio de la persecución, sino su mantenimiento dependerá de su exclusiva voluntad.  Así lo va a pensar la mayoría de la doctrina, sobre todo los penalistas que reivindican para su código el tratamiento de estas cuestiones. Si cuesta trabajo convencer a quienes se oponen a que las provincias puedan regular la oportunidad para el ejercicio de la acción por parte del actor público, mucho más ardua va a ser la tarea para la posibilidad de que se deje de lado el catálogo cerrado del código penal para reservar el ejercicio de la acción en el ejercicio privado.
Nuestra posición crítica contra esta novedosa variante, desaparecería si se reconociera que las provincias no han delegado tal función, que discrimina en materia del ejercicio de la acción penal a la Nación. Ello no parece tarea sencilla de pronosticar, frente a una tradición jurídica que entiende todo lo contrario. Parece inconveniente que la persecución penal dependa de los criterios que en cada provincia imperen. Cuando entre en vigencia este código, en Santa Fe el mismo delito que en otras provincias o en la Nación, es motivo de persecución penal pública por parte de los Fiscales, aquí será exclusivo resorte de la víctima. Es posible que esta decisión de política criminal local, pueda ser vista como una toma de posición federalista. Ese federalismo, tantas veces declamado y tan herido como quedara después de las luchas internas que sobrevinieron a nuestra organización nacional con posterioridad a 1853, podría encontrar en estas disposiciones un marco adecuado para que vuelva a ocupar su lugar protagónico, pero no creemos que sea para tanto: el tema de la autonomía del querellante, no brinda tanto vuelo como para discurrir en defensa del federalismo y en contra del régimen unitario. 
En todo caso nuestro punto de vista en contra de un querellante con estas características tiene otra línea argumental, ya que desde un marco fundado en una teoría del proceso entendemos que el actor siempre debe ser uno,  o  a lo sumo integrando un consorcio activo. Sus discrepancias, sus conflictos deben resolverse en su seno y con intervención de funcionarios jerarquizados que puedan revisar el comportamiento de los Fiscales para confirmar o no su postura contraria a la del querellante. Además, se consagra una enorme contradicción con la idea de descomprimir el colapso existente,  pues la correcta  solución a este problema es otra: la implementación de criterios de oportunidad para la actuación del Ministerio Público Fiscal. Esa –como veremos-, es la segunda novedad en materia de regulación del ejercicio de la acción pública y por supuesto recibe nuestra bienvenida, porque además centramos en su correcta aplicación buena parte del éxito de la eficacia del sistema. Sin perjuicio de que luego volveremos sobre las bondades del principio de oportunidad, la realidad del aumento de una criminalidad extendida -que por eso ha dado en llamarse una suerte de inflación penal-, aconsejan su recepción para que se pueda atender con seriedad y responsabilidad aquellos casos que por su gravedad despiertan claramente un interés público en su represión. Sin embargo, si se le va a permitir a quien invoca su condición de víctima ejercer la acción penal en su condición de querellante exclusivo, la decisión del Fiscal de acogerse a un criterio de oportunidad para no hacerlo, carecerá del sentido tenido en cuenta para regularlo. Por otra parte, es evidente que solamente podrá tener lugar tal ejercicio privado de la pretensión punitiva, a partir de suficientes medios económicos como para contratar abogados y realizar investigaciones por su cuenta.  De cualquier forma una rápida lectura por el artículo que determina los criterios para que proceda la disponibilidad de la pretensión punitiva (19), nos lleva a pensar que no serán muchos los casos en que la víctima pueda asumir en soledad el ejercicio de la acción penal.
Como veremos, las víctimas que podrán ser exclusivamente actores penales se van a clasificar, en el nuevo ordenamiento, en dos grandes categorías: las que llegan a tal condición por abandono del ejercicio de la acción penal de parte del Fiscal, pese a que originariamente decidió hacerlo (generalmente lo será por cuestiones relacionadas con la valoración probatoria) y las que originalmente se convierten en tales, porque el Fiscal no tiene decisión de ejercer la acción penal, basándose en algunos de los criterios de oportunidad que se regulan en el código. Las de la primera categoría -o sea, aquellas que se convirtieron en querellantes exclusivos por abandono del Fiscal, ya que antes estaban actuando conjuntamente-, nos ofrecen igualmente reparos, aunque la deserción pública se produzca en el momento de los alegatos finales[18]. En estos casos, en general se muestra claramente una discrepancia entre el Fiscal y el querellante, sobre la valoración probatoria que ya se ha producido en su plenitud. Precisamente la posibilidad de que se llegue a esa discrepancia, es consecuencia del modelo de querellante elegido, ya que si fuera adhesivo, no podría tener lugar y siempre la última palabra la tendría el órgano estatal.
Más grave resulta que la decisión del Fiscal de no adoptar una persecución penal sea relativamente inicial -ya que por lo menos tuvo que existir la audiencia imputativa, con muy escasa investigación producida-, porque entonces la discrepancia pasará por otra línea argumental. Ya no se tratará de una distinta evaluación del material probatorio rendido en la audiencia. Es probable que nos enfrentemos a una víctima, o mejor a quien invoca su condición, cargada de sentimientos de venganza, que quiere la aplicación de una pena pública en contra de la política fijada por la provincia para la actuación de los Fiscales. Ellos serán aquellos casos que surjan por descarte de los que regula el artículo 19. El más significativo del absurdo que comentamos lo podrá constituir el caso donde la insignificancia de la afectación al bien jurídico protegido no aconseja el despliegue oficial para ejercer la acción (art. 19 inc. 2).
Indudablemente la contradicción más notable, tendría lugar cuando para el Fiscal, el hecho no existió o no constituye delito, porque en cualquiera de estas dos hipótesis, no hay víctima. Sería absurdo que asumiendo la condición de querellante, se promueva un juicio penal, contra la opinión del representante del Ministerio Público fiscal.
La norma que comentamos, como ya lo anticipamos, introduce la posibilidad de que pese a la obligación de los Fiscales de promover el ejercicio de la acción penal, cuando existan indicios suficientes de la existencia de un hecho con apariencia de delito, no lo haga fundando su negativa en alguno de los criterios de oportunidad que luego se regulan. Se ha adoptado un sistema de oportunidad reglada limitando las posibilidades de no ejercer la acción penal, a criterios vinculados con el reconocimiento de lo innecesario de la pena pública estatal. No se le da margen a la posibilidad de maniobrar sobre la base de otros criterios utilitaristas, donde los Fiscales puedan negociar con imputados para no acusarlos a cambio de servicios que puedan prestar, en procura de conseguir la condena de otros imputados que aparecen más peligrosos y por ende merecedores de la aplicación de la pena. En otros países este criterio es el que preside el accionar de los Fiscales, a quienes se les responsabiliza por concretar la aplicación de una política criminal donde los casos más graves, -aquellos que mayor alarma social ofrecen-, sean los elegidos para concentrar la persecución penal. Tampoco se autoriza la disponibilidad parcial en su pretensión punitiva, cuando el imputado le ofrezca, a cambio de una pena menor, una confesión y el allanamiento necesario para evitar el debate. Precisamente, estos criterios son los que le otorgan a la actividad del Fiscal un realismo del que carece en la hora actual (aunque puedan funcionar eventual y encubiertamente).   
De cualquier forma, se ha dado un paso fundamental reconociendo la necesidad de dotar al Fiscal de alternativas donde su abstención de acusar, impida iniciar juicios penales donde al mismo sistema le resulta absurdo justificar la aplicación de la pena. Ello en un sistema acusatorio, donde se reconoce que el poder penal ha dejado ser una potestad de los jueces para reposar en primer lugar en el Ministerio Público Fiscal y en segundo término en quien invoca verosímilmente su condición de víctima. 
La dependencia de un acto de instancia privada para que el ejercicio de la acción penal sea válido, regulado en el artículo 17 del nuevo código procesal penal de Santa Fe, lleva directamente a reconocer que ello ocurrirá en los casos fijados por el Congreso de la Nación en el catálogo del artículo 72 del código penal. Ello da pie a un fuerte argumento para criticar la autonomía que se le concede al querellante.
Si para el ejercicio de la acción penal, en ciertos y concretos delitos, se precisa una suerte de autorización privada y ello depende de la decisión de política criminal fijada por la Nación al seleccionar las figuras donde ello será un requisito a cumplir en todo su territorio, con mayor razón la misma situación institucional se da cuando se decide por la actuación de un querellante exclusivo.
Esa decisión, de alta política criminal, no permite una persecución penal de oficio, en los casos de abuso sexual (Arts. 119, 120 y 130 del Código Penal), lesiones leves o impedimento de contacto de los hijos menores con sus padres no convivientes. El obstáculo al ejercicio válido de la acción lo constituirá la falta de la voluntad expresa de quien resultare víctima o de sus representantes si fuera menor, en el sentido de que desea la represión penal para el autor del hecho. Es un dato no menor que la formación de un procedimiento penal como consecuencia del ejercicio de una acción tendiente primero a investigar y, llegado el caso, solicitar la apertura de un juicio, conlleva una enorme cuota de exposición de quien alega su condición de víctima, donde lo ocurrido va a adquirir una publicidad que puede perjudicarlo en su persona o su familia.
En los delitos de abuso sexual, es evidente que la publicidad de lo ocurrido no va a beneficiar en nada a la víctima, sobre todo teniendo en cuenta la morbosidad con que algunos medios de comunicación tratan estos temas.
Lo mismo sucede con el conflicto entre padres porque uno de ellos no permite el contacto del otro con el hijo de ambos, extendiendo los perjuicios de la publicidad al menor, aunque se oculte su nombre o su imagen. En cambio, en el caso de las lesiones, pareciera que el criterio para exigir el acto de instar por parte de la víctima no sería su protección frente a lo público del procedimiento, sino -fundamentalmente en los accidentes de tránsito-, funcionar como una suerte de filtro para aliviar la tarea de los tribunales, frente al gran número de causas motivadas en este tipo de hechos. Ello sin tomar en consideración la gravedad que conllevan los “accidentes de tránsito”, donde muchas veces la suerte determina que no lleguen a los homicidios culposos, considerada en nuestro país, una de las principales causas de mortalidad.

