Los principios en el proceso
LOS
PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES Y PROCESALES Y LAS REGLAS TECNICAS PARA EL DEBATE
Podríamos desarrollar un
procedimiento penal, sin un código que lo regule, simplemente cumpliendo con
los principios que están en la Constitución Nacional. Luego gracias a la
lógica, programar funcionalmente las reglas del debate. El drama es que
nuestros procedimientos penales, no toman en cuenta a la Constitución Nacional
y las reglas técnicas sirven a la concentración del poder que supone el modelo
inquisitivo.
No hay duda que nuestra Constitución escrita contiene un proyecto, un plan, un programa. Se trata de un diseño apriorístico, es decir, proyectado. Un marco teórico del desenvolvimiento del ejercicio del poder, que en nuestra concepción siempre tratará de limitarlo. Al mismo tiempo, regulará los derechos y deberes que tenemos, por la coexistencia que implica la vida en sociedad. Este proyecto o programa, no por ello deja de tener una fuerza normativa que es precisamente la que llevará a efectivizar los valores de una manera finalista[1].
En realidad se trata de un verdadero modelo ideal,
que se debe tratar de concretar. En estos tiempos, donde tanto se discute
acerca del modelo de país que queremos, no está de más recordar que ya tenemos
uno: el de la Constitución. Que se cumpla o se haya
cumplido a lo largo de su historia, es tema para muchos ajeno al estudio
estricto del derecho. Para nosotros no es así, ya que nos interesa tanto el
proyecto escrito, como el efectivamente ejecutado en la práctica política que
acontece. Incluso la comparación entre la realidad y la norma, nos va a
permitir la adopción de posturas críticas en relación a ambas.
En el capítulo
anterior, intentábamos explicar las causas del incumplimiento constitucional,
que en nuestra materia adquiere ribetes increíbles. Pareciera que la realidad
donde se desenvuelve el procedimiento penal, fruto de la vigencia de códigos y
prácticas inquisitivas, perteneciera a una cultura completamente distinta de la
que diera marco a las normas constitucionales. De allí que todas las
referencias que se hagan de los principios y reglas que teóricamente pueden
conocerse en doctrina, carece para nosotros de sentido si no se la conecta
directamente con la práctica judicial y por ende política.
Cuando hablamos de principios -sean estos
constitucionales o procesales- nos
referimos a las pautas que rigen un sistema determinado. Es decir, aquellos
puntos de partida -de eso se trata casualmente de "principios"- desde
donde se construye el programa de organización tanto en lo estatal
(Constitución Nacional) como en el ámbito de la metodología de enjuiciamiento
(Códigos Procesales).
Constituyen la cobertura ideológica de la
Constitución Nacional, de allí la importancia no sólo de su estudio, sino
fundamentalmente del respeto por su cumplimiento, tarea ésta última que de
pronto los Magistrados olvidan, al quedarse exclusivamente en la aplicación de
un derecho positivo, sin tomar en cuenta que deberían controlar se respete el
principio de supremacía y a partir de él, todos los demás.
Por lo tanto, quien conozca los principios que
determinan que un procedimiento no es un mero trámite sino un verdadero proceso,
tal como se logra cuantificar en el modelo acusatorio, podrá advertir las
deformaciones que se producen cuando se introducen modalidades que lo afectan
en su esencia.
Como el programa ideológico es –como lo hemos visto
en los capítulos anteriores- claramente liberal (en el sentido político del
concepto), el poder penal del Estado se debería encontrar limitado por los
principios que desde la Constitución Nacional, establecen los derechos y
garantías de que gozan todos los habitantes y en especial aquellos que
resultaren imputados.
Uno de los fundamentos que hacen a la esencia del
Estado de Derecho, es que ese poder penal se ejerza única y exclusivamente
dentro del marco legal, que le va a fijar los modos y condiciones para que se
haga operativo. Ese “procedimiento” que
va a permitir la realización del derecho penal, en la práctica debería limitar
el ejercicio del poder penal, ya que se trata de brindar un marco de garantías
para que pueda ser controlado y no ejercerse de modo arbitrario.
Es por ello que insistimos, los principios
constitucionales reflejan con evidencia la ideología, a la que adscribe el
programa fijado como modelo de organización jurídica en la Constitución.
Se desvirtúa el proceso acusatorio y no se cumple
en consecuencia con el mandato constitucional, cuando por ejemplo, se persigue
cumplir objetivos de política criminal, o cuando no se dota al sistema de la
estructura imprescindible para su funcionamiento. Este último aspecto es el que
más preocupa, ya que el colapso en el que se encuentra inmerso actualmente el
sistema procesal, obedece a la escasa estructura judicial prevista para atender
la exorbitante cantidad de causas que llegan a sus estrados.
Cumplir con la Constitución, instalando el debido
proceso con todas las garantías que ella exige, supone tener claridad
conceptual sobre cómo diagramarlo y al mismo tiempo, dinero suficiente para
invertir en las estructuras que permitan su funcionamiento eficaz.
Clasificación
de los principios:
Para mejor presentación del tema de los principios
constitucionales que mueven nuestro interés por su vinculación con el proceso
penal, proponemos clasificarlos en:
•
Principios que son consecuencia de la forma de gobierno elegida.
•
Principios que derivan de la política criminal adoptada en la Constitución.
•
Principios que van a determinar el modelo de proceso penal adoptado.
Entre los primeros, o sea aquellos que son directa
consecuencia de la forma de gobierno elegida por los constituyentes al fundar
nuestra Nación, se encuentran el principio
de publicidad y el de juez natural. En este último se incluye al jurado
popular.
Entre los segundos, referidos a la política
criminal adoptada en la Constitución Nacional, encontramos el principio de
legalidad o de reserva que deriva del derecho penal de acto, acogido en contra
del llamado derecho penal de autor, propio de sistemas totalitarios.
Finalmente en el tercer agrupamiento, se encuentran
los más vinculados a nuestra materia y que como ya han sido tratados
extensamente por otros autores[2],
solamente los mencionaremos para destacar algún punto de vista particular que
justifica nuestro aporte. Trataremos solamente los más significativos, a saber:
el debido proceso, el estado de inocencia, y la inviolabilidad de la defensa en
juicio.
Luego del examen de los principios
constitucionales, pasaremos al análisis de los procesales para finalmente en este mismo capítulo, tratar a
las reglas técnicas que se utilizan en el procedimiento.
1. Principios
que son consecuencia de la forma de gobierno elegida.
1.1.
Publicidad:
Este principio deriva directamente de la forma
republicana de gobierno y merece la jerarquía de principio[3],
a partir de que un juicio reservado, secreto, no sería concebible en nuestro
régimen político y por lo tanto sería inadmisible. El proceso o juicio querido
por nuestra Constitución es el compatible con la República y por ende se trata
del que respeta el principio de publicidad, que por otra parte ya está presente
desde los albores de nuestra independencia en la formulación de los más caros
preceptos ideológicos para garantizar el control de los actos del gobierno. Esa
publicidad no se garantiza por el mero hecho de que las sentencias tengan la
posibilidad de ser conocidas por todos, ya que sería limitarla a un único
aspecto del funcionamiento del Poder Judicial; para que la publicidad de las
sentencias y resoluciones judiciales tenga virtualidad -a fin de que se pueda
mediante ella acceder al control ciudadano del funcionamiento del Poder
Judicial-, será preciso que antes podamos haber accedido “en vivo y en directo”
a la sala de audiencia.
Es que la presencia del público en el debate es el
mecanismo más adecuado para controlar la
actuación de los operadores del sistema, y también para evaluar la
verosimilitud con que pretenden impregnar a sus discursos los testigos, los peritos y los propios
imputados.
No es preciso que, para garantizar el principio de
publicidad del debate, se permita la asistencia masiva de importante cantidad
de público, o que se filmen para la televisión sus secuencias. Basta que un
número razonable de personas puedan acceder libremente a la audiencia, la que
por lo tanto debe permitirlo, teniendo obligatoriamente las puertas abiertas
del recinto donde se realiza. Incluso en las hipótesis que para proteger la intimidad
de la víctima se realiza el debate o parte de él a puertas cerradas,
dispositivo que en general contemplan los códigos procesales, nada obsta que a
pedido de la propia interesada se les permita presenciar el debate a sus
familiares o amigos. Como fuere cabe advertir que el uso de esta facultad, para
restringir el acceso del público a la sala de audiencia, debe hacerse
excepcionalmente, con mucha prudencia y siempre teniendo presente que la total
reserva o secreto del debate le hace perder la esencia, que para el juicio de
la República se exige normativamente: nos referimos a un secreto tan absoluto,
que el propio imputado y su defensa desconozcan la acusación o elementos
probatorios que se tendrán en cuenta a la hora de la sentencia.
Como vimos en el capítulo anterior, nuestro país
viene tolerando más de un siglo de vigencia de una legislación procesal,
contraria a la Constitución Nacional. Los legisladores (en su mayoría abogados) con
el pretexto ridículo de que se había rechazado el proyecto que introducía el
tribunal de jurados - y el enjuiciamiento penal respectivo, oral y público – (y
que en verdad no había tratado), no
dudaban en expresar su preferencia por los tribunales técnicos, integrados por
jueces profesionales (juristas designados por el Estado) y permanentes. Se
permitió y todavía permite, dar la espalda a la participación popular en la
tarea judicial, cuando ella fue una importante conquista democrática que
acompaño la división de poderes.
Evidentemente, distintos enfoques culturales,
posibilitan conservar formas del enjuiciamiento penal, que no fueron en las que
pensaron los constituyentes de 1853 y que se ratifica en 1994, al reformarse
nuestra Constitución nacional, manteniendo al jurado.
Empero, como señala Julio B.J. Maier, todo no
terminó en el ámbito legislativo, pues nuestros tribunales - con escasísimas
excepciones - incluida nuestra Corte
constitucional[4]
acataron sin reservas esa forma de enjuiciamiento, sin siquiera sospechar su
incompatibilidad con los mandatos constitucionales y, más aún, gran parte de
nuestra doctrina procesal penal, quizá por imperio de aquellas circunstancias,
se dedicó a defender y exponer esas formas y fundó sus afirmaciones en ellas.
Si bien la garantía de la publicidad del juicio, se
puede inferir de la forma republicana de gobierno que adoptamos, se encuentra
expresamente consagrada en los pactos internacionales con jerarquía
constitucional (art. 75 inc. 22) desde 1994.
Así, en la Declaración Americana de los Derechos y
Deberes del Hombre se consigna el derecho a ser oído públicamente (art. 26), lo
mismo que establece la Declaración universal de derechos humanos en el art. 10.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos,
conocida como “Pacto de San José de Costa Rica”, incluye en el art. 8 inc. 5
entre las demás garantías judiciales, a un proceso penal público "salvo en
lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia".
Obviamente, la relativa reserva nunca podrá llegar a colisionar, con la
garantía de inviolabilidad de la defensa.
También lo dispone el Pacto de derechos civiles y
políticos en el art. 14 inc. 1º cuando establece el derecho a ser oído
públicamente.
En definitiva, la publicidad si bien es una
característica singular de la República y por lo tanto alcanza en general todas
las funciones del Estado, en nuestra materia supone la posibilidad de
transparencia en el ejercicio del poder penal, para dejar de ser una expresión
de la voluntad de quien lo ocupa momentáneamente y permitir su control
indeterminado por el pueblo interesado en la justicia de su aplicación.
Estamos persuadidos que muchos casos resonantes,
hubieran tenido otro final, de no alcanzar la notoriedad que la publicidad les
otorgó. Ello porque en muchos Jueces o Fiscales, los medios de comunicación les
marcan una presión notable, al punto que se puede decir que trabajan en función
de la prensa. Están pendientes de la repercusión que el caso alcanza en la
opinión pública. En el otro extremo, puede afirmarse que ejercer el poder en el
ámbito del secreto, es fuente de arbitrariedades e injusticias, a las que
conduce la falta de control en su ejercicio. Precisamente, coincidimos en que
muchas de las falencias que presenta nuestra joven democracia, encuentran
solución con más democracia, más transparencia y más participación en los
bienes imprescindibles para la convivencia (salud, educación, trabajo,
seguridad y justicia).
Cuando abordamos el tema de la publicidad del
procedimiento penal, resulta también inevitable considerar el papel fundamental
que ocupan los medios de comunicación, sobre todo los televisivos y la
influencia que ella puede ejercer en la formación de opinión de la sociedad,
como también, en el interior de los operadores judiciales y en la esfera de
privacidad de imputados, víctimas y testigos.
La relación entre la prensa y el poder judicial, ha
sido motivo de interesantes análisis, ya que se encuentra en juego, además de
la publicidad de los actos de gobierno, nada menos que la libertad de
prensa. Por supuesto que la información
correcta dependerá del nivel ético en que se ubiquen los comunicadores
sociales; ello escapa a cualquier análisis apriorístico que funcione como
censura previa. Habrá que esperar la emisión de la información y proceder en
consecuencia, no sólo con el derecho a réplica sino, llegado el caso, con las
acciones judiciales pertinentes para reclamar por los perjuicios ocasionados.
Frente al derecho a informar y a recibir información, es preferible correr
riesgos antes que censurar. En cuanto a la presión que pueda considerarse que
ejercen contra los operadores del proceso -en especial los jueces-, ello
dependerá de la formación que hayan adquirido para resistirla.
Quien no pueda estar en condiciones de vivir con
independencia de criterios, sin darle importancia a lo que diga la prensa, no
puede desarrollar con eficacia su tarea de juez, fiscal o defensor. Es más: en
la hora actual, los jueces deberían estar en mejores condiciones para poder
afrontar al periodismo y explicar sus sentencias por los medios. Ello requiere
un entrenamiento especial, sobre todo en la utilización de códigos discursivos
que estén al alcance de la mayoría de la audiencia. De lo contrario no sirve y
convierte al Juez, en alguien interesado en la difusión de su propia imagen,
buscando una popularidad digna de otra actividad.
Insistimos: los jueces no sólo hablan por sus
sentencias, como tradicionalmente se pretendía, sino que también están obligados
a explicar a la ciudadanía, aquellos fallos que han concitado el interés
general, producto de la previa difusión mediática. Del mismo modo en que
cualquier concejal, diputado o senador, debe asistir al requerimiento
periodístico, porque no puede olvidar que ocupa una función, en una
representación del pueblo que lo ha elegido (directa o indirectamente) para
ello.
En cuanto a la polémica sobre la televisación de
los juicios, los tribunales pueden autorizarla, pero previamente deben requerir
el consentimiento de las partes, las que podrán oponerse y en consecuencia se
frustrará tal posibilidad[5].
Las razones pueden relacionarse con las estrategias de las partes, en orden a
sus respectivos objetivos a cumplir en la causa, aunque no puede descartarse
que legítimamente los imputados o las víctimas, puedan tener interés en
preservar aspectos que hacen a su esfera de intimidad. El principio rector en
este tema es que la publicidad de la imagen personal requiere la autorización
de su titular para su difusión. Pero en la televisación de un proceso penal,
hay mucho más que la exhibición de la imagen, ya que muchas veces se accede a
detalles de la vida personal de los protagonistas. Precisamente las excepciones
que a veces habilitaron a tomar una fotografía a una persona pública, aunque no
medie su conformidad, no podrían trasladarse para justificar la televisación
del juicio que la tiene como víctima o imputado.
