El abogado penalista como defensor
EL DEFENSOR DEL IMPUTADO
Extractado del capítulo IX del libro del autor, Derecho Procesal Penal Análisis crítico del procedimiento penal. Editorial Nova Tesis. Rosario 2010.-
Nos
toca ahora hablar de nuestra propia función en tanto llevamos muchos años
operando como defensores en el fuero penal. Los enfoques que siguen, en general
producto de la propia experiencia, pretenden mostrar la relación de poder que
se presenta en esa singular articulación discursiva entre cliente y abogado. No
le escapamos a la cuestión de la ética profesional, sobre todo en relación a la
circulación del discurso sobre la verdad y a las estrategias defensistas.
También dedicamos algunas reflexiones al tema de los honorarios profesionales,
que son los que caracterizan el ejercicio de la actividad liberal, en un
intento de presentar los principales problemas en los que muchos colegas
encuentran dificultades y que son un verdadero símbolo del poder.
1. La defensa técnica del imputado.
La situación
crítica en que se encuentra el imputado -que fuera analizada en el capítulo
anterior-, es seguramente la razón por la que aparece la idea de brindar
protección a su discurso. Aunque parezca ingenuo, es probable que, tras tan
abrumadora entrega de poder al inquisidor, haya surgido algún complejo de culpa
que sólo puede redimirse con una efectiva -y no sólo formal- regulación de
paliativos, cuya expresión más significativa se encuentra, sin dudas, en el
derecho a la asistencia de un profesional del derecho, es decir un abogado. No se
trata sólo de la posibilidad de contar con un defensor, sino de que
obligatoriamente y más allá de su propia voluntad, se impone que cuente con uno y que ejerza
efectivamente su actividad defensista.[1]
Sin embargo, con
una lógica impecable para la ideología que la sustentaba, la inquisición
llegaba a permitir la defensa de un acusado, solamente cuando éste se
manifestaba como inocente, negándose por lo tanto a confesar pese a las torturas
que se le suministraban. Se tenía claro que si era culpable y lo reconocía, no
necesitaba defensor y cuando no había más remedio que permitirlo, la principal
función de éste, era lograr que cambie de idea y definitivamente confiese.[2]
1.1. Función
del abogado defensor.-
En todos los
sistemas procesales que abrevan en las posiciones inquisitivas provenientes de
la España colonizadora y que se mantiene luego “modernamente” en los modelos
tomados de la Italia fascista, el abogado viene a constituirse en defensor del
imputado, no porque éste lo quiera, sino fundamentalmente porque el sistema le
impone su existencia.
Podemos afirmar,
que la doctrina tradicional en la materia, insistiendo en la necesidad que se
preserve la inviolabilidad de la defensa, lleva a considerar esto como un
principio del proceso penal, en un intento para equilibrar los valores en
juego, frente al llamado principio de verdad real. Como se utilizaba al
descubrimiento de la verdad como un objetivo que justificaba la gran
concentración de poder en manos de los Tribunales, el límite impuesto era la
garantía de la defensa que se integraba con la presencia de un defensor,
abocado a la parte técnica jurídica.
Dicho de otro
modo: si el sistema predispone funcionarios para el inicio y la prosecución de
la persecución penal, es lógico que al particular imputado se le permita, en
lugar de permanecer solo, contar con la asistencia de una persona, cuya
profesión es similar a la que poseen quienes lo acusan y quienes lo juzgan. Por
otra parte, las dificultades de comprensión que presenta el discurso jurídico,
al que se accede solamente luego de estudios universitarios, justifican
plenamente que la persona sometida a un procedimiento de cualquier índole que
sea, tenga una suerte de traductor, que le permita entender los pasos a
seguir y las formas a cumplimentar.
De cualquier forma
y más allá de los llamados “intereses públicos o sociales” que reclaman la
presencia del defensor, debemos reconocer que la elaboración de una defensa
implica el diseño de una estrategia que difícilmente pueda llevar adelante
quien está directamente involucrado en el procedimiento penal. Es preciso que
alguien que cuente con conocimientos teóricos, pero que además esté debidamente
entrenado, con la suficiente experiencia en la materia, que haga una lectura
“desde afuera” para poder hacer un pronóstico más o menos realista de la suerte
que correrá el futuro del imputado. [3]
La legislación
procesal, desde antiguo ha regulado la tarea del defensor, a quien la doctrina
le asigna una función técnica tanto en la asistencia, como en la representación
del imputado.
Esa asistencia, se
traduce en asesoramiento (muchas veces en explicaciones de inentendibles
procedimientos) que casi siempre vienen instrumentados con un léxico específico
y que debe ser objeto de traducción para el lego imputado. No solamente se
cumple en el proceso mismo, en el ámbito de los Tribunales, sino también fuera
de ellos y muchas veces no se reduce a la tarea eminentemente jurídica en lo
penal, sino que alcanza otras ramas del derecho. La labor de asistencia
adquiere una fundamental función en los lugares donde el imputado cumple su
encarcelamiento preventivo. En este sentido, la labor del abogado, si bien se
debe limitar a lo específico de su incumbencia profesional, no puede dejar de
lado el tener presente la angustia del preso con la carga de ansiedad por saber
qué posibilidades tiene de recuperar su libertad. Se trata de una tarea de
contención, frente a quien puede estar pasando una grave situación de crisis
emocional.
La representación
del imputado es la otra característica que asume la labor de la defensa
técnica, y ella se cumple toda vez que el defensor actúa en nombre de su
defendido. Cuando contesta traslados o vistas, opone excepciones, solicita
excarcelaciones, interpone recursos, ofrece pruebas, formula el alegato, etc...
También en el control del respeto por el cumplimiento de garantías, de parte de
los demás operadores, deduciendo nulidades contra actividades invalidables.
Hasta llega a ocuparse de defenderlo como demandado civil en sede penal, por
una extensión que la ley procesal hace del mandato que lleva implícita su
designación (art. 24 3er. párrafo del C.P.P.S.F. y art. 104 2do. párrafo in fine del C.P.P. N.).[4]
Por lo tanto, como
vemos, la naturaleza de la tarea que cumple el defensor técnico en materia
penal, es difícil de encuadrar en figuras jurídicas ya existentes. Es obvio que
cuando se trata de un “defensor de confianza” -también llamado “defensor
particular”-, nombrado por el imputado, existe una locación de servicios que
los une y genera derechos y obligaciones para ambos. Mas como se ha establecido
normativamente que la defensa es libre[5], sin más
restricciones que las impuestas por las normas éticas que aplican los Colegios
de Abogados mediante sus tribunales de disciplina, así como el cumplimiento de
las leyes vigentes, ello provoca diferencias notables de la representación que
se ejerce en el ámbito del proceso civil o laboral, porque en realidad el
defensor no necesitaría cumplir instrucciones de su conferente. No habría precisamente un mandato con todos
sus requisitos, objeto, límites, etc...
