Los principios en el proceso

LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES Y PROCESALES Y LAS REGLAS TECNICAS PARA EL DEBATE
                   

            Podríamos desarrollar un procedimiento penal, sin un código que lo regule, simplemente cumpliendo con los principios que están en la Constitución Nacional. Luego gracias a la lógica, programar funcionalmente las reglas del debate. El drama es que nuestros procedimientos penales, no toman en cuenta a la Constitución Nacional y las reglas técnicas sirven a la concentración del poder que supone el modelo inquisitivo.


No hay duda que nuestra Constitución escrita contiene un proyecto, un plan, un programa. Se trata de un diseño apriorístico, es decir, proyectado. Un marco teórico del desenvolvimiento del ejercicio del poder, que en nuestra concepción siempre tratará de limitarlo. Al mismo tiempo, regulará los derechos y deberes que tenemos, por la coexistencia que implica la vida en sociedad. Este proyecto o programa, no por ello deja de tener una fuerza normativa que es precisamente la que llevará a efectivizar los valores de una manera finalista[1].
         
En realidad se trata de un verdadero modelo ideal, que se debe tratar de concretar. En estos tiempos, donde tanto se discute acerca del modelo de país que queremos, no está de más recordar que ya tenemos uno: el de la Constitución. Que se cumpla o se haya cumplido a lo largo de su historia, es tema para muchos ajeno al estudio estricto del derecho. Para nosotros no es así, ya que nos interesa tanto el proyecto escrito, como el efectivamente ejecutado en la práctica política que acontece. Incluso la comparación entre la realidad y la norma, nos va a permitir la adopción de posturas críticas en relación a ambas.

En el capítulo anterior, intentábamos explicar las causas del incumplimiento constitucional, que en nuestra materia adquiere ribetes increíbles. Pareciera que la realidad donde se desenvuelve el procedimiento penal, fruto de la vigencia de códigos y prácticas inquisitivas, perteneciera a una cultura completamente distinta de la que diera marco a las normas constitucionales. De allí que todas las referencias que se hagan de los principios y reglas que teóricamente pueden conocerse en doctrina, carece para nosotros de sentido si no se la conecta directamente con la práctica judicial y por ende política.

Cuando hablamos de principios -sean estos constitucionales o procesales-  nos referimos a las pautas que rigen un sistema determinado. Es decir, aquellos puntos de partida -de eso se trata casualmente de "principios"- desde donde se construye el programa de organización tanto en lo estatal (Constitución Nacional) como en el ámbito de la metodología de enjuiciamiento (Códigos Procesales).

Constituyen la cobertura ideológica de la Constitución Nacional, de allí la importancia no sólo de su estudio, sino fundamentalmente del respeto por su cumplimiento, tarea ésta última que de pronto los Magistrados olvidan, al quedarse exclusivamente en la aplicación de un derecho positivo, sin tomar en cuenta que deberían controlar se respete el principio de supremacía y a partir de él, todos los demás.

Por lo tanto, quien conozca los principios que determinan que un procedimiento no es un mero trámite sino un verdadero proceso, tal como se logra cuantificar en el modelo acusatorio, podrá advertir las deformaciones que se producen cuando se introducen modalidades que lo afectan en su esencia.

Como el programa ideológico es –como lo hemos visto en los capítulos anteriores- claramente liberal (en el sentido político del concepto), el poder penal del Estado se debería encontrar limitado por los principios que desde la Constitución Nacional, establecen los derechos y garantías de que gozan todos los habitantes y en especial aquellos que resultaren imputados.

Uno de los fundamentos que hacen a la esencia del Estado de Derecho, es que ese poder penal se ejerza única y exclusivamente dentro del marco legal, que le va a fijar los modos y condiciones para que se haga operativo.  Ese “procedimiento” que va a permitir la realización del derecho penal, en la práctica debería limitar el ejercicio del poder penal, ya que se trata de brindar un marco de garantías para que pueda ser controlado y no ejercerse de modo arbitrario.

Es por ello que insistimos, los principios constitucionales reflejan con evidencia la ideología, a la que adscribe el programa fijado como modelo de organización jurídica en la Constitución.

Se desvirtúa el proceso acusatorio y no se cumple en consecuencia con el mandato constitucional, cuando por ejemplo, se persigue cumplir objetivos de política criminal, o cuando no se dota al sistema de la estructura imprescindible para su funcionamiento. Este último aspecto es el que más preocupa, ya que el colapso en el que se encuentra inmerso actualmente el sistema procesal, obedece a la escasa estructura judicial prevista para atender la exorbitante cantidad de causas que llegan a sus estrados.

Cumplir con la Constitución, instalando el debido proceso con todas las garantías que ella exige, supone tener claridad conceptual sobre cómo diagramarlo y al mismo tiempo, dinero suficiente para invertir en las estructuras que permitan su funcionamiento eficaz.
         
Clasificación de los principios:

Para mejor presentación del tema de los principios constitucionales que mueven nuestro interés por su vinculación con el proceso penal, proponemos clasificarlos en:

                  Principios que son consecuencia de la forma de gobierno elegida.
                  Principios que derivan de la política criminal adoptada en la Constitución.
                  Principios que van a determinar el modelo de proceso penal adoptado.

Entre los primeros, o sea aquellos que son directa consecuencia de la forma de gobierno elegida por los constituyentes al fundar nuestra Nación, se encuentran el principio de publicidad y el de juez natural. En este último se incluye al jurado popular.

Entre los segundos, referidos a la política criminal adoptada en la Constitución Nacional, encontramos el principio de legalidad o de reserva que deriva del derecho penal de acto, acogido en contra del llamado derecho penal de autor, propio de sistemas totalitarios.
         
Finalmente en el tercer agrupamiento, se encuentran los más vinculados a nuestra materia y que como ya han sido tratados extensamente por  otros autores[2], solamente los mencionaremos para destacar algún punto de vista particular que justifica nuestro aporte. Trataremos solamente los más significativos, a saber: el debido proceso, el estado de inocencia, y la inviolabilidad de la defensa en juicio.

Luego del examen de los principios constitucionales, pasaremos al análisis de los procesales para  finalmente en este mismo capítulo, tratar a las reglas técnicas que se utilizan en el procedimiento.


1. Principios que son consecuencia de la forma de gobierno elegida.
1.1. Publicidad:
Este principio deriva directamente de la forma republicana de gobierno y merece la jerarquía de principio[3], a partir de que un juicio reservado, secreto, no sería concebible en nuestro régimen político y por lo tanto sería inadmisible. El proceso o juicio querido por nuestra Constitución es el compatible con la República y por ende se trata del que respeta el principio de publicidad, que por otra parte ya está presente desde los albores de nuestra independencia en la formulación de los más caros preceptos ideológicos para garantizar el control de los actos del gobierno. Esa publicidad no se garantiza por el mero hecho de que las sentencias tengan la posibilidad de ser conocidas por todos, ya que sería limitarla a un único aspecto del funcionamiento del Poder Judicial; para que la publicidad de las sentencias y resoluciones judiciales tenga virtualidad -a fin de que se pueda mediante ella acceder al control ciudadano del funcionamiento del Poder Judicial-, será preciso que antes podamos haber accedido “en vivo y en directo” a la sala de audiencia.

Es que la presencia del público en el debate es el mecanismo más adecuado  para controlar la actuación de los operadores del sistema, y también para evaluar la verosimilitud con que pretenden impregnar a sus discursos los  testigos, los peritos y los propios imputados.

No es preciso que, para garantizar el principio de publicidad del debate, se permita la asistencia masiva de importante cantidad de público, o que se filmen para la televisión sus secuencias. Basta que un número razonable de personas puedan acceder libremente a la audiencia, la que por lo tanto debe permitirlo, teniendo obligatoriamente las puertas abiertas del recinto donde se realiza. Incluso en las hipótesis que para proteger la intimidad de la víctima se realiza el debate o parte de él a puertas cerradas, dispositivo que en general contemplan los códigos procesales, nada obsta que a pedido de la propia interesada se les permita presenciar el debate a sus familiares o amigos. Como fuere cabe advertir que el uso de esta facultad, para restringir el acceso del público a la sala de audiencia, debe hacerse excepcionalmente, con mucha prudencia y siempre teniendo presente que la total reserva o secreto del debate le hace perder la esencia, que para el juicio de la República se exige normativamente: nos referimos a un secreto tan absoluto, que el propio imputado y su defensa desconozcan la acusación o elementos probatorios que se tendrán en cuenta a la hora de la sentencia.

Como vimos en el capítulo anterior, nuestro país viene tolerando más de un siglo de vigencia de una legislación procesal, contraria a la Constitución Nacional.  Los legisladores (en su mayoría abogados) con el pretexto ridículo de que se había rechazado el proyecto que introducía el tribunal de jurados - y el enjuiciamiento penal respectivo, oral y público – (y que en verdad no  había tratado), no dudaban en expresar su preferencia por los tribunales técnicos, integrados por jueces profesionales (juristas designados por el Estado) y permanentes. Se permitió y todavía permite, dar la espalda a la participación popular en la tarea judicial, cuando ella fue una importante conquista democrática que acompaño la división de poderes.

Evidentemente, distintos enfoques culturales, posibilitan conservar formas del enjuiciamiento penal, que no fueron en las que pensaron los constituyentes de 1853 y que se ratifica en 1994, al reformarse nuestra Constitución nacional, manteniendo al jurado.     

Empero, como señala Julio B.J. Maier, todo no terminó en el ámbito legislativo, pues nuestros tribunales - con escasísimas excepciones -  incluida nuestra Corte constitucional[4] acataron sin reservas esa forma de enjuiciamiento, sin siquiera sospechar su incompatibilidad con los mandatos constitucionales y, más aún, gran parte de nuestra doctrina procesal penal, quizá por imperio de aquellas circunstancias, se dedicó a defender y exponer esas formas y fundó sus afirmaciones en ellas.

Si bien la garantía de la publicidad del juicio, se puede inferir de la forma republicana de gobierno que adoptamos, se encuentra expresamente consagrada en los pactos internacionales con jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22) desde 1994.

Así, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre se consigna el derecho a ser oído públicamente (art. 26), lo mismo que establece la Declaración universal de derechos humanos en el art. 10.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida como “Pacto de San José de Costa Rica”, incluye en el art. 8 inc. 5 entre las demás garantías judiciales, a un proceso penal público "salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la justicia". Obviamente, la relativa reserva nunca podrá llegar a colisionar, con la garantía de inviolabilidad de la defensa.

También lo dispone el Pacto de derechos civiles y políticos en el art. 14 inc. 1º cuando establece el derecho a ser oído públicamente.

En definitiva, la publicidad si bien es una característica singular de la República y por lo tanto alcanza en general todas las funciones del Estado, en nuestra materia supone la posibilidad de transparencia en el ejercicio del poder penal, para dejar de ser una expresión de la voluntad de quien lo ocupa momentáneamente y permitir su control indeterminado por el pueblo interesado en la justicia de su aplicación. 

Estamos persuadidos que muchos casos resonantes, hubieran tenido otro final, de no alcanzar la notoriedad que la publicidad les otorgó. Ello porque en muchos Jueces o Fiscales, los medios de comunicación les marcan una presión notable, al punto que se puede decir que trabajan en función de la prensa. Están pendientes de la repercusión que el caso alcanza en la opinión pública. En el otro extremo, puede afirmarse que ejercer el poder en el ámbito del secreto, es fuente de arbitrariedades e injusticias, a las que conduce la falta de control en su ejercicio. Precisamente, coincidimos en que muchas de las falencias que presenta nuestra joven democracia, encuentran solución con más democracia, más transparencia y más participación en los bienes imprescindibles para la convivencia (salud, educación, trabajo, seguridad y justicia).

Cuando abordamos el tema de la publicidad del procedimiento penal, resulta también inevitable considerar el papel fundamental que ocupan los medios de comunicación, sobre todo los televisivos y la influencia que ella puede ejercer en la formación de opinión de la sociedad, como también, en el interior de los operadores judiciales y en la esfera de privacidad de imputados, víctimas y testigos.

La relación entre la prensa y el poder judicial, ha sido motivo de interesantes análisis, ya que se encuentra en juego, además de la publicidad de los actos de gobierno, nada menos que la libertad de prensa.  Por supuesto que la información correcta dependerá del nivel ético en que se ubiquen los comunicadores sociales; ello escapa a cualquier análisis apriorístico que funcione como censura previa. Habrá que esperar la emisión de la información y proceder en consecuencia, no sólo con el derecho a réplica sino, llegado el caso, con las acciones judiciales pertinentes para reclamar por los perjuicios ocasionados. Frente al derecho a informar y a recibir información, es preferible correr riesgos antes que censurar. En cuanto a la presión que pueda considerarse que ejercen contra los operadores del proceso -en especial los jueces-, ello dependerá de la formación que hayan adquirido para resistirla.

Quien no pueda estar en condiciones de vivir con independencia de criterios, sin darle importancia a lo que diga la prensa, no puede desarrollar con eficacia su tarea de juez, fiscal o defensor. Es más: en la hora actual, los jueces deberían estar en mejores condiciones para poder afrontar al periodismo y explicar sus sentencias por los medios. Ello requiere un entrenamiento especial, sobre todo en la utilización de códigos discursivos que estén al alcance de la mayoría de la audiencia. De lo contrario no sirve y convierte al Juez, en alguien interesado en la difusión de su propia imagen, buscando una popularidad digna de otra actividad.

Insistimos: los jueces no sólo hablan por sus sentencias, como tradicionalmente se pretendía, sino que también están obligados a explicar a la ciudadanía, aquellos fallos que han concitado el interés general, producto de la previa difusión mediática. Del mismo modo en que cualquier concejal, diputado o senador, debe asistir al requerimiento periodístico, porque no puede olvidar que ocupa una función, en una representación del pueblo que lo ha elegido (directa o indirectamente) para ello.

En cuanto a la polémica sobre la televisación de los juicios, los tribunales pueden autorizarla, pero previamente deben requerir el consentimiento de las partes, las que podrán oponerse y en consecuencia se frustrará tal posibilidad[5]. Las razones pueden relacionarse con las estrategias de las partes, en orden a sus respectivos objetivos a cumplir en la causa, aunque no puede descartarse que legítimamente los imputados o las víctimas, puedan tener interés en preservar aspectos que hacen a su esfera de intimidad. El principio rector en este tema es que la publicidad de la imagen personal requiere la autorización de su titular para su difusión. Pero en la televisación de un proceso penal, hay mucho más que la exhibición de la imagen, ya que muchas veces se accede a detalles de la vida personal de los protagonistas. Precisamente las excepciones que a veces habilitaron a tomar una fotografía a una persona pública, aunque no medie su conformidad, no podrían trasladarse para justificar la televisación del juicio que la tiene como víctima o imputado.    