Los códigos deberían obligar a los jueces a
requerir la conformidad de los interesados, para luego permitir el acceso de la
cámara de televisión, ya que no se puede admitir que tengan autoridad
suficiente para resolver el pedido sin consultarlos previamente.
1.2. Juez
natural y jurados. La selección de jueces.
Como sabemos, una de las funciones en que se divide
el ejercicio del poder político, en nuestro sistema republicano y democrático,
es la judicial. Ella es cumplida por los jueces que integran el Poder Judicial
de la Nación compuesto por la Corte Suprema de Justicia y todos los tribunales
federales que existen diseminados por el país. En materia penal es destacable
por su importancia, la Cámara Nacional de Casación Penal, que revisará todas
las sentencias dictadas por los tribunales orales y aquellas otras resoluciones
de las Cámaras de Apelaciones y jueces federales, que permitan la procedencia
del recurso casatorio.
Una importante garantía establecida en nuestra
Constitución Nacional, es la de ser juzgado por el juez “natural” de la causa,
de allí que interesa su análisis.
¿Quién es el juez natural? Pues
sencillamente aquel tribunal que existe con anterioridad al hecho que motiva la
formación de la causa que tendrá que resolver. Ya veremos que el concepto
supera la cuantificación personal del Magistrado, comprendiendo el órgano y en
algunos casos la formación específica del tribunal de jurados legos.
La pérdida de la libertad como consecuencia de la
aplicación de una sanción penal, reconoce como única fuente legítima a la
sentencia que dicte el juez natural de la causa. Tan importante como establecer
por ley cuáles son las conductas prohibidas y que de cometerse merecerán una
sanción, es la garantía de que, quien sea el encargado de dictar la sentencia,
sea el titular del órgano designado previamente a que ocurran los hechos y que
se inicie el proceso. Es así como el artículo 18 de la Constitución Nacional
establece que “ningún habitante de la
Nación puede ser.....juzgado por comisiones especiales o sacado de los jueces
designados por la ley antes del hecho de la causa”.
Este principio es una directa consecuencia de la
división de funciones, ya que le compete exclusivamente al Poder Judicial la
tarea de dictar sentencias. La importancia que le adjudicamos al mismo, nos
obliga a profundizar respecto de la metodología que se utiliza para la
designación de las personas que componen el elenco de Magistrados integrantes
del Poder Judicial. En general, cuando se aborda el tema del “Juez natural”, se
limita a su consideración abstracta, sin tener en consideración que la Constitución
pretende con su vigencia, la propia autodefensa de sus principios y garantías.
En efecto, los jueces se deberían constituir en nuestro sistema en los
guardianes del orden constitucional. Así, funcionarán como contrapeso de las
otras funciones. De lo contrario serán funcionales a los propósitos de un
Ejecutivo y un Legislativo que no tendrá ningún obstáculo para violar la
Constitución, sea consciente o inconscientemente. De allí que sea necesario
analizar críticamente el funcionamiento del procedimiento que llega a concretar
la figura del juez natural.
Como sabemos, la organización del Poder Judicial de
la Nación y de las provincias es competencia de los Poderes Legislativos, que
dictan las respectivas leyes orgánicas donde se establecen la cantidad de
Tribunales, su lugar de asiento, y el ámbito de su competencia territorial, así
como los turnos en los que asumen la función jurisdiccional.
Hasta la reforma de
1994, la designación de los jueces de la Nación, no tenía más limitación para
el Presidente que la que implicaba el filtro del Senado a la hora de brindar su
acuerdo al candidato propuesto. En general, el acuerdo no pasaba de una
formalidad a cumplir, ya que las propuestas del Poder Ejecutivo, eran motivo de
consensos políticos pre-existentes, por lo que si la oposición no contaba con
suficiente número para conformar mayorías, la designación transitaba sin ningún
inconveniente.
Por supuesto, que un
límite no escrito en la Constitución ni en ninguna ley, suponía que desde la
ética se eligiera al ciudadano capacitado técnica y moralmente para desempeñar
con “lealtad y patriotismo” el cargo de juez, tal como se estila pronunciar en
los juramentos de asunción. En este sentido, como para ser juez se requiere
contar con el título universitario de abogado (lo que no es necesario para
ningún otro cargo, incluido el de convencional constituyente), ello podría
significar de por sí una presunción de suficientes recaudos técnicos del
candidato; pero veremos que ello no es así, pues la otra lectura que también se
encuentra presente en las fórmulas del juramento, se relaciona con el
compromiso de defender la Constitución Nacional, lo que no parece
suficientemente asegurado por detentar el título de abogado, sobre todo si se
tiene en cuenta la gran cantidad de egresados de universidades que siguieron
funcionando en las interrupciones constitucionales (y que lamentablemente
vinieron reiterándose en el siglo pasado).
Otro elemento que
nos permite alertar que ser abogado no es necesariamente sinónimo de compromiso
con el Estado de Derecho que impone nuestra Constitución, es precisamente que
muchas interpretaciones de los actuales tribunales son contrarias a su propia
letra, porque precisamente antes existieron legisladores (muchos de ellos
también abogados) que se atrevieron a violentarla, con el dictado de leyes que
deberían ser descalificadas y sin embargo son aplicadas. Además, todos los
golpes de Estado producidos por los militares, contaron con el auxilio
“letrado” de quienes incluso propiciaron la ruptura del orden constitucional,
persiguiendo sus objetivos ideológicos, que obviamente eran incompatibles con
aquél respeto por la soberanía popular, que la democracia representativa impone
en nuestra República.
En consecuencia, la
elección del candidato a juez, no sólo debe tener suficientes conocimientos
técnicos, que se comprueban no sólo con el título de abogado sino también con
la capacitación que en el ejercicio profesional y/o académico pueda demostrar,
y, fundamentalmente, con ser capaz de asegurar que a la hora de cumplir con sus
funciones tendrá un fuerte compromiso en la defensa de la Constitución Nacional
y todo lo que ello implica. Esta última parte es la que resulta más difícil de
examinar en el candidato y genera una apuesta con un margen de riesgo de error
muy grande, porque a la hora de poner en práctica el control de
constitucionalidad de la leyes, puede ocurrir (de hecho ocurre) que intereses
corporativos o simplemente la comodidad de no tener que asumir demasiadas
responsabilidades, le hagan convalidar leyes que deberían objetar. Esta
afirmación que hacemos, no es puramente una elucubración teórica, sino que por
el contrario pretende ser la consecuencia de una situación imperante en muchos
casos donde el Poder Judicial no ha estado a la altura de las circunstancias;
nos referimos a realizar plenamente su función de control difuso de
constitucionalidad de toda la legislación vigente. En general, se advierte un
perfil sumamente conservador, renuente a cumplir con tal examen. Muchas veces
no hay más remedio que dar alguna respuesta, sobre todo cuando la evidencia de
la contradicción entre la norma y el principio o garantía constitucional es de
tal entidad, que hace insostenible su conciliación. Pero entonces, se reemplaza
la declaración de inconstitucionalidad con forzadas interpretaciones de la
misma norma, cuya puesta en crisis se supera llegando a diferentes
consecuencias de las que hasta ese momento producían. También, con una suerte
de actividad legisferante, impropia de la función judicial, como cuando a
partir de descubrir una aplicación que afecta la Constitución, dispone por vía
de Acordada una diferente solución, como ocurriera en el caso “Llerena”, donde
la CSJN entendió que los jueces a cargo de la etapa instructora, no podían
asumir el plenario y dictar sentencia, entonces implementó un sistema de
derivación de las causas de un Juzgado a otro. Pero mantuvo vigente la potestad
de investigar oficiosamente, que era precisamente lo que afectaba el concepto
jurisdiccional querido por el proceso acusatorio, para que un Juez sea
realmente imparcial.
Dejando de lado los
períodos de interrupción política, con el gobierno dictatorial de los
militares, ya que por esencia no respondieron a ningún parámetro republicano y
menos democrático de gobierno, lo cierto es que en los períodos
constitucionales los jueces fueron abogados que lograban la simpatía del
gobernante de turno. En general, la composición de la Magistratura, acompañaba
el escenario del que se nutrían los gobiernos. Por lo tanto a la oligarquía que
supo ocupar muchos períodos presidenciales, la acompañó un elenco de jueces que
garantizaba la defensa integral de sus intereses. Como alguna vez se señaló,
dictada la Constitución Nacional, difícilmente un Juez Federal fuera a
despachar un hábeas corpus a favor de un “pobre gaucho” a quienes lo mandaron a
la frontera para terminar trabajando la chacra de algún Coronel, como se
encarga de denunciar José Hernández en su
“Martín Fierro”. Con estos jueces federales, la letra de nuestra
Constitución estaba de adorno, era para lucirla en el exterior, pero en
el interior de nuestro país, no se aplicaba en su plenitud.
Precisamente, cuando
la doctrina procesal penal denuncia el abismo existente entre la Constitución
Nacional y los códigos procesales penales, y se denuncian las notables
contradicciones que se advierten entre el programa Nacional y los
procedimientos federal y locales, no se puede menos que reconocer la principal
responsabilidad que ha tenido el Poder Judicial, con su tolerancia o mejor
complicidad, para no mostrar la incompatibilidad legislativa en nuestra
materia.
La elección de los
jueces en nuestro país, ha venido permitiendo que lleguemos a tener un elenco
de Magistrados que no han liderado la necesidad de reformar el sistema de
enjuiciamiento penal, sino que como lo ha reconocido la actual CSJN, en el
conocido fallo “Casal Matías”[6], fueron dejando que la
iniciativa en este tema lo asumiera el poder legislativo. ¡Como si no tuvieran
el mismo compromiso con la Constitución Nacional, todos los integrantes del
Poder, sea cual fuere la función que ocupen!
1. 3. El Consejo de la Magistratura
Se llega así con la
reforma de 1994, a la adopción del Consejo de la Magistratura, sistema ya
implementado en otros países, aunque con disímiles características que impiden
su uniformidad[7].
En el artículo 114 de la Constitución Nacional se lo injerta, dentro de la
sección tercera referida al Poder Judicial. No hay duda que se quería que lo
integre, aunque no ejerza funciones jurisdiccionales. Se le encargan dos
grandes funciones: la selección de los magistrados y la administración del
Poder Judicial de la Nación. Con la ley 24.937 que lo implementa, se pretende
un sistema de concursos públicos, para que cualquier abogado que se considere
apto, pueda anotarse a fin de acceder a un cargo de Juez. Debe rendir exámenes
de oposición y ser evaluados sus antecedentes, en procedimientos sumamente
discutibles, lentos y poco transparentes. De cualquier forma, el sistema ofrece
la indiscutida ventaja, de que el aspirante encuentre un lugar donde anotarse
para mostrar su interés por incorporarse al elenco de Magistrados, sin tener
que acceder a algún despacho de un Ministerio
con la finalidad de lograr ser tenido en cuenta.
Sin embargo, sería
ingenuo suponer que tales influencias no operen en el actual sistema. Por más
concursos, por más controles que se pongan en el Consejo, cuando se quiere
ejercer el poder sin respetar los mecanismos legales, ello de alguna manera se
logra. No se trata de ser escépticos, sino simplemente de señalar la realidad
en que se ejerce el poder, donde la formación ética del ciudadano, es la que
define el respeto por la ley vigente o su burla. Claro que con estos
mecanismos, es factible que la conducta reprochable quede al descubierto con
mayor facilidad que anteriormente.
Según la mencionada
norma constitucional (art. 114) el Consejo deberá estar integrado
periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de
los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de
todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Además, será
integrado por personas del ámbito académico y científico, en el número y la
forma que indique la ley. Se refiere precisamente a la ley especial que lo regulará
y que para ser sancionada, requiere la mayoría absoluta de la totalidad de los
miembros de cada Cámara.
Precisamente la
última reforma introducida se ocupa de modificar la composición del Consejo de
la Magistratura, lo que ha recibido duras críticas de la oposición política, al
denunciar que el objetivo perseguido era contar con un mecanismo que fuera
funcional a la designación de jueces, amigos del gobierno[8].
Actualmente, el
Consejo de la Magistratura de la Nación se conforma con tres jueces del poder
judicial de la Nación, seis legisladores, dos representantes de los abogados de
la matrícula federal (uno de los cuales debe tener domicilio en el interior del
país), un representante del Poder Ejecutivo y un representante del ámbito
académico y científico (profesor regular de cátedra de Facultad nacional),
elegido por el Consejo Interuniversitario Nacional, con mayoría absoluta de sus
integrantes.
Desde nuestro punto
de vista, sea con la actual conformación o con la originaria, lo cierto es que
la representación universitaria es mínima, frente a la participación de los
demás estamentos convocados. La Convención Constituyente no ha sido feliz a
nuestro criterio en la redacción del artículo 114, tanto por incorporar a los
abogados y jueces a integrar el Consejo, como al dejar que el número sea fijado
por la ley. No somos partidarios de que este Consejo, llamado a cumplir
funciones de selección técnica (que también abarca -obviamente-, el compromiso
intelectual del aspirante, con el Estado de Derecho) tenga entre sus miembros a
representantes del propio cuerpo al que se van a incorporar. Los jueces
actuales no tienen legitimación política ni académica que los habilite a
participar en la designación de quienes serán sus futuros colegas. Tampoco los
abogados, tienen más derecho a opinar respecto de los futuros jueces, que el
que podría reclamar otros colegios profesionales universitarios, las cámaras
empresarias o los sindicatos obreros.
Con el estamento
universitario no hay dudas en su necesaria participación. Precisamente la
Universidad, es la que mejor podría brindar un servicio de excelencia para
examinar a los candidatos. Nos referimos, obviamente, a la Universidad pública
y laica, sostenida por el Estado y al servicio de una educación superior,
plural y accesible para la mayor cantidad de argentinos que quieran estudiar.
Por su parte, aunque
los legisladores, tienen la oportunidad de hacer oír su voz al prestarle el
acuerdo, cuando el candidato es propuesto por el Poder Ejecutivo, su
participación en el Consejo se sostiene en la legitimidad política de su
origen. Como fuere, la Constitución Nacional ha adoptado un sistema, que nos
guste o no, es el que debemos respetar.
Similar situación a
la vivida en la Nación, ha venido sucediendo en las provincias, aunque no
siempre tengan un Consejo de la Magistratura en sus constituciones o leyes.
Escapa a nuestras intenciones revisar lo ocurrido puntualmente en cada una de
ellas, pero nos detendremos en Santa Fe, ya que es la que mejor conocemos y en
la que nos toca actuar tanto académicamente como en el ejercicio de nuestra
profesión de abogado.
Nuestra Constitución
Provincial -que en este tema, como en muchos otros, reclama una urgente reforma-,
no contiene la exigencia de que intervenga un Consejo de la Magistratura. El
gobernador podría mandar su candidato, para que la Asamblea Legislativa le
preste expresamente su acuerdo, lo que también puede ocurrir en forma tácita.