Esta opinión, que es la mayoritaria, no nos termina
de convencer. Se ha pretendido presentar al abogado defensor detentando una
superioridad respecto del imputado, confiriéndole esa autonomía de voluntad que
la diferencia del mandato convencional; sin embargo, hasta parece antiético que
el abogado no responda a la voluntad de su cliente. Por otra parte, si
finalmente éste no concuerda con la
línea elegida por aquél, le bastará con cambiarlo revocando su nombramiento. La
discrepancia que aparece en algunos casos formalmente planteada entre el
discurso del imputado (por ej. confesando) y el ensayado por el defensor
(negando la autoría de su cliente), en realidad, muchas veces encubre un
acuerdo, que no puede mostrarse al Tribunal. Ello justificaría que el imputado
lo mantenga como defensor pese a la contradicción discursiva. De lo contrario, no se explicaría la
subsistencia de una relación profesional, en esos términos tan contradictorios.
Sin perjuicio de nuestra crítica, la posición que
pareciera predominar es la que en su momento enseñara Alfredo Vélez Mariconde[6], para quien el
defensor tiene poderes autónomos e independientes de la voluntad del cliente.
De este modo se explica que los defensores puedan ensayar una línea de defensa
completamente distinta a la que utilizara el propio imputado al prestar
declaración en el proceso. No importa lo que haya dicho el imputado intentando
defenderse, el análisis que haga su abogado puede perfectamente ser distinto y
explicar incluso por qué las diferencias existentes: pongamos, por ejemplo, el
caso de quien niega la amistad íntima que tenía con otro imputado, siendo que
se trata de un caso de encubrimiento y donde además se ha probado tanto el
hecho como esa negada amistad; el defensor no necesita que su defendido cambie
su declaración y perfectamente puede solicitar el sobreseimiento, o el rechazo
de la acusación, teniendo por probada la existencia de la excusa absolutoria
que lo beneficia.
Ahora bien: aún si
aceptamos que el defensor no es un mero mandatario, no por ello consideramos que su actuación se
haga a espaldas de su defendido. Por el contrario, el apartamiento en las
líneas de defensa debe ser conocido y aprobado por el cliente, quien, como
adelantamos, siempre tiene la posibilidad de remplazarlo o simplemente
revocarle el nombramiento. Resulta aconsejable, entonces, que los abogados
utilicen como práctica rutinaria, brindarle documentadamente información al
imputado, dejando constancia fehaciente de tal entrega. Ello para el supuesto
que el imputado niegue que su defensor estuviera autorizado a adoptar
determinada línea de defensa.
Para nosotros, el
abogado que actúa como defensor penal, sea público o privado, tiene a su cargo
cumplir una importante función de asistencia y representación de los imputados,
con quienes acuerda líneas estratégicas de defensa en el interés de ellos, por
lo que su actuación siempre lo será en beneficio y en nombre de sus defendidos.
Resulta prudente y
aconsejable que ese abogado no sólo debe estar formalmente inscripto en la
matrícula, sino que preferentemente debe ser especializado en materia penal.
Solamente así, se podrá intentar equiparar las fuerzas que presentaran los discursos
de los actores penales.
1.2. Excepciones a la existencia del defensor.
La legislación procesal penal le brinda al imputado
el derecho a hacerse asistir y defender por abogados, pero al mismo tiempo lo
autoriza a defenderse personalmente (art. 104 C.P.P.N., art. 114 ley 12.734).
Esta alternativa nos preocupa desde un punto de
vista teórico, ya que en la práctica rara vez sucede que en los procesos
penales los imputados se auto defiendan. Lo cierto es que esta posibilidad está consagrada como una garantía judicial
por la Convención Americana sobre derechos humanos (art. 2 inc. d), que, como
sabemos, ha sido incorporada a nuestra Constitución Nacional (art. 75 inc. 22).
La razón de nuestra preocupación frente a la posibilidad de la autodefensa,
radica en los riesgos que implican no recibir ayuda de un profesional, cuando
es uno mismo quien se halla en la grave situación que supone la amenaza de una
pena. En materia de protección de la libertad, si bien constituye un derecho fundamental
el poder ser oído personalmente, por un Juez independiente e imparcial, ello no
obsta a que siempre sea prudente contar con un profesional de su elección o
impuesto por el sistema para su protección adecuada. De esta manera nunca el
imputado podrá decir luego de la sentencia que fue juzgado sin tener un
defensor. Debemos reconocer que esta
postura puede ser criticada por considerarla un tanto “paternalista”: en
efecto, se subestima al imputado toda vez que se le impone, aún contra su
voluntad, la asistencia y representación de un abogado, sobre todo cuando el
propio imputado confiesa lisa y llanamente su responsabilidad penal y considera
innecesario que alguien lo defienda. Desde la lógica pareciera inútil un
defensor para quien no quiere ni puede defenderse aceptando todos los cargos
que se le formulan., especialmente si
tenemos en cuenta que, en tal caso el fiscal se hace responsable de la
legalidad del procedimiento. Siguiendo esta línea de pensamiento el defensor
penal solamente quedaría reservado a los casos de imputados que sí quieren
defenderse resistiendo la pretensión punitiva.
De cualquier modo, nuestra preocupación cede no
sólo ante la falta -en la práctica- de utilización de la auto-defensa como
alternativa legal, sino porque los supuestos que la impiden son los que llevan
a su total inaplicabilidad. En efecto, establecen los códigos en los artículos
que antes citamos, que la autodefensa
será tolerada siempre que no afecte el normal desenvolvimiento del
proceso, ni la eficacia de su defensa, o
directamente siempre que de ello no resulte un perjuicio evidente para la misma
persona.
Es posible pensar
que la falta de título de abogado y de experiencia, hace perfectamente posible
presumir que el imputado no podrá desenvolverse adecuadamente, ya sea -por
ejemplo- para contestar por escrito la acusación, como para poder ofrecer
pruebas pertinentes y procedentes, para dar dos ejemplos puntuales.
De otro lado, si
el imputado es abogado, la eficacia de su defensa resulta imposible de evaluar
hasta que se llegue a la sentencia, donde será obviamente tarde para no aceptar
su autodefensa. En esos casos, cuando la gravedad lo exija, el Juez podrá
presumir que no será eficaz la autodefensa pretendida por quien, pese a poseer
el título de abogado, no tiene la presencia de ánimo suficiente como para poder
encarar con éxito una tarea tan delicada. Con mayor razón si se encuentra
cumpliendo prisión preventiva; resulta imposible
controlar la marcha de la causa para quien no puede asistir diariamente a las
oficinas del Juzgado, al encontrarse privado de su libertad.
Dejamos sentada
nuestra crítica, frente a la posibilidad que el imputado pueda elegir el rechazo de un defensor para ejercer él
mismo su autodefensa, ya que el valor en juego, su libertad, hace aconsejable
la asistencia de un profesional en principio ajeno a la crisis que vive el
imputado.
A tal punto es
criticable tal dispositivo legal, que si se lo compara con otros procedimientos
(civil o laboral), ningún código le
brinda al demandado la alternativa de no contar con el patrocinio letrado y
defenderse solo sin tener el título de abogado. Incluso el viejo código
procesal penal de Santa Fe (art. 24 ley 6740), deja a salvo de la autodefensa
lo relativo a la cuestión civil. ¿Cómo
puede ser que se exija abogado patrocinante para los aspectos meramente
patrimoniales, y para la defensa contra la pena privativa de libertad, se
tolere la actuación sin letrado?