Los códigos deberían obligar a los jueces a requerir la conformidad de los interesados, para luego permitir el acceso de la cámara de televisión, ya que no se puede admitir que tengan autoridad suficiente para resolver el pedido sin consultarlos previamente.

1.2. Juez natural y jurados. La selección de jueces.
Como sabemos, una de las funciones en que se divide el ejercicio del poder político, en nuestro sistema republicano y democrático, es la judicial. Ella es cumplida por los jueces que integran el Poder Judicial de la Nación compuesto por la Corte Suprema de Justicia y todos los tribunales federales que existen diseminados por el país. En materia penal es destacable por su importancia, la Cámara Nacional de Casación Penal, que revisará todas las sentencias dictadas por los tribunales orales y aquellas otras resoluciones de las Cámaras de Apelaciones y jueces federales, que permitan la procedencia del recurso casatorio.

Una importante garantía establecida en nuestra Constitución Nacional, es la de ser juzgado por el juez “natural” de la causa, de allí que interesa su análisis.

¿Quién es el juez natural? Pues sencillamente aquel tribunal que existe con anterioridad al hecho que motiva la formación de la causa que tendrá que resolver. Ya veremos que el concepto supera la cuantificación personal del Magistrado, comprendiendo el órgano y en algunos casos la formación específica del tribunal de jurados legos.

La pérdida de la libertad como consecuencia de la aplicación de una sanción penal, reconoce como única fuente legítima a la sentencia que dicte el juez natural de la causa. Tan importante como establecer por ley cuáles son las conductas prohibidas y que de cometerse merecerán una sanción, es la garantía de que, quien sea el encargado de dictar la sentencia, sea el titular del órgano designado previamente a que ocurran los hechos y que se inicie el proceso. Es así como el artículo 18 de la Constitución Nacional establece que “ningún habitante de la Nación puede ser.....juzgado por comisiones especiales o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa”

Este principio es una directa consecuencia de la división de funciones, ya que le compete exclusivamente al Poder Judicial la tarea de dictar sentencias. La importancia que le adjudicamos al mismo, nos obliga a profundizar respecto de la metodología que se utiliza para la designación de las personas que componen el elenco de Magistrados integrantes del Poder Judicial. En general, cuando se aborda el tema del “Juez natural”, se limita a su consideración abstracta, sin tener en consideración que la Constitución pretende con su vigencia, la propia autodefensa de sus principios y garantías. En efecto, los jueces se deberían constituir en nuestro sistema en los guardianes del orden constitucional. Así, funcionarán como contrapeso de las otras funciones. De lo contrario serán funcionales a los propósitos de un Ejecutivo y un Legislativo que no tendrá ningún obstáculo para violar la Constitución, sea consciente o inconscientemente. De allí que sea necesario analizar críticamente el funcionamiento del procedimiento que llega a concretar la figura del juez natural.

Como sabemos, la organización del Poder Judicial de la Nación y de las provincias es competencia de los Poderes Legislativos, que dictan las respectivas leyes orgánicas donde se establecen la cantidad de Tribunales, su lugar de asiento, y el ámbito de su competencia territorial, así como los turnos en los que asumen la función jurisdiccional.

Hasta la reforma de 1994, la designación de los jueces de la Nación, no tenía más limitación para el Presidente que la que implicaba el filtro del Senado a la hora de brindar su acuerdo al candidato propuesto. En general, el acuerdo no pasaba de una formalidad a cumplir, ya que las propuestas del Poder Ejecutivo, eran motivo de consensos políticos pre-existentes, por lo que si la oposición no contaba con suficiente número para conformar mayorías, la designación transitaba sin ningún inconveniente.

Por supuesto, que un límite no escrito en la Constitución ni en ninguna ley, suponía que desde la ética se eligiera al ciudadano capacitado técnica y moralmente para desempeñar con “lealtad y patriotismo” el cargo de juez, tal como se estila pronunciar en los juramentos de asunción. En este sentido, como para ser juez se requiere contar con el título universitario de abogado (lo que no es necesario para ningún otro cargo, incluido el de convencional constituyente), ello podría significar de por sí una presunción de suficientes recaudos técnicos del candidato; pero veremos que ello no es así, pues la otra lectura que también se encuentra presente en las fórmulas del juramento, se relaciona con el compromiso de defender la Constitución Nacional, lo que no parece suficientemente asegurado por detentar el título de abogado, sobre todo si se tiene en cuenta la gran cantidad de egresados de universidades que siguieron funcionando en las interrupciones constitucionales (y que lamentablemente vinieron reiterándose en el siglo pasado).

Otro elemento que nos permite alertar que ser abogado no es necesariamente sinónimo de compromiso con el Estado de Derecho que impone nuestra Constitución, es precisamente que muchas interpretaciones de los actuales tribunales son contrarias a su propia letra, porque precisamente antes existieron legisladores (muchos de ellos también abogados) que se atrevieron a violentarla, con el dictado de leyes que deberían ser descalificadas y sin embargo son aplicadas. Además, todos los golpes de Estado producidos por los militares, contaron con el auxilio “letrado” de quienes incluso propiciaron la ruptura del orden constitucional, persiguiendo sus objetivos ideológicos, que obviamente eran incompatibles con aquél respeto por la soberanía popular, que la democracia representativa impone en nuestra República.

En consecuencia, la elección del candidato a juez, no sólo debe tener suficientes conocimientos técnicos, que se comprueban no sólo con el título de abogado sino también con la capacitación que en el ejercicio profesional y/o académico pueda demostrar, y, fundamentalmente, con ser capaz de asegurar que a la hora de cumplir con sus funciones tendrá un fuerte compromiso en la defensa de la Constitución Nacional y todo lo que ello implica. Esta última parte es la que resulta más difícil de examinar en el candidato y genera una apuesta con un margen de riesgo de error muy grande, porque a la hora de poner en práctica el control de constitucionalidad de la leyes, puede ocurrir (de hecho ocurre) que intereses corporativos o simplemente la comodidad de no tener que asumir demasiadas responsabilidades, le hagan convalidar leyes que deberían objetar. Esta afirmación que hacemos, no es puramente una elucubración teórica, sino que por el contrario pretende ser la consecuencia de una situación imperante en muchos casos donde el Poder Judicial no ha estado a la altura de las circunstancias; nos referimos a realizar plenamente su función de control difuso de constitucionalidad de toda la legislación vigente. En general, se advierte un perfil sumamente conservador, renuente a cumplir con tal examen. Muchas veces no hay más remedio que dar alguna respuesta, sobre todo cuando la evidencia de la contradicción entre la norma y el principio o garantía constitucional es de tal entidad, que hace insostenible su conciliación. Pero entonces, se reemplaza la declaración de inconstitucionalidad con forzadas interpretaciones de la misma norma, cuya puesta en crisis se supera llegando a diferentes consecuencias de las que hasta ese momento producían. También, con una suerte de actividad legisferante, impropia de la función judicial, como cuando a partir de descubrir una aplicación que afecta la Constitución, dispone por vía de Acordada una diferente solución, como ocurriera en el caso “Llerena”, donde la CSJN entendió que los jueces a cargo de la etapa instructora, no podían asumir el plenario y dictar sentencia, entonces implementó un sistema de derivación de las causas de un Juzgado a otro. Pero mantuvo vigente la potestad de investigar oficiosamente, que era precisamente lo que afectaba el concepto jurisdiccional querido por el proceso acusatorio, para que un Juez sea realmente imparcial.

Dejando de lado los períodos de interrupción política, con el gobierno dictatorial de los militares, ya que por esencia no respondieron a ningún parámetro republicano y menos democrático de gobierno, lo cierto es que en los períodos constitucionales los jueces fueron abogados que lograban la simpatía del gobernante de turno. En general, la composición de la Magistratura, acompañaba el escenario del que se nutrían los gobiernos. Por lo tanto a la oligarquía que supo ocupar muchos períodos presidenciales, la acompañó un elenco de jueces que garantizaba la defensa integral de sus intereses. Como alguna vez se señaló, dictada la Constitución Nacional, difícilmente un Juez Federal fuera a despachar un hábeas corpus a favor de un “pobre gaucho” a quienes lo mandaron a la frontera para terminar trabajando la chacra de algún Coronel, como se encarga de denunciar José Hernández en su  “Martín Fierro”. Con estos jueces federales, la letra de nuestra Constitución estaba de adorno, era para lucirla en el exterior, pero en el interior de nuestro país, no se aplicaba en su plenitud.

Precisamente, cuando la doctrina procesal penal denuncia el abismo existente entre la Constitución Nacional y los códigos procesales penales, y se denuncian las notables contradicciones que se advierten entre el programa Nacional y los procedimientos federal y locales, no se puede menos que reconocer la principal responsabilidad que ha tenido el Poder Judicial, con su tolerancia o mejor complicidad, para no mostrar la incompatibilidad legislativa en nuestra materia.

La elección de los jueces en nuestro país, ha venido permitiendo que lleguemos a tener un elenco de Magistrados que no han liderado la necesidad de reformar el sistema de enjuiciamiento penal, sino que como lo ha reconocido la actual CSJN, en el conocido fallo “Casal Matías”[6],  fueron dejando que la iniciativa en este tema lo asumiera el poder legislativo. ¡Como si no tuvieran el mismo compromiso con la Constitución Nacional, todos los integrantes del Poder, sea cual fuere la función que ocupen!


1. 3. El Consejo de la Magistratura
Se llega así con la reforma de 1994, a la adopción del Consejo de la Magistratura, sistema ya implementado en otros países, aunque con disímiles características que impiden su uniformidad[7]. En el artículo 114 de la Constitución Nacional se lo injerta, dentro de la sección tercera referida al Poder Judicial. No hay duda que se quería que lo integre, aunque no ejerza funciones jurisdiccionales. Se le encargan dos grandes funciones: la selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial de la Nación. Con la ley 24.937 que lo implementa, se pretende un sistema de concursos públicos, para que cualquier abogado que se considere apto, pueda anotarse a fin de acceder a un cargo de Juez. Debe rendir exámenes de oposición y ser evaluados sus antecedentes, en procedimientos sumamente discutibles, lentos y poco transparentes. De cualquier forma, el sistema ofrece la indiscutida ventaja, de que el aspirante encuentre un lugar donde anotarse para mostrar su interés por incorporarse al elenco de Magistrados, sin tener que acceder a algún despacho de un Ministerio  con la finalidad de lograr ser tenido en cuenta.

Sin embargo, sería ingenuo suponer que tales influencias no operen en el actual sistema. Por más concursos, por más controles que se pongan en el Consejo, cuando se quiere ejercer el poder sin respetar los mecanismos legales, ello de alguna manera se logra. No se trata de ser escépticos, sino simplemente de señalar la realidad en que se ejerce el poder, donde la formación ética del ciudadano, es la que define el respeto por la ley vigente o su burla. Claro que con estos mecanismos, es factible que la conducta reprochable quede al descubierto con mayor facilidad que anteriormente.

Según la mencionada norma constitucional (art. 114) el Consejo deberá estar integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Además, será integrado por personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley. Se refiere precisamente a la ley especial que lo regulará y que para ser sancionada, requiere la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara.

Precisamente la última reforma introducida se ocupa de modificar la composición del Consejo de la Magistratura, lo que ha recibido duras críticas de la oposición política, al denunciar que el objetivo perseguido era contar con un mecanismo que fuera funcional a la designación de jueces, amigos del gobierno[8].

Actualmente, el Consejo de la Magistratura de la Nación se conforma con tres jueces del poder judicial de la Nación, seis legisladores, dos representantes de los abogados de la matrícula federal (uno de los cuales debe tener domicilio en el interior del país), un representante del Poder Ejecutivo y un representante del ámbito académico y científico (profesor regular de cátedra de Facultad nacional), elegido por el Consejo Interuniversitario Nacional, con mayoría absoluta de sus integrantes.

Desde nuestro punto de vista, sea con la actual conformación o con la originaria, lo cierto es que la representación universitaria es mínima, frente a la participación de los demás estamentos convocados. La Convención Constituyente no ha sido feliz a nuestro criterio en la redacción del artículo 114, tanto por incorporar a los abogados y jueces a integrar el Consejo, como al dejar que el número sea fijado por la ley. No somos partidarios de que este Consejo, llamado a cumplir funciones de selección técnica (que también abarca -obviamente-, el compromiso intelectual del aspirante, con el Estado de Derecho) tenga entre sus miembros a representantes del propio cuerpo al que se van a incorporar. Los jueces actuales no tienen legitimación política ni académica que los habilite a participar en la designación de quienes serán sus futuros colegas. Tampoco los abogados, tienen más derecho a opinar respecto de los futuros jueces, que el que podría reclamar otros colegios profesionales universitarios, las cámaras empresarias o los sindicatos obreros.

Con el estamento universitario no hay dudas en su necesaria participación. Precisamente la Universidad, es la que mejor podría brindar un servicio de excelencia para examinar a los candidatos. Nos referimos, obviamente, a la Universidad pública y laica, sostenida por el Estado y al servicio de una educación superior, plural y accesible para la mayor cantidad de argentinos que quieran estudiar.

Por su parte, aunque los legisladores, tienen la oportunidad de hacer oír su voz al prestarle el acuerdo, cuando el candidato es propuesto por el Poder Ejecutivo, su participación en el Consejo se sostiene en la legitimidad política de su origen. Como fuere, la Constitución Nacional ha adoptado un sistema, que nos guste o no, es el que debemos respetar.

Similar situación a la vivida en la Nación, ha venido sucediendo en las provincias, aunque no siempre tengan un Consejo de la Magistratura en sus constituciones o leyes. Escapa a nuestras intenciones revisar lo ocurrido puntualmente en cada una de ellas, pero nos detendremos en Santa Fe, ya que es la que mejor conocemos y en la que nos toca actuar tanto académicamente como en el ejercicio de nuestra profesión de abogado.

Nuestra Constitución Provincial -que en este tema, como en muchos otros, reclama una urgente reforma-, no contiene la exigencia de que intervenga un Consejo de la Magistratura. El gobernador podría mandar su candidato, para que la Asamblea Legislativa le preste expresamente su acuerdo, lo que también puede ocurrir en forma tácita. Sin embargo, los últimos gobiernos provinciales, por simple decreto del Poder Ejecutivo, han generado mecanismos en el objetivo de transparentar la elección de los jueces y pretendidamente mejorar su nivel jurídico. En efecto, hasta que se dictara por decreto la creación del Consejo de la Magistratura, como órgano asesor del gobernador, éste nombraba a los jueces que lograban acceder a ser candidatos, de la mano de organismos e instituciones, no necesariamente democráticas. Se trataba en la mayoría de los casos de funcionarios que venían cumpliendo una suerte de “carrera judicial”, carente de normatividad, pero venerada por muchos magistrados que veían en ella la solución a todos los problemas de los “acomodos” en las designaciones. En consecuencia, el abogado comenzaba como empleado, luego era designado Secretario, posteriormente Defensor General o Fiscal y finalmente llegaba a Juez de primera instancia. Algunos superarían ese estadio para terminar como vocales de las Cámaras, donde se jubilarían, en muchos casos sin haber ejercido jamás la profesión de abogado.    