9. Conclusión:
En los últimos años, el desarrollo que ha tomado en el marco de la criminología el estudio de los aspectos victimológicos, ha logrado reivindicar el papel de la víctima con repercusiones en el derecho penal (por ejemplo para graduar la pena del condenado), para finalmente renacer como figura protagónica en el procedimiento penal.
Hay que reconocer que este interés en la víctima es ambivalente. Existe una tendencia que pretende trasladarle la culpa del delincuente o por lo menos considerarla co-culpable, considerando su conducta como atenuante para la graduación de la pena (como si el autor fue llevado a cometer el hecho por las motivaciones provocativas de la víctima). Sin embargo la corriente que intenta fortalecer la posición de la víctima en el proceso penal, tiene una tendencia positiva; es decir, intenta darle una participación para sacarla de su mero lugar de denunciante o reclamante de una reparación civil. Es evidente que el renacer del protagonismo de quien alega su condición de víctima es paralelo o proporcional a la pérdida de confianza en las funciones públicas estatales. Se advierte que no puede impedirse a quien ha sufrido directamente el perjuicio, a estar en el proceso penal, pretendiendo que se haga justicia con la aplicación de la pena. Desde este punto de vista, es loable el sentido de la política criminal que admite mayor protagonismo para la víctima, y que debe coherentemente fortalecer el grado de legitimidad política del Ministerio Público Fiscal, para que a su hora, asuma con mayor representatividad su función.
El problema es que, muchas veces, quien alega su condición de víctima en realidad no lo es, sea porque falsea los hechos o porque es incorrecta su interpretación del tipo penal que le permite tal ubicación. Si los hechos no existieron o si no constituyen delito, no hay víctima. Pero ¿quién lo dice? ¿Quién impide la actuación de quien alega ser la víctima, cuando ello no corresponde? Precisamente, en esas situaciones conflictivas donde está en juego nada menos que la circulación de la verdad, es donde consideramos debe prevalecer el órgano del Estado, el Ministerio Público Fiscal, para generar la seguridad jurídica que entraría en crisis, frente a la contradicción con el particular. Aunque esa “verdad”, sea lo que es en el ámbito jurídico, otra ficción más que genera el sistema para permitir su funcionamiento más o menos coherente.
Cuando se trata de aquellos delitos cuya persecución interesa a todos, pareciera que dejar en manos exclusivamente privadas la actuación de la jurisdicción, es un exceso que desnaturaliza la categoría pública de la que se parte. Del extremo inquisitivo que no le reconocía ningún derecho a quien alegaba su condición de víctima, pasaríamos al otro, donde la presencia del Estado desaparece totalmente como motor del proceso penal. Esta última situación solamente es aceptada por el sistema cuando se trata de aquellos ilícitos que, por afectar bienes cuya naturaleza privada, no resultan de interés general, como ocurre con la injuria y la calumnia[19].