El otro caso donde
se admite que el imputado se defienda sólo, sin la asistencia de un abogado, se
encuentra en el procedimiento por infracción a los códigos de faltas. Idénticas
críticas a las ensayadas son válidas para esta situación que se intenta
minimizar desde enfoques que entienden a la pérdida de libertad mensurable por
el tiempo que dura. ¿Es posible frente a penas de arresto que incluso pueden
superar los 30 días, dejar sin defensor a los infractores?
2. La
relación abogado-cliente en función del proceso penal
2.1. Cuestiones que presenta:
Entre la variedad
de disciplinas a las que se puede dedicar el ejercicio de la abogacía, se
encuentra probablemente la más tradicional y que por ello lo caracteriza desde
sus orígenes históricos: la función de defender al imputado o a la víctima en
el proceso penal. Nadie duda de la importancia de tal actividad, sobre todo en
la hora actual donde los medios de comunicación se ocupan de temas penales.
Frecuentemente aparece la figura del abogado, como protagonista imprescindible
en la lucha por la libertad o por la justicia de una resolución en expectativa.
Parece entonces interesante, abordar dos aspectos que se vinculan con la
función del abogado como defensor del imputado en el proceso penal:
·
Por un lado, “estrategias” vinculadas no sólo con
la ley, sino con el funcionamiento real de los mecanismos defensivos en vistas
a recuperar la libertad o a obtener una resolución favorable.
·
Por otro lado, “La Ética del abogado” en el
ejercicio de la profesión, tema generalmente no abordado, y menos en las
cátedras específicas.
Como veremos, en
ambas cuestiones se presentan muchas dificultades que trataremos de superar.
Obviamente, no pretendemos agotar los temas, sino que, con los límites que
naturalmente tenemos (sumados a los que nos hemos impuesto), intentemos pasar
revista a algunos problemas para reflexionar sobre las posibles soluciones o
modos de encararlos profesionalmente.
2. 2. La formación del abogado.
Las dificultades de la actividad del abogado
en el procedimiento penal, probablemente encuentren una de sus causas en el
déficit de la formación universitaria. ¿Para qué se nos prepara a los abogados
en la Universidad en relación a la actividad posterior en el procedimiento
penal?, o formulada la pregunta de otro modo ¿Salen los abogados de la Facultad
preparados para resolver los casos que la profesión les presenta?
En general la
formación del abogado en la Universidad de Latinoamérica es la formación del
“estudioso de la ley” y a lo sumo de la jurisprudencia, pero siempre a partir
de conceptos, definiciones, teorías, naturalezas jurídicas, supuestas evoluciones históricas, etc. Pero
esto ¿le permite al abogado ejercer la profesión con eficacia?
Habría que
desentrañar, en primer lugar, qué se entiende por ejercer la profesión; es
decir, ¿cuál es la función del abogado?
Pregunta fundamental que nos debemos hacer reflexivamente.
Existen varios
recorridos conceptuales, en general sumamente simplistas, como ocurre con la
denominación de “auxiliar de la Justicia”
- frase muy pomposa, muy recurrente, pero que no explica mucho el real
significado de la actividad del abogado-,
porque tendríamos que ver qué es esto de “La Justicia” y otros análisis[7].; nosotros
preferimos otro enfoque mucho más realista y al mismo tiempo preocupante ya que
muestra las dificultades que presenta el ejercicio de la profesión y la
necesidad de una importante y permanente capacitación. En este sentido resulta
sumamente atractivo el aporte que hace el realismo norteamericano de la boca de
uno de sus más fieles exponentes: Jerome Frank[8]. Un jurista que
luego de ser abogado llegó a ser designado Juez por el Presidente de los EE UU
Roosevelt, afirmó que la función del abogado,
pretende ser asimilada a la de un pronosticador
de meteorología. El abogado en realidad debe intentar hacer un pronóstico
de la decisión judicial, de la misma forma en que el experto en clima va a
hacer un pronóstico de si va a llover o no en los próximos días. Estudiado el
caso que tiene en sus manos, tendrá que decirle a su cliente: “el Tribunal - llegado el momento - va a decidir de esta
forma”.
La función en su
Estudio consistiría entonces en algo así como “pronosticar la decisión
judicial”. Ahora bien, ¿Con qué elementos puede hacerlo?, ¿Qué sabe el
abogado para poder hacer su pronóstico? Supongamos que conoce la ley, también
toda la jurisprudencia que refiere a la interpretación de esa ley. Tiene en su
computador todos los fallos de la Cámara de Apelación, de la Cámara de
Casación, o de la Corte en última instancia. De modo que conoce con mucha
exactitud cómo se interpreta tal o cual artículo. Tenemos un abogado que ya es
un experto al haber estudiado cómo debe interpretarse correctamente tal tipo
penal o tal dispositivo procesal, incluso sabe hasta cómo se interpretan
conceptos constitucionales.
Sin embargo, toda
la actividad del abogado no se reduce a esto, ya que evidentemente no puede
hacer un pronóstico para un cliente a partir de la ley y de cómo es
interpretada por los Tribunales; porque le falta saber cómo los Jueces valoran
la prueba, y esto no está en ningún libro. ¿Cómo el Juez valora los dichos de
un testigo, los de un imputado, una
pericial, cómo le da crédito a las actas policiales?
No se trata de
conocer a fondo la ley y su interpretación jurídica, donde se incluye toda la
teoría que la doctrina se encarga de exponer. Se trata de llegar a pronosticar
si con el material probatorio colectado, en la causa se llegará o no a tal
decisión y en qué consistirá la misma,
todo desde los hechos que se consideran se van a llegar a probar. ¿Qué
valor tiene para un Juez la huella de una frenada en un homicidio culposo?,
¿Qué valor tiene el impacto recibido en el medio de la puerta trasera, o en la
delantera, en un accidente en una bocacalle en la ciudad? Todas estas son cuestiones de muy difícil
pronóstico, porque se vinculan directamente con los modos de valoración de la
prueba de los jueces.
Superado el
sistema legal o tarifado, donde todo estaba previamente valorado por la ley,
nos tenemos que manejar con el llamado régimen de la sana crítica[9]. De manera que
hay que desentrañar qué labor hace el Juez cuando valora la prueba, a qué
conclusiones arribará. Aquí aparecen cuestiones que son no jurídicas, sino
vinculadas con la teoría del conocimiento, es decir, de cómo el Juez considera
creíble o verosímil tal relato de los hechos.
Ya no importa la
ley ni la jurisprudencia, sino el relato de un suceso, construido a partir de
los aportes de los diversos intervinientes, testigos, imputados, víctimas y
peritos. Incluso todo intervenido por el discurso policial y el de los
empleados judiciales, que fragmentará todo ese relato, lo reconstruirá con
frases hechas, con discursos estereotipados, etc… Incluso la posible influencia
de los medios de difusión, que traerán su interpretación sobre lo ocurrido.
Todo ello tiene que ser interpretado a su hora.
Como vemos no es tarea sencilla.
De allí que a
veces un tribunal de segunda instancia, llegue a una conclusión completamente
distinta de la que, sobre determinados hechos, había sostenido un juez de
primera instancia. No se trata de la interpretación del Derecho (que en todo
caso sería hasta pronosticable, sobre todo cuando se sabe el tribunal que va a
intervenir); por ello los cuestionados fallos plenarios solucionan estos temas
de interpretación del derecho contradictorio.