En menor cantidad, aparecen también quienes eran designados Jueces, sin haber comenzado aquella “carrera”, sino proviniendo de la matrícula profesional. Pero en todos los casos, ha sido una constante en nuestra provincia que en la designación de Jueces, se sienta la influencia de la Iglesia Católica. Claro que ella pudo existir en la medida en que el gobierno la quiso oír, suponiendo que si el candidato contaba con su padrinazgo, era garantía de “decencia” (concepto que englobaba valoraciones no sólo morales sino fundamentalmente ideológicas comprometidas con la derecha conservadora).

En otras oportunidades, siempre refiriéndonos a gobiernos constitucionales, fueron los abogados de poderosos sindicatos obreros, quienes tenían llegada al Poder Ejecutivo provincial y llevaban las listas de los jueces y funcionarios a designar, como ocurrió con la Unión Obrera Metalúrgica, durante el gobierno del Contador José María Vernet (también salido de sus filas). Más claro era todo lo que rodeaba a la designación de los Ministros de la Corte, ya que entonces el candidato era propiciado por los líderes de los partidos políticos que tenían presencia en la provincia, cuando no era el premio que el propio gobernador le daba a un ex colaborador suyo. Fueron muy escasos aquellos Ministros en quienes coincidieran su trayectoria y capacidad jurídica, con el respeto que pudieran tener del propio gobernador que los eligiera[9].

Lo concreto es que la elección de los Jueces en nuestra provincia, más allá de las condiciones personales y de la obvia formación ética que se presupone y debería descartarse, en el fuero penal especialmente, no ha sido feliz en materia de compromiso con la defensa de los postulados constitucionales. Una prueba de ello, es que nuestra provincia venga tolerando el funcionamiento de un sistema procesal penal, contrario a los dispositivos que consigna la Constitución Nacional, sobre todo a partir de la introducción de la defensa de los derechos humanos, que proviene del ámbito internacional.

          Santa Fe viene juzgando a acusados de cometer delitos, sin juicio           público ya que se mantiene el procedimiento escrito. Pero como si ello           fuera poco, hasta hace un tiempo, el mismo Juez que había llevado           adelante la investigación era quien lo juzgaba, de modo que su           imparcialidad había quedado gravemente afectada. Fue precisamente     el comentado fallo dictado en uno de los casos más resonantes del sur santafecino, donde la Corte Suprema de Justicia de la Nación,     anuló la intervención de la Cámara de Venado Tuerto que había    confirmado la condena, cuando antes había intervenido para validar el auto de procesamiento[10]. Sin embargo, muchas otras afectaciones al       debido proceso y a la garantía de la inviolabilidad de la defensa en      juicio, presenta nuestro sistema, donde -salvo honrosas excepciones-,    en general los jueces no advierten lo que aquí señalamos. Nos          referimos a que en todos los casos, se condena a los imputados sin respetar su derecho a la defensa, ya que se tolera que presten   declaración tanto en la policía como en los juzgados, sin que se         encuentre presente su abogado y obviamente, sin haber recibido        previamente su asesoramiento.
          Insistimos en nuestro análisis, en destacar la importancia que       adquiere desde el punto de vista político institucional el cumplimiento          concreto de las garantías de imparcialidad e independencia que un   Juez debe tener respecto de las partes; éstas, deberían asumir otro nivel de protagonismo en un procedimiento penal según Constitución.

Así como es fundamental, que antes de que ocurra el hecho, o mejor dicho, antes de que se anoticie su existencia, estén instituidos previamente los Magistrados que juzgarán el caso, es esencial que los mismos sean capaces de cumplir su función. Precisamente, a ello se alude cuando se habla de juez competente: un Juez capaz de resolver el conflicto que tiene atribuido, según las reglas que también deben estar previamente reguladas. En efecto, la fijación de las reglas de competencia, no es solamente una forma de distribuir el trabajo de los Tribunales, sino fundamentalmente asegurar que se cumpla la garantía del juez natural[11]. De allí que cuestionar la competencia de un magistrado, obedece regularmente a exigir el cumplimiento de aquella garantía, ya que la causa se ha radicado indebidamente en una sede que no corresponde. En el terreno antiético, donde anida la corrupción del poder mal ejercido, es donde se abonan las influencias que malos Magistrados se prestan a recibir para decidir en función de espurios intereses. En esa línea se adscribe la idea de que los nombramientos de Jueces debe recaer en “amigos” sin importar su capacidad, experiencia, especialización, trayectoria como abogado, o cualquier otro elemento que sirva para apreciar la idoneidad del candidato.

Insistimos en valorar que para combatir tales mecanismos deplorables que afectan a la democracia, aparezca el Consejo de la Magistratura, que se presenta como un eficaz colaborador al servicio del cumplimiento de la garantía del Juez Natural. No basta entonces con la designación previa del Magistrado, sino que es imprescindible que su elección no responda  exclusivamente a su coloración partidaria, a su vinculación con la Iglesia o con determinados sindicatos.

De allí que, para un funcionamiento correcto de la garantía del Juez Natural, que implica asegurar imparcialidad, impartialidad e independencia, en la tarea futura de juzgar las conductas que se lleven a su estrado, es preciso una organización del Poder Judicial que en forma transparente permita asignar las causas, a magistrados seleccionados por su capacidad y trayectoria[12].

El único compromiso que debe exigirse al Magistrado es, obviamente, el ideológico, para que sirva a la defensa del Estado de Derecho y se convierta en la principal garantía de defensa de la Constitución y sus principios.

Como dijimos, Santa Fe, pese a no contar aún con disposiciones constitucionales que impongan su funcionamiento, tiene creado por decreto del Poder Ejecutivo su Consejo de la Magistratura, que ha venido proveyendo de Magistrados al Poder Judicial[13]. Recientemente se ha producido una importante reforma, que implica una mayor limitación al poder de elección que tiene el Poder Ejecutivo, a la par que se mejora notablemente el mecanismo para aspirar a la excelencia de los candidatos[14]. En efecto, ahora sus dictámenes tienen carácter vinculante respecto de los componentes de la terna -no del orden de mérito-, con lo que el órgano supera el mero asesoramiento al gobierno, para cumplir una importante tarea política institucional, que –como veremos- no se agota en lo técnico.

Al modificarse su composición, se le da por primera vez en la provincia intervención a la Universidad y se eliminan a los representantes de la Corte Suprema de Justicia y de la Asamblea Legislativa. Los argumentos –que compartimos plenamente- consisten en el respeto a la división de poderes y en el hecho de que los legisladores ya tendrán su oportunidad de opinar a la hora de aprobar o rechazar el pliego que envíe el Ejecutivo.

Se mantienen a los Colegios de Abogados y de Magistrados y Funcionarios, tema sobre el que luego volveremos.

Mientras tanto, cabe señalar que el nuevo Consejo de Santa Fe, pretende el análisis de las condiciones del aspirante desde una doble perspectiva. El nivel científico del aspirante, a cargo de un Cuerpo Colegiado de Evaluación Técnica donde participan los representantes de los abogados, los jueces y la universidad; y la que llamaremos política, en el buen sentido de la palabra, para analizar el compromiso que se tiene con el Estado de Derecho, a cargo de un Cuerpo Colegiado Entrevistador. Este se integra con el Presidente del Consejo de la Magistratura y un representante de cada una de las dos Facultades de Derecho que dependen de sus respectivas Universidades Nacionales.

Es interesante el esfuerzo puesto en este decreto por evitar “los acomodos”, con el sorteo para cada concurso de los representantes de abogados, jueces y universidades, de listas que previamente estas instituciones deberán enviar al Consejo. En los concursos se evaluarán tanto los antecedentes,  como el resultado de la prueba de oposición.

Además, el sistema ofrece dos novedades singulares: la necesidad de que todos los aspirantes superen previamente un examen psicológico y además, una audiencia pública donde cualquier ciudadano puede participar remitiendo sus preguntas al Cuerpo Colegiado Entrevistador.

Hasta aquí, nuestra enorme satisfacción con un mecanismo que sin dudas persigue optimizar la selección de Magistrados en Santa Fe. La práctica dirá si funciona con la agilidad que se espera.

Sin embargo, tal como lo venimos señalando para la Nación, no compartimos la presencia de los abogados y de los jueces y hubiéramos preferido que la presencia universitaria fuera el fruto de convenios, donde sus representantes dediquen su tiempo completo a la tarea encomendada.

La idea de integrar a los abogados agremiados no es nueva, ya que desde antaño han ejercido su influencia[15]. Ello no modifica nuestro reparo a que tengan legitimidad, para intervenir nada menos que en la elección de los jueces. Entendemos que en nuestra provincia no es necesario seguir las directivas de la Constitución Nacional para generar un Consejo de la Magistratura local idéntico al federal, por lo que nuestra crítica tiene mayor sentido y es de esperar que la próxima reforma constitucional no siga esos pasos, en orden a su conformación. Los partidos políticos tendrán la  palabra.

Similar crítica merecen los jueces que, como corporación, tampoco tienen legitimidad política para decidir sobre el futuro candidato a integrar el Poder Judicial. Los Colegios de Magistrados nacen con objetivos de solidaridad y ayuda mutua entre sus miembros y carecen de objetivos de interés público que exceda sus límites internos.

El objetivo de contribuir al mejoramiento en general de la Administración de Justicia, como se suele llamar a la función del Poder Judicial, que contienen los estatutos de los Colegios de Abogados, no alcanza a cubrir la participación en la designación de los futuros jueces.

Si bien es cierto que los abogados, son los profesionales que están más directamente vinculados con la actividad de los jueces, ya que son intermediarios entre la gente y el poder, no se puede desconocer que, por su profesión tienen intereses singulares que no aseguran una correcta valoración de quienes luego serán los encargados de resolverles los pleitos en que intervengan.
Es probable que los abogados que litigamos, seamos quienes mejor conocemos a nuestros actuales jueces y a los colegas que pretenden dejar la profesión para pasar a las filas del Poder Judicial; sin embargo, este relativo conocimiento no nos otorga legitimidad para opinar sobre el candidato. El derecho a la selección del Juez, en nuestro sistema pertenece al pueblo del mismo modo que ocurre respecto de los demás integrantes del poder. Los abogados, que somos parte de ese pueblo, no recibimos por nuestro título universitario ningún mandato para opinar con mayor derecho que otras organizaciones intermedias.

Definitivamente, el objetivo de los Consejos es propender a mejorar la selección de los mejores jueces, pero para la sociedad en general, no para el colectivo de abogados de una circunscripción. Por lo demás, la eficacia de la tarea del Consejo, no puede depender de la que observen los Colegios de Abogados o de Jueces a la hora de la elección de sus listas, sobre todo si las mismas no son el fruto de una elección democrática de todos los afiliados. 

Por su parte, las Universidades del Litoral y de Rosario, cuentan con académicos de trayectoria y valía para brindar un excelente aporte, pero dudamos en que puedan cumplirse con eficacia si se tratan de colaboraciones “ad honorem”. Lo ideal es la conformación de cuerpos evaluadores estén integrados por académicos que dediquen todo su tiempo a la tarea y que obviamente no ejerzan la profesión de abogados. No parece muy ético que los abogados opinen sobre las cualidades de un candidato, cuando en el futuro tendrán que litigar en su juzgado. Entendemos que el profesor universitario, es quien mejor está en condiciones de analizar la formación intelectual, el compromiso ideológico con el Estado de Derecho, sus conocimientos jurídicos, filosóficos, y de otras disciplinas que no pueden estar ajenas en la formación de un Magistrado. No se trata de evaluar cómo ejercerá la profesión de abogado, sino si cuenta con las herramientas para permitirle resolver los conflictos que se le presenten, respetando el orden constitucional vigente.

Seguramente un candidato que ha ejercido la profesión activamente, tendrá un panorama mucho más enriquecedor para ofrecer al jurado, que aquél que limitó su vida exclusivamente a trabajar en el oficio judicial, como empleado o funcionario.

De cualquier forma, nuestro punto de vista, parte de considerar que por currícula, los docentes son los más aptos para actuar como jurados en la selección de jueces, sin descartar que también pudieran serlo abogados jubilados, que por su trayectoria se hayan distinguido en el ejercicio de la profesión. Lo que no es tolerable es que al futuro juez, lo evalúe para bien o para mal, aquel abogado que luego tendrá especiales relaciones de poder, al defender los intereses de sus clientes. Pensemos cuál sería la conclusión a la que arribaría el cliente de la parte contraria, al enterarse que el otro abogado fue quien como jurado propició el nombramiento del juez que tiene que fallar su caso.

Finalmente no basta reiterar que el análisis que hacemos no contempla los casos patológicos, de personas sin ética que sean profesores, abogados, jubilados o activos, que se presten a manejos para favorecer a determinado candidato. Frente a estas situaciones no hay sistema que podamos imaginar para que sea garantía de inexistencia de actos de corrupción. 


Hechas estas reflexiones, donde el análisis de las normas vigentes en nuestra provincia, intentan que se respete el cumplimiento del principio que nos ocupa, volvamos a él, para señalar algún otro peligro que lo amenaza.

Desde nuestro punto de vista, el principio de juez natural se puede llegar a desvirtuar gravemente, en esa distinción entre la persona del Magistrado y el órgano judicial, exigiendo la preexistencia solamente para el segundo y no para el primero. Esta disquisición, a la que se llega para solución de inconvenientes provocados por acontecimientos naturales (como lo pueden ser la muerte o la jubilación del Magistrado, así como su destitución política por mal desempeño en el cargo), permite que la nueva designación no altere su competencia, para el juzgamiento de causas que ya existían en esa sede.[16]

Es evidente que no es lo mismo el caso de la creación de un Tribunal especialmente para el juzgamiento de un caso ya ocurrido, donde entonces es posible que la elección de los Magistrados se realice teniendo en miras esa causa, a aquellos otros casos donde ya existía el órgano y se ha producido un cambio en la persona, por circunstancias no vinculadas a la necesidad del demorado juzgamiento. En estos casos las leyes orgánicas establecen sistemas de suplencias frente a Tribunales con vacantes, de modo que la decisión de cubrirlas por parte del Consejo de la Magistratura, deberá operar como un mecanismo más o menos automático.