Sin embargo, los últimos gobiernos provinciales, por simple decreto del Poder
Ejecutivo, han generado mecanismos en el objetivo de transparentar la elección
de los jueces y pretendidamente mejorar su nivel jurídico. En efecto, hasta que
se dictara por decreto la creación del Consejo de la Magistratura, como órgano
asesor del gobernador, éste nombraba a los jueces que lograban acceder a ser
candidatos, de la mano de organismos e instituciones, no necesariamente
democráticas. Se trataba en la mayoría de los casos de funcionarios que venían
cumpliendo una suerte de “carrera judicial”, carente de normatividad, pero
venerada por muchos magistrados que veían en ella la solución a todos los
problemas de los “acomodos” en las designaciones. En consecuencia, el abogado
comenzaba como empleado, luego era designado Secretario, posteriormente
Defensor General o Fiscal y finalmente llegaba a Juez de primera instancia.
Algunos superarían ese estadio para terminar como vocales de las Cámaras, donde
se jubilarían, en muchos casos sin haber ejercido jamás la profesión de
abogado.
En menor cantidad,
aparecen también quienes eran designados Jueces, sin haber comenzado aquella
“carrera”, sino proviniendo de la matrícula profesional. Pero en todos los
casos, ha sido una constante en nuestra provincia que en la designación de
Jueces, se sienta la influencia de la Iglesia Católica. Claro que ella pudo
existir en la medida en que el gobierno la quiso oír, suponiendo que si el
candidato contaba con su padrinazgo, era garantía de “decencia” (concepto que
englobaba valoraciones no sólo morales sino fundamentalmente ideológicas
comprometidas con la derecha conservadora).
En otras
oportunidades, siempre refiriéndonos a gobiernos constitucionales, fueron los
abogados de poderosos sindicatos obreros, quienes tenían llegada al Poder
Ejecutivo provincial y llevaban las listas de los jueces y funcionarios a
designar, como ocurrió con la Unión Obrera Metalúrgica, durante el gobierno del
Contador José María Vernet (también salido de sus filas). Más claro era todo lo
que rodeaba a la designación de los Ministros de la Corte, ya que entonces el
candidato era propiciado por los líderes de los partidos políticos que tenían
presencia en la provincia, cuando no era el premio que el propio gobernador le
daba a un ex colaborador suyo. Fueron muy escasos aquellos Ministros en quienes
coincidieran su trayectoria y capacidad jurídica, con el respeto que pudieran
tener del propio gobernador que los eligiera[9].
Lo concreto es que
la elección de los Jueces en nuestra provincia, más allá de las condiciones
personales y de la obvia formación ética que se presupone y debería
descartarse, en el fuero penal especialmente, no ha sido feliz en materia de
compromiso con la defensa de los postulados constitucionales. Una prueba de
ello, es que nuestra provincia venga tolerando el funcionamiento de un sistema
procesal penal, contrario a los dispositivos que consigna la Constitución
Nacional, sobre todo a partir de la introducción de la defensa de los derechos
humanos, que proviene del ámbito internacional.
Santa Fe viene juzgando a acusados de
cometer delitos, sin juicio público
ya que se mantiene el procedimiento escrito. Pero como si ello fuera poco, hasta hace un tiempo, el
mismo Juez que había llevado adelante
la investigación era quien lo juzgaba, de modo que su imparcialidad había quedado gravemente afectada. Fue
precisamente el comentado fallo
dictado en uno de los casos más resonantes del sur
santafecino, donde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, anuló la intervención de la Cámara de Venado
Tuerto que había confirmado la condena,
cuando antes había intervenido para validar el auto
de procesamiento[10]. Sin embargo, muchas otras
afectaciones al debido proceso y a
la garantía de la inviolabilidad de la defensa en juicio, presenta nuestro sistema, donde -salvo honrosas
excepciones-, en general los jueces no
advierten lo que aquí señalamos. Nos referimos
a que en todos los casos, se condena a los imputados sin respetar su derecho a la defensa, ya que se
tolera que presten declaración tanto en
la policía como en los juzgados, sin que se encuentre
presente su abogado y obviamente, sin haber recibido previamente su asesoramiento.
Insistimos
en nuestro análisis, en destacar la importancia que adquiere desde el punto de vista político institucional el
cumplimiento concreto de las
garantías de imparcialidad e independencia que un Juez debe tener respecto de las partes; éstas, deberían asumir otro
nivel de protagonismo en un procedimiento
penal según Constitución.
Así como es fundamental, que antes de que ocurra el
hecho, o mejor dicho, antes de que se anoticie su existencia, estén instituidos
previamente los Magistrados que juzgarán el caso, es esencial que los mismos
sean capaces de cumplir su función. Precisamente, a ello se alude cuando se
habla de juez competente: un Juez capaz de resolver el conflicto que
tiene atribuido, según las reglas que también deben estar previamente
reguladas. En efecto, la fijación de las reglas de competencia, no es solamente
una forma de distribuir el trabajo de los Tribunales, sino fundamentalmente
asegurar que se cumpla la garantía del juez natural[11].
De allí que cuestionar la competencia de un magistrado, obedece regularmente a
exigir el cumplimiento de aquella garantía, ya que la causa se ha radicado
indebidamente en una sede que no corresponde. En el terreno antiético, donde
anida la corrupción del poder mal ejercido, es donde se abonan las influencias
que malos Magistrados se prestan a recibir para decidir en función de espurios
intereses. En esa línea se adscribe la idea de que los nombramientos de Jueces
debe recaer en “amigos” sin importar su capacidad, experiencia,
especialización, trayectoria como abogado, o cualquier otro elemento que sirva
para apreciar la idoneidad del candidato.
Insistimos en valorar que para combatir tales
mecanismos deplorables que afectan a la democracia, aparezca el Consejo de la
Magistratura, que se presenta como un eficaz colaborador al servicio del
cumplimiento de la garantía del Juez Natural. No basta entonces con la
designación previa del Magistrado, sino que es imprescindible que su elección
no responda exclusivamente a su
coloración partidaria, a su vinculación con la Iglesia o con determinados
sindicatos.
De allí que, para un funcionamiento correcto de la
garantía del Juez Natural, que implica asegurar imparcialidad, impartialidad e
independencia, en la tarea futura de juzgar las conductas que se lleven a su
estrado, es preciso una organización del Poder Judicial que en forma
transparente permita asignar las causas, a magistrados seleccionados por su
capacidad y trayectoria[12].
El único compromiso que debe exigirse al Magistrado
es, obviamente, el ideológico, para que sirva a la defensa del Estado de
Derecho y se convierta en la principal garantía de defensa de la Constitución y
sus principios.
Como dijimos, Santa Fe, pese a no contar aún con
disposiciones constitucionales que impongan su funcionamiento, tiene creado por
decreto del Poder Ejecutivo su Consejo de la Magistratura, que ha venido
proveyendo de Magistrados al Poder Judicial[13].
Recientemente se ha producido una importante reforma, que implica una mayor
limitación al poder de elección que tiene el Poder Ejecutivo, a la par que se
mejora notablemente el mecanismo para aspirar a la excelencia de los candidatos[14].
En efecto, ahora sus dictámenes tienen carácter vinculante respecto de los
componentes de la terna -no del orden de mérito-, con lo que el órgano supera
el mero asesoramiento al gobierno, para cumplir una importante tarea política
institucional, que –como veremos- no se agota en lo técnico.
Al modificarse su composición, se le da por primera
vez en la provincia intervención a la Universidad y se eliminan a los
representantes de la Corte Suprema de Justicia y de la Asamblea Legislativa.
Los argumentos –que compartimos plenamente- consisten en el respeto a la
división de poderes y en el hecho de que los legisladores ya tendrán su
oportunidad de opinar a la hora de aprobar o rechazar el pliego que envíe el
Ejecutivo.
Se mantienen a los Colegios de Abogados y de
Magistrados y Funcionarios, tema sobre el que luego volveremos.
Mientras tanto, cabe señalar que el nuevo Consejo
de Santa Fe, pretende el análisis de las condiciones del aspirante desde una
doble perspectiva. El nivel científico del aspirante, a cargo de un Cuerpo
Colegiado de Evaluación Técnica donde participan los representantes de los
abogados, los jueces y la universidad; y la que llamaremos política, en el buen
sentido de la palabra, para analizar el compromiso que se tiene con el Estado
de Derecho, a cargo de un Cuerpo Colegiado Entrevistador. Este se integra con
el Presidente del Consejo de la Magistratura y un representante de cada una de
las dos Facultades de Derecho que dependen de sus respectivas Universidades
Nacionales.
Es interesante el esfuerzo puesto en este decreto
por evitar “los acomodos”, con el sorteo para cada concurso de los
representantes de abogados, jueces y universidades, de listas que previamente
estas instituciones deberán enviar al Consejo. En los concursos se evaluarán
tanto los antecedentes, como el
resultado de la prueba de oposición.
Además, el sistema ofrece dos novedades singulares:
la necesidad de que todos los aspirantes superen previamente un examen
psicológico y además, una audiencia pública donde cualquier ciudadano puede
participar remitiendo sus preguntas al Cuerpo Colegiado Entrevistador.
Hasta aquí, nuestra enorme satisfacción con un
mecanismo que sin dudas persigue optimizar la selección de Magistrados en Santa
Fe. La práctica dirá si funciona con la agilidad que se espera.
Sin embargo, tal como lo venimos señalando para la
Nación, no compartimos la presencia de los abogados y de los jueces y
hubiéramos preferido que la presencia universitaria fuera el fruto de
convenios, donde sus representantes dediquen su tiempo completo a la tarea
encomendada.
La idea de integrar a los abogados agremiados no es
nueva, ya que desde antaño han ejercido su influencia[15].
Ello no modifica nuestro reparo a que tengan legitimidad, para intervenir nada
menos que en la elección de los jueces. Entendemos que en nuestra provincia no
es necesario seguir las directivas de la Constitución Nacional para generar un
Consejo de la Magistratura local idéntico al federal, por lo que nuestra
crítica tiene mayor sentido y es de esperar que la próxima reforma
constitucional no siga esos pasos, en orden a su conformación. Los partidos
políticos tendrán la palabra.
Similar crítica merecen los jueces que, como
corporación, tampoco tienen legitimidad política para decidir sobre el futuro
candidato a integrar el Poder Judicial. Los Colegios de Magistrados nacen con
objetivos de solidaridad y ayuda mutua entre sus miembros y carecen de
objetivos de interés público que exceda sus límites internos.
El objetivo de contribuir al mejoramiento en
general de la Administración de Justicia, como se suele llamar a la función del
Poder Judicial, que contienen los estatutos de los Colegios de Abogados, no
alcanza a cubrir la participación en la designación de los futuros jueces.
Si bien es cierto que los abogados, son los
profesionales que están más directamente vinculados con la actividad de los
jueces, ya que son intermediarios entre la gente y el poder, no se puede
desconocer que, por su profesión tienen intereses singulares que no aseguran
una correcta valoración de quienes luego serán los encargados de resolverles
los pleitos en que intervengan.
Es probable que los abogados que litigamos, seamos
quienes mejor conocemos a nuestros actuales jueces y a los colegas que
pretenden dejar la profesión para pasar a las filas del Poder Judicial; sin
embargo, este relativo conocimiento no nos otorga legitimidad para opinar sobre
el candidato. El derecho a la selección del Juez, en nuestro sistema pertenece
al pueblo del mismo modo que ocurre respecto de los demás integrantes del
poder. Los abogados, que somos parte de ese pueblo, no recibimos por nuestro
título universitario ningún mandato para opinar con mayor derecho que otras
organizaciones intermedias.
Definitivamente, el objetivo de los Consejos es
propender a mejorar la selección de los mejores jueces, pero para la sociedad
en general, no para el colectivo de abogados de una circunscripción. Por lo
demás, la eficacia de la tarea del Consejo, no puede depender de la que
observen los Colegios de Abogados o de Jueces a la hora de la elección de sus
listas, sobre todo si las mismas no son el fruto de una elección democrática de
todos los afiliados.
Por su parte, las Universidades del Litoral y de
Rosario, cuentan con académicos de trayectoria y valía para brindar un
excelente aporte, pero dudamos en que puedan cumplirse con eficacia si se
tratan de colaboraciones “ad honorem”. Lo ideal es la conformación de cuerpos
evaluadores estén integrados por académicos que dediquen todo su tiempo a la
tarea y que obviamente no ejerzan la profesión de abogados. No parece muy ético
que los abogados opinen sobre las cualidades de un candidato, cuando en el
futuro tendrán que litigar en su juzgado. Entendemos que el profesor universitario,
es quien mejor está en condiciones de analizar la formación intelectual, el
compromiso ideológico con el Estado de Derecho, sus conocimientos jurídicos,
filosóficos, y de otras disciplinas que no pueden estar ajenas en la formación
de un Magistrado. No se trata de evaluar cómo ejercerá la profesión de abogado,
sino si cuenta con las herramientas para permitirle resolver los conflictos que
se le presenten, respetando el orden constitucional vigente.
Seguramente un candidato que ha ejercido la profesión
activamente, tendrá un panorama mucho más enriquecedor para ofrecer al jurado,
que aquél que limitó su vida exclusivamente a trabajar en el oficio judicial,
como empleado o funcionario.
De cualquier forma, nuestro punto de vista, parte
de considerar que por currícula, los docentes son los más aptos para actuar
como jurados en la selección de jueces, sin descartar que también pudieran
serlo abogados jubilados, que por su trayectoria se hayan distinguido en el
ejercicio de la profesión. Lo que no es tolerable es que al futuro juez, lo
evalúe para bien o para mal, aquel abogado que luego tendrá especiales
relaciones de poder, al defender los intereses de sus clientes. Pensemos cuál
sería la conclusión a la que arribaría el cliente de la parte contraria, al
enterarse que el otro abogado fue quien como jurado propició el nombramiento
del juez que tiene que fallar su caso.
Finalmente no basta reiterar que el análisis que
hacemos no contempla los casos patológicos, de personas sin ética que sean
profesores, abogados, jubilados o activos, que se presten a manejos para
favorecer a determinado candidato. Frente a estas situaciones no hay sistema
que podamos imaginar para que sea garantía de inexistencia de actos de
corrupción.
Hechas estas reflexiones, donde el análisis de las
normas vigentes en nuestra provincia, intentan que se respete el cumplimiento
del principio que nos ocupa, volvamos a él, para señalar algún otro peligro que
lo amenaza.
Desde nuestro punto de vista, el principio de juez
natural se puede llegar a desvirtuar gravemente, en esa distinción entre la
persona del Magistrado y el órgano judicial, exigiendo la preexistencia
solamente para el segundo y no para el primero. Esta disquisición, a la que se
llega para solución de inconvenientes provocados por acontecimientos naturales
(como lo pueden ser la muerte o la jubilación del Magistrado, así como su
destitución política por mal desempeño en el cargo), permite que la nueva
designación no altere su competencia, para el juzgamiento de causas que ya
existían en esa sede.[16]
Es evidente que no es lo mismo el caso de la
creación de un Tribunal especialmente para el juzgamiento de un caso ya
ocurrido, donde entonces es posible que la elección de los Magistrados se
realice teniendo en miras esa causa, a aquellos otros casos donde ya existía el
órgano y se ha producido un cambio en la persona, por circunstancias no vinculadas
a la necesidad del demorado juzgamiento. En estos casos las leyes orgánicas
establecen sistemas de suplencias frente a Tribunales con vacantes, de modo que
la decisión de cubrirlas por parte del Consejo de la Magistratura, deberá
operar como un mecanismo más o menos automático.