Aquí estamos
refiriéndonos a discrepancias en las interpretaciones de las proposiciones
fácticas, o sea, a los hechos. ¿Cómo puede ser que una Cámara de Casación
interprete que el marido deba ser condenado como autor del homicidio de su
cónyuge, mientras que el tribunal oral antes lo había considerado encubridor
del hecho que supuestamente otro había cometido? ¿Por qué hubo una lectura
distinta de los hechos?[10]
Somos, por lo
dicho, pesimistas en cuanto a poder desde nuestro rol de abogados, decirle a
nuestros clientes “como interviene determinado tribunal, el pronóstico futuro de su
situación será que usted será absuelto desde la lógica que manejamos”.
Aclaremos que
nuestro enfoque, en cuanto a la dificultad que hay en la lectura de la prueba
por distintas personas, se hace sin mezclar con condimentos patológicos, o sea,
sin pensar mal de los Jueces, sino suponiendo la buena fe en todos. Es decir,
referido a los hechos siempre nos encontraremos con estas dificultades desde
este enfoque realista.[11]
De cualquier
forma, pareciera que socialmente estuviéramos obligados, más allá del propio y
legítimo interés del cliente a quien representamos, a formular algún tipo de
pronóstico. Las dificultades que señalamos lo único que pretenden es advertir
lo complejo que resulta.
Por eso creemos
que resultará de utilidad el conocimiento -lo más profundo posible-, de cada
uno de los magistrados, comprendiendo integralmente sus historias personales y
demás datos, que a lo mejor permitan pronosticar su futuro comportamiento.
2. 3. La relación entre el abogado penalista y su
cliente.
Para analizar la
relación entre el abogado y su cliente, será preciso volver sobre algunos
puntos a los que antes nos aproximamos.
Se dice, no sin
mucha simplificación, que la función del abogado penalista al actuar como
defensor es encuadrable como la de un “locador
de servicios”, que tiene simplemente
una obligación de medios, jamás de resultados. Nosotros - los abogados
- ponemos nuestros medios al servicio de ese discurso del cliente a fin de
conseguir su libertad o por lo menos una resolución favorable.
Como ya vimos, Alfredo Vélez Mariconde [12] - el jurista
quizás de mayor renombre en la doctrina procesal penal Argentina - intenta, sin
ningún empacho, demostrar que en esta relación entre el abogado y el imputado no
hay una representación, sino autonomía de voluntad del defensor y que en
consecuencia puede apartarse del discurso del cliente y encausar otra línea
defensista completamente independiente de la voluntad del imputado. Esto es
para él, lo que lo distingue precisamente del representante en sede civil o
laboral, porque ahí sí debe cumplir instrucciones de sus clientes.[13]
Creemos
que esta postura parte de un idealismo donde se llega al extremo de
exigirle al abogado - como lo señala
críticamente James Goldschmidt[14] - ser imparcial, tanto como el Juez o el
Fiscal, y por lo tanto obligado a colaborar con la justicia para el
descubrimiento de la verdad. En esa misma dirección, donde los valores se
absolutizan, se inscribe el discurso de la doctrina de Alfredo Vélez Mariconde,
y si bien por un lado se dice que el abogado integra la personalidad del
imputado, al mismo tiempo se afirma que puede separarse de éste (de su
voluntad) y ensayar autónomamente un discurso diferente. Nos parece que esta
postura, no puede sostenerse hoy jurídica ni éticamente: jurídicamente, porque el cliente es el dueño de la línea de
defensa, de manera que si él no ha
aceptado que ensaye una estrategia defensista, una línea de defensa distinta a la
que él en forma material dijo en su declaración indagatoria, el abogado opera
al margen de su voluntad y corre el
riesgo de que lo cambien inmediatamente como defensor. Somos defensores por
voluntad exclusiva de quienes quieren mantenernos como tales y no tenemos de
ninguna manera comprado ese rol hasta el fin del proceso, sino que todos los
días corremos el riesgo de que se nos revoquen las designaciones y ello va a
ocurrir, probablemente, cuando el cliente pueda - si es que puede -
darse cuenta de que nos hemos apartado de su línea de defensa para optar por
otra. Entonces, no es que no se pueda, como defensor, apartarse del discurso
del imputado (ej. el imputado confiesa el hecho y sin embargo el abogado
sostiene su inocencia), sino que lo que es previo y necesario es el acuerdo del
cliente; es decir, que el cliente sepa que su abogado va a utilizar esa
estrategia y que esté conforme con ello. Incluso, para garantizar la eficacia de ese acuerdo,
es conveniente que se haga por escrito, para que quede documentada esa línea de
defensa.[15]
A esta altura,
parece necesario hacer algunas precisiones respecto de esta relación naciente
entre cliente y abogado particular.
En primer lugar,
vamos a tratar de distinguir quienes son las partes en esta especial relación
que se forma entre la persona que requiere los servicios de un abogado y el
profesional letrado.
Por un lado
tenemos al cliente a quien, antes que nada, es necesario conceptualizar. En
realidad la calidad de cliente se adquiere con posterioridad a la primer
entrevista. Cuando nos visita una persona, ella aún no es un cliente, en el
sentido que aquí trabajamos de defendido. A veces, es preciso aclararle que se
acepta su entrevista, pero aún no se puede considerar que haya nacido una
relación donde ya somos abogado y cliente respectivamente. Esto es muy
importante porque, de pronto, la persona
ya se considera aceptada como cliente y descarta que se lo defienda. En algunos
casos, esta puede ser una actitud inconsciente que busca la prestación de los
servicios sin mayores compromisos de su parte, fundamentalmente sin hablar de
los honorarios que deberá pagar para contratar a un abogado.
La condición de
cliente en materia penal, recién se adquiere cuando se ha perfeccionado la
relación entre el abogado y su defendido, que no necesita de aspectos formales,
pero que requiere de un acuerdo de voluntades que es preciso definir dos temas
fundamentales: 1º) sobre la línea de defensa a implementar y 2º) sobre los
honorarios y forma de pago.
En la otra parte,
nos encontramos los abogados (o los procuradores que pueden actuar en la
provincia de Santa Fe en materia de Faltas y Contravenciones). Los abogados,
obviamente poseemos el título universitario que nos habilita para matricularnos
y ejercer la profesión. Pero ello no basta, para poder tomar un caso. Se trata,
fundamentalmente, de tener claro que estamos en condiciones de poder brindar el
servicio que se nos reclama; de allí que interesa, al comienzo de la relación,
tener conocimiento de los detalles del caso, ya que pueden haber extremos que
nos impidan aceptar o cumplir y que el propio cliente desconoce.
Por lo menos, el
futuro cliente debe conocer todo lo que puede llegar a ser motivo de
consideración a la hora de evaluar si le conviene la contratación. La relación
con la otra parte, con el otro abogado, la circunstancia que provocará el
apartamiento del juez interviniente, el compromiso ideológico o doctrinario
respecto de un tema fundamental para la línea de defensa, son algunos de los
temas a tener en cuenta para la evaluación.
Llegado al
escenario judicial, el examen de las condiciones para poder aceptar el
nombramiento efectuado por el imputado, está a cargo del Juez, quien incluso es
informado de las sanciones que pueden recibir los abogados y que llegan a
suspenderlo en la matrícula para impedirles ejercer la profesión en cualquier
ámbito que sea.