Distinto es el caso de la creación de una nueva sede con personal de Magistrados que nacen conjuntamente con el órgano. Pareciera que en estos casos es más difícil aceptar, como en general lo hace la doctrina, que no se afecta la garantía de Juez Natural, cuando se les asigna abocarse a causas que ya existían en otras sedes. El colapso en que se encuentran las otras instancias judiciales y que se pretende eliminar con la creación de nuevos Tribunales lleva a que necesariamente se repartan causas para su juzgamiento, sin importar que a la fecha del hecho ni siquiera existían tales órganos. No se trata, entonces, de la designación de una persona para cubrir un cargo preexistente, sino directamente de la creación total del Tribunal completo para que se aboque a juzgar causas que antes iban a ser atendidas por otros. Esta situación, que se presenta como problema, sobre todo cuando se producen cambios importantes en la estructura del procedimiento penal, lleva a analizar con cuidado la solución que se propicia, desde el ámbito político. Somos partidarios de eliminar las sedes fijas, las llamadas “nominaciones”: aquellos juzgados donde su titular tiene una suerte de feudo con un territorio, mobiliario, Secretario y personal que de alguna manera le pertenecen. Preferimos la idea de un colectivo de jueces, a quienes se les adjudique en forma transparente las causas donde tendrán intervención.

De este modo -cuando se tratan de tribunales colegiados-, se dinamiza la actividad y se eliminan los liderazgos que  inevitablemente se producen; se hace más eficaz la actividad de los empleados y fundamentalmente se enriquece la jurisprudencia, con el aporte de todo el colectivo.  Por supuesto que, en tal organización, toda la actividad administrativa es cumplida por una oficina que gerencia la tarea a cumplir por los jueces, la cual, a su vez, se ve reducida a la estrictamente jurisdiccional.

En ese nuevo concepto, desaparece la distinción entre órgano (juzgado, nominación) y Magistrado designado, para que la garantía de “juez natural”, se satisfaga por la preexistencia del colegio o colectivo de jueces con una integración sumamente dinámica, donde incluso no existirá la necesidad de cubrir licencias, o vacantes. Serán todos Magistrados titulares de la misma función jurisdiccional, con la misma competencia funcional y trabajaran en la causa donde resulten sorteados, en la sala de audiencia que corresponda[17].

Sin embargo, la garantía del juez natural no se agota con el juez técnico -aquél que cuenta con su título universitario de abogado para acceder al cargo-, sino con la participación popular que implican los jurados legos.

Reconocemos que por cuestiones metodológicas, es posible ubicar al tema de los jurados, en el estudio de la garantía del juicio previo, que preferimos denominar debido proceso penal o como lo hacen otros autores, formando parte de la política criminal del Estado. Sin embargo, a riesgo de cometer un error en la sistematización que utilizamos, preferimos integrar al jurado en el concepto de juez natural, ya que –si existiera- sería un presupuesto fundamental en la tarea del juzgamiento de las causas criminales.

Coherentes con lo señalado en el capítulo primero, la política criminal no debería utilizar mecanismos que hacen a la forma de sentenciar, a la metodología del juzgamiento, para conseguir sus objetivos. Pareciera desnaturalizar la función de los jurados, imponerles cumplir con políticas criminales. Ellas deben motivar la actividad del Ministerio Público Fiscal, en tanto promotor de las persecuciones penales.

Como fuere y más allá de cuestiones metodológicas que refieren a la tarea académica de enseñar o de investigar, el jurado debe ser considerado como un principio fundamental instalado en nuestra Constitución para la resolución de los juicios penales, donde se puedan aplicar sentencias en hechos graves. Sobre todo cuando, como veremos, la postergación de la instalación del jurado convierte al “debido proceso” en sinónimo de “adeudado proceso”. Del deber ser, al adeudar, no hay una cuestión de utilización de verbos y juegos de palabras, sino todo un trasfondo ideológico, vinculado con quién debe atender la función de juzgar, que en definitiva es una de las formas de ejercer el poder político en el Estado.

En efecto, a partir de que en la Constitución Nacional se establece en tres artículos (24, 75 inc. 12 y 118) que se deben instituir en nuestro país, el juicio por jurados, ella es todavía una cuenta pendiente.  La polémica que genera este tema, divide a juradistas (entre quienes nos incluimos) que pretenden simplemente que se cumpla con la letra de la Constitución Nacional, contra antijuradistas, que con diversos argumentos justifican que el legislador común incumpla con su mandato. No hay dudas, que se esté a favor o en contra, la letra de la Constitución Nacional es lo suficientemente clara para que se dicten las leyes que lleven a permitir el operar de los jurados, como forma de participación directa del pueblo en la tarea de juzgar a sus pares. Insistimos en que más allá de la polémica desatada, respecto de las ventajas o desventajas que juradistas o antijuradistas, llevan adelante y mantienen con vigor digno de mejores causas, lo cierto es que el derecho positivo vigente manda al legislador que cumpla con instalar en el país el juicio por jurados. La norma, si bien programática, no puede ser desoída, y menos cuando en la última reforma constitucional de 1994, se la mantuvo vigente, siendo ella la ocasión para derogarla si es que existía voluntad política para ello, lo que como vimos no ocurrió. Por el contrario la Constitución Provincial de Córdoba ha incorporado a su texto, al sistema de Jurados, y el código procesal penal de esa provincia dando cumplimiento a su mandato, ha instituído una especie de jurado, que está funcionando en el proceso penal mediterráneo[18].

Siendo el juicio por jurados integrativo del principio de juez natural que presidirá el juicio previo, alguna vez la Corte Suprema de Justicia de la Nación podría llegar a nulificar procedimientos cuando los imputados hayan reclamado ser juzgados por sus pares, y la ausencia legislativa impida contar con tal garantía[19].


2. Principios que derivan de la política criminal adoptada por la Constitución Nacional:

2.1. Principio de legalidad o reserva.
Consustanciado con el derecho penal de acto, y no de autor como lo pretenden los autoritarismos, se encuentra la prohibición de punir conductas que no están previamente descriptas en la ley penal como constitutiva de delito, es decir tipificada. Mucho se ha escrito sobre el tema, y somos conscientes que todo el liberalismo penal parte de este principio fundamental para limitar el poder penal del Estado. No vamos a reiterar, en consecuencia, argumentos que son objeto de estudio en otras materias y ramas de la carrera de Abogacía estrechamente vinculadas a la que nos ocupa – como el derecho constitucional y penal-, sino simplemente advertir la importancia que en el nacimiento, desarrollo y finalización del procedimiento penal tiene este principio. Dicho de otro modo, como este principio influye en el ejercicio de la acción y  en la jurisdicción.

Es obvio que la primera manifestación que encontramos del principio de legalidad o reserva se presenta en los delitos cuya acción es de ejercicio público, donde debe adoptarse la decisión de iniciar la instrucción -es decir, investigación-  o directamente desestimar la denuncia o el anoticiamiento. Es que el hecho invocado para provocar el inicio de una persecución penal debe tener, por lo menos, apariencia de delito, de manera que se presente verosímilmente, conteniendo los elementos requeridos por alguna figura penal vigente. De allí que corresponda desestimar la denuncia  o archivar las actuaciones policiales cuando el hecho no encuadra en una figura penal, tal como lo admiten en general los códigos procesales penales. Lo mismo ocurre con el intento del Ministerio Fiscal al pretender llevar adelante una instrucción, siendo que los hechos no pueden encuadrar en un delito. Para ello, precisamente, estará la figura del Juez, actuando como filtro para impedir el avance persecutorio de un actor penal equivocado en su lectura de los hechos o en la aplicación de la dogmática penal.  No se trata –en estos primeros momentos investigativos- de pruebas suficientes o insuficientes, ni tampoco si se puede determinar primariamente un responsable para convertirlo en imputado, sino directamente si constituye delito un relato fáctico determinado: la respuesta por la negativa, dada por el Juez a instancia de la defensa o simplemente de modo oficioso, es la aplicación más cabal del principio de reserva o legalidad, para exigir el cumplimiento de normas constitucionales.

Luego, avanzada la investigación y descubierta con evidencia la ausencia de una figura penal donde encuadrar el objeto de la pesquisa, la correcta aplicación de este principio impedirá fundar una acusación. Si a pesar de ello, el fiscal insistiera en acusar, la defensa tiene en la llamada “etapa intermedia”, un momento específicamente habilitado para oponerse a la apertura del juicio. Finalmente, el principio de legalidad penal funcionará para absolver al acusado -rechazando la pretensión del Fiscal-, cuando el tribunal advierta la ausencia de tipicidad en los hechos probados. Por supuesto que también este principio ejercerá sus efectos, en las instancias que con posterioridad a la sentencia se habiliten. Incluso una modificación en la ley penal vigente, que importe la desaparición de la figura por la que se condenó, permitirá la admisibilidad y procedencia de un recurso de revisión para revocar la condena que ya estaba relativamente firme. Por lo que el principio de legalidad actuará, aún mediando la existencia de “cosa juzgada”, para beneficio del condenado.


3. Principios relacionados con el programa procesal de nuestra Constitución Nacional:

Sin perjuicio que en los capítulos respectivos volveremos al análisis de los principios que deben regular el procedimiento penal -que incluso ampliaremos con referencias a códigos determinados-, nos disponemos ahora a introducirnos en ellos para fijar algunos puntos de vista críticos, partiendo siempre de lo general, para llegar a lo particular.

3.1. Debido proceso penal (juicio previo):

Como sabemos el art. 18 de la Constitución Nacional establece que "nadie puede ser penado sin juicio previo". La mayoría de la doctrina, entiende que este juicio debe ser el antecedente de la sentencia, que a su hora podrá contener la pena.[20] Sin embargo, es posible otra interpretación de ese párrafo de la norma constitucional[21].

Como ya vimos precedentemente la tarea de desarrollar el juicio previo y el dictado de la sentencia le compete al Poder Judicial como consecuencia del modo de dividir las funciones del gobierno, tanto a nivel nacional como provincial. En consecuencia ni los poderes ejecutivos ni legislativos (nacionales o provinciales) pueden someter a enjuiciamiento y menos condenar penalmente. (C.N. art. 23 y 109).

Por lo tanto, al ser la pena siempre pública, su imposición sólo puede provenir de una sentencia que condene a una persona a su cumplimiento, sin que la misma pueda tener alguna posibilidad de componer privadamente para evitar su ejecución (lo que si ocurre en el ámbito del derecho privado).

Ahora bien, esa sentencia no necesariamente debe ser la consecuencia de que se resuelva un contradictorio, ya que bien puede haber acuerdo entre las partes respecto de la existencia del hecho, la autoría y culpabilidad del imputado e incluso sobre el monto de la pena que le correspondería sufrir. En esos casos, donde ha desaparecido la contradicción, en realidad no podemos hablar de juicio en el sentido procesal del término; sin embargo, no se afecta el dispositivo constitucional, ya que en la redacción del artículo 18 que nos ocupa, la voz “juicio” puede ser equiparada a sentencia, y no a “proceso”; con lo que la lectura de dicha norma exigiría siempre que la pena sea consecuencia del dictado de una sentencia, pero ésta a su vez no siempre lo sea como fruto de un “juicio” en el sentido dialéctico que implica la superación del contradictorio entre las partes, sino en algunos casos la homologación del acuerdo al que arribaron las partes.[22]

Digamos finalmente que el principio de Juicio previo, ya no como sentencia sino como proceso, como “debido proceso” es el que trabaja el modelo acusatorio, ya que no puede ser de otro modo al  estar directamente relacionado con el Jurado en materia criminal. La pena pública que impone el Estado, mediante la sentencia de un Tribunal, debe primero reconocer el pedido de los órganos habilitados para ejercer la acción concretando su pretensión punitiva, sea público (Fiscal) o privado (querellante). Un esquema de juicio acusatorio, deberá entonces exigir que la jurisdicción se motorice a partir del obrar del actor, único que con su instancia puede llegar a provocar el contradictorio en oportunidad en que su pretensión es rechazada expresa o tácitamente, por la parte acusada.[23]

De manera que en todos los códigos procesales penales del país se debería regular un juicio público, donde a instancias de partes se produzca la prueba, frente a un Tribunal completamente imparcial, impartial e independiente, que luego de cerrado el debate dicte su sentencia que resuelva el conflicto discursivo planteado.

Pero más allá de que tal proceso no existe en aquellos esquemas inquisitivos donde los Jueces pueden y hasta consideran que deben involucrarse con la prueba supliendo la actividad de las partes, lo cierto es que el incumplimiento al mandato constitucional no nos debe extrañar. Razones de diferentes culturas e ideologías, permiten esta notable contradicción entre lo querido por la Constitución Nacional y lo regulado por los códigos procesales penales.

Se explica entonces, que preferimos denominar “debido proceso penal”, al principio que estamos analizando, ya que no necesariamente será sinónimo de la voz juicio, entendida como debate. Es fundamental entender, que la Constitución reclama solo que como precedente de una condena, exista una sentencia (otra acepción de la voz juicio) que a su hora podrá ser la consecuencia de un proceso (debate contradictorio sinónimo de la otra acepción de juicio) o de un acuerdo de las partes (procedimiento abreviado). En ambos casos, habrá sentencia que imponga la pena[24].

3.2. Estado de inocencia

A partir de que la sentencia queda firme, o sea lo que se conoce como “pasar a tener autoridad de cosa juzgada”, nace el carácter de culpable en quien ha sido condenado, el que hasta ese preciso instante era considerado y tratado como si fuera inocente, para algunos efectos jurídicos.

En rigor desde nuestro punto de vista el carácter constitutivo o declarativo (para el caso es lo mismo) que tiene una sentencia -sea en el fuero penal, civil, laboral etc.- no hace sino seguir trabajando con ficciones. En efecto, la culpabilidad o inocencia, respecto del hecho que se alega como existente, transita por carriles que le son ajenos al derecho[25].

Como adelantamos, por mandato constitucional se considera que para poder aplicar una condena es imprescindible transitar primero por un debido procedimiento. Luego del mismo, vendrá una sentencia que declare la culpabilidad y aplique la pena. Ahora bien, durante el procedimiento al imputado se le brinda un tratamiento especial, ya que por la situación crítica que vive se lo resguarda jurídicamente, convirtiéndolo en un sujeto incoercible (que no puede ser presionado para que colabore con la investigación o con el juicio), que no puede ser obligado a demostrar su inocencia; ya que como sostiene la doctrina constitucional, se lo considera inocente. Este estado de inocencia, que se pretende adjudicarle al imputado, tiene significativa importancia en cuanto a las consecuencias que procesalmente derivan y porque importa un verdadero límite al poder del Estado.

Si bien la doctrina habla de presunción de inocencia, o mejor de “estado de inocencia”, como lo llama Alfredo Vélez Mariconde[26], nos parece más adecuado enmarcar tal situación del imputado como una ficción: la ficción de inocencia, del mismo modo que cuando resulta condenado, se tratará de la “ficción de culpabilidad”.