Distinto es el caso de la creación de una nueva
sede con personal de Magistrados que nacen conjuntamente con el órgano.
Pareciera que en estos casos es más difícil aceptar, como en general lo hace la
doctrina, que no se afecta la garantía de Juez Natural, cuando se les asigna
abocarse a causas que ya existían en otras sedes. El colapso en que se
encuentran las otras instancias judiciales y que se pretende eliminar con la
creación de nuevos Tribunales lleva a que necesariamente se repartan causas
para su juzgamiento, sin importar que a la fecha del hecho ni siquiera existían
tales órganos. No se trata, entonces, de la designación de una persona para
cubrir un cargo preexistente, sino directamente de la creación total del Tribunal
completo para que se aboque a juzgar causas que antes iban a ser atendidas por
otros. Esta situación, que se presenta como problema, sobre todo cuando se
producen cambios importantes en la estructura del procedimiento penal, lleva a
analizar con cuidado la solución que se propicia, desde el ámbito político.
Somos partidarios de eliminar las sedes fijas, las llamadas “nominaciones”:
aquellos juzgados donde su titular tiene una suerte de feudo con un territorio,
mobiliario, Secretario y personal que de alguna manera le pertenecen.
Preferimos la idea de un colectivo de jueces, a quienes se les adjudique en
forma transparente las causas donde tendrán intervención.
De este modo -cuando se tratan de tribunales
colegiados-, se dinamiza la actividad y se eliminan los liderazgos que inevitablemente se producen; se hace más
eficaz la actividad de los empleados y fundamentalmente se enriquece la
jurisprudencia, con el aporte de todo el colectivo. Por supuesto que, en tal organización, toda
la actividad administrativa es cumplida por una oficina que gerencia la tarea a
cumplir por los jueces, la cual, a su vez, se ve reducida a la estrictamente
jurisdiccional.
En ese nuevo concepto, desaparece la distinción
entre órgano (juzgado, nominación) y Magistrado designado, para que la
garantía de “juez natural”, se satisfaga por la preexistencia del colegio o
colectivo de jueces con una integración sumamente dinámica, donde incluso no
existirá la necesidad de cubrir licencias, o vacantes. Serán todos Magistrados
titulares de la misma función jurisdiccional, con la misma competencia
funcional y trabajaran en la causa donde resulten sorteados, en la sala de
audiencia que corresponda[17].
Sin embargo, la garantía del juez natural no se
agota con el juez técnico -aquél que cuenta con su título universitario de
abogado para acceder al cargo-, sino con la participación popular que implican
los jurados legos.
Reconocemos que por cuestiones metodológicas, es
posible ubicar al tema de los jurados, en el estudio de la garantía del juicio
previo, que preferimos denominar debido proceso penal o como lo hacen otros
autores, formando parte de la política criminal del Estado. Sin embargo, a
riesgo de cometer un error en la sistematización que utilizamos, preferimos
integrar al jurado en el concepto de juez natural, ya que –si existiera- sería
un presupuesto fundamental en la tarea del juzgamiento de las causas
criminales.
Coherentes con lo señalado en el capítulo primero,
la política criminal no debería utilizar mecanismos que hacen a la forma de
sentenciar, a la metodología del juzgamiento, para conseguir sus objetivos.
Pareciera desnaturalizar la función de los jurados, imponerles cumplir con
políticas criminales. Ellas deben motivar la actividad del Ministerio Público
Fiscal, en tanto promotor de las persecuciones penales.
Como fuere y más allá de cuestiones metodológicas
que refieren a la tarea académica de enseñar o de investigar, el jurado debe
ser considerado como un principio fundamental instalado en nuestra Constitución
para la resolución de los juicios penales, donde se puedan aplicar sentencias
en hechos graves. Sobre todo cuando, como veremos, la postergación de la
instalación del jurado convierte al “debido proceso” en sinónimo de “adeudado
proceso”. Del deber ser, al adeudar, no hay una cuestión de utilización de
verbos y juegos de palabras, sino todo un trasfondo ideológico, vinculado con
quién debe atender la función de juzgar, que en definitiva es una de las formas
de ejercer el poder político en el Estado.
En efecto, a partir de que en la Constitución
Nacional se establece en tres artículos (24, 75 inc. 12 y 118) que se deben
instituir en nuestro país, el juicio por jurados, ella es todavía una cuenta
pendiente. La polémica que genera este
tema, divide a juradistas (entre quienes nos incluimos) que pretenden
simplemente que se cumpla con la letra de la Constitución Nacional, contra
antijuradistas, que con diversos argumentos justifican que el legislador común
incumpla con su mandato. No hay dudas, que se esté a favor o en contra, la
letra de la Constitución Nacional es lo suficientemente clara para que se
dicten las leyes que lleven a permitir el operar de los jurados, como forma de
participación directa del pueblo en la tarea de juzgar a sus pares. Insistimos
en que más allá de la polémica desatada, respecto de las ventajas o desventajas
que juradistas o antijuradistas, llevan adelante y mantienen con vigor digno de
mejores causas, lo cierto es que el derecho positivo vigente manda al
legislador que cumpla con instalar en el país el juicio por jurados. La norma,
si bien programática, no puede ser desoída, y menos cuando en la última reforma
constitucional de 1994, se la mantuvo vigente, siendo ella la ocasión para
derogarla si es que existía voluntad política para ello, lo que como vimos no
ocurrió. Por el contrario la Constitución Provincial de Córdoba ha incorporado
a su texto, al sistema de Jurados, y el código procesal penal de esa provincia
dando cumplimiento a su mandato, ha instituído una especie de jurado, que está
funcionando en el proceso penal mediterráneo[18].
Siendo el juicio por jurados integrativo del
principio de juez natural que presidirá el juicio previo, alguna vez la Corte
Suprema de Justicia de la Nación podría llegar a nulificar procedimientos
cuando los imputados hayan reclamado ser juzgados por sus pares, y la ausencia
legislativa impida contar con tal garantía[19].
2. Principios
que derivan de la política criminal adoptada por la Constitución Nacional:
2.1.
Principio de legalidad o reserva.
Consustanciado con el derecho penal de acto, y no
de autor como lo pretenden los autoritarismos, se encuentra la prohibición de
punir conductas que no están previamente descriptas en la ley penal como
constitutiva de delito, es decir tipificada. Mucho se ha escrito sobre el tema,
y somos conscientes que todo el liberalismo penal parte de este principio
fundamental para limitar el poder penal del Estado. No vamos a reiterar, en
consecuencia, argumentos que son objeto de estudio en otras materias y ramas de
la carrera de Abogacía estrechamente vinculadas a la que nos ocupa – como el
derecho constitucional y penal-, sino simplemente advertir la importancia que
en el nacimiento, desarrollo y finalización del procedimiento penal tiene este
principio. Dicho de otro modo, como este principio influye en el ejercicio de
la acción y en la
jurisdicción.
Es obvio que la primera manifestación que
encontramos del principio de legalidad o reserva se presenta en los delitos
cuya acción es de ejercicio público, donde debe adoptarse la decisión de
iniciar la instrucción -es decir, investigación- o directamente desestimar la denuncia o el
anoticiamiento. Es que el hecho invocado para provocar el inicio de una
persecución penal debe tener, por lo menos, apariencia de delito, de manera que
se presente verosímilmente, conteniendo los elementos requeridos por alguna figura
penal vigente. De allí que corresponda desestimar la denuncia o archivar las actuaciones policiales cuando
el hecho no encuadra en una figura penal, tal como lo admiten en general los
códigos procesales penales. Lo mismo ocurre con el intento del Ministerio
Fiscal al pretender llevar adelante una instrucción, siendo que los hechos no
pueden encuadrar en un delito. Para ello, precisamente, estará la figura del
Juez, actuando como filtro para impedir el avance persecutorio de un actor
penal equivocado en su lectura de los hechos o en la aplicación de la dogmática
penal. No se trata –en estos primeros
momentos investigativos- de pruebas suficientes o insuficientes, ni tampoco si
se puede determinar primariamente un responsable para convertirlo en imputado,
sino directamente si constituye delito un relato fáctico determinado: la
respuesta por la negativa, dada por el Juez a instancia de la defensa o
simplemente de modo oficioso, es la aplicación más cabal del principio de
reserva o legalidad, para exigir el cumplimiento de normas constitucionales.
Luego, avanzada la investigación y descubierta con
evidencia la ausencia de una figura penal donde encuadrar el objeto de la
pesquisa, la correcta aplicación de este principio impedirá fundar una
acusación. Si a pesar de ello, el fiscal insistiera en acusar, la defensa tiene
en la llamada “etapa intermedia”, un momento específicamente habilitado para
oponerse a la apertura del juicio. Finalmente, el principio de legalidad penal
funcionará para absolver al acusado -rechazando la pretensión del Fiscal-,
cuando el tribunal advierta la ausencia de tipicidad en los hechos probados.
Por supuesto que también este principio ejercerá sus efectos, en las instancias
que con posterioridad a la sentencia se habiliten. Incluso una modificación en
la ley penal vigente, que importe la desaparición de la figura por la que se
condenó, permitirá la admisibilidad y procedencia de un recurso de revisión
para revocar la condena que ya estaba relativamente firme. Por lo que el
principio de legalidad actuará, aún mediando la existencia de “cosa juzgada”,
para beneficio del condenado.
3. Principios
relacionados con el programa procesal de nuestra Constitución Nacional:
Sin perjuicio que en los capítulos respectivos
volveremos al análisis de los principios que deben regular el procedimiento
penal -que incluso ampliaremos con referencias a códigos determinados-, nos
disponemos ahora a introducirnos en ellos para fijar algunos puntos de vista
críticos, partiendo siempre de lo general, para llegar a lo particular.
3.1. Debido
proceso penal (juicio previo):
Como sabemos el art. 18 de la Constitución Nacional
establece que "nadie puede ser
penado sin juicio previo". La mayoría de la doctrina, entiende que
este juicio debe ser el antecedente de la sentencia, que a su hora podrá
contener la pena.[20]
Sin embargo, es posible otra interpretación de ese párrafo de la norma
constitucional[21].
Como ya vimos precedentemente la tarea de
desarrollar el juicio previo y el dictado de la sentencia le compete al Poder
Judicial como consecuencia del modo de dividir las funciones del gobierno,
tanto a nivel nacional como provincial. En consecuencia ni los poderes
ejecutivos ni legislativos (nacionales o provinciales) pueden someter a
enjuiciamiento y menos condenar penalmente. (C.N. art. 23 y 109).
Por lo tanto, al ser la pena siempre pública, su
imposición sólo puede provenir de una sentencia que condene a una persona a su
cumplimiento, sin que la misma pueda tener alguna posibilidad de componer
privadamente para evitar su ejecución (lo que si ocurre en el ámbito del
derecho privado).
Ahora bien, esa sentencia no necesariamente debe
ser la consecuencia de que se resuelva un contradictorio, ya que bien puede
haber acuerdo entre las partes respecto de la existencia del hecho, la autoría
y culpabilidad del imputado e incluso sobre el monto de la pena que le
correspondería sufrir. En esos casos, donde ha desaparecido la contradicción,
en realidad no podemos hablar de juicio en el sentido procesal del término; sin
embargo, no se afecta el dispositivo constitucional, ya que en la redacción del
artículo 18 que nos ocupa, la voz “juicio” puede ser equiparada a sentencia, y
no a “proceso”; con lo que la lectura de dicha norma exigiría siempre que la
pena sea consecuencia del dictado de una sentencia, pero ésta a su vez no
siempre lo sea como fruto de un “juicio” en el sentido dialéctico que implica
la superación del contradictorio entre las partes, sino en algunos casos la
homologación del acuerdo al que arribaron las partes.[22]
Digamos finalmente que el principio de Juicio
previo, ya no como sentencia sino como proceso, como “debido proceso” es
el que trabaja el modelo acusatorio, ya que no puede ser de otro modo al estar directamente relacionado con el Jurado
en materia criminal. La pena pública que impone el Estado, mediante la
sentencia de un Tribunal, debe primero reconocer el pedido de los órganos
habilitados para ejercer la acción concretando su pretensión punitiva, sea
público (Fiscal) o privado (querellante). Un esquema de juicio acusatorio,
deberá entonces exigir que la jurisdicción se motorice a partir del obrar del
actor, único que con su instancia puede llegar a provocar el contradictorio en
oportunidad en que su pretensión es rechazada expresa o tácitamente, por la
parte acusada.[23]
De manera que en todos los códigos procesales
penales del país se debería regular un juicio público, donde a instancias de
partes se produzca la prueba, frente a un Tribunal completamente imparcial,
impartial e independiente, que luego de cerrado el debate dicte su sentencia
que resuelva el conflicto discursivo planteado.
Pero más allá de que tal proceso no existe en
aquellos esquemas inquisitivos donde los Jueces pueden y hasta consideran que deben
involucrarse con la prueba supliendo la actividad de las partes, lo cierto
es que el incumplimiento al mandato constitucional no nos debe extrañar.
Razones de diferentes culturas e ideologías, permiten esta notable
contradicción entre lo querido por la Constitución Nacional y lo regulado por los
códigos procesales penales.
Se explica entonces, que preferimos denominar
“debido proceso penal”, al principio que estamos analizando, ya que no
necesariamente será sinónimo de la voz juicio, entendida como debate. Es
fundamental entender, que la Constitución reclama solo que como precedente de
una condena, exista una sentencia (otra acepción de la voz juicio) que a su
hora podrá ser la consecuencia de un proceso (debate contradictorio sinónimo de
la otra acepción de juicio) o de un acuerdo de las partes (procedimiento
abreviado). En ambos casos, habrá sentencia que imponga la pena[24].
3.2. Estado
de inocencia
A partir de que la sentencia queda firme, o sea lo
que se conoce como “pasar a tener autoridad de cosa juzgada”, nace el carácter
de culpable en quien ha sido condenado, el que hasta ese preciso instante era
considerado y tratado como si fuera inocente, para algunos efectos jurídicos.
En rigor desde nuestro punto de vista el carácter
constitutivo o declarativo (para el caso es lo mismo) que tiene una sentencia
-sea en el fuero penal, civil, laboral etc.- no hace sino seguir trabajando con
ficciones. En efecto, la culpabilidad o inocencia, respecto del hecho que se
alega como existente, transita por carriles que le son ajenos al derecho[25].
Como adelantamos, por mandato constitucional se
considera que para poder aplicar una condena es imprescindible transitar
primero por un debido procedimiento. Luego del mismo, vendrá una sentencia que
declare la culpabilidad y aplique la pena. Ahora bien, durante el procedimiento
al imputado se le brinda un tratamiento especial, ya que por la situación
crítica que vive se lo resguarda jurídicamente, convirtiéndolo en un sujeto
incoercible (que no puede ser presionado para que colabore con la investigación
o con el juicio), que no puede ser obligado a demostrar su inocencia; ya que
como sostiene la doctrina constitucional, se lo considera inocente. Este estado
de inocencia, que se pretende adjudicarle al imputado, tiene significativa
importancia en cuanto a las consecuencias que procesalmente derivan y porque
importa un verdadero límite al poder del Estado.