Por lo tanto,
habrá un nivel de relación de tipo privada (donde lo único que cuenta es el
acuerdo de voluntades entre el abogado y el cliente); y otro nivel de actuación
institucional, donde además es preciso la intervención del Juez que de algún
modo autoriza el nombramiento de defensor y le confiere o le quita tal
condición.
Tratando de
profundizar el análisis en esta relación entre abogado y cliente, se advierte
que como ocurre en general en cualquier trato entre personas, lo que está en
juego es el poder: es decir, quién manda. Cliente y abogado pretenderán
asumir el rol de quien manda o de quien obedece. Para tal
alternativa cada sujeto hará lo que pueda. Habrá quienes vienen a la primera
entrevista ya entregados a su condición de obediente sujeto que se somete a los
designios del que “sabe”, y habrá otros que, por el contrario, pretendan ser
quienes impongan todas las condiciones e incluso incursionen en aspectos
técnicos jurídicos. Por su parte hay abogados cuya personalidad los lleva a
dejarse llevar por sus clientes -ya que no pueden asumir un rol dominante en la
relación-, y hay otros que, por el contrario, exigen ser quienes tomen todas
las decisiones en adelante sin permitir ninguna interferencia de su
cliente. Hay que tener presente que
todos los elementos que circundan esa relación de poder que nace por el
encuentro necesitado de cliente y abogado, deben estar al servicio del objetivo
de mando o de obediencia: el lugar donde se realiza la entrevista, la
vestimenta del abogado, el tiempo de duración, el tema de los honorarios, el
prestigio previo del abogado, el trato que esté dispuesto a brindarle al
cliente, y todos los demás elementos, hacen a facilitar la relación de poder
que dinámicamente está naciendo.
Volviendo al
diseño de la línea de defensa, es preciso conocer a fondo el caso, de modo que
en alguna oportunidad se necesitará más de una entrevista para poder
compenetrarse, en otros será preciso leer un expediente, y recién entonces
hacer una propuesta. Hay que distinguir los casos donde la persona ya ha
prestado declaración de las que no lo ha hecho aún. En el primer supuesto en
realidad la línea de defensa ya ha sido elegida y de pronto no conviene
variarla, o no se puede. De cualquier modo siempre la decisión final sobre la
línea de defensa la tiene el cliente, el abogado puede hacerle ver las
consecuencias jurídicas que tendrá una u otra opción.
En la línea de
defensa no puede haber claudicaciones éticas, para hacer lo que el cliente quiera,
sino que hay que marcar los límites imprescindibles que nos fijamos en el
ejercicio de la profesión. La línea de defensa la adoptamos con total libertad,
y sin más límites que los legales y éticos.
El abogado debe
preguntar a quien lo entrevista, sobre los hechos que constituyen el objeto de
su problema, pero si bien se le puede hacer saber la importancia que tiene que
se nos diga toda la verdad, ello resulta sumamente difícil que ocurra. Por lo
general la mayoría de los clientes no cuenta todo (y menos cuenta la verdad).
Ello es algo que debemos tener presente, porque profesionalmente debemos estar
prevenidos a que se nos mienta u oculte parte de la información. De manera que
el interrogatorio debe ser prudente y limitado a los temas que importan para la
solución del caso. No hay que cometer el error de formular preguntas
indiscretas, y siempre aclarar que si no nos dicen la verdad, ellos son
responsables de nuestra actividad, que puede terminar beneficiando
inconscientemente a la contra parte.
En cuanto al
tiempo que debe durar la entrevista con el cliente, es evidente que debe tener un mínimo y un máximo. De modo
que, previamente, ya sepa el abogado cuánto tiempo le va a dedicar al cliente,
y ello dependerá del caso. Si bien no puede haber una regla fija, por lo
general es aconsejable que no superen los 45 minutos. Es preferible realizar
dos o tres entrevistas cortas, que una tan prolongada donde se agoten el
cliente y el abogado. El inicio, así como el final de la entrevista, debe ser
fijado por el abogado, para que quede claro que es él quien organiza su trabajo
y exigir puntualidad, así como brindarla. En la entrevista, y sobre todo en la
primera, quien debe hablar es el cliente. El abogado se debe limitar a
escuchar.
La vinculación del
abogado con el cliente tiene como eje transversal, para nuestro punto de vista,
el de la verdad. El drama de la
verdad, pese a que Alfredo Vélez
Mariconde lo intenta institucionalizar como fin del proceso, para nosotros es atinente a las partes, a los
operadores y al Juez. ¿Qué pasó en la reconstrucción del relato del hecho?
También nos interesa a nosotros los abogados, de allí que con todo derecho
podamos preguntarle a nuestros clientes acerca de la verdad. Sobre todo los
abogados particulares, porque con ese mismo derecho aceptaremos el caso o no.[16]
Como habíamos
visto, si la función del abogado en el proceso penal es de asistencia, su rol es fundamental y llega el momento en donde
técnicamente va a tener que asumir un compromiso. Esto va a ocurrir
fundamentalmente antes que el imputado preste declaración. Al respecto, es interesante ver como Alfredo Vélez
Mariconde[17] no parece
partidario de ese contacto de asistencia, cuando media la incomunicación. Si lo
hace Jorge Clariá Olmedo, que en su obra no duda en la necesidad y conveniencia
de que tenga lugar esa entrevista personal[18].
Este tema fue
discutido muchos años antes que se aprobara el Pacto de San José de Costa Rica,
o sea. que tuviera consagración legislativa este derecho del imputado a poder
hablar con su abogado antes de la indagatoria,
como consagra el C.P.P.N. en el artículo 205 o recientemente el nuevo
código para Santa Fe ley 12.734 (art. 114 última parte).
Hace ya muchos
años que se acepta jurisprudencialmente el contacto entre el imputado y su
defensor, aún estando incomunicado. El primer caso fue precisamente en Córdoba,
donde a instancias de una abogada defensora, se nulificó la declaración
indagatoria, que había sido recepcionada a un imputado incomunicado y que por
lo tanto no había podido ser asesorado previamente por su abogada[19]. En Santa Fe, ese derecho llegó mucho más
tarde y todavía hoy existen Jueces que, por lo menos en charlas informales,
anticipan su criterio a negarle ese derecho a ciertos imputados. De todos modos
y, en general, si los abogados hacen formalmente el planteo se les termina
permitiendo hablar con los imputados, pero no porque sea derecho del
profesional - como equivocadamente algún colega lo plantea -, sino del
imputado; que si quiere lo ejerce y si no, no lo hace.
En esa conversación
previa con el defensor, se corre el riesgo que se confundan un poco los roles y
la función del abogado. Si estamos de acuerdo en que en esa actividad se da
asistencia y no representación, el abogado no puede tomar el lugar del
imputado, sino que tiene que limitarse en su actuación.
¿En qué consiste
la asistencia técnica, en ese momento inicial?