Dicho esto, debemos ahora detenernos un poco sobre esta cuestión de de las ficciones. Son fundantes, porque sobre ellas se edifica, se construye el orden jurídico.  Ellas son necesarias para el sistema jurídico, porque sin las mismas es imposible hacer funcionar -en el caso que nos ocupa-, a las garantías que son su consecuencia. Decimos que son ficciones en el buen sentido de la palabra y conscientes de la tendencia peyorativa que el uso del lenguaje les adjudica. Podrán o no coincidir con la realidad; pero, para el propio imputado que se confiesa autor, para los testigos que lo señalan en tal sentido, es evidente que la consideración de inocente que hace el orden jurídico se relativiza, por no decir que se contradice. Por eso no hablamos de verdad, sino de una consideración jurídica que como tal debe ser ficcional. Lo mismo puede suceder en hipótesis diversas, cuando el imputado niega su autoría e insiste en su inocencia a lo largo del procedimiento. Pese a la condena, él puede seguir sosteniendo aquella inocencia que jurídicamente ha sido destruida y quedará así, de no mediar un recurso de revisión posterior. Con lo que las categorías jurídicas, al partir de ficciones, nada tienen que ver con el orden óntico de cómo ocurrieron en verdad los hechos; si es que en rigor ocurrieron.

Lo importante de la ficción es la contribución que hace al valor seguridad. Probablemente la primera ficción la constituye el contrato social que da lugar a la explicación sobre el origen del Estado de Derecho. Otra cuya importancia para el sistema es evidente, refiere a la ficción de las elecciones, donde la mayoría del pueblo, es la que tiene derecho a decidir, para dar lugar a la realización de la democracia. Que el derecho se presuma conocido por todos, conforma una ficción imprescindible, sobre todo en el ámbito del derecho penal.[27]

Entonces, no es que el imputado sea inocente durante el proceso, ni que se lo presuma o se lo repute inocente, o -desde otro punto de vista- no se lo considere culpable.; sino que, en definitiva, para el orden jurídico a las personas se les da un “status” como si ya estuviera comprobada su inocencia: debe ser tratada como inocente hasta tanto no se la condene. Por ello es que con Julio B.J. Maier es lícito afirmar que el imputado goza de la misma situación jurídica que un inocente. Es un punto de partida de fuerte raigambre ideológica y política, basado en el pensamiento liberal. El fascismo, por el contrario, lo critica considerando que quien es perseguido penalmente se lo presume culpable y no inocente. En tal sentido, no nos parece correcto hablar de presunción de inocencia, porque en eso tiene razón la crítica que acotamos. Así, preferimos hablar de la “consideración de inocente”, como una ficción que permite derivaciones fundamentales en materia procedimental.

A ellas nos vamos a referir, con la significación que para el procedimiento penal tienen, no sin dejar de advertir que por el sólo hecho de tratarse de una persona, antes que su consideración ficcional de inocente, merece el respeto que su dignidad le otorga.

En este tema de la ficción de inocencia, se establece el punto de separación que nos impide compartir la concepción de muchos penalistas, que se apoderan de nuestra materia como si fuera territorio propio. El ámbito del derecho penal, tal como lo entendemos académicamente, no necesita de esta ficción. En todo caso, parte siempre de abstracciones donde se analiza la conducta de quien comete una acción, típicamente antijurídica y culpable. Los doctrinarios penalistas no necesitan preocuparse por el sujeto y su verdad, tema que será motivo de los discursos que se produzcan en el proceso.

Veamos entonces, las consecuencias que se derivan de esta ficción jurídica, construida a partir del reconocimiento epistemológico de que el alegado objetivo de descubrir la verdad no se logre en el procedimiento penal[28].

3.2.1. La carga probatoria:       
La primera consecuencia de esa situación tan especial del imputado, se refiere a la carga probatoria.

En el modelo adversarial o acusatorio, le corresponde exclusivamente al actor, al órgano de la acusación, (Fiscal o querellante) cargar con la responsabilidad de probar la culpabilidad del imputado. No tienen por qué existir diferencias en materia de procedimientos civiles, siempre y cuando allí no se opte por otros modelos procedimentales, que admiten cierto activismo probatorio en cabeza de los jueces. En materia procesal, toda alegación de la parte -salvo excepciones puntuales- debe ser probada por la misma.

La garantía constitucional que examinamos, determina que al imputado no le compete probar su inocencia; lo que no quiere decir que no lo pueda hacer. En consecuencia, quien lo acusa debe destruir ese estado de inocencia creado -reiteramos, como ficción- mediante pruebas que lo incriminen.

La carga probatoria del actor, comprende todos los aspectos referidos al objeto del procedimiento. Desde la existencia del hecho, pasando por recorrer los distintos segmentos en que analíticamente se acostumbra a dividir desde la teoría al delito (la acción, la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad). Esto quiere decir que el Fiscal -o en su caso el querellante-, no sólo tendrán que probar que el hecho existió y que lo cometió el imputado, sino también (por ejemplo), que es imputable, es decir que comprendía la criminalidad del acto y podía dirigir sus acciones[29].

La regla general es que quien acusa deba probar, pero sin embargo, en el procedimiento penal  que todavía tenemos en Santa Fe y en muchas otras sedes judiciales, el modelo inquisitivo pretende que esa tarea sea asumida por el juez, dándole directamente la función de instructor (como cuando le otorgan facultades autónomas), para disponer la producción de pruebas; de allí la inconstitucionalidad de ese modelo, donde se confunde la figura del Juez con la del actor o defensor, que se paga con la falta de imparcialidad.
         
3.2.2. In dubio pro reo:
Otra derivación del estado de inocencia, es que ante la duda, el juez debe resolverla a favor del imputado. Se exige que la sentencia de condena solamente pueda dictarse basada en la certeza del tribunal en lo que refiere a los aspectos fácticos. Es que, como se trataba de destruir esa ficción jurídica de inocencia -creada por la ley-, ello sólo puede ocurrir, cuando exista certeza para conseguirla. Cuando no se ha logrado, se impone la absolución, sea porque existen dudas o porque se ha llegado a la evidencia de la inocencia.

Modernamente hay una tendencia a que este principio funcione anticipadamente al momento de la sentencia[30]. Mientras subsista el auto de procesamiento, es posible que el juez advirtiendo una situación de duda que además, no ve posibilidad de despejar en el futuro, la haga jugar a favor del imputado y prefiera no dictarlo, para evitar que el procedimiento avance a una evidente absolución. De cualquier forma, son casos excepcionales, donde sea razonablemente posible hacer ese pronóstico de futuro, porque de lo contrario le estaríamos adjudicando al juez ciertas dotes de adivino, que por supuesto no posee.

Sin embargo, el anticipo de la aplicación del principio para favorecer al imputado, aparece claramente en los modelos acusatorios, a la hora de decidir la formulación de una acusación. Aquel Fiscal que reconozca la existencia de dudas sobre la autoría o participación del imputado, no puede producir una acusación que permita la apertura del juicio. Precisamente su trabajo en la investigación es para despejar toda duda y llegar a la certeza.  Más tal situación no puede conducir a cerrar definitivamente la causa, como ocurriría con el sobreseimiento, sino simplemente a que el propio Fiscal disponga un archivo, ya que no ha conseguido el material probatorio que permita demostrar con certeza que el acusado merece la condena. Es tan evidente que un Fiscal, reconociendo la duda, no puede acusar pidiendo una condena, porque estaría exigiendo una ilegalidad de parte del tribunal.

Por otra parte, si el Fiscal llegó íntimamente a la certeza, pero no ha conseguido la prueba que permita demostrarla en el juicio estamos en la misma situación, donde no deberá acusar. Esto vale también para el acusador particular. Es que el juicio no está programado para descubrir que ha pasado, lo que debió ser descubierto en la etapa anterior.  En todo caso, es para que el Tribunal se forme certeramente la convicción necesaria para condenar.

Cuando un Fiscal formula una acusación, debe afirmar con certeza los extremos en que se funda. De lo contrario si reconociera que acusa pese a la existencia de la duda, estaríamos frente a una requisitoria irregular, pasible de ser atacada por la defensa, incluso en la audiencia preliminar que los códigos modernos deben arbitrar como intermedia. De esta manera vemos que el tribunal aplicando este principio constitucional, puede y debe rechazar la requisitoria y proceder a dictar el sobreseimiento. En esas condiciones no se puede justificar la apertura de un juicio. Insistimos que las aperturas de los juicios, deben presuponer un actor convencido de la autoría y culpabilidad del acusado, resulta intolerable acusarlo pese a tener dudas. Es más, es preciso que toda la investigación se practique sobre esa idea fundamental, ya que no sería legítimo, llamar a indagatoria “por las dudas”, procesarlo pese a las dudas, disponer una prisión preventiva en un caso donde se reconoce la existencia de dudas sobre algún aspecto del delito o su autoría. Por supuesto que hablamos de dudas razonables y además, donde con claridad se advierta que el panorama probatorio difícilmente se vaya a modificar en el futuro, tal como antes lo mencionábamos.

Las dudas que surgen de los elementos reunidos en la investigación, por aplicación del principio que nos ocupa, siempre favorecen al imputado, no siendo preciso tener que esperar a la sentencia al final del juicio, para su reconocimiento, cuando ella ya está presente en los comienzos.

En el nuevo código procesal penal para Santa Fe, se pretende que este principio se aplique en cualquier momento, pero con una incorrecta técnica legislativa se alude a las instancias del proceso, siendo que la norma también se dirige al Fiscal, quien como lo dijimos precedentemente puede no acusar, por el beneficio de la duda y en tal caso técnicamente no habría proceso. Esta idea no es compartida en doctrina, donde todavía se considera que el in dubio pro reo es exclusivamente para los jueces en las sentencias, porque parten de que la certeza es requerida exclusivamente en ella.[31]

Como sabemos, el principio in dubio pro reo además de ser una consecuencia del estado de inocencia, posee una importante raigambre política, desde que a toda la sociedad le interesa que se condenen solamente a los culpables y para ello es necesaria la certeza. Desde antiguo se afirma que es preferible un culpable absuelto, antes que un inocente condenado.

Entendemos que en los tribunales colegiados, la presencia de la duda en el discurso de uno de sus miembros que propicia la absolución, debería impedir la condena. No nos convence que se “alcance la certeza”, por la suma de las voluntades que conforman la mayoría. El tribunal pluripersonal, debe alcanzar plenamente la certeza necesaria para fundar la condena. Que la mayoría piense diferente, no puede alterar el principio “in dubio pro reo”, que no se supera por cuestiones ficcionales de aritmética sumatoria. El voto minoritario, instala la duda y ella no desaparece porque los otros lo superen en número, desde que la certeza no es cuantificable, no es mensurable. En consecuencia, lo lógico es que para condenar se necesite la unanimidad de todos los jueces que componen un tribunal, para jerarquizar entonces, el funcionamiento de éste principio constitucional y limitar aún más, la posibilidad del error judicial. Lo dicho también vale, para el caso de los veredictos de los jurados.

         
3.2.3. Incoercibilidad del discurso:
Otra repercusión fundamental de la inocencia con que ficcionalmente se trata al imputado, es la vinculada a su discurso. Sin perjuicio de que lo tratemos en su momento con mayor profundidad, destaquemos que por abstenerse de declarar no se puede presumir en su contra. Además el sujeto imputado es incoercible en lo que hace a la producción de su declaración, es decir no se lo puede obligar, coaccionar, y menos apremiar.

Desde nuestro punto de vista, insistiremos en que esta garantía se cumple una vez que el imputado informado de su existencia, ha decidido declarar o abstenerse. Si decide guardar silencio, no podrá ser coercionado para que cambie de opinión y declare. Su silencio no podrá ser interpretado como indicio de culpabilidad.

En cambio, entendemos que cuando el imputado ha optado por prestar declaración, no obstante el derecho que la ley le otorga de abstenerse de hacerlo, está renunciando a ejercerlo y no vemos inconveniente alguno a que entonces, preste formal juramento de decir verdad.

Esta coerción, que solamente se queda en el plano moral, al no existir el delito de perjurio para el imputado que mienta, de ninguna manera afecta la garantía de abstención de declarar, ya que ella funciona antes de que decida declarar y para permitirle ejercer la opción. La doctrina y jurisprudencia en general, le dan un alcance mayor, extendiéndola a la propia declaración que entonces toleraría la mentira sin ninguna consecuencia.

Resulta ética y políticamente inadmisible, que la ley reconozca el derecho a la mentira[32]. Además en la práctica judicial no funciona como tal, ya que si el imputado decide declarar y luego se descubre que ha mentido, ello será valorado en su contra y constitucionalmente nada lo impedirá. Incluso puede conformar un elemento que a la hora de la individualización de la pena, conspire contra el condenado. Su actitud posterior al delito, como lo expresa el art. 41 del Código Penal, podrá ser considerada disvaliosa por la mentira ensayada en su declaración. La jurisprudencia en general así lo ha considerado, sobre todo cuando al mentir se intenta involucrar a personas inocentes, para eludir la propia culpa. Insistimos en el error de no admitir el juramento cuando el imputado ha optado por declarar y no guardar silencio. La prohibición se reduce exclusivamente a no obligarlo a optar por declarar, pero hecha la opción debe asumir que su declaración, hecha ante un Tribunal, en una causa penal, reclama seriedad y responsabilidad, del mismo modo en que se le exige a los testigos y peritos. 
         
3.2.4. Excepcionalidad de las medidas de coerción:
Finalmente, derivado del estado de inocencia las medidas de coerción personal serán excepcionales y sólo para asegurar que no existan riesgos en cuanto al éxito de la investigación y la eventual aplicación de la pena. Como lo anticipamos precedentemente, estos temas serán motivo de un abordaje especial en el capítulo pertinente (XI). Así lo exige el abuso que con la prisión preventiva se hace, convirtiendo al imputado en un verdadero preso sin condena.

Digamos anticipadamente, que la problemática de la prisión preventiva prolongada en el tiempo, pone al desnudo las fallas de un sistema hipócrita que en la práctica desnaturaliza lo que debería ser una medida cautelar, convirtiéndola en una pena más grave, que la que eventualmente será consecuencia de la sentencia que se dicte. Ya tendremos oportunidad de analizar todo lo relacionado con la aplicación de las medidas de coerción, que constituyen en la práctica, el claro ejemplo de pretender bajar líneas de políticas represivas, utilizando instrumentos procesales.

Cuando se pretende que todos los imputados queden presos durante el proceso y encima, tal situación se prolonga en el tiempo, la prisión preventiva deja de ser excepcional y ataca directamente la ficción de inocencia. Precisamente la queja que a diario escuchamos en los medios de comunicación, es que “los violadores”, “los ladrones”, “los secuestradores”, etc…, no pueden “entrar por una puerta y salir por la otra”. Ese sonsonete, parte de una premisa que se toma como verdad absoluta: considerar al imputado de un delito como al autor, culpable y ya condenado, cuando tal afirmación, muchas veces desestimada, implica no reconocer la ficción de inocencia que lo acompaña en resguardo del error que puede cometerse, anticipando una sentencia no dictada.