Si bien la doctrina habla de presunción de
inocencia, o mejor de “estado de inocencia”, como lo llama Alfredo Vélez
Mariconde[26],
nos parece más adecuado enmarcar tal situación del imputado como una ficción:
la ficción de inocencia, del mismo modo que cuando resulta condenado, se
tratará de la “ficción de culpabilidad”.
Dicho esto, debemos ahora detenernos un poco sobre
esta cuestión de de las ficciones. Son fundantes, porque sobre ellas se
edifica, se construye el orden jurídico.
Ellas son necesarias para el sistema jurídico, porque sin las mismas es
imposible hacer funcionar -en el caso que nos ocupa-, a las garantías que son
su consecuencia. Decimos que son ficciones en el buen sentido de la palabra y
conscientes de la tendencia peyorativa que el uso del lenguaje les adjudica.
Podrán o no coincidir con la realidad; pero, para el propio imputado que se
confiesa autor, para los testigos que lo señalan en tal sentido, es evidente
que la consideración de inocente que hace el orden jurídico se relativiza, por
no decir que se contradice. Por eso no hablamos de verdad, sino de una
consideración jurídica que como tal debe ser ficcional. Lo mismo puede suceder
en hipótesis diversas, cuando el imputado niega su autoría e insiste en su
inocencia a lo largo del procedimiento. Pese a la condena, él puede seguir
sosteniendo aquella inocencia que jurídicamente ha sido destruida y quedará
así, de no mediar un recurso de revisión posterior. Con lo que las categorías
jurídicas, al partir de ficciones, nada tienen que ver con el orden óntico de
cómo ocurrieron en verdad los hechos; si es que en rigor ocurrieron.
Lo importante de la ficción es la contribución que
hace al valor seguridad. Probablemente la primera ficción la constituye el
contrato social que da lugar a la explicación sobre el origen del Estado de
Derecho. Otra cuya importancia para el sistema es evidente, refiere a la
ficción de las elecciones, donde la mayoría del pueblo, es la que tiene derecho
a decidir, para dar lugar a la realización de la democracia. Que el derecho se
presuma conocido por todos, conforma una ficción imprescindible, sobre todo en
el ámbito del derecho penal.[27]
Entonces, no es que el imputado sea inocente
durante el proceso, ni que se lo presuma o se lo repute inocente, o -desde otro
punto de vista- no se lo considere culpable.; sino que, en definitiva, para el
orden jurídico a las personas se les da un “status” como si ya estuviera
comprobada su inocencia: debe ser tratada como inocente hasta tanto no se la
condene. Por ello es que con Julio B.J. Maier es lícito afirmar que el imputado
goza de la misma situación jurídica que un inocente. Es un punto de partida de
fuerte raigambre ideológica y política, basado en el pensamiento liberal. El
fascismo, por el contrario, lo critica considerando que quien es perseguido
penalmente se lo presume culpable y no inocente. En tal sentido, no nos
parece correcto hablar de presunción de inocencia, porque en eso tiene razón la
crítica que acotamos. Así, preferimos hablar de la “consideración de inocente”,
como una ficción que permite derivaciones fundamentales en materia
procedimental.
A ellas nos vamos a referir, con la significación
que para el procedimiento penal tienen, no sin dejar de advertir que por el
sólo hecho de tratarse de una persona, antes que su consideración ficcional de
inocente, merece el respeto que su dignidad le otorga.
En este tema de la ficción de inocencia, se
establece el punto de separación que nos impide compartir la concepción de
muchos penalistas, que se apoderan de nuestra materia como si fuera territorio
propio. El ámbito del derecho penal, tal como lo entendemos académicamente, no
necesita de esta ficción. En todo caso, parte siempre de abstracciones donde se
analiza la conducta de quien comete una acción, típicamente antijurídica y
culpable. Los doctrinarios penalistas no necesitan preocuparse por el sujeto y
su verdad, tema que será motivo de los discursos que se produzcan en el proceso.
Veamos entonces, las consecuencias que se derivan
de esta ficción jurídica, construida a partir del reconocimiento epistemológico
de que el alegado objetivo de descubrir la verdad no se logre en el
procedimiento penal[28].
3.2.1. La
carga probatoria:
La primera consecuencia de esa situación tan
especial del imputado, se refiere a la carga probatoria.
En el modelo adversarial o acusatorio, le
corresponde exclusivamente al actor, al órgano de la acusación, (Fiscal o
querellante) cargar con la responsabilidad de probar la culpabilidad del
imputado. No tienen por qué existir diferencias en materia de procedimientos
civiles, siempre y cuando allí no se opte por otros modelos procedimentales,
que admiten cierto activismo probatorio en cabeza de los jueces. En materia
procesal, toda alegación de la parte -salvo excepciones puntuales- debe ser
probada por la misma.
La garantía constitucional que examinamos,
determina que al imputado no le compete probar su inocencia; lo que no quiere
decir que no lo pueda hacer. En consecuencia, quien lo acusa debe destruir ese
estado de inocencia creado -reiteramos, como ficción- mediante pruebas que lo
incriminen.
La carga probatoria del actor, comprende todos los
aspectos referidos al objeto del procedimiento. Desde la existencia del hecho,
pasando por recorrer los distintos segmentos en que analíticamente se
acostumbra a dividir desde la teoría al delito (la acción, la tipicidad, la
antijuridicidad y la culpabilidad). Esto quiere decir que el Fiscal -o en su
caso el querellante-, no sólo tendrán que probar que el hecho existió y que lo
cometió el imputado, sino también (por ejemplo), que es imputable, es decir que
comprendía la criminalidad del acto y podía dirigir sus acciones[29].
La regla general es que quien acusa deba probar,
pero sin embargo, en el procedimiento penal
que todavía tenemos en Santa Fe y en muchas otras sedes judiciales, el
modelo inquisitivo pretende que esa tarea sea asumida por el juez, dándole
directamente la función de instructor (como cuando le otorgan facultades
autónomas), para disponer la producción de pruebas; de allí la
inconstitucionalidad de ese modelo, donde se confunde la figura del Juez con la
del actor o defensor, que se paga con la falta de imparcialidad.
3.2.2. In
dubio pro reo:
Otra derivación del estado de inocencia, es que
ante la duda, el juez debe resolverla a favor del imputado. Se exige que la
sentencia de condena solamente pueda dictarse basada en la certeza del tribunal
en lo que refiere a los aspectos fácticos. Es que, como se trataba de destruir
esa ficción jurídica de inocencia -creada por la ley-, ello sólo puede ocurrir,
cuando exista certeza para conseguirla. Cuando no se ha logrado, se impone la
absolución, sea porque existen dudas o porque se ha llegado a la evidencia de la
inocencia.
Modernamente hay una tendencia a que este principio
funcione anticipadamente al momento de la sentencia[30].
Mientras subsista el auto de procesamiento, es posible que el juez advirtiendo
una situación de duda que además, no ve posibilidad de despejar en el futuro,
la haga jugar a favor del imputado y prefiera no dictarlo, para evitar que el
procedimiento avance a una evidente absolución. De cualquier forma, son casos
excepcionales, donde sea razonablemente posible hacer ese pronóstico de futuro,
porque de lo contrario le estaríamos adjudicando al juez ciertas dotes de
adivino, que por supuesto no posee.
Sin embargo, el anticipo de la aplicación del
principio para favorecer al imputado, aparece claramente en los modelos
acusatorios, a la hora de decidir la formulación de una acusación. Aquel Fiscal
que reconozca la existencia de dudas sobre la autoría o participación del
imputado, no puede producir una acusación que permita la apertura del juicio.
Precisamente su trabajo en la investigación es para despejar toda duda y llegar
a la certeza. Más tal situación no puede
conducir a cerrar definitivamente la causa, como ocurriría con el
sobreseimiento, sino simplemente a que el propio Fiscal disponga un archivo, ya
que no ha conseguido el material probatorio que permita demostrar con certeza
que el acusado merece la condena. Es tan evidente que un Fiscal, reconociendo
la duda, no puede acusar pidiendo una condena, porque estaría exigiendo una
ilegalidad de parte del tribunal.
Por otra parte, si el Fiscal llegó íntimamente a la
certeza, pero no ha conseguido la prueba que permita demostrarla en el juicio
estamos en la misma situación, donde no deberá acusar. Esto vale también para
el acusador particular. Es que el juicio no está programado para descubrir que
ha pasado, lo que debió ser descubierto en la etapa anterior. En todo caso, es para que el Tribunal se
forme certeramente la convicción necesaria para condenar.
Cuando un Fiscal formula una acusación, debe
afirmar con certeza los extremos en que se funda. De lo contrario si
reconociera que acusa pese a la existencia de la duda, estaríamos frente a una
requisitoria irregular, pasible de ser atacada por la defensa, incluso en la
audiencia preliminar que los códigos modernos deben arbitrar como intermedia.
De esta manera vemos que el tribunal aplicando este principio constitucional,
puede y debe rechazar la requisitoria y proceder a dictar el sobreseimiento. En
esas condiciones no se puede justificar la apertura de un juicio. Insistimos
que las aperturas de los juicios, deben presuponer un actor convencido de la
autoría y culpabilidad del acusado, resulta intolerable acusarlo pese a tener
dudas. Es más, es preciso que toda la investigación se practique sobre esa idea
fundamental, ya que no sería legítimo, llamar a indagatoria “por las dudas”,
procesarlo pese a las dudas, disponer una prisión preventiva en un caso donde
se reconoce la existencia de dudas sobre algún aspecto del delito o su autoría.
Por supuesto que hablamos de dudas razonables y además, donde con claridad se
advierta que el panorama probatorio difícilmente se vaya a modificar en el
futuro, tal como antes lo mencionábamos.
Las dudas que surgen de los elementos reunidos en
la investigación, por aplicación del principio que nos ocupa, siempre favorecen
al imputado, no siendo preciso tener que esperar a la sentencia al final del
juicio, para su reconocimiento, cuando ella ya está presente en los comienzos.
En el nuevo código procesal penal para Santa Fe, se
pretende que este principio se aplique en cualquier momento, pero con una
incorrecta técnica legislativa se alude a las instancias del proceso, siendo
que la norma también se dirige al Fiscal, quien como lo dijimos precedentemente
puede no acusar, por el beneficio de la duda y en tal caso técnicamente no
habría proceso. Esta idea no es compartida en doctrina, donde todavía se
considera que el in dubio pro reo es exclusivamente para los jueces en las
sentencias, porque parten de que la certeza es requerida exclusivamente en
ella.[31]
Como sabemos, el principio in dubio pro reo además
de ser una consecuencia del estado de inocencia, posee una importante raigambre
política, desde que a toda la sociedad le interesa que se condenen solamente a
los culpables y para ello es necesaria la certeza. Desde antiguo se afirma que
es preferible un culpable absuelto, antes que un inocente condenado.
Entendemos que en los tribunales colegiados, la
presencia de la duda en el discurso de uno de sus miembros que propicia la
absolución, debería impedir la condena. No nos convence que se “alcance la
certeza”, por la suma de las voluntades que conforman la mayoría. El tribunal
pluripersonal, debe alcanzar plenamente la certeza necesaria para fundar la
condena. Que la mayoría piense diferente, no puede alterar el principio “in
dubio pro reo”, que no se supera por cuestiones ficcionales de aritmética
sumatoria. El voto minoritario, instala la duda y ella no desaparece porque los
otros lo superen en número, desde que la certeza no es cuantificable, no es
mensurable. En consecuencia, lo lógico es que para condenar se necesite la
unanimidad de todos los jueces que componen un tribunal, para jerarquizar
entonces, el funcionamiento de éste principio constitucional y limitar aún más,
la posibilidad del error judicial. Lo dicho también vale, para el caso de los
veredictos de los jurados.
3.2.3.
Incoercibilidad del discurso:
Otra repercusión fundamental de la inocencia con
que ficcionalmente se trata al imputado, es la vinculada a su discurso. Sin
perjuicio de que lo tratemos en su momento con mayor profundidad, destaquemos
que por abstenerse de declarar no se puede presumir en su contra. Además el
sujeto imputado es incoercible en lo que hace a la producción de su
declaración, es decir no se lo puede obligar, coaccionar, y menos apremiar.
Desde nuestro punto de vista, insistiremos en que
esta garantía se cumple una vez que el imputado informado de su existencia, ha
decidido declarar o abstenerse. Si decide guardar silencio, no podrá ser
coercionado para que cambie de opinión y declare. Su silencio no podrá ser
interpretado como indicio de culpabilidad.
En cambio, entendemos que cuando el imputado ha
optado por prestar declaración, no obstante el derecho que la ley le otorga de
abstenerse de hacerlo, está renunciando a ejercerlo y no vemos inconveniente
alguno a que entonces, preste formal juramento de decir verdad.
Esta coerción, que solamente se queda en el plano
moral, al no existir el delito de perjurio para el imputado que mienta, de
ninguna manera afecta la garantía de abstención de declarar, ya que ella
funciona antes de que decida declarar y para permitirle ejercer la opción. La
doctrina y jurisprudencia en general, le dan un alcance mayor, extendiéndola a
la propia declaración que entonces toleraría la mentira sin ninguna
consecuencia.
Resulta ética y políticamente inadmisible, que la
ley reconozca el derecho a la mentira[32].
Además en la práctica judicial no funciona como tal, ya que si el imputado
decide declarar y luego se descubre que ha mentido, ello será valorado en su
contra y constitucionalmente nada lo impedirá. Incluso puede conformar un
elemento que a la hora de la individualización de la pena, conspire contra el
condenado. Su actitud posterior al delito, como lo expresa el art. 41 del
Código Penal, podrá ser considerada disvaliosa por la mentira ensayada en su
declaración. La jurisprudencia en general así lo ha considerado, sobre todo
cuando al mentir se intenta involucrar a personas inocentes, para eludir la
propia culpa. Insistimos en el error de no admitir el juramento cuando el
imputado ha optado por declarar y no guardar silencio. La prohibición se reduce
exclusivamente a no obligarlo a optar por declarar, pero hecha la opción debe
asumir que su declaración, hecha ante un Tribunal, en una causa penal, reclama
seriedad y responsabilidad, del mismo modo en que se le exige a los testigos y
peritos.
3.2.4.
Excepcionalidad de las medidas de coerción:
Finalmente, derivado del estado de inocencia las
medidas de coerción personal serán excepcionales y sólo para asegurar que no
existan riesgos en cuanto al éxito de la investigación y la eventual aplicación
de la pena. Como lo anticipamos precedentemente, estos temas serán motivo de un
abordaje especial en el capítulo pertinente (XI). Así lo exige el abuso que con
la prisión preventiva se hace, convirtiendo al imputado en un verdadero preso
sin condena.
Digamos anticipadamente, que la problemática de la
prisión preventiva prolongada en el tiempo, pone al desnudo las fallas de un
sistema hipócrita que en la práctica desnaturaliza lo que debería ser una
medida cautelar, convirtiéndola en una pena más grave, que la que eventualmente
será consecuencia de la sentencia que se dicte. Ya tendremos oportunidad de
analizar todo lo relacionado con la aplicación de las medidas de coerción, que
constituyen en la práctica, el claro ejemplo de pretender bajar líneas de
políticas represivas, utilizando instrumentos procesales.