Primero, en
escucharlo. La entrevista debe hacerse después de que le hayan intimado los hechos y, además (en el Juzgado
Federal) después de que le haya hecho conocer la prueba de cargo (lo decimos
porque lamentablemente no siempre se está trabajando de ese modo[20]). El derecho a
conferenciar en forma privada y libre con el abogado, se está haciendo incluso
antes de que comience el acto de la indagatoria, por lo menos en los juzgados
Federales de Rosario. Así planteada la cuestión no es eficaz, porque si la idea es que pueda recibir
asistencia técnica adecuada de un abogado, éste necesita saber -en el momento
de la reunión-, cuáles son los hechos
que se le atribuyen - y siguiendo con el
Código Federal, cuáles son
las pruebas que hay en su contra, por lo menos; de manera que esa
cuestión debe ser motivo de incidencia en la misma indagatoria: si el juez dice
que tiene derecho antes de la indagatoria, el abogado debe plantear que ese
derecho lo tiene que ejercer su cliente, si quiere o no, después que le intimen
los hechos. Incluso después de tal intimación, el abogado puede decirle al
cliente que no es necesario que hablen en privado, aún delante del Juez.
Por una cuestión
de orden lógico, primero se le deben hacer saber los hechos que se le
atribuyen, y luego los derechos, entre los que se encuentra el de conferenciar
en forma privada y libre con su abogado.
Si el abogado está
presente y ha aceptado el cargo de defensor, el imputado puede negarse a
conferenciar en forma privada. Está en todo su derecho, ya que puede renunciar a ese beneficio[21], y en
consecuencia el acto continuará formalmente con su posterior trámite.
Pero si, como
normalmente ocurre, el imputado quiere usar la posibilidad de la entrevista
privada con su abogado, viene la cuestión sobre el desarrollo de esa
entrevista, tan crucial para el futuro de la causa. Sin pretender dar recetas o
fórmulas estrictas, ya que cada caso ofrece particularidades y cada imputado
tendrá diferentes formas de contactarse, nos atrevemos a hacer algunos
señalamientos con la finalidad de profundizar coherentemente en el análisis de
la relación entre el cliente y su abogado.
En primer lugar,
nos parece que el abogado debe preguntarle si entendió bien los hechos que se
le atribuyeron y además, si está de acuerdo con que esos hechos están
planteados en forma clara, precisa y medianamente circunstanciada, porque de lo
contrario no se podrá ir al paso siguiente.
El abogado, por su
parte, también debe hacer un análisis crítico de la intimación de hechos,
porque es su principal responsabilidad y más allá de lo que su cliente le diga,
tendrá que ver en cada caso si no es conveniente destacar alguna falencia. No
se puede tolerar la intimación de haber cometido hechos indeterminados. Tiene
que concretarse el relato fáctico para permitir con claridad el encuadre
jurídico penal en la figura delictiva que se seleccione. El imputado debe ser
informado mínimamente, en qué consiste la maniobra atribuida. Desde los hechos
que dan lugar a delitos muy simples como el homicidio, (por ej., haber matado a
X), hasta los que permiten encuadrar en delitos de inteligencia, como las
defraudaciones, siempre se deberá concretar en qué consistió lo atribuido.
Reconocemos que en muchos casos, resulta tarea compleja, intimar bien un hecho;
no obstante lo cual merece el esfuerzo, porque así lo exige la salvaguarda del
debido proceso y su contracara la inviolabilidad de la defensa.
Si está bien hecha
la intimación, el imputado quiere hablar con el defensor en privado, estamos
persuadidos de que nuestro cliente entendió bien cuáles son los hechos que se
le atribuyeron y que también comprendió el alcance de sus derechos, recién
entonces llega “La Pregunta”, para que nos diga que tendría para decir a todo
esto.
Hay clientes, que,
a veces en forma un tanto perversa, pretenden que el defensor les indique la
respuesta; y decimos “perversa” porque de alguna manera ese imputado pretende
trasladar su problema; es decir que no lo termina de asumir como suyo. Así como suele manifestarse esto -que bien
podríamos comprender como una cierta tendencia natural-, hay también otra
correlativa de parte ya del algunos abogados, a ceder a eso y asumir toda la
problemática como suya, personal; cosa de la que hay que hacerse cargo. Los abogados nos equivocamos si asumimos ese
rol y no le hacemos notar al cliente -durante todo el procedimiento-, que el
problema es de él, siempre fue de él,
nunca dejó de serlo ni pasó a ser nuestro -ni aún compartido-; y que
incluso si alguno de esos supuestos llegara a ocurrir, ya no podríamos seguir
defendiéndolo. Esto siempre hay que
tenerlo en claro. Entonces, nos parece que lo correcto es informarle claramente
los alcances de su derecho a defenderse en forma genuina. Una forma de
defenderse es declarando y la otra alternativa es abstenerse de hacerlo. En
principio, eso lo tendrá que decidir él, porque es quien mejor conoce los
hechos y sabe su verdad, sin perjuicio que podamos aconsejar una de las dos
posibilidades, en función de lo complejo del caso y fundamentalmente la
necesidad de contar con tiempo y mayores elementos para ejercer con mayor
eficacia la defensa.
En síntesis:
frente a las dos alternativas: o se calla y ejerce el derecho al silencio, o
habla y si lo hace es un problema suyo hacerse responsable de lo que diga.
Puede ocurrir
también que el cliente reconozca en esa reunión privada que la verdad es que él
fue el autor, que él lo hizo. Acá, además de ser una cuestión ética, el abogado tiene que aclararle que si
confiesa el hecho tal como se lo está contando, la consecuencia jurídica de esa
confesión será una condena de entre tantos y tantos años, pero el problema sigue siendo suyo y va a seguir siendo suyo,
y por eso nadie mejor que él para decidir. En el caso, en que, pese a este
asesoramiento, el imputado dice que quiere confesar - como nos dijo un cliente, porque “se iba a sentir bien” -, el abogado
debe respetar la voluntad del cliente. Como muchas veces el abogado se siente
tan omnipotente y poderoso frente al cliente,
le quiere imponer al mismo lo que tiene que decir, le quiere enseñar a
declarar. Esto nos parece grave. Desde el punto de vista jurídico, porque
debemos plantearnos si cuando estamos frente a un cliente, estamos frente a un
caso jurídico o frente a una persona con problemas. Si estamos frente a un caso
jurídico, estaremos cosificando a ese sujeto que ha venido a buscar nuestros
servicios. Pero si estamos frente a una persona con angustias, con problemas
psicológicos - que obviamente puede tenerlos - no es que el abogado se vaya a
convertir en psicólogo ni en terapeuta, pero tiene que considerar globalmente
la situación de este sujeto y en todo momento respetarlo como tal.[22]
Esta situación que
venimos analizando -sobre cómo manejar la entrevista previa con el cliente en
el momento de la indagatoria- tiene lugar cuando el cliente está recién privado
de su libertad e incomunicado. En otras circunstancias, la reunión tendrá lugar
antes mucho antes de la indagatoria. En esos casos, si bien antes se pudo
conversar sobre todas las alternativas que el caso ofrece, siempre hay que
estar preparado y prevenido, porque los hechos intimados pueden ser distintos a
los previstos. Si la línea de defensa acordada con el cliente varía
notablemente, a raíz del cambio que nos sorprende, será preciso pedir la
suspensión del acto y que se le informe al cliente que sigue contando con el
derecho a conferenciar en forma privada y libre con su defensor. Lo conveniente
es que el imputado concurra al acto, teniendo prevista esta circunstancia y
preferentemente sea él quien reclame la suspensión para la necesaria entrevista
con su defensor.