De cualquier forma, hay que reconocer que este problema desaparece si el sometimiento en prisión preventiva es escaso en el tiempo y enseguida que ocurre el hecho se comienza con la audiencia del juicio y se dicta sentencia[33].


3.3. Principio de defensa.

Como sabemos, según nuestra Constitución Nacional la defensa en juicio es inviolable (art. 18). Una  norma similar contiene, en su art. 9, la Constitución Provincial de Santa Fe.

Importa ahora bajar al plano procedimental penal para advertir que en relación al imputado el principio se traduce, tal como lo ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, en el derecho a ser oído, ofrecer prueba, controlar su producción, alegar sobre su mérito, y finalmente impugnar toda resolución jurisdiccional que le ocasione un agravio. De modo que en todo procedimiento penal, donde se niegue alguno de los cinco aspectos en que puede dividirse el tema, se considera afectado el principio de defensa y en consecuencia por inconstitucional, puede ser afectada su validez.

El derecho a ser oído, o sea el derecho de audiencia, se contempla en tanto se regula la posibilidad de la declaración del imputado (llamada indagatoria en la mayoría de los códigos), en forma libre y contando con el previo asesoramiento jurídico de su abogado defensor. En realidad, esa tarea de asistencia técnica que cumple el defensor, debería ser aceptada en todo el transcurso de la declaración que preste. En general, los códigos –superada la etapa donde el imputado ha decidido prestar declaración-  prohíben que pueda consultar a su abogado, sea frente a una pregunta o simplemente porque tiene razones para hacerlo en plena declaración.

Para que pueda ejercerse tal derecho, es imprescindible que previamente sepa cuál es el hecho que se le atribuye, ya que nadie puede defenderse sin saber exactamente de qué se lo acusa.          Luego implica conocer también la requisitoria fiscal incriminante y/o la acusación de la parte querellante.

                  El derecho a ser oído supone además contar con tiempo previo para preparar su discurso, tal como lo establece expresamente el Pacto de San José de Costa Rica (art. 8 . 2) inc. c).  Por otra parte cierra coherentemente tal derecho, con exigir que quien lo escuche sea un interlocutor válido sólo constituido por el Juez natural, competente y rodeado de la garantía de imparcialidad; no por otro cualquiera.

                  El derecho a ofrecer prueba, que puede ejercer tanto el imputado como su defensor técnico, lo será sin perjuicio de que no es ni una carga procesal, ni una obligación de confirmar su discurso, salvo excepciones que confirman la regla del “onus probandi” que como sabemos siempre corresponde al actor penal. Este derecho está sujeto, como todos, a reglamentaciones procedimentales de manera que solamente puede ejercerse en el tiempo y modo adecuado. Debe también respetar la pertinencia de la prueba y su procedencia legal, temas que se estudian en general en derecho procesal civil, sin perjuicio de que en su momento los abordemos.

                  “Controlar la producción”, se refiere a toda la ofrecida, tanto por la propia parte como por la contraria, de acuerdo a la comunidad de la prueba introducida al procedimiento. Supone que se tenga la posibilidad de estar presente en el momento en que se produce, es decir cuando declara el testigo o cuando se va a realizar el peritaje, o cualquier medida probatoria que tenga carácter definitivo o irreproductible. Se trata de verificar la documentación escrita que de los dichos del órgano de prueba se haga, así como de la legalidad formal de su incorporación a la causa (juramento, identidad, etc.). Este aspecto del derecho de defensa, requiere de nuestra especial atención, porque en la sistemática del escriturista código procesal penal de Santa Fe, fue permanentemente violado con el tratamiento que la producción probatoria ha tenido y todavía tiene, durante la etapa instructoria.

                  Alegar sobre el mérito de la prueba ya producida, en realidad vuelve a integrar el derecho a ser oído; claro que con referencia a la valoración que merece la prueba colectada. Se trata de argumentar consideraciones valorativas, respecto de pruebas que se trajeron al procedimiento, para confirmar hipótesis de las partes o en el caso del propio Tribunal, que inconstitucional y oficiosamente las dispuso. Cuando se ejerce tal derecho a merituar la prueba, se está tratando de realizar una suerte de proyecto de lo que será la sentencia: se realiza una crítica, donde el defensor se pone en el lugar del Juez, para recorrer las pruebas reunidas, analizando valorativamente las que le convienen a su posición parcial que ocupa. También tal derecho, será regulado por el procedimiento, para darle su lugar y modo de realización.

                  Por último, el derecho de defensa se integra con la posibilidad de impugnar decisiones del Juez o Tribunal. Se trata de considerar que toda impugnación que se realiza supone la defensa en tanto y en cuanto lo resuelto le produce un agravio. El impugnar es considerado de modo amplio, por lo que no se reduce como veremos oportunamente a interponer recursos, sino también a excepcionar, ejercer acciones e interponer incidentes para conseguir la invalidación de actos procesales cumplidos irregularmente. La impugnación puede hacerse ante el mismo órgano que dictó la resolución (auto, decreto o sentencia), o ante otro Tribunal o sea de superior instancia. Se basta con la posibilidad legal de algún medio impugnativo a disposición del imputado, con lo que frente a las sentencias dictadas por tribunales colegiados de instancia única, lo será con el recurso de casación o por inconstitucionalidad.

Es también en rigor otra derivación del derecho a ser oído. De modo que siempre es posible la reducción del derecho de defensa simplemente al derecho de audiencia, ser oído para ejercer la defensa material o técnica, para ofrecer prueba, para poder controlar su producción, para merituarla o definitivamente para impugnar cualquier resolución; siempre sujeto a la reglamentación procedimental que, lejos de desvirtuar el principio de inviolabilidad de la defensa en juicio, asegure su cumplimiento en las formas y tiempos que estén previstos en los códigos rituales.

Digamos finalmente que el derecho a que se respete la inviolabilidad de la defensa, abarca no sólo al imputado, sino también al actor penal, claro que con características puntualmente diferentes. Como veremos en su momento, las particularidades de la ficción de inocencia y de las demás garantías que se encuentran al servicio del imputado, le brindan una situación especial, producto de la crisis en la que se encuentra involucrado, ante la expectativa de sufrir nada menos que una condena penal.


4. Los principios procesales

4.1. Introducción.
Al inicio de este capítulo, vimos el significado y la repercusión que tiene el establecer principios. En efecto, los mismos siempre responden a una ideología, que es imprescindible analizar para comprender por dónde pasa o hacia dónde se dirige la política de quien detenta el poder.

Es así que el legislador -de modo expreso o implícito-, va programando, dibujando; en definitiva: optando por el procedimiento que nos va a regir; de esta manera, va a establecer quién iniciará el proceso hasta determinar cuándo terminará, pasando obviamente por múltiples mecanismos que gobernarán los debates; es que, justamente, nos estamos refiriendo a las pautas de un verdadero proceso tal como lo concebimos[34].  Por lo tanto, si lo que se pretende regular es ello y no un mero procedimiento, deberán trazarse las líneas fundamentales que -respetándolas-, lo harán posible: de modo en que, en caso contrario  (si se apartan de ellas), no habrá proceso. Habrá un procedimiento, pero no proceso.

Para quienes defienden la vigencia de una teoría general del proceso que permita explicar el fenómeno sin diferencias ( ya sea en materia civil, laboral o penal), es posible encontrar principios comunes cuyo respeto garantiza la preservación del mismo.

De allí que en este tema es donde mayor distancia tomamos del pensamiento de Alfredo Vélez Mariconde, para quien los principios del proceso penal son el de oficialidad, verdad real e inviolabilidad de la defensa. Los dos primeros lo toma de la doctrina italiana de la época (Manzini y Massari), a quienes critica por no jerarquizar al de inviolabilidad de la defensa, que con “igual dignidad científica y no como un derivado secundario debe ocupar un lugar prominente”[35]

Nos parece más coherente con nuestras ideas, seguir el recorrido que traza el Profesor Adolfo Alvarado Velloso, porque adherimos en parte a su clasificación de principios, entre los que exige los siguientes:  
1.  La igualdad de las partes litigantes; 2. la imparcialidad del juzgador;  3.  la transitoriedad de la serie;  4. la eficacia de la serie.   

Analizaremos cada uno y los trataremos de relacionar con el proceso penal que tenemos.


4. 2. El principio de igualdad de las partes
En todo proceso contamos con la presencia de dos sujetos que sostienen posiciones antagónicas respecto de una misma cuestión. Los mismos se encuentran en pie de igualdad del mismo modo que se consagra el derecho de igualdad ante la ley: entonces en el proceso implica paridad de oportunidades y de audiencia. Así erradicamos las situaciones de desventaja o privilegio en la actividad de cada parte porque  el juez no puede aplicar un tratamiento desigual para con ellas.

Un claro ejemplo de violación de este principio se presenta en todos los procedimientos instructorios a cargo de Jueces, ya que en una suerte de raro consorcio con el actor penal, lleva adelante la investigación y colecta probatoria. Por supuesto, para el Fiscal no rige el secreto del sumario, que se le impone al imputado. ¡No hay igualdad, si el Juez trabaja para el actor!

En general, este principio llamado de “igualdad de armas”, es desconocido por el modelo inquisitivo, y en el llamado “mixto”, aparece formalmente respetado en los plenarios orales, hasta que los jueces ejercen sus facultades oficiosas para traer pruebas en aquellos códigos que las contemplan.

La alegada situación de desigualdad que a veces se contempla respecto de una de las partes, para justificar la intromisión activa del Juez es una falacia porque, en todo caso, lo que corresponde es mantener esa igualdad de armas, pero no a costo de reemplazarla en su función de parte, desnaturalizando la propia.


4. 3. Principio de imparcialidad del juzgador
El juez con autoridad para procesar y sentenciar el litigio, no sólo debe responder a la categoría de “juez natural” ya analizada, sino que debe ostentar en su calidad de autoridad, el carácter de tercero. Esto significa que no puede colocarse como parte (actor o acusador, ni defensor del acusado, además de juez), por lo tanto es impartial; y  tampoco puede exhibir un interés subjetivo en el resultado del litigio (es, por tanto: imparcial); todo con la independencia imprescindible que exige la tarea de juzgar sin subordinarse a ninguna de las partes. 

La falta de respeto a este principio, se encuentra plasmado con evidencia en la figura del Juez con facultades investigativas autónomas -tanto el de Instrucción como el Correccional-, así como aquellas otorgadas al Tribunal del plenario durante la apertura de la causa a prueba, como las llamadas para “mejor proveer”, toda vez que el Tribunal se involucra en el tema probatorio, está perdiendo su lugar de impartialidad e imparcialidad, para suplir la labor que le corresponde a las partes. Ello es obvio, porque siendo el debate un método dialéctico, cuando se apuesta a la producción de determinada prueba, se lo hace a partir de determinada tesis o hipótesis que interesa confirmar -y precisamente esta tarea de formularlas y confirmarlas es de las partes-; constituyéndose el Juez, exclusivamente, en encargado de la síntesis que elaborará en la sentencia.

El derecho a contar con un Juez imparcial,  está receptado por el derecho internacional y adquiere jerarquía constitucional cuando se incorporan los pactos (art. 75 inc. 22 CN)[36]. A raíz del trabajo que sobre el concepto de imparcialidad han realizado los tribunales internacionales, se han ampliado notablemente sus límites. Modernamente a la imparcialidad se la ve desde dos puntos de vistas: el subjetivo y el objetivo: el primero refiere a que la persona del Juez concreto que le toca intervenir,  no tenga prejuicios que se revelen en su forma de pensar sobre temas relacionados con la cuestión a resolver. El segundo, se relaciona con el análisis también de la persona del juez, para determinar si realmente ofrece garantías que impidan dudar de su actuación imparcial. De manera que si objetivamente existen elementos que hagan razonable desconfiar de la actuación del Juez, se afecta la garantía de imparcialidad. Es que como lo han expresados los tribunales internacionales, “lo que está en juego es la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática”.[37] 

Los códigos procesales penales, contemplan las causales para que proceda la excusación y la recusación del Magistrado, cuya imparcialidad se cuestiona. Lo hacen en general, en forma cerrada. Sin embargo la jurisprudencia admite con mayor amplitud la posibilidad de recusar al Juez cuando aparecen elementos que comprometen su imparcialidad. Ello aunque la situación invocada no esté contemplada expresamente en el texto del código procesal penal.[38]

La tendencia correcta es dejar de lado aquellas enunciaciones cerradas, donde la norma establece cuáles son las causales de procedencia de la recusación, pues  la realidad siempre supera las previsiones legales.

Por otra parte, siendo la imparcialidad un derecho de las partes -sobre todo del imputado-, tendría que permitirse la recusación del Juez que no ofrece esa garantía, sin necesidad de tener que expresar y probar la causa. Ello es admitido en el procedimiento civil o laboral, y no vemos razones para no contemplarla en el fuero penal. La imparcialidad requerida en el Juez, no distingue entre las materias jurídicas que adjudican competencias.

Por supuesto que todas estas reflexiones son válidas para analizar igualmente  la imparcialidad de los miembros del jurado.      


4. 4. Principio de transitoriedad del proceso
La duración de un proceso, como medio de discusión, no debe agregar un conflicto al existente. Ello ocurriría de prolongarse indefinidamente, imposibilitando cerrar el debate, por lo que siempre es necesario contar  con que en algún momento se le pondrá punto final y definitivo, sin perjuicio de las dilaciones propias de él.

Este principio, en materia penal tiene una especial significación porque se conecta directamente con los fines de la pena -especialmente con la prevención especial-, ya que debe ser la misma persona la que cometió el hecho y la que sufre la aplicación de la condena. Es innegable que el transcurso del tiempo cambia a las personas, sobre todo cuando se trata de jóvenes. ¿Qué sentido tiene, la aplicación de una pena privativa de libertad de corta duración, a una persona que cometió el hecho hace cinco o seis años?  De allí el instituto de la prescripción de la acción penal, que en realidad lo es de la pretensión; pues una vez producida -y más allá de las causas que la motivaron-, no debería ser considerada peyorativamente, porque pone al descubierto la desaparición de la posibilidad de que la pena cumpla con su alegada finalidad preventiva.[39] 

Corresponde distinguir entre las dilaciones previas al inicio del juicio (etapas de instrucción o investigación preparatorias), a las que se producen a partir de su apertura, con la formalización de la acusación. En realidad, el principio de transitoriedad -tal como está formulado en teoría-, se debe respetar iniciado que fuera el proceso, con la presentación de la acusación. El tiempo anterior, el que demanda la preparación de la acción, y que se conoce como instrucción, no incide en la supuesta violación del principio que nos ocupa, aunque su prolongada demora va a provocar los mismos inconvenientes antes señalados. Debemos consignar que muchas veces resulta imposible formular la acusación para comenzar el juicio, porque no existen pruebas suficientes para ello. La duración de la investigación, como etapa previa al inicio del juicio, se va a relacionar fundamentalmente con los límites temporales al encarcelamiento preventivo.: pero de ninguna manera nos parece razonable que las investigaciones penales tengan otros plazos que los que ofrece la propia prescripción de la acción.