Digamos finalmente, que frente a casos como el de Santillán que antes citábamos, no aparecen en la jurisprudencia otros donde en definitiva pese a tolerar que se pueda sentenciar cuando el querellante ha quedado en soledad con su pretensión punitiva, los tribunales se pronuncien por la absolución. Es que tenemos la sensación, que el reconocimiento a ésta víctima tan singular que se convierte en única actora penal en delitos que originariamente eran de acción cuyo ejercicio era público, proviene de tribunales que lo ven funcional a su interés en aplicar una condena. Como que esta conversión de pública en privada, favorece al poder de los jueces, que añoran etapas inquisitoriales que felizmente se van dejando de lado. De allí que tengamos nuestra reserva con el caso Santillán, que lo vemos críticamente como un grave error de la jurisprudencia de la Corte, ya que no se puede equiparar la legitimidad que en el proceso tiene el Estado, pretendiendo la aplicación de la pena pública, con la que ejerce un particular que por ahora alega ser la víctima, cuando se trata de delitos que en la ley penal, se han seleccionado para que la persecución provenga del Fiscal. Por ese camino, equivocado, la inquisición vuelve a abrirse paso, ya que en última instancia el poder penal del Estado queda exclusivamente en cabeza del tribunal, al desaparecer de la escena por su propia decisión, el ministerio de la acusación pública.