2. 4. La función
del abogado en el proceso penal desde la Ética
Asistimos a una
corriente de revalorización de la ética, incluso hay filósofos que intentan
darle cierta popularidad, como ocurre con Fernando Savater y ahora José Antonio
Marinas, dos estudiosos de los problemas éticos en España[23]. Ocurre lo mismo
con la educación, que se está priorizando frente a la represión. Hay una frase
muy gráfica: “La contracara de la escuela es la cárcel”; es decir, si no
educamos, seguramente vamos a tener que preocuparnos por tener más y mejores
cárceles; en cambio, si mejoramos la educación, lo más probable es que ni
siquiera las necesitemos...
Los abogados no
somos proclives a hablar de la ética. A lo mejor porque desde el discurso de la
academia, hablar de ética implica correr el riesgo de que se nos vuelva en
contra nuestro propio discurso, sobre todo cuando a uno lo ven pontificando: se
podrá decir “¿Quién es usted para
hablarme de ética?” No obstante,
creemos necesario asumir tal riesgo.
Reflexionemos
desde la ética. No hay muchas materias donde los docentes abordan problemáticas
éticas. Y esto es necesario porque consideramos que los abogados en gran parte
(como operadores del sistema que son) tienen responsabilidad en el
funcionamiento del sistema de persecución penal. Nos referimos a la ética y no
a la moral, porque la ética precisamente
pretende reflexionar en forma crítica sobre el comportamiento. En cambio
la moral no. La moral, que es confundida con la ética, es el conjunto de normas
que nos imponen como costumbre de comportamientos que se consideran debidos,
pero que no admite ser cuestionada ni sometida a matices; es un dogma:
simplemente, se realiza.
2. 4.1. Actuación transparente:
Para nuestro punto
de vista ético, es fundamental que el
abogado, tenga una actuación transparente respecto de su cliente. Es decir, no
ocultarle jamás información.
Así como tiene que
guardar secreto frente a terceros, no puede justificar de ninguna manera la
reserva respecto de cualquier aspecto del trámite que se viene cumpliendo. Los
abogados que ocultan información al cliente no son leales con él; no cumplen
con su función eficazmente y si son descubiertos merecen ser severamente
sancionados. Constituye un abuso del poder el que ejerce el abogado cuando especula con el suministro de información
respecto del cliente. El imputado debe contar siempre con toda la
información, porque de esa forma irá
sabiendo, paso a paso, qué es lo que está pasando en ese procedimiento penal.
Inclusive es conveniente que el abogado utilice la técnica del memorándum,
dándole la información por escrito y que éste le firme un recibo de cada uno; y
cuando el caso es complejo, o cuando el cliente no es una persona física, sino
una Entidad pública o privada, esta técnica le sirve de paso al profesional
para dar cuenta de su actuación, informándole al cliente.
Esta práctica, al
tiempo que cubre su gestión, le sirve para que el día de mañana pueda recordar
los pasos dados y las instrucciones recibidas, porque de esta manera compromete
al cliente en una relación recíprocamente transparente.
2 .4. 2. Correcta utilización del discurso
profesional:
Nos parece, en
cambio, tan grave que no se utilice correctamente un código discursivo con el
cliente, porque suele haber abuso del abogado que, frente a un cliente que no
maneja el discurso jurídico, le habla presuponiendo que lo entiende, cosa que
no es así - y menos si utiliza frases hechas o latinazgos técnicos.
El cliente tiene
determinado nivel cultural, y en función de él,
el abogado - desde la ética-, debe operar con un código discursivo
accesible. No puede ser que el cliente se quede sin información a raíz de la
excusa de que no lo va entender porque “es muy técnico”; por más técnico que
aparezca el tema - y sobre todo cuando el cliente pregunta-, hay que ir dando
respuesta a medida; de alguna forma hay que tratar de explicar porque
ello constituye una obligación de nuestra parte. No puede ser que el cliente
obtenga la información en otro lugar porque no la encuentra en su abogado. Ello
es una demostración que algo falla en la relación.
Sucede que el
discurso del abogado es también una herramienta al servicio del poder. En
consecuencia, una forma de dominar la situación es la utilización de
terminología no accesible para quien la recibe. Si, precisamente, defendemos la
publicidad del juicio, lo hacemos porque en la República, el pueblo debe estar
en condiciones de conocer cómo se ejerce el poder, lo que obviamente incluye al
propio abogado. Con mayor razón si el cliente paga para que lo defiendan, tiene
legitimación para exigir todas las explicaciones que considere necesarias.
2. 4. 3. Límites a las propuestas de los clientes:
Uno de los motivos
por los que existe un notable desprestigio en la actividad de los abogados
penalistas, es porque muchas veces no se distingue entre el servicio
profesional y la colaboración para delinquir. Aquí, más que un problema ético,
empieza a regir el código penal y la teoría de la participación o del encubrimiento.
Hay que ponerle límites a la propuesta del cliente; no aceptar jamás conductas
ilícitas para mejorar su situación en la causa. Para ello el cliente debe
entender cuál es el rol del abogado como operador del derecho en el
procedimiento penal.
No podemos ser cómplices
de delitos, haciendo desaparecer pruebas de cargo o inventando pruebas
inexistentes y preparando testigos falsos. El abogado no puede, en el ejercicio
de su profesión, cometer o siquiera intentar cohechos con policías, empleados
de tribunales, funcionarios o magistrados. Incluso si sorprende a su cliente
realizando este tipo de conductas -aunque fuera a sus espaldas-, dado el
compromiso que le transfiere y ante lo que implica realizar una actividad sin
su consentimiento, constituirían una gravísima causal para renunciar a la
defensa.
Por otra parte,
debemos tener muy presente en todo momento, que nosotros somos abogados defensores del pasado relatado
o alegado como existente, jamás del
futuro. Lo que el cliente cuenta que va a hacer mañana, no integra el secreto
profesional y nos puede convertir a nosotros en cómplices de la conducta que él
va a realizar. Aunque no seamos partícipes en esos hechos futuros que nos son
relatados, éticamente no tenemos porqué recibir ese tipo de información. Ello
es, muchas veces, producto de una
confusión en la que ha caído el cliente. Hay que aclararle que se lo va a
defender de lo que él dice que hizo o de lo que dicen que hizo, pero no de lo
que piensa hacer. El cliente tiene que entender cuál es el rol del abogado.[24]
2. 4. 4. No ofender a terceros:
A esta altura del
análisis que venimos haciendo, queda claro que estos temas están muy poco
trabajados. El escaso material que existe, está escrito en un planteo
exclusivamente filosófico y muchas veces para abogados civilistas, o en todo
caso “generalistas”, es decir abogados que hacen de todo un poco.
Entre los límites
que nos debemos auto imponer, se encuentra el de no defender atacando a
terceros inocentes. No se puede desde la actividad defensista gratuitamente
hacer señalamientos de culpabilidad a terceros, aunque sean coimputados.[25] En la actividad
defensista, debemos poner cuidado en no llegar a ofender el honor de otras
personas, sean imputados, víctimas, testigos, peritos o colegas, así como
Magistrados y funcionarios. No podemos perder de vista que defendemos el
discurso de nuestro cliente. Es él quien tiene el problema, y de ninguna manera
se justifica que en su defensa lleguemos a calumniar o injuriar a terceros.