Estos temas ofrecen -para nosotros-, especiales puntos de vista donde, como veremos en su momento, no acordamos en general con la doctrina y legislación que introduce, con la duración de la instrucción, una causal de prescripción local, obligando al sobreseimiento, cuando no es posible sostener una acusación.  Claro que, ahora sí: producida la recepción de la acusación, no hay razón que pueda dilatar la producción probatoria, los alegatos y la sentencia final. Allí es donde se ve con claridad la necesidad de respetar este principio, donde las series de instancias tienen sus tiempos fijados de antemano, para asegurar que no se desnaturalice el proceso. Ejemplo de ello es que resulta imposible en un juicio público y oral, que los alegatos se formulen mucho tiempo después de la producción probatoria, o que la sentencia se pueda dictar eficazmente, cuando ya ha pasado mucho tiempo desde que se escuchó al último testigo.


4.5. Eficacia de la serie procedimental
Una serie procedimental está constituida por la afirmación, la negación, la confirmación y finalmente la evaluación. Estos pasos constituyen un medio adecuado de debate, que posibilita el diálogo, de manera que se llegue al fin del proceso, lo que habilita luego al dictado de la sentencia. Como vemos, este principio se conecta íntimamente con el anterior, desde que el respeto por la transitoriedad de las series de instancias proyectivas implica el respeto por el tiempo procesal adjudicado a cada paso y el eficaz arribo al final del proceso.

Es distinto hablar de eficacia (tal como lo hacemos), de la eficiencia: ésta se refiere al éxito que se obtenga por la labor cumplida en la tarea de cada parte; así un actor será eficiente, si logra que le hagan lugar a su demanda, cumpliendo con los pasos procedimentales previstos; eficiencia se refiere al resultado final, al objetivo de fondo que se tenía en miras. Eficacia, en cambio,  se relaciona con el tiempo, con la diligencia con que se actúa.

4. 6. Moralidad en el debate
El autor que en este tema venimos citando (Adolfo Alvarado Velloso) agrega que el debate no puede realizarse sin respeto por la moral. Sin perjuicio de que preferimos hablar de ética, nos parece que no constituye un principio del proceso.
Se supone que siempre se está operando desde la ética. Lo ético, es un presupuesto de toda conducta humana a programar por el derecho. Está implícito que se opera desde la ética, en cualquier análisis teórico que se haga de un instituto jurídico.

Por lo demás, aunque no se actúe éticamente, igual habrá  proceso si se han respetados los principios anteriormente mencionados. Precisamente, nos parece que el análisis ético tiene otro andarivel de recorrido. Además, la ubicación como principio procesal, nos lleva al problema de decidir quién valora al proceso en su faz ética, para concluir en que se la respeta o se violan sus preceptos. Al mismo tiempo conduce a situaciones de injusticia, porque la conducta personal de un operador no puede teñir al procedimiento de tal forma que lo desvirtúe completamente.

Insistimos en que siempre es preciso operar desde una ética, que será diferente si se trata del Juez, del Fiscal o del abogado, e incluso de la ética ciudadana a la que responden testigos, víctimas e imputados; pero la existencia del proceso en su esencia, no puede depender de la conducta de quienes en él intervienen. Precisamente, la observancia de normas éticas en la conducta profesional del abogado es responsabilidad de los Magistrados que deberán asegurar un comportamiento responsable sancionando a quienes no cumplan con esas reglas, sin perjuicio de la intervención de los Tribunales de los  Colegios respectivos. Esas facultades sancionatorias en materia disciplinarias, precisamente, se ejercen dentro del proceso, el que no deja de ser tal -como dijimos- pese a que se violen  normas éticas. En muchos casos, incluso, la violación a la ética se descubre cuando el proceso ha terminado, con lo que se evidencia que pese a ello, éste existió y se desarrolló, por más que luego se advirtieran irregularidades en el comportamiento de las partes. El tardío descubrimiento, no podría arrastrar con la nulidad de aquél procedimiento en la medida en que solamente nos refiramos a incumplimientos a la ética profesional; salvo el caso donde se llegara a la comisión de ilicitudes que sí den lugar a la invalidación de los  actos procesales.

Queda claro que nuestra consideración sobre el comportamiento ético en el debate merece un análisis que no comprometa la estructura del proceso, lo que sí ocurre en caso que se lo considere un principio del mismo. 


5. Las reglas técnicas.
5. 1. Las reglas técnicas en el procedimiento penal:
Partimos de distinguir entre los principios que deben respetarse en el devenir del procedimiento, para que no se desnaturalice la esencia del acto que se pretende cumplir, de aquellas reglas técnicas que, al servicio de las partes o del propio Tribunal, vendrán alternativamente a ofrecerse para mejor cumplimiento de los fines queridos; pero que de ninguna manera, hacen peligrar la orientación que desde la ideología imperante en el poder, se intenta imprimir.

En esta distinción no pretendemos ser novedosos, sino que seguimos las enseñanzas del Profesor Adolfo Alvarado Velloso[40] ,  a partir de que nos convencen y sirven a nuestros objetivos de mostrar el fenómeno del proceso penal para analizarlo críticamente y al mismo tiempo referenciarlo con el modelo querido por el programa Constitucional. Pero esa aceptación de la propuesta del profesor Adolfo Alvarado Velloso, no nos impide algunas variantes que ya hicimos en  páginas anteriores al agregar como principio fundante del proceso, el de publicidad.  En efecto, junto con los principios constitucionales fueron tratados los que dan vida al proceso, impidiendo que deje de ser lo que por esencia cuantificamos. De esta manera la publicidad del juicio era la respuesta republicana que exigía el Estado de Derecho que nos rige. Un juicio sin publicidad en realidad no es tal, se desnaturaliza, porque pierde vigencia la República que lo contiene.

Así como en el caso de los principios, existen alternativas para responder a las diferentes concepciones ideológicas sobre el Estado, también sucede lo mismo -aunque no en forma tan marcada-, tratándose de las reglas técnicas, que a esta altura debemos intentar conceptualizarlas advirtiendo que a muchas de ellas otros autores las llaman “principios”.

Insistimos entonces que los principios ostentan siempre un carácter unitario, ya que sin su respeto no puede hablarse de proceso. Ejemplo: sin el principio de bilateralidad o contradicción, no hay proceso o su equivalente juicio. Habrá en todo caso un procedimiento, que incluso puede ser judicial por el ámbito donde se realiza, pero no un proceso al faltarle lo contencioso, que lo distingue. En cambio, las reglas siempre se presentan como pares antinómicos, para regular como líneas directrices el desarrollo de un procedimiento; la elección de una implica el rechazo de su par antagónico: uno de los ejemplos que utiliza el autor que seguimos en este tema, es el de “escritura” versus “oralidad”. Se llega a admitir que el juicio pueda tramitarse en la etapa probatoria en forma escrita, mediante actas donde se deje constancia de todo lo que se declara o informa, o por el contrario se haga la producción en forma oral, lo que en principio impide la registración textual, por lo menos en la escritura convencional. En este ejemplo, ya toma cuerpo nuestra diferencia con Adolfo Alvarado Velloso, en tanto la elección de la regla de la escritura implica para nuestro punto de vista, la afectación lisa y llana del principio de publicidad que debe caracterizar al proceso en la República Argentina. No solamente empezamos a advertir la importancia que tienen las reglas técnicas, ya que no deben en ningún momento afectar a los principios, sino que en el caso de la escritura se afecta la esencia del fenómeno que se intenta producir.

Será por ello que Adolfo Alvarado Velloso no adjudica a las “reglas técnicas del debate procesal” la importancia que jerárquicamente asumen los principios y, sin embargo, estamos viendo como la elección de una de ellas, implica la imposibilidad de dar cumplimiento al principio fundamental de la publicidad, que reclama nuestra forma de gobierno elegida.

En el final de este capítulo vamos a dedicarnos especialmente al tema de la regla de la oralidad concretada en la técnica de la oratoria, porque sin ella es imposible que se realice el principio de publicidad. Dicho de otro modo, el juicio, para ser tal, debe ser público; y para ello es imprescindible que como regla general sea la oralidad la que regule la comunicación entre las partes, la prueba y el Tribunal. El tema de las ventajas de la oralidad o de la escritura todavía hoy en día mantiene vigente una discusión digna de haber sido superada por lo menos en el ámbito del derecho procesal. Bueno es reconocer que el apego al escriturismo encierra en el fondo una posición ideológica compatible con muchos esquemas inquisitivos, si bien no compartimos la idea de que sea una característica de aquél sistema procedimental. Revela en todo caso una gran desconfianza en el hombre (cualquiera fuera su función como operador en el proceso judicial), y considera que la escritura es el mejor modo de documentación de aquella “verdad real” que se proclama como objetivo inmediato del proceso penal.

Intentamos demostrar, que la utilización o elección política, que el legislador pueda hacer de una regla u otra, no es tan aséptica desde lo ideológico, como sucede cuando se trata de principios procesales o constitucionales.

Podemos admitir que las reglas en tanto métodos al servicio de la operatoria procesal, no llegan en el marco teórico a desnaturalizar el esquema de proceso que pretendemos respetar, pero en la práctica ocurre que surgen los problemas y el trasfondo ideológico vuelve a estar presente.

Entendido el proceso del modo en que lo hace el sistema acusatorio y considerado todo lo ofrecido por la inquisición como un mero procedimiento, es preciso elegir aquellas reglas que sean más compatibles con el modelo que pretendemos defender, desde el programa Constitucional.

La antinomia que presentan las reglas de debate, se corresponden con la incompatibilidad de los sistemas acusatorio o inquisitivo. Insistimos en que la publicidad no es una regla, aunque admita su par antinómico: el secreto. Para nosotros -como ya lo expresamos-, tiene jerarquía de principio, ya que por mandato político constitucional, el juicio debe tener publicidad, transparencia, como ocurre con todos los actos de gobierno; y el Poder Judicial también los cumple. Es entonces  algo más que una simple regla de debate, es un principio Constitucional que se regula en materia procesal para dar vida al “debido proceso” o “juicio”.

5. 2. La oratoria al servicio de la oralidad [41]
La exigencia republicana -que ya analizamos- de un juicio público, importa la utilización de la oralidad como principal herramienta para la realización del debate[42].

En consecuencia, el abogado que se presta a cumplir su cometido, debe tener la suficiente preparación para enfrentar el desafío que supone “usar la palabra”. Ello implica poner el cuerpo. De ello se trata: de la presencia física en un interactuar con otras personas, delante de terceros que podrán observar lo que acontece y formarse juicios de valor al respecto. Así como escribir es un acto íntimo, de muchas posibilidades de reflexión, de un goce individual, de un desafío exclusivamente personal, (por lo menos en el momento en que se produce, ya que luego vendrá el lector con su valoración), hablar en público implica todo lo contrario.           

Hay abogados que naturalmente hablan bien, son dotados por naturaleza, para expresarse no sólo correctamente, sino en forma atractiva. Son aquellos que seguramente atesoran en su historia personal, muchas horas de buena lectura, a lo que se agrega condiciones histriónicas personales que colaboran con su buen decir.

Las reflexiones que intentamos dejar en esta parte del libro, se dirigen tanto a ellos como a quienes no gozan del privilegio de poder contar con tal herramienta discursiva. Se trata de volcar experiencias y sumar técnicas, que a lo mejor se utilizan sin realmente saber de su existencia. De cualquier forma, se advierte que en esto de la eficaz comunicación no hay recetas para que cumplidas, se logre la transformación en un excelente orador. Todo lo contrario a lo que proponen las viejas escuelas de oratoria. Se trata de reconocer que la mejor comunicación es la que resulta de la forma natural de expresión verbal y gestual: a partir de esta sencilla fórmula que se sintetiza en hablar “normalmente”, tratando de ser claros y conseguir transmitir la verosimilitud de nuestros razonamientos de manera sencilla, a presentarse lo menos artificial posible, se van a observar algunas reglas que nos harán más fácil la tarea de hablar en público. Ello supone enfrentar un escenario donde el auditorio se compone de jueces, funcionarios, fiscales, abogados, y todas las personas que nos escucharán hablar. Si se trata del defensor o del querellante, será escuchado por su cliente, que precisamente paga por ese trabajo y tiene derecho a recibir un servicio eficaz. Sin embargo, la exigencia también le corresponde al Fiscal, de quien se espera que cumpla adecuadamente su tarea, ya que como funcionario público, representa a toda la sociedad.

Las reglas de la moderna oratoria pretenden convertirse en una herramienta  para que todos los conocimientos jurídicos puestos al servicio de la línea de defensa que se ensaya, más la información fáctica que se obtendrá con la prueba a producirse en la audiencia, sean comunicados de la mejor manera posible.

Si la oratoria podía brindar utilidad en los juicios orales del modelo llamado mixto o en las audiencias inquisitivas de la etapa instructora, en el modelo adversarial o acusatorio que se impone según Constitución, adquiere una importancia superlativa. En efecto, para la inquisición el tema de la verdad real o material era tan ajeno a los discursos de las partes, que, por el contrario, a estos se los llegaba a ver como obstáculos para conseguirla. En cambio, para el paradigma adversarial, todo se reduce a la verosimilitud de los discursos, tanto de las pruebas como de las partes.

En consecuencia, saber exponer una correcta teoría del caso, manejar adecuadamente técnicas de interrogación a testigos, peritos, imputados y víctimas, poder elaborar un alegato que al mismo tiempo pueda convertirse en proyecto de sentencia, reclaman seria y responsablemente la utilización de mínimas reglas de elemental oratoria. No basta con tener razón, sino con saber expresarla. De ello se trata.

Podemos ver a la oratoria como una técnica donde se impone el empleo de reglas para conseguir una eficiente comunicación, que por supuesto no se agota en el buen hablar, el bien decir, sino que apunta a “con-vencer”. En el contradictorio discursivo que supone todo juicio, esto de tener que vencer a la otra parte o incluso a los supuestos prejuicios que puedan existir en los jueces, respecto de la versión que brindamos para beneficio de nuestro cliente, reclama el auxilio de técnicas apropiadas. Se trata de vencer con la utilización del discurso, en este caso oral, es decir hablado. La palabra hablada (ya que también puede ser escrita), compone parte de un discurso pero este no se limita a su utilización, lo gestual también lo integra. La propia vestimenta del orador importa un discurso, en tanto transmite una imagen.