[1]MAIER Julio B.J. Derecho Procesal Penal, Tomo II pág.300 Edit. del Puerto. Buenos Aires, 2003.

[2] La nueva ley que en Santa Fe organiza al actor público (n°13.013), lo denomina Ministerio Público de la Acusación, y si bien lo mantiene dentro del Poder Judicial, le confiere autonomía funcional separándolo de la Corte Suprema de Justicia, ya que hasta ahora el Ministerio Público Fiscal es dirigido por el Procurador General, que precisamente la integra, con el agravante que también tiene a su cargo conducir a los defensores públicos.
[3]Confr. VÉLEZ MARICONDE, Alfredo, Derecho Procesal Penal, Tomo I pág. 259, Edit. Lerner Bs.As. 1969 (2da edición).

[4]Confr. BINDER Alberto M. Introducción al derecho procesal penal. Pág. 325. Edit. Ad Hoc, 2da edic. Bs. As. 1999.
[5]Nos referimos al caso “Marcilese Pedro”, fallado por la C.S.J.N. donde se modifica el criterio sostenido en “Tarifeño” y otros fallos, y se confirma una sentencia condenatoria pese a que el Fiscal había solicitado la absolución del imputado al momento de alegar. La ironía es que el fallo condenatorio había sido inicialmente dictado por un Tribunal oral de Salta, es decir, donde tuvo su origen el nacimiento del Fiscal como cuarto poder.