Cuando se pretende que todos los imputados queden
presos durante el proceso y encima, tal situación se prolonga en el tiempo, la
prisión preventiva deja de ser excepcional y ataca directamente la ficción de
inocencia. Precisamente la queja que a diario escuchamos en los medios de
comunicación, es que “los violadores”, “los ladrones”, “los secuestradores”,
etc…, no pueden “entrar por una puerta y salir por la otra”. Ese sonsonete,
parte de una premisa que se toma como verdad absoluta: considerar al imputado
de un delito como al autor, culpable y ya condenado, cuando tal afirmación,
muchas veces desestimada, implica no reconocer la ficción de inocencia que lo
acompaña en resguardo del error que puede cometerse, anticipando una sentencia
no dictada.
De cualquier forma, hay que reconocer que este
problema desaparece si el sometimiento en prisión preventiva es escaso en el
tiempo y enseguida que ocurre el hecho se comienza con la audiencia del juicio
y se dicta sentencia[33].
3.3.
Principio de defensa.
Como sabemos, según nuestra Constitución Nacional
la defensa en juicio es inviolable (art. 18). Una norma similar contiene, en su art. 9, la
Constitución Provincial de Santa Fe.
Importa ahora bajar al plano procedimental penal
para advertir que en relación al imputado el principio se traduce, tal como lo
ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, en el derecho a
ser oído, ofrecer prueba, controlar su producción, alegar sobre su mérito, y
finalmente impugnar toda resolución jurisdiccional que le ocasione un agravio.
De modo que en todo procedimiento penal, donde se niegue alguno de los cinco
aspectos en que puede dividirse el tema, se considera afectado el principio de
defensa y en consecuencia por inconstitucional, puede ser afectada su validez.
El derecho a ser oído, o sea el derecho de
audiencia, se contempla en tanto se regula la posibilidad de la declaración del
imputado (llamada indagatoria en la mayoría de los códigos), en forma libre y
contando con el previo asesoramiento jurídico de su abogado defensor. En
realidad, esa tarea de asistencia técnica que cumple el defensor, debería ser
aceptada en todo el transcurso de la declaración que preste. En general, los
códigos –superada la etapa donde el imputado ha decidido prestar
declaración- prohíben que pueda
consultar a su abogado, sea frente a una pregunta o simplemente porque tiene
razones para hacerlo en plena declaración.
Para que pueda ejercerse tal derecho, es
imprescindible que previamente sepa cuál es el hecho que se le atribuye, ya que
nadie puede defenderse sin saber exactamente de qué se lo acusa. Luego implica conocer también la
requisitoria fiscal incriminante y/o la acusación de la parte querellante.
•
El derecho a ser oído supone además contar con tiempo previo para
preparar su discurso, tal como lo establece expresamente el Pacto de San José
de Costa Rica (art. 8 . 2) inc. c). Por otra
parte cierra coherentemente tal derecho, con exigir que quien lo escuche sea un
interlocutor válido sólo constituido por el Juez natural, competente y rodeado
de la garantía de imparcialidad; no por otro cualquiera.
•
El derecho a ofrecer prueba, que puede ejercer tanto el imputado como su
defensor técnico, lo será sin perjuicio de que no es ni una carga procesal, ni
una obligación de confirmar su discurso, salvo excepciones que confirman la
regla del “onus probandi” que como sabemos siempre corresponde al actor penal.
Este derecho está sujeto, como todos, a reglamentaciones procedimentales de
manera que solamente puede ejercerse en el tiempo y modo adecuado. Debe también
respetar la pertinencia de la prueba y su procedencia legal, temas que se
estudian en general en derecho procesal civil, sin perjuicio de que en su
momento los abordemos.
•
“Controlar la producción”, se refiere a toda la ofrecida, tanto por la
propia parte como por la contraria, de acuerdo a la comunidad de la prueba
introducida al procedimiento. Supone que se tenga la posibilidad de estar
presente en el momento en que se produce, es decir cuando declara el testigo o
cuando se va a realizar el peritaje, o cualquier medida probatoria que tenga
carácter definitivo o irreproductible. Se trata de verificar la documentación
escrita que de los dichos del órgano de prueba se haga, así como de la
legalidad formal de su incorporación a la causa (juramento, identidad, etc.).
Este aspecto del derecho de defensa, requiere de nuestra especial atención, porque
en la sistemática del escriturista código procesal penal de Santa Fe, fue
permanentemente violado con el tratamiento que la producción probatoria ha
tenido y todavía tiene, durante la etapa instructoria.
•
Alegar sobre el mérito de la prueba ya producida, en realidad vuelve a
integrar el derecho a ser oído; claro que con referencia a la valoración que
merece la prueba colectada. Se trata de argumentar consideraciones valorativas,
respecto de pruebas que se trajeron al procedimiento, para confirmar hipótesis
de las partes o en el caso del propio Tribunal, que inconstitucional y
oficiosamente las dispuso. Cuando se ejerce tal derecho a merituar la prueba,
se está tratando de realizar una suerte de proyecto de lo que será la
sentencia: se realiza una crítica, donde el defensor se pone en el lugar del
Juez, para recorrer las pruebas reunidas, analizando valorativamente las que le
convienen a su posición parcial que ocupa. También tal derecho, será regulado por
el procedimiento, para darle su lugar y modo de realización.
•
Por último, el derecho de defensa se integra con la posibilidad de
impugnar decisiones del Juez o Tribunal. Se trata de considerar que toda
impugnación que se realiza supone la defensa en tanto y en cuanto lo resuelto
le produce un agravio. El impugnar es considerado de modo amplio, por lo que no
se reduce como veremos oportunamente a interponer recursos, sino también a
excepcionar, ejercer acciones e interponer incidentes para conseguir la invalidación
de actos procesales cumplidos irregularmente. La impugnación puede hacerse ante
el mismo órgano que dictó la resolución (auto, decreto o sentencia), o ante
otro Tribunal o sea de superior instancia. Se basta con la posibilidad legal de
algún medio impugnativo a disposición del imputado, con lo que frente a las
sentencias dictadas por tribunales colegiados de instancia única, lo será con
el recurso de casación o por inconstitucionalidad.
Es también en rigor otra derivación del derecho a
ser oído. De modo que siempre es posible la reducción del derecho de
defensa simplemente al derecho de audiencia, ser oído para ejercer la
defensa material o técnica, para ofrecer prueba, para poder controlar su
producción, para merituarla o definitivamente para impugnar cualquier
resolución; siempre sujeto a la reglamentación procedimental que, lejos de
desvirtuar el principio de inviolabilidad de la defensa en juicio, asegure su
cumplimiento en las formas y tiempos que estén previstos en los códigos
rituales.
Digamos finalmente que el derecho a que se respete
la inviolabilidad de la defensa, abarca no sólo al imputado, sino también al
actor penal, claro que con características puntualmente diferentes. Como
veremos en su momento, las particularidades de la ficción de inocencia y de las
demás garantías que se encuentran al servicio del imputado, le brindan una
situación especial, producto de la crisis en la que se encuentra involucrado,
ante la expectativa de sufrir nada menos que una condena penal.
4. Los
principios procesales
4.1.
Introducción.
Al inicio de este capítulo, vimos el significado y
la repercusión que tiene el establecer principios. En efecto, los mismos
siempre responden a una ideología, que es imprescindible analizar para
comprender por dónde pasa o hacia dónde se dirige la política de quien detenta
el poder.
Es así que el legislador -de modo expreso o
implícito-, va programando, dibujando; en definitiva: optando por el
procedimiento que nos va a regir; de esta manera, va a establecer quién
iniciará el proceso hasta determinar cuándo terminará, pasando obviamente por
múltiples mecanismos que gobernarán los debates; es que, justamente, nos
estamos refiriendo a las pautas de un verdadero proceso tal como lo concebimos[34]. Por lo tanto, si lo que se pretende regular
es ello y no un mero procedimiento, deberán trazarse las líneas
fundamentales que -respetándolas-, lo harán posible: de modo en que, en caso
contrario (si se apartan de ellas), no
habrá proceso. Habrá un procedimiento, pero no proceso.
Para quienes defienden la vigencia de una teoría
general del proceso que permita explicar el fenómeno sin diferencias ( ya sea
en materia civil, laboral o penal), es posible encontrar principios comunes
cuyo respeto garantiza la preservación del mismo.
De allí que en este tema es donde mayor distancia
tomamos del pensamiento de Alfredo Vélez Mariconde, para quien los principios
del proceso penal son el de oficialidad, verdad real e inviolabilidad de la
defensa. Los dos primeros lo toma de la doctrina italiana de la época (Manzini
y Massari), a quienes critica por no jerarquizar al de inviolabilidad de la
defensa, que con “igual dignidad
científica y no como un derivado secundario debe ocupar un lugar prominente”[35]
Nos parece más coherente con nuestras ideas, seguir
el recorrido que traza el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, porque adherimos en
parte a su clasificación de principios, entre los que exige los
siguientes:
1. La
igualdad de las partes litigantes; 2. la imparcialidad del juzgador; 3. la
transitoriedad de la serie; 4. la
eficacia de la serie.
Analizaremos cada uno y los trataremos de
relacionar con el proceso penal que tenemos.
4. 2. El
principio de igualdad de las partes
En todo proceso contamos con la presencia de dos
sujetos que sostienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión.
Los mismos se encuentran en pie de igualdad del mismo modo que se consagra el
derecho de igualdad ante la ley: entonces en el proceso implica paridad de
oportunidades y de audiencia. Así erradicamos las situaciones de desventaja o
privilegio en la actividad de cada parte porque
el juez no puede aplicar un tratamiento desigual para con ellas.
Un claro ejemplo de violación de este principio se
presenta en todos los procedimientos instructorios a cargo de Jueces, ya que en
una suerte de raro consorcio con el actor penal, lleva adelante la
investigación y colecta probatoria. Por supuesto, para el Fiscal no rige el
secreto del sumario, que se le impone al imputado. ¡No hay igualdad, si el Juez
trabaja para el actor!
En general, este principio llamado de “igualdad de
armas”, es desconocido por el modelo inquisitivo, y en el llamado “mixto”,
aparece formalmente respetado en los plenarios orales, hasta que los jueces
ejercen sus facultades oficiosas para traer pruebas en aquellos códigos que las
contemplan.
La alegada situación de desigualdad que a veces se
contempla respecto de una de las partes, para justificar la intromisión activa
del Juez es una falacia porque, en todo caso, lo que corresponde es mantener
esa igualdad de armas, pero no a costo de reemplazarla en su función de parte,
desnaturalizando la propia.
4. 3. Principio
de imparcialidad del juzgador
El juez con autoridad para procesar y sentenciar el
litigio, no sólo debe responder a la categoría de “juez natural” ya analizada,
sino que debe ostentar en su calidad de autoridad, el carácter de tercero. Esto
significa que no puede colocarse como parte (actor o acusador, ni defensor del
acusado, además de juez), por lo tanto es impartial; y tampoco puede exhibir un interés subjetivo en
el resultado del litigio (es, por tanto: imparcial); todo con la independencia
imprescindible que exige la tarea de juzgar sin subordinarse a ninguna de
las partes.
La falta de respeto a este principio, se encuentra
plasmado con evidencia en la figura del Juez con facultades investigativas
autónomas -tanto el de Instrucción como el Correccional-, así como aquellas
otorgadas al Tribunal del plenario durante la apertura de la causa a prueba,
como las llamadas para “mejor proveer”, toda vez que el Tribunal se involucra
en el tema probatorio, está perdiendo su lugar de impartialidad e
imparcialidad, para suplir la labor que le corresponde a las partes. Ello es
obvio, porque siendo el debate un método dialéctico, cuando se apuesta a la
producción de determinada prueba, se lo hace a partir de determinada tesis o
hipótesis que interesa confirmar -y precisamente esta tarea de formularlas y
confirmarlas es de las partes-; constituyéndose el Juez, exclusivamente, en
encargado de la síntesis que elaborará en la sentencia.
El derecho a contar con un Juez imparcial, está receptado por el derecho internacional y
adquiere jerarquía constitucional cuando se incorporan los pactos (art. 75 inc.
22 CN)[36].
A raíz del trabajo que sobre el concepto de imparcialidad han realizado los
tribunales internacionales, se han ampliado notablemente sus límites.
Modernamente a la imparcialidad se la ve desde dos puntos de vistas: el subjetivo
y el objetivo: el primero refiere a que la persona del Juez concreto que le
toca intervenir, no tenga prejuicios que
se revelen en su forma de pensar sobre temas relacionados con la cuestión a
resolver. El segundo, se relaciona con el análisis también de la persona del
juez, para determinar si realmente ofrece garantías que impidan dudar de su
actuación imparcial. De manera que si objetivamente existen elementos que hagan
razonable desconfiar de la actuación del Juez, se afecta la garantía de imparcialidad.
Es que como lo han expresados los tribunales internacionales, “lo que está en
juego es la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una
sociedad democrática”.[37]
Los códigos procesales penales, contemplan las
causales para que proceda la excusación y la recusación del Magistrado, cuya
imparcialidad se cuestiona. Lo hacen en general, en forma cerrada. Sin embargo
la jurisprudencia admite con mayor amplitud la posibilidad de recusar al Juez
cuando aparecen elementos que comprometen su imparcialidad. Ello aunque la
situación invocada no esté contemplada expresamente en el texto del código
procesal penal.[38]
La tendencia correcta es dejar de lado aquellas
enunciaciones cerradas, donde la norma establece cuáles son las causales de
procedencia de la recusación, pues la
realidad siempre supera las previsiones legales.
Por otra parte, siendo la imparcialidad un derecho
de las partes -sobre todo del imputado-, tendría que permitirse la recusación
del Juez que no ofrece esa garantía, sin necesidad de tener que expresar y
probar la causa. Ello es admitido en el procedimiento civil o laboral, y no
vemos razones para no contemplarla en el fuero penal. La imparcialidad
requerida en el Juez, no distingue entre las materias jurídicas que adjudican
competencias.
Por supuesto que todas estas reflexiones son
válidas para analizar igualmente la
imparcialidad de los miembros del jurado.
4. 4. Principio
de transitoriedad del proceso
La duración de un proceso, como medio de discusión,
no debe agregar un conflicto al existente. Ello ocurriría de prolongarse
indefinidamente, imposibilitando cerrar el debate, por lo que siempre es
necesario contar con que en algún
momento se le pondrá punto final y definitivo, sin perjuicio de las dilaciones
propias de él.