Por supuesto, que el análisis de un discurso argumentativo, excede el ámbito de esta obra. Es evidente que cuando un abogado produce su alegato está ejerciendo un modo de representación destinado a actuar simbólicamente sobre los otros; en primer lugar el Fiscal y el querellante, y en segundo término el tribunal. Esta “puesta en escena” incluye la delimitación de objetos, la atribución de propiedades y la elección de los tipos de composición y encadenamiento que permiten desplegar las distintas estrategias. Los estudios sobre la argumentación se inscriben dentro del proyecto de constitución de una lógica natural, pero al mismo tiempo integran reflexiones actuales sobre la enunciación y la ideología. El autor que nos ha parecido interesante por su claridad expositiva, ha elaborado distintos enfoques acerca de la argumentación desde Aristóteles y la antigua retórica hasta Perelman y Grize, centrando sus estudios en la teatralidad discursiva y las operaciones que el sujeto realiza[43].

En todos los casos, se trata de elaborar discursos estratégicos destinados a convencer al auditorio (en el caso, al juzgador); o de generar un consenso -aceptación- fundado racionalmente en la interpretación tanto de las normas como de los hechos sujetos a juzgamiento. El dicente no sólo debe limitarse a adjuntar materialmente pruebas de lo que sostiene, sino que las “hace hablar” en procura de aquél exitoso convencimiento.
         



[1] Sobre la fuerza normativa de la Constitución, en un enfoque trialista, ver Germán BIDART CAMPOS, “El derecho de la Constitución y su fuerza normativa”, EDIAR Bs. As. 1995.
[2] Alfredo VELEZ MARICONDE, Derecho Procesal Penal Tomo II Lerner Bs.As. 1969 pág. 15 y sigtes. Jorge CLARIA OLMEDO Derecho Procesal Penal Tomo I EDIAR pág. 211 Bs. As. 1960. Julio B.J. MAIER Derecho Procesal Penal Tomo I Fundamentos Editores del puerto, pág. 469 Bs. As. 1996.
[3] Adolfo ALVARADO VELLOSO la considera una regla técnica, ya que en pura lógica, un proceso podría realizarse en total secreto y no desnaturalizarse. Confr. su ob cit. “Introducción….”
[4] La C.S.J.N. comienza a explicitar que el debido proceso constitucional es el que responde al modelo acusatorio en el fallo Quiroga (327-5863) dictado el 23 de diciembre de 2004. Luego en el fallo Casal Matías (328-3399), además de reconocer con mayor énfasis que el debido proceso es el acusatorio, asume la responsabilidad histórica que le corresponde al Poder Judicial, al tolerar el sistema inquisitorial vigente.
[5]  SLOKAR Alejandro. “Publicidad del juicio y libertad informativa” J.A. 1994-III-816.
[6] Fallo ya citado 328-3399.
[7] Quien fuera candidato a gobernador en las últimas elecciones, por el partido justicialista, Rafael BIELSA, se ocupa con Eduardo GRAÑA, de estudiar al Consejo de la Magistratura en el derecho comparado,  (EE UU, Italia y España). La Ley Año LX N° 176, Revista del 16 de setiembre de 1996.
[8] Nos referimos a la ley 26.080. Confr. el análisis que hace  María Angélica GELLI, “El Consejo de la Magistratura a la palestra. Las razones, el método y la subjetividad política de su enmienda”. Rev. La Ley del 3 de febrero de 2006.
[9] Corriendo el riesgo de ser injusto con la omisión de algún otro caso, debemos reconocer que en la persona del Dr. Juan Bernardo ITURRASPE, se dio un ejemplo de designación en la Corte, sin atender a la regla del amiguismo. Otro ejemplo de excelente designación por sus méritos como jurista, lo constituye la reciente del Dr. Daniel ERBETTA.
[10] Causa Dieser y Fraticelli Ver L.L. del 18/8/2006.
[11]Volveremos sobre esta temática en el capítulo VII.
[12] En este sentido contribuye a la transparencia que la distribución de las causas se realice mediante una mesa de entradas únicas que por medios informáticos las adjudique, sin posibilidad de elección alguna.
[13] La creación del Consejo de la Magistratura lo fue como órgano asesor no vinculante del Poder Ejecutivo y ocurrió durante el gobierno del Dr. Victor Reviglio, quien dictó el Decreto nº 2952 el 28 de agosto de 1990.
[14] Por decreto N°0164 del 26 de diciembre de 2007, suscripto por el Gobernador Dr. Hermes BINNER, que refrenda su ministro de Justicia y Derechos Humanos Dr. Héctor C. SUPERTI, se deroga el régimen anterior.
[15] En los primeros momentos de nuestra organización, cuando todavía no teníamos Constitución, el Reglamento Provisorio de 1815, contemplaba la consulta a los abogados del lugar donde se había producido la vacante.
[16] La solución que se propicia no siempre es la más correcta, porque en muchos resonantes casos como el de “María Soledad Morales” que tuvo lugar en Catamarca, se llamó a concurso para cubrir las vacantes del Tribunal y todos sabían que se los designaba para que tuvieran a su cargo uno de los juicios más importante de la historia procesal penal del país. Era obvio que la trascendencia mediática que había adquirido el caso, condicionaba a los mismos interesados en acceder al cargo, y generaba para los imputados una gran inseguridad al depender de la elección que se hiciera, la calidad del juzgamiento que en el futuro recibirían.
[17] En esa línea se inscribe la nueva legislación de Santa Fe -ley 13.018- que organiza toda la justicia penal de la provincia en colegios ubicados en cada una de las circunscripciones y deja en manos de oficinas específicas a cargo de profesionales con incumbencias en el ámbito organizacional, todo lo relacionado con la actividad administrativa y de gestión judicial que hasta el momento cumplen los jueces y secretarios.
[18]  Ley 9182 de la provincia de Córdoba que establece el Juicio por Jurados. Su forma de implementación, la integración a las Cámaras, los requisitos para ser jurado, las incompatibilidades, los listados, el procedimiento, etc… Publicada en el B.O. del 9 de noviembre de 2004.
[19] Sobre todo teniendo en cuenta que el mismo legislador se ha ocupado del procedimiento penal vigente al introducirle reformas muy importantes, como lo fue en su momento la derogación del caduco sistema escriturista de la Nación para adoptar el modelo de juicio público oral.
[20] Coincidimos con Julio B. J. MAIER (Derecho Procesal Penal Argentino Tomo 1 b pág. 245 y siguientes) en que la necesidad de fundamentación fáctica de la sentencia, no es un requisito con base en las garantías constitucionales, como pretende gran parte de la doctrina por diversos argumentos. La Constitución Nacional no sólo no lo exige expresamente, sino que por la adhesión al sistema de jurados, es impensable que lo requiera implícitamente.
[21] El mismo autor (ob.cit. pág. 478), se ocupa de aclarar que juicio y sentencia son sinónimos, en tanto la sentencia de condena es el juicio del tribunal que, al declarar la culpabilidad del imputado, determina la aplicación de la pena.
[22] Es por esta interpretación que no ofrece ningún reparo constitucional el llamado “juicio abreviado”, que en realidad debería denominarse “procedimiento abreviado” (como lo hace el nuevo CPP de Santa Fe), o directamente regularlo como hipótesis de negociación que las partes deben tener y sobre todo el Ministerio Público Fiscal, a partir del principio de oportunidad en el ejercicio de la acción.
[23] Como veremos, este esquema acusatorio o dispositivo, está presente en general en el modelo que utilizan los códigos para los delitos llamados de acción de ejercicio privado y en general, no se han rasgado las vestiduras porque se le siga en rebeldía el juicio al imputado que ha preferido no concurrir a la audiencia de conciliación y no contestar la querella.
[24] Estas disquisiciones son plenamente aplicables a cualquier proceso, no solamente al penal, ya que en todas las materias del derecho, la condena judicial podrá ser consecuencia de un proceso o de un acuerdo partivo, cuando no de un desistimiento del actor, que demuestra lo innecesario de la sentencia.
[25] Es preciso abordar desde la epistemología las dificultades del hombre por conocer la verdad, para darse cuenta de la imposibilidad racional de considerarla un absoluto posible de adquirir. Mientras tanto, no adoptando una postura omnipotente, preferimos con humildad aceptar lo relativo del enfoque de quién se cree dueño de “la verdad”, y en esa idea se enmarca el criterio de verosimilitud del discurso que para el proceso trabajamos.
[26]  Alfredo VELEZ MARICONDE ob. cit. pág. 39. Este autor lleva las cosas al extremo cuando afirma que el imputado “es inocente durante la sustanciación del proceso...No hay en la ley ninguna presunción de inocencia ni de culpabilidad”.
[27] La capacidad de las personas es otra evidente ficción. ¿Porqué una persona es capaz de contraer obligaciones a partir del día de su cumpleaños número veintiuno? o pese a su minoridad, ¿adquiere plena capacidad desde su casamiento?  Convengamos en que desde el día anterior no ha variado mucho. Sin embargo jurídicamente sí. Se ha establecido una necesaria ficción de capacidad y entonces era necesario determinar desde cuándo. Igual sucede con las personas jurídicas, que obviamente, son también ficciones. El mayor abuso de las ficciones, se advierte en las repetidas referencias al Estado, a quien... ¡no se duda en considerar culpable de muchos males!
[28] Contrariamente, Alfredo VELEZ MARICONDE no admite tal hipótesis intelectual y sin reparos, va a adherir a la idea de que el proceso persigue el objetivo inmediato de descubrir la verdad real. Por ello no duda en elevarla a categoría de principio fundamental de la relación procesal penal, tal como entiende al proceso. Ob. cit. Tomo II pág.122.-
[29] Algunos casos jurisprudenciales, han planteado excepciones a que la carga probatoria la tenga el actor. Son situaciones un tanto extremas, como por ejemplo que el imputado alegue haber obrado en situación de obediencia debida, cuando de las circunstancias del caso no surge razonablemente, una relación jerárquica de poder que la haga viable.
[30] En el Código procesal penal de Córdoba, se consagra como causal del sobreseimiento el vencimiento de los términos de la investigación penal preparatoria, sin poder elevar la causa a juicio y no fuese razonable, objetivamente, prever la incorporación de nuevas pruebas (art. 350 inc. 5).
[31]  Refiriéndose al artículo 7 de la ley 12.734, que la ley de implementación 12.912, contempla en el art. 5, para Santa Fe, se ha dicho “el principio consagrado no entra en contradicción con el alcance y entidad de la exigencia propia de los distintos grados y etapas del proceso. Por ello, resultaría inadmisible la pretensión de certeza sobre los hechos, autoría y responsabilidad penal para admitir una denuncia, convocar a indagatoria o dictar un procesamiento. Un entendimiento de ese tipo queda descalificado por vía del absurdo ya que supondría suprimir el debido proceso y las distintas secuencias y grados de exigencias que justifican la apertura de la investigación, el llamado a indagatoria, el eventual procesamiento, etcétera. (...) La eventual duda debe ponderarse de manera seria y decisiva y tener efecto cuando haya recaído sobre la suficiencia de los elementos de convicción, pero no puede extenderse al punto de desnaturalizar el instituto y facilitar una solución absurda, como sería anticipar a esa etapa del proceso la incidencia de una duda con entidad para destruir un juicio de certeza, porque ésta –la certeza– sólo es exigencia de la sentencia condenatoria y no de las anteriores decisiones de mérito incriminante.” Confr.  Daniel ERBETTA, Gustavo FRANCESCHETTI y Tomás ORSO: “Código procesal penal de la provincia de Santa Fe”, Análisis y comentario a la Ley de Implementación Progresiva”, de. Rubinzal-Culzoni, Rosario, 2009, págs. 58 y 59.
[32] Ampliaremos esto en el Capítulo VIII, al que nos remitimos.
[33] Todos los casos donde el imputado es sorprendido in fraganti, o donde el cúmulo probatorio es suficientemente importante, no ameritan que se demore en la realización del juicio. Lo mismo ocurre con las facilidades que brinda el procedimiento abreviado, donde el acuerdo entre las partes, elimina todo tipo de demoras en trámites innecesarios. De cualquier forma la principal causa de la demora, se encuentra en la escasa cantidad de jueces para atender el importante número de causas que en forma irrestricta, llegan a sus estrados.
[34] Compartimos la concepción de proceso de Adolfo ALVARADO VELLOSO, como "el método de debate dialéctico y pacífico entre dos personas actuando en pie de perfecta igualdad ante un tercero que ostenta el carácter de autoridad" contenida en su obra "Introducción al Estudio del Derecho Procesal", primera parte; Ed. Rubinzal-Culzoni.
[35] Ob. cit. Tomo II pág. 174.
[36] La Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 8.1.), la Declaración Universal de de Derechos Humanos (art. 10), lo mismo la Declaración Americana de Derechos Humanos (cap. XXVI) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14.1).
[37] Caso “Piersack vs. Bélgica” fallado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en octubre de 1982.
[38] La C.S.J.N. en el caso “Llerena” (LL 2005 C 559) dispuso que era incompatible con la garantía de imparcialidad que un mismo juez intervenga en la instrucción y en el juicio. ¡Sin embargo, nada dijo respecto de que sea un Juez el que investiga! Esa situación se siguió aceptando en la Acordada 23 del 1 de noviembre de 2005, para que las causas cambien de radicación una vez cumplida la etapa instructoria. Situación similar ocurrió en Santa Fe, a partir del citado caso “Dieser”.
[39] En los llamados delitos de lesa humanidad, no funciona la posibilidad de la prescripción, por lo que más allá de los argumentos que se utilizan para tal justificación, aflora el verdadero objetivo de castigo, que resulta imposible eliminar en la pena pública estatal.
[40] Ver su obra “Introducción al estudio del derecho procesal” Lección 13 pág. 255 Rubinzal Culzoni Editores S.Fe 1989.
[41] Hace muchos años que venimos considerando la necesidad de realizar estudios modernos sobre la oratoria o mejor sobre la comunicación, tanto en la sala de audiencia, como en la relación con el cliente, con el colega, con el Juez o la contraparte. Aquí se advierte con mayor énfasis la colaboración de Graciela Minoldo, abogada y especialista en oratoria.
[42] Como veremos en su momento, el juicio tiene necesidad de la escritura, por ejemplo en la producción de la acusación, en el Acta de las audiencias de debate. En su momento, la sentencia se va a dictar por escrito. Son elementos que por su naturaleza y trascendencia, requieren de la escritura.
[43] Nos referimos a Georges VIGNAUX “La Argumentación”, Ensayo de lógica discursiva”, Edit. Hachette, Bs. As. 1986.

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