[6]Esta aclaración fue hecha por primera vez por Graciela MINOLDO con motivo de un trabajo que fuera premiado en el Congreso Nacional de Derecho Procesal Penal celebrado en Termas de Rio Hondo (Santiago del Estero). La Dra. Graciela Minoldo colaboró activamente con la Comisión Técnica que conformamos con los Dres. Ramón Ríos, Julio de Olazabal y Jorge Vázquez Rossi, por lo que se tomó este concepto en el proyecto de 1993 y que de alguna manera permanece en el nuevo código procesal penal para Santa Fe, para referirse a quien alega verosímilmente su condición de víctima.
[7]Así, en la Parte General vemos: Art. 11: (implícitamente) “el producto del trabajo del condenado...se aplicará... (inc. 1º) a indemnizar los daños y perjuicios causados por el delito que no satisfaciera con otros recursos...” - Art. 19: la inhabilitación absoluta importa... (inc. 4º) la suspensión del goce de toda jubilación, pensión o retiro civil o militar...El Tribunal podrá disponer, por razones de carácter asistencial, que la víctima o los deudos que estaban a su cargo concurran hasta la mitad de dicho importe, o que lo perciban en su totalidad...” - Art. 20 ter: (implícitamente) “el condenado a inhabilitación absoluta puede ser restituido al uso y goce de los derechos y capacidades de que fue privado.....y ha reparado los daños en la medida de lo posible.” - Art. 23: Habla de “damnificado” - Art. 26: (implícitamente) se lo puede hallar en la enunciación de las características que debe reunir el delito cometido para que el juez estime conveniente la imposición de una condena de ejecución condicional. - Art. 28: (implícitamente) “la suspensión de la pena no comprenderá la reparación de los daños causados por el delito y el pago de los gastos del juicio”. - Art. 29: “la sentencia condenatoria podrá ordenar ... (inc. 2) la indemnización del daño material y moral causado a la víctima, a su familia o a un tercero, fijándose el monto prudencialmente por el juez en defecto de plena prueba..” - Art. 30 y ss también aluden a la indemnización, sin mencionar la palabra víctima. - Art. 41: (implícitamente) “la naturaleza de la acción y de los medios empleados para ejecutarla y la extensión del daño y del peligro causados... (explícitamente) “el juez deberá tomar conocimiento directo y de visu del sujeto, de la víctima y de las circunstancias del hecho en la medida requerida para cada caso.” - Art. 59: “La acción penal se extinguirá... (inc. 4) por la renuncia del agraviado, respecto de los delitos de acción privada”. - Art. 60: “La renuncia de la persona ofendida al ejercicio de la acción penal solo perjudicará al renunciante y a sus herederos.” - Art. 64 y 68: (implícitamente) Ambos artículos hablan de las indemnizaciones debidas. - Art. 69: “El perdón de la parte ofendida extinguirá la pena impuesta por el delito de los enumerados en el art. 73. Si hubiere varios partícipes, el perdón en favor de uno de ellos aprovechará a los demás” - Art. 70: (implícitamente) “Las indemnizaciones pecuniarias inherentes a las penas, podrán hacerse efectivas sobre los bienes propios del condenado, aún después de muerto.” - Art. 72: (implícitamente) Fundamental es el rol que se atribuye, al disponer o no respecto de la promoción de la acción. En tanto la víctima del delito no libere el obstáculo impuesto al ejercicio, la acción no podrá iniciarse. - Art. 73: (implícitamente) Fundamental. Aquí, la víctima es sujeto esencial del proceso, al constituirse como querellante exclusivo. La promoción y prosecución del proceso está enteramente a su cargo. (explícitamente) “Incumplimiento de los deberes de asistencia familiar, cuando la víctima fuere el cónyuge”. - Art. 75: “La acción por calumnia o injuria, podrá ser ejercitada sólo por el ofendido y después de su muerte por el cónyuge, hijos, nietos o padres sobrevinientes”. - Art. 76: “En los demás casos del art. 73, se procederá únicamente por querella o denuncia del agraviado o de sus guardadores o representantes legales.” - Art. 76 Bis: “al presentar la solicitud, el imputado deberá ofrecer hacerse cargo de la reparación del daño en la medida de lo posible... La parte damnificada podrá aceptar o no la reparación ofrecida.  En la Parte especial, se alude a la víctima implícitamente, la cual es el sujeto pasivo de todas y cada una de las figuras. Sin embargo, explícitamente mencionan a ella los siguientes artículos: Art. 84, Art. 106, Art. 119, Art. 125, Art. 132, Art. 142.