Este principio, en materia penal tiene una especial
significación porque se conecta directamente con los fines de la pena
-especialmente con la prevención especial-, ya que debe ser la misma persona la
que cometió el hecho y la que sufre la aplicación de la condena. Es innegable
que el transcurso del tiempo cambia a las personas, sobre todo cuando se trata
de jóvenes. ¿Qué sentido tiene, la aplicación de una pena privativa de libertad
de corta duración, a una persona que cometió el hecho hace cinco o seis
años? De allí el instituto de la
prescripción de la acción penal, que en realidad lo es de la pretensión; pues
una vez producida -y más allá de las causas que la motivaron-, no debería ser
considerada peyorativamente, porque pone al descubierto la desaparición de la
posibilidad de que la pena cumpla con su alegada finalidad preventiva.[39]
Corresponde distinguir entre las dilaciones previas
al inicio del juicio (etapas de instrucción o investigación preparatorias), a
las que se producen a partir de su apertura, con la formalización de la
acusación. En realidad, el principio de transitoriedad -tal como está formulado
en teoría-, se debe respetar iniciado que fuera el proceso, con la presentación
de la acusación. El tiempo anterior, el que demanda la preparación de la
acción, y que se conoce como instrucción, no incide en la supuesta
violación del principio que nos ocupa, aunque su prolongada demora va a
provocar los mismos inconvenientes antes señalados. Debemos consignar que
muchas veces resulta imposible formular la acusación para comenzar el juicio,
porque no existen pruebas suficientes para ello. La duración de la
investigación, como etapa previa al inicio del juicio, se va a relacionar
fundamentalmente con los límites temporales al encarcelamiento preventivo.:
pero de ninguna manera nos parece razonable que las investigaciones penales
tengan otros plazos que los que ofrece la propia prescripción de la acción.
Estos temas ofrecen -para nosotros-, especiales
puntos de vista donde, como veremos en su momento, no acordamos en general con
la doctrina y legislación que introduce, con la duración de la instrucción, una
causal de prescripción local, obligando al sobreseimiento, cuando no es posible
sostener una acusación. Claro que, ahora
sí: producida la recepción de la acusación, no hay razón que pueda dilatar la
producción probatoria, los alegatos y la sentencia final. Allí es donde se ve
con claridad la necesidad de respetar este principio, donde las series de
instancias tienen sus tiempos fijados de antemano, para asegurar que no se
desnaturalice el proceso. Ejemplo de ello es que resulta imposible en un juicio
público y oral, que los alegatos se formulen mucho tiempo después de la producción
probatoria, o que la sentencia se pueda dictar eficazmente, cuando ya ha pasado
mucho tiempo desde que se escuchó al último testigo.
4.5. Eficacia de la serie procedimental
Una serie procedimental está constituida por la
afirmación, la negación, la confirmación y finalmente la evaluación. Estos
pasos constituyen un medio adecuado de debate, que posibilita el diálogo, de
manera que se llegue al fin del proceso, lo que habilita luego al dictado de la
sentencia. Como vemos, este principio se conecta íntimamente con el anterior,
desde que el respeto por la transitoriedad de las series de instancias
proyectivas implica el respeto por el tiempo procesal adjudicado a cada paso y
el eficaz arribo al final del proceso.
Es distinto hablar de eficacia (tal como lo
hacemos), de la eficiencia: ésta se refiere al éxito que se obtenga por
la labor cumplida en la tarea de cada parte; así un actor será eficiente, si
logra que le hagan lugar a su demanda, cumpliendo con los pasos procedimentales
previstos; eficiencia se refiere al resultado final, al objetivo de
fondo que se tenía en miras. Eficacia, en cambio, se relaciona con el tiempo, con la diligencia
con que se actúa.
4. 6. Moralidad en el debate
El autor que en este tema venimos citando (Adolfo
Alvarado Velloso) agrega que el debate no puede realizarse sin respeto por la
moral. Sin perjuicio de que preferimos hablar de ética, nos parece que no
constituye un principio del proceso.
Se supone que siempre se está operando desde la
ética. Lo ético, es un presupuesto de toda conducta humana a programar por el
derecho. Está implícito que se opera desde la ética, en cualquier análisis
teórico que se haga de un instituto jurídico.
Por lo demás, aunque no se actúe éticamente, igual
habrá proceso si se han respetados los
principios anteriormente mencionados. Precisamente, nos parece que el análisis
ético tiene otro andarivel de recorrido. Además, la ubicación como principio
procesal, nos lleva al problema de decidir quién valora al proceso en su faz
ética, para concluir en que se la respeta o se violan sus preceptos. Al mismo
tiempo conduce a situaciones de injusticia, porque la conducta personal de un
operador no puede teñir al procedimiento de tal forma que lo desvirtúe
completamente.
Insistimos en que siempre es preciso operar desde
una ética, que será diferente si se trata del Juez, del Fiscal o del abogado, e
incluso de la ética ciudadana a la que responden testigos, víctimas e
imputados; pero la existencia del proceso en su esencia, no puede depender de
la conducta de quienes en él intervienen. Precisamente, la observancia de
normas éticas en la conducta profesional del abogado es responsabilidad de los
Magistrados que deberán asegurar un comportamiento responsable sancionando a
quienes no cumplan con esas reglas, sin perjuicio de la intervención de los
Tribunales de los Colegios respectivos.
Esas facultades sancionatorias en materia disciplinarias, precisamente, se
ejercen dentro del proceso, el que no deja de ser tal -como dijimos- pese a que
se violen normas éticas. En muchos
casos, incluso, la violación a la ética se descubre cuando el proceso ha
terminado, con lo que se evidencia que pese a ello, éste existió y se
desarrolló, por más que luego se advirtieran irregularidades en el
comportamiento de las partes. El tardío descubrimiento, no podría arrastrar con
la nulidad de aquél procedimiento en la medida en que solamente nos refiramos a
incumplimientos a la ética profesional; salvo el caso donde se llegara a la
comisión de ilicitudes que sí den lugar a la invalidación de los actos procesales.
Queda claro que nuestra consideración sobre el
comportamiento ético en el debate merece un análisis que no comprometa la
estructura del proceso, lo que sí ocurre en caso que se lo considere un
principio del mismo.
5. Las reglas
técnicas.
5. 1. Las
reglas técnicas en el procedimiento penal:
Partimos de distinguir entre los principios que
deben respetarse en el devenir del procedimiento, para que no se desnaturalice
la esencia del acto que se pretende cumplir, de aquellas reglas técnicas que,
al servicio de las partes o del propio Tribunal, vendrán alternativamente a
ofrecerse para mejor cumplimiento de los fines queridos; pero que de ninguna
manera, hacen peligrar la orientación que desde la ideología imperante en el
poder, se intenta imprimir.
En esta distinción no pretendemos ser novedosos,
sino que seguimos las enseñanzas del Profesor Adolfo Alvarado Velloso[40]
, a partir de que nos convencen y sirven
a nuestros objetivos de mostrar el fenómeno del proceso penal para analizarlo
críticamente y al mismo tiempo referenciarlo con el modelo querido por el
programa Constitucional. Pero esa aceptación de la propuesta del profesor
Adolfo Alvarado Velloso, no nos impide algunas variantes que ya hicimos en páginas anteriores al agregar como principio
fundante del proceso, el de publicidad.
En efecto, junto con los principios constitucionales fueron tratados los
que dan vida al proceso, impidiendo que deje de ser lo que por esencia
cuantificamos. De esta manera la publicidad del juicio era la respuesta
republicana que exigía el Estado de Derecho que nos rige. Un juicio sin
publicidad en realidad no es tal, se desnaturaliza, porque pierde vigencia la
República que lo contiene.
Así como en el caso de los principios, existen
alternativas para responder a las diferentes concepciones ideológicas sobre el
Estado, también sucede lo mismo -aunque no en forma tan marcada-, tratándose de
las reglas técnicas, que a esta altura debemos intentar conceptualizarlas
advirtiendo que a muchas de ellas otros autores las llaman “principios”.
Insistimos entonces que los principios ostentan
siempre un carácter unitario, ya que sin su respeto no puede hablarse de
proceso. Ejemplo: sin el principio de bilateralidad o contradicción, no hay
proceso o su equivalente juicio. Habrá en todo caso un procedimiento, que
incluso puede ser judicial por el ámbito donde se realiza, pero no un
proceso al faltarle lo contencioso, que lo distingue. En cambio, las reglas
siempre se presentan como pares antinómicos, para regular como líneas
directrices el desarrollo de un procedimiento; la elección de una implica el
rechazo de su par antagónico: uno de los ejemplos que utiliza el autor que
seguimos en este tema, es el de “escritura” versus “oralidad”. Se llega a
admitir que el juicio pueda tramitarse en la etapa probatoria en forma escrita,
mediante actas donde se deje constancia de todo lo que se declara o informa, o
por el contrario se haga la producción en forma oral, lo que en principio
impide la registración textual, por lo menos en la escritura convencional. En
este ejemplo, ya toma cuerpo nuestra diferencia con Adolfo Alvarado Velloso, en
tanto la elección de la regla de la escritura implica para nuestro punto de
vista, la afectación lisa y llana del principio de publicidad que debe
caracterizar al proceso en la República Argentina. No solamente empezamos a
advertir la importancia que tienen las reglas técnicas, ya que no deben en
ningún momento afectar a los principios, sino que en el caso de la escritura se
afecta la esencia del fenómeno que se intenta producir.
Será por ello que Adolfo Alvarado Velloso no
adjudica a las “reglas técnicas del debate procesal” la importancia que
jerárquicamente asumen los principios y, sin embargo, estamos viendo como la
elección de una de ellas, implica la imposibilidad de dar cumplimiento al
principio fundamental de la publicidad, que reclama nuestra forma de gobierno
elegida.
En el final de este capítulo vamos a dedicarnos
especialmente al tema de la regla de la oralidad concretada en la técnica de la
oratoria, porque sin ella es imposible que se realice el principio de
publicidad. Dicho de otro modo, el juicio, para ser tal, debe ser público; y
para ello es imprescindible que como regla general sea la oralidad la que
regule la comunicación entre las partes, la prueba y el Tribunal. El tema de
las ventajas de la oralidad o de la escritura todavía hoy en día mantiene
vigente una discusión digna de haber sido superada por lo menos en el ámbito
del derecho procesal. Bueno es reconocer que el apego al escriturismo encierra
en el fondo una posición ideológica compatible con muchos esquemas
inquisitivos, si bien no compartimos la idea de que sea una característica de
aquél sistema procedimental. Revela en todo caso una gran desconfianza en el hombre
(cualquiera fuera su función como operador en el proceso judicial), y considera
que la escritura es el mejor modo de documentación de aquella “verdad real” que
se proclama como objetivo inmediato del proceso penal.
Intentamos demostrar, que la utilización o elección
política, que el legislador pueda hacer de una regla u otra, no es tan aséptica
desde lo ideológico, como sucede cuando se trata de principios procesales o
constitucionales.
Podemos admitir que las reglas en tanto métodos al
servicio de la operatoria procesal, no llegan en el marco teórico a
desnaturalizar el esquema de proceso que pretendemos respetar, pero en la
práctica ocurre que surgen los problemas y el trasfondo ideológico vuelve a
estar presente.
Entendido el proceso del modo en que lo hace el
sistema acusatorio y considerado todo lo ofrecido por la inquisición como un
mero procedimiento, es preciso elegir aquellas reglas que sean más compatibles
con el modelo que pretendemos defender, desde el programa Constitucional.
La antinomia que presentan las reglas de debate, se
corresponden con la incompatibilidad de los sistemas acusatorio o inquisitivo.
Insistimos en que la publicidad no es una regla, aunque admita su par
antinómico: el secreto. Para nosotros -como ya lo expresamos-, tiene jerarquía
de principio, ya que por mandato político constitucional, el juicio debe tener
publicidad, transparencia, como ocurre con todos los actos de gobierno; y el
Poder Judicial también los cumple. Es entonces
algo más que una simple regla de debate, es un principio Constitucional
que se regula en materia procesal para dar vida al “debido proceso” o “juicio”.
La exigencia republicana -que ya analizamos- de un
juicio público, importa la utilización de la oralidad como principal
herramienta para la realización del debate[42].
En consecuencia, el abogado que se presta a cumplir
su cometido, debe tener la suficiente preparación para enfrentar el desafío que
supone “usar la palabra”. Ello implica poner el cuerpo. De ello se
trata: de la presencia física en un interactuar con otras personas, delante de
terceros que podrán observar lo que acontece y formarse juicios de valor al
respecto. Así como escribir es un acto íntimo, de muchas posibilidades de
reflexión, de un goce individual, de un desafío exclusivamente personal, (por
lo menos en el momento en que se produce, ya que luego vendrá el lector con su
valoración), hablar en público implica todo lo contrario.
Hay abogados que naturalmente hablan bien, son dotados
por naturaleza, para expresarse no sólo correctamente, sino en forma atractiva.
Son aquellos que seguramente atesoran en su historia personal, muchas horas de
buena lectura, a lo que se agrega condiciones histriónicas personales que
colaboran con su buen decir.
Las reflexiones que intentamos dejar en esta parte
del libro, se dirigen tanto a ellos como a quienes no gozan del privilegio de
poder contar con tal herramienta discursiva. Se trata de volcar experiencias y
sumar técnicas, que a lo mejor se utilizan sin realmente saber de su
existencia. De cualquier forma, se advierte que en esto de la eficaz
comunicación no hay recetas para que cumplidas, se logre la transformación en
un excelente orador. Todo lo contrario a lo que proponen las viejas escuelas de
oratoria. Se trata de reconocer que la mejor comunicación es la que resulta de
la forma natural de expresión verbal y gestual: a partir de esta sencilla
fórmula que se sintetiza en hablar “normalmente”, tratando de ser claros y
conseguir transmitir la verosimilitud de nuestros razonamientos de manera
sencilla, a presentarse lo menos artificial posible, se van a observar algunas
reglas que nos harán más fácil la tarea de hablar en público. Ello supone
enfrentar un escenario donde el auditorio se compone de jueces, funcionarios,
fiscales, abogados, y todas las personas que nos escucharán hablar. Si se trata
del defensor o del querellante, será escuchado por su cliente, que precisamente
paga por ese trabajo y tiene derecho a recibir un servicio eficaz. Sin embargo,
la exigencia también le corresponde al Fiscal, de quien se espera que cumpla
adecuadamente su tarea, ya que como funcionario público, representa a toda la
sociedad.
Las reglas de la moderna oratoria pretenden
convertirse en una herramienta para que
todos los conocimientos jurídicos puestos al servicio de la línea de defensa
que se ensaya, más la información fáctica que se obtendrá con la prueba a
producirse en la audiencia, sean comunicados de la mejor manera posible.
Si la oratoria podía brindar utilidad en los
juicios orales del modelo llamado mixto o en las audiencias inquisitivas de la
etapa instructora, en el modelo adversarial o acusatorio que se impone según
Constitución, adquiere una importancia superlativa. En efecto, para la inquisición
el tema de la verdad real o material era tan ajeno a los discursos de las
partes, que, por el contrario, a estos se los llegaba a ver como obstáculos
para conseguirla. En cambio, para el paradigma adversarial, todo se reduce a la
verosimilitud de los discursos, tanto de las pruebas como de las partes.
En consecuencia, saber exponer una correcta teoría
del caso, manejar adecuadamente técnicas de interrogación a testigos, peritos,
imputados y víctimas, poder elaborar un alegato que al mismo tiempo pueda
convertirse en proyecto de sentencia, reclaman seria y responsablemente la
utilización de mínimas reglas de elemental oratoria. No basta con tener razón,
sino con saber expresarla. De ello se trata.
Podemos ver a la oratoria como una técnica donde se
impone el empleo de reglas para conseguir una eficiente comunicación, que por
supuesto no se agota en el buen hablar, el bien decir, sino que apunta a
“con-vencer”. En el contradictorio discursivo que supone todo juicio, esto de
tener que vencer a la otra parte o incluso a los supuestos prejuicios que
puedan existir en los jueces, respecto de la versión que brindamos para
beneficio de nuestro cliente, reclama el auxilio de técnicas apropiadas. Se
trata de vencer con la utilización del discurso, en este caso oral, es decir
hablado. La palabra hablada (ya que también puede ser escrita), compone parte
de un discurso pero este no se limita a su utilización, lo gestual también lo
integra. La propia vestimenta del orador importa un discurso, en tanto
transmite una imagen.
Por supuesto, que el análisis de un discurso
argumentativo, excede el ámbito de esta obra. Es evidente que cuando un abogado
produce su alegato está ejerciendo un modo de representación destinado a actuar
simbólicamente sobre los otros; en primer lugar el Fiscal y el querellante, y
en segundo término el tribunal. Esta “puesta en escena” incluye la delimitación
de objetos, la atribución de propiedades y la elección de los tipos de
composición y encadenamiento que permiten desplegar las distintas estrategias.
Los estudios sobre la argumentación se inscriben dentro del proyecto de
constitución de una lógica natural, pero al mismo tiempo integran reflexiones
actuales sobre la enunciación y la ideología. El autor que nos ha parecido
interesante por su claridad expositiva, ha elaborado distintos enfoques acerca
de la argumentación desde Aristóteles y la antigua retórica hasta Perelman y
Grize, centrando sus estudios en la teatralidad discursiva y las operaciones
que el sujeto realiza[43].
En todos los casos,
se trata de elaborar discursos estratégicos destinados a convencer al auditorio
(en el caso, al juzgador); o de generar un consenso -aceptación- fundado
racionalmente en la interpretación tanto de las normas como de los hechos
sujetos a juzgamiento. El dicente no sólo debe limitarse a adjuntar
materialmente pruebas de lo que sostiene, sino que las “hace hablar” en procura
de aquél exitoso convencimiento.
[1] Sobre la fuerza
normativa de la Constitución, en un enfoque trialista, ver Germán BIDART
CAMPOS, “El derecho de la Constitución y su fuerza normativa”, EDIAR Bs. As.
1995.
[2] Alfredo VELEZ
MARICONDE, Derecho Procesal Penal Tomo II Lerner Bs.As. 1969 pág. 15 y sigtes.
Jorge CLARIA OLMEDO Derecho Procesal Penal Tomo I EDIAR pág. 211 Bs. As. 1960.
Julio B.J. MAIER Derecho Procesal Penal Tomo I Fundamentos Editores del puerto,
pág. 469 Bs. As. 1996.
[3] Adolfo ALVARADO
VELLOSO la considera una regla técnica, ya que en pura lógica, un proceso
podría realizarse en total secreto y no desnaturalizarse. Confr. su ob cit.
“Introducción….”
[4] La C.S.J.N.
comienza a explicitar que el debido proceso constitucional es el que responde
al modelo acusatorio en el fallo Quiroga (327-5863) dictado el 23 de diciembre
de 2004. Luego en el fallo Casal Matías (328-3399), además de reconocer con
mayor énfasis que el debido proceso es el acusatorio, asume la responsabilidad
histórica que le corresponde al Poder Judicial, al tolerar el sistema
inquisitorial vigente.
[7] Quien fuera
candidato a gobernador en las últimas elecciones, por el partido justicialista,
Rafael BIELSA, se ocupa con Eduardo GRAÑA, de estudiar al Consejo de la
Magistratura en el derecho comparado,
(EE UU, Italia y España). La Ley Año LX N° 176, Revista del 16 de
setiembre de 1996.
[8] Nos referimos a
la ley 26.080. Confr. el análisis que hace
María Angélica GELLI, “El Consejo de la Magistratura a la palestra. Las
razones, el método y la subjetividad política de su enmienda”. Rev. La Ley del
3 de febrero de 2006.
[9] Corriendo el riesgo de ser injusto con la omisión de
algún otro caso, debemos reconocer que en la persona del Dr. Juan Bernardo
ITURRASPE, se dio un ejemplo de designación en la Corte, sin atender a la regla
del amiguismo. Otro ejemplo de excelente designación por sus méritos como
jurista, lo constituye la reciente del Dr. Daniel ERBETTA.
[12] En este sentido
contribuye a la transparencia que la distribución de las causas se realice
mediante una mesa de entradas únicas que por medios informáticos las adjudique,
sin posibilidad de elección alguna.
[13] La creación del
Consejo de la Magistratura lo fue como órgano asesor no vinculante del Poder
Ejecutivo y ocurrió durante el gobierno del Dr. Victor Reviglio, quien dictó el
Decreto nº 2952 el 28 de agosto de 1990.
[14] Por decreto
N°0164 del 26 de diciembre de 2007, suscripto por el Gobernador Dr. Hermes
BINNER, que refrenda su ministro de Justicia y Derechos Humanos Dr. Héctor C.
SUPERTI, se deroga el régimen anterior.
[15] En los primeros
momentos de nuestra organización, cuando todavía no teníamos Constitución, el
Reglamento Provisorio de 1815, contemplaba la consulta a los abogados del lugar
donde se había producido la vacante.
[16] La solución que
se propicia no siempre es la más correcta, porque en muchos resonantes casos
como el de “María Soledad Morales” que tuvo lugar en Catamarca, se llamó a
concurso para cubrir las vacantes del Tribunal y todos sabían que se los
designaba para que tuvieran a su cargo uno de los juicios más importante de la
historia procesal penal del país. Era obvio que la trascendencia mediática que
había adquirido el caso, condicionaba a los mismos interesados en acceder al
cargo, y generaba para los imputados una gran inseguridad al depender de la
elección que se hiciera, la calidad del juzgamiento que en el futuro
recibirían.
[17]
En esa línea se inscribe la nueva legislación de Santa Fe -ley 13.018- que
organiza toda la justicia penal de la provincia en colegios ubicados en cada
una de las circunscripciones y deja en manos de oficinas específicas a cargo de
profesionales con incumbencias en el ámbito organizacional, todo lo relacionado
con la actividad administrativa y de gestión judicial que hasta el momento
cumplen los jueces y secretarios.
[18] Ley 9182
de la provincia de Córdoba que establece el Juicio por Jurados. Su forma de
implementación, la integración a las Cámaras, los requisitos para ser jurado,
las incompatibilidades, los listados, el procedimiento, etc… Publicada en el
B.O. del 9 de noviembre de 2004.
[19] Sobre todo
teniendo en cuenta que el mismo legislador se ha ocupado del procedimiento
penal vigente al introducirle reformas muy importantes, como lo fue en su
momento la derogación del caduco sistema escriturista de la Nación para adoptar
el modelo de juicio público oral.
[20] Coincidimos con
Julio B. J. MAIER (Derecho Procesal Penal Argentino Tomo 1 b pág. 245 y
siguientes) en que la necesidad de fundamentación fáctica de la sentencia, no
es un requisito con base en las garantías constitucionales, como pretende gran
parte de la doctrina por diversos argumentos. La Constitución Nacional no sólo
no lo exige expresamente, sino que por la adhesión al sistema de jurados, es
impensable que lo requiera implícitamente.
[21] El mismo autor
(ob.cit. pág. 478), se ocupa de aclarar que juicio y sentencia son sinónimos,
en tanto la sentencia de condena es el juicio del tribunal que, al declarar la
culpabilidad del imputado, determina la aplicación de la pena.
[22] Es por esta
interpretación que no ofrece ningún reparo constitucional el llamado “juicio
abreviado”, que en realidad debería denominarse “procedimiento abreviado” (como
lo hace el nuevo CPP de Santa Fe), o directamente regularlo como hipótesis de
negociación que las partes deben tener y sobre todo el Ministerio Público
Fiscal, a partir del principio de oportunidad en el ejercicio de la acción.
[23] Como veremos,
este esquema acusatorio o dispositivo, está presente en general en el modelo
que utilizan los códigos para los delitos llamados de acción de ejercicio
privado y en general, no se han rasgado las vestiduras porque se le siga en
rebeldía el juicio al imputado que ha preferido no concurrir a la audiencia de
conciliación y no contestar la querella.
[24] Estas
disquisiciones son plenamente aplicables a cualquier proceso, no solamente al
penal, ya que en todas las materias del derecho, la condena judicial podrá ser
consecuencia de un proceso o de un acuerdo partivo, cuando no de un
desistimiento del actor, que demuestra lo innecesario de la sentencia.
[25] Es preciso
abordar desde la epistemología las dificultades del hombre por conocer la
verdad, para darse cuenta de la imposibilidad racional de considerarla un
absoluto posible de adquirir. Mientras tanto, no adoptando una postura
omnipotente, preferimos con humildad aceptar lo relativo del enfoque de quién
se cree dueño de “la verdad”, y en esa idea se enmarca el criterio de
verosimilitud del discurso que para el proceso trabajamos.
[26] Alfredo VELEZ MARICONDE ob. cit. pág. 39.
Este autor lleva las cosas al extremo cuando afirma que el imputado “es inocente durante la sustanciación del
proceso...No hay en la ley ninguna presunción de inocencia ni de culpabilidad”.
[27] La capacidad de
las personas es otra evidente ficción. ¿Porqué una persona es capaz de contraer
obligaciones a partir del día de su cumpleaños número veintiuno? o pese a su
minoridad, ¿adquiere plena capacidad desde su casamiento? Convengamos en que desde el día anterior no
ha variado mucho. Sin embargo jurídicamente sí. Se ha establecido una necesaria
ficción de capacidad y entonces era necesario determinar desde cuándo. Igual
sucede con las personas jurídicas, que obviamente, son también ficciones. El
mayor abuso de las ficciones, se advierte en las repetidas referencias al
Estado, a quien... ¡no se duda en considerar culpable de muchos males!
[28] Contrariamente,
Alfredo VELEZ MARICONDE no admite tal hipótesis intelectual y sin reparos, va a
adherir a la idea de que el proceso persigue el objetivo inmediato de descubrir
la verdad real. Por ello no duda en elevarla a categoría de principio
fundamental de la relación procesal penal, tal como entiende al proceso. Ob.
cit. Tomo II pág.122.-
[29] Algunos casos
jurisprudenciales, han planteado excepciones a que la carga probatoria la tenga
el actor. Son situaciones un tanto extremas, como por ejemplo que el imputado
alegue haber obrado en situación de obediencia debida, cuando de las
circunstancias del caso no surge razonablemente, una relación jerárquica de poder
que la haga viable.
[30] En el Código
procesal penal de Córdoba, se consagra como causal del sobreseimiento el
vencimiento de los términos de la investigación penal preparatoria, sin poder
elevar la causa a juicio y no fuese razonable, objetivamente, prever la
incorporación de nuevas pruebas (art. 350 inc. 5).
[31] Refiriéndose al artículo 7 de la ley 12.734,
que la ley de implementación 12.912, contempla en el art. 5, para Santa Fe, se
ha dicho “el principio consagrado no
entra en contradicción con el alcance y entidad de la exigencia propia de los
distintos grados y etapas del proceso. Por ello, resultaría inadmisible la
pretensión de certeza sobre los hechos, autoría y responsabilidad penal para
admitir una denuncia, convocar a indagatoria o dictar un procesamiento. Un
entendimiento de ese tipo queda descalificado por vía del absurdo ya que
supondría suprimir el debido proceso y las distintas secuencias y grados de
exigencias que justifican la apertura de la investigación, el llamado a
indagatoria, el eventual procesamiento, etcétera. (...) La eventual duda debe
ponderarse de manera seria y decisiva y tener efecto cuando haya recaído sobre
la suficiencia de los elementos de convicción, pero no puede extenderse al
punto de desnaturalizar el instituto y facilitar una solución absurda, como
sería anticipar a esa etapa del proceso la incidencia de una duda con entidad
para destruir un juicio de certeza, porque ésta –la certeza– sólo es exigencia
de la sentencia condenatoria y no de las anteriores decisiones de mérito
incriminante.” Confr. Daniel
ERBETTA, Gustavo FRANCESCHETTI y Tomás ORSO: “Código procesal penal de la
provincia de Santa Fe”, Análisis y comentario a la Ley de Implementación
Progresiva”, de. Rubinzal-Culzoni, Rosario, 2009, págs. 58 y 59.
[33] Todos los casos
donde el imputado es sorprendido in fraganti, o donde el cúmulo probatorio es
suficientemente importante, no ameritan que se demore en la realización del
juicio. Lo mismo ocurre con las facilidades que brinda el procedimiento
abreviado, donde el acuerdo entre las partes, elimina todo tipo de demoras en
trámites innecesarios. De cualquier forma la principal causa de la demora, se
encuentra en la escasa cantidad de jueces para atender el importante número de
causas que en forma irrestricta, llegan a sus estrados.
[34] Compartimos la
concepción de proceso de Adolfo ALVARADO VELLOSO, como "el método de debate dialéctico y pacífico entre dos personas
actuando en pie de perfecta igualdad ante un tercero que ostenta el carácter de
autoridad" contenida en su obra "Introducción al Estudio del
Derecho Procesal", primera parte; Ed. Rubinzal-Culzoni.
[36] La Convención
Americana sobre Derechos Humanos (art. 8.1.), la Declaración Universal de de
Derechos Humanos (art. 10), lo mismo la Declaración Americana de Derechos
Humanos (cap. XXVI) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
(art. 14.1).
[37] Caso “Piersack
vs. Bélgica” fallado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en octubre de
1982.
[38] La C.S.J.N. en
el caso “Llerena” (LL 2005 C 559) dispuso que era incompatible con la garantía
de imparcialidad que un mismo juez intervenga en la instrucción y en el juicio.
¡Sin embargo, nada dijo respecto de que sea un Juez el que investiga! Esa
situación se siguió aceptando en la Acordada 23 del 1 de noviembre de 2005,
para que las causas cambien de radicación una vez cumplida la etapa
instructoria. Situación similar ocurrió en Santa Fe, a partir del citado caso
“Dieser”.
[39] En los llamados
delitos de lesa humanidad, no funciona la posibilidad de la prescripción, por
lo que más allá de los argumentos que se utilizan para tal justificación,
aflora el verdadero objetivo de castigo, que resulta imposible eliminar en la
pena pública estatal.
[40] Ver su obra
“Introducción al estudio del derecho procesal” Lección 13 pág. 255 Rubinzal
Culzoni Editores S.Fe 1989.
[41] Hace muchos años
que venimos considerando la necesidad de realizar estudios modernos sobre la
oratoria o mejor sobre la comunicación, tanto en la sala de audiencia, como en
la relación con el cliente, con el colega, con el Juez o la contraparte. Aquí
se advierte con mayor énfasis la colaboración de Graciela Minoldo, abogada y
especialista en oratoria.
[42] Como veremos en su momento, el juicio tiene necesidad
de la escritura, por ejemplo en la producción de la acusación, en el Acta de
las audiencias de debate. En su momento, la sentencia se va a dictar por
escrito. Son elementos que por su naturaleza y trascendencia, requieren de la
escritura.
[43]
Nos referimos a Georges VIGNAUX “La Argumentación”, Ensayo de lógica
discursiva”, Edit. Hachette, Bs. As. 1986.
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