[8]XII Congreso Argentino de Derecho Procesal Penal.
[9]En la provincia de Entre Ríos, tal facultad se le otorga a la Fiscalía de Investigaciones administrativas, incluso, discrepando con la actividad del Fiscal se intentó llegar a la Cámara de Casación en forma autónoma, aunque dicho Tribunal consideró que faltaba el requisito de sentencia definitiva (Confr. “LOPEZ, Alcides Humberto y ots. - Su denuncia - Incidente de constitución en querellante del Dr. Oscar M. Rovira (Fiscal Gral. Fisc. de Invest. Adm.) - recurso de casación”.- Expte. Nº2145/435-2000 Jurisd.: Sala Penal - Cám. Apelac.Conc del Uruguay).
[10] Como ocurre con LANZÓN, Román P., “La intervención de la víctima en el proceso penal y su ¿derecho? a actuar como querellante”, Doctrina Judicial, La Ley, 19.11.08, pág.2047/2059.

[11]RIVAROLA, Rodolfo, “la justicia en lo Criminal”, pág. 221, Edit. Felix Lajouane, Bs. As., 1899.

[12] Un interesante panorama sobre las tendencias actuales, a favor y en contra del querellante puede verse en el trabajo que a instancias de la Cámara Nacional de Apelación en lo penal, reuniera a importantes juristas, “Las facultades del querellante en el proceso penal. Desde “Santillán” a “Storchi”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2008
[13]Confr. D’Albora Francisco “Intervención del querellante conjunto en el nuevo Código Procesal Penal”, La Ley del 16/XII/ 1991.-
[14]Confr. Bidart Campos Germán en “La legitimación del querellante”, El Derecho, Tomo 143, pág. 937.

[15]Este tema puede verse desarrollado con amplitud y citas de doctrina y jurisprudencia, en la excelente obra de Francisco D’Albora “Código Procesal Penal de la Nación” Anotado, comentado, concordado. , pág. 126, Edit. Abeledo Perrot, Bs. As., 1996.
[16]Confr. Cueto Rúa “Facultad del miembro de una sociedad anónima para querellar al imputado de actos delictuosos cometidos en perjuicio de ésta”,  La Ley T. 44 pág. 9. citado por D’Albora Francisco op. cit. pág. 127.-
[17]Una opinión en contra se puede encontrar en “D’Albora Francisco J. op. cit. pág. 574 al comentar el art. 435 del C.P.P. de la N.

[18] Confr. el caso Santillán, fallado por la  CSJN, el 11.7.1998. En este fallo, la Corte Nacional estableció qué debía entenderse por “procedimientos judiciales” a los efectos del artículo 18 de la CN: esto es: la observancia de las formas sustanciales del juicio relativas a la “acusación”, a la “defensa”, “prueba” y “sentencia” dictada por los jueces naturales. En cuanto a la acusación, dice el alto cuerpo que constituye una forma sustancial en todo proceso penal y salvaguarda la defensa en juicio del justiciable, sin que tal requisito tenga otro alcance que el antes expuesto o contenga distingo alguno respecto del carácter público o privado de quien la formula. La Corte precisó que: “si bien incumbe a la discreción del legislador regular el marco y las condiciones del ejercicio de la acción penal y la participación asignada al querellante particular en su promoción y desarrollo, desde que se trata de lo atinente a la más acertada organización del juicio criminal (Fallos: 253:31), todo aquel a quien la ley reconoce personería para actuar en juicio en defensa de sus derechos está amparado por la garantía del debido proceso legal consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional, que asegura a todos los litigantes por igual el derecho a obtener una sentencia fundada previo juicio llevado en legal forma”.               Ya veremos nuestra posición crítica a esta postura.
[19]El procedimiento penal en estos delitos, cuya acción es de exclusivo ejercicio privado será motivo de análisis en el capítulo XIV. 


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