Ello podría ocurrir si llegáramos a afirmar que el coimputado es en realidad el
autor del delito, o que el testigo es un inmoral. Una cosa es que nuestro
cliente afirme en su defensa material, que el delito lo ha cometido otro, a que
esas mismas palabras las digamos nosotros, asumiendo como cierto tal extremo.
2. 4. 5. El secreto profesional:
Debemos cuidar
celosamente toda la información que recibimos de nuestro cliente en función del
secreto profesional que nos compete. Solamente el propio cliente es quien nos
puede relevar de tal obligación. No aceptamos que ningún Juez pueda autorizar
que se revelen datos conocidos merced a esa relación profesional. Claro que es
fundamental precisar, cuando existe, en rigor, información que debe quedar
reservada bajo secreto profesional.
En primer lugar,
se trata de aquello que la persona nos cuenta aún antes de ser nuestro cliente,
aún antes de que se perfeccione una relación contractual de locación de
servicios profesionales, pues él nos brinda esa información porque pretende contratarnos, o por lo menos
porque considera necesaria en la consulta que realiza. Por lo tanto, no queda
bajo secreto aquello que nos informa quien no viene a una consulta, ni nunca
podrá ser nuestro cliente, o que nos enteramos accidentalmente.
Parece
recomendable hacerle saber al cliente que lo que nos cuente quedará bajo
secreto profesional, sobre todo en aquellas personas que ignoran tal
obligación. Ello permitirá que el cliente se sienta protegido y tenga la
seguridad de que puede hablar con confianza. Sobre todo cuando no quiere que su
familia conozca la información.
Un problema que se
suele plantear es cuando defendemos a un imputado, pero los honorarios los paga
otro. La relación profesional donde existe obligación de secreto no se modifica
porque los honorarios los pague un tercero, y tal circunstancia tampoco le da a
éste derecho a obtener toda la información. Es importante poner en claro tales
aspectos antes que se genere la relación “profesional / cliente / tercero”,
porque evitará que en el futuro se interpreten nuestros silencios o nuestra
negativa a brindarle información de un modo tendencioso. De cualquier modo, no tenemos ninguna
obligación para quien paga nuestros honorarios, ya que por el contrario
cumplimos, precisamente, si defendemos correctamente al que recibe los
servicios que brindamos.
2. 4. 6. Las relaciones con los Jueces.
A la persona que
le toca vivir momentos de angustia, como consecuencia de aparecer como imputado
en un proceso penal, le interesa saber quién es el Juez que le ha tocado en
suerte (o en desgracia). Alrededor de todo lo que pueda llegar a conocer del
Juez, que le ha conferido esa condición de imputado, se van a generar
prejuicios, fantasías, y muchas veces sentimientos paranoicos.
Resulta sumamente
antiético hacerle creer al futuro cliente, que le conviene contratarnos por
nuestra relación de amistad con determinado Juez o Camarista, más allá de que
sea cierta. En todo caso, el cliente debe saber que tal relación si existe, en
nada modificará la decisión que en definitiva deba tomar el Magistrado. Del
mismo modo, es imprescindible que el futuro cliente sepa a tiempo, si existe
una relación de enemistad que incluso lleve al apartamiento del Juez.
En la relación con
los jueces, parece absurdo seguir denominándolos en el uso de un castellano
antiguo, con el trato de “vuestra señoría”. Ni siquiera por escrito, se
justifica tal arcaísmo, siendo suficiente un trato respetuoso, que incluso
colabora a la relación de poder que obviamente, debe mantener el Magistrado
respecto de todos los participantes del acto procedimental que se trate. Por
más amistad y confianza que pueda existir entre el abogado y el juez, es
prudente y de buen gusto, delante del cliente, mantener un trato estrictamente
profesional. Del mismo modo, el abogado debe estar dispuesto a exigir en todo
momento, que se lo respete en su condición profesional y que no se lo confunda
con el cliente a quien asiste y representa.
2. 4. 7. Compromiso intelectual con determinado
enfoque jurídico.
Como lo
adelantamos, es preciso que el cliente sepa a tiempo, que tenemos cierto nivel
de compromiso intelectual con determinada postura doctrinaria o
jurisprudencial, que nos va a impedir sostener con seriedad la posición
contraria. Sobre todo, cuando la línea de defensa de este cliente, precise que
se argumente en contra de la tesis que, por ejemplo, hemos defendido con cierto
éxito en anteriores causas, o tenemos publicaciones en tal sentido. El cliente
debe saber si estamos dispuestos a poder argumentar en contra de nuestras
propias ideas, que hasta entonces veníamos defendiendo y hasta qué punto ello
podrá ser considerado verosímilmente un cambio en la postura intelectual que
sosteníamos, para al mismo tiempo beneficiarlo. En realidad no debemos tomar
causas donde es preciso defender posiciones que no compartimos en materia
doctrinaria, sobre todo cuando nos resultará muy difícil aparecer
contradiciendo lo que hasta ayer sosteníamos.
Otra salida -que
parece no repugnar a la ética- sería sostener la posición que no compartimos,
dejando a salvo nuestra opinión en contrario, porque sabemos que el Tribunal
opina de esa forma. Siempre y cuando lo aclaremos bien, no habría problema
ético en hacerlo.[26]
2. 5. Los honorarios:
Probablemente el
tema de los honorarios debe ser el más difícil de abordar desde la ética.
¿Cuándo hablar de ellos?, ¿cuánto cobrar?, ¿cómo cobrar?, son interrogantes de
difícil respuesta si no se quiere caer en simplificaciones, de un complejo
instrumento vital para el nacimiento y mantenimiento de la relación con el
cliente.
Es evidente que el
honorario es un símbolo de lo que importa el precio del servicio que se presta,
y que se coloca como eje de la relación de poder que existe entre abogado y
cliente. Un profesional que vive de su actividad no puede dejar de cobrar por
sus servicios, ya que la actuación gratuita implica de algún modo el quitarle
trabajo a quienes lo necesitan para su subsistencia, importando una competencia
sumamente desleal.
Los penalistas
tenemos la costumbre de cobrar por adelantado nuestro trabajo futuro. Probablemente,
el origen de esta práctica se encuentre en la necesidad del propio abogado,
para defenderse de clientes estafadores o ladrones, que en su momento le
prometieron pagar los honorarios y nunca lo hicieron, pasando a ser su última
víctima.
Sin embargo, esta
práctica hoy todavía se puede mantener en ciertos sectores, donde sin llegar a
ser delincuentes, al no valorar el trabajo que se les realiza, se ven obligados
a decidir el pago cuando requieren nuestra actividad, porque difícilmente lo
harán luego, siendo su insolvencia la que impide todo crédito.
Resulta difícil
hablar de lo correcto en el cobro de honorarios, si no se lo relaciona con una
perspectiva del sentido de la profesión. Hasta hace poco, muchos alumnos
estudiaban abogacía con el pleno convencimiento que el título les permitiría un
crecimiento económico que en otras actividades no encontrarían. Quienes así
piensan, ponen en el tema de los honorarios la cuestión fundamental, el objeto
final de su actividad. Es entonces posible la confusión con el comerciante o el
industrial, donde el fin de lucro es lo que justifica su actividad.
El profesional
universitario debe cobrar honorarios, pero de ninguna manera colocarse en
igualdad de condiciones que los comerciantes e industriales, con todo el respeto
que ellos merecen. La diferencia es fundamental: nosotros encontramos en el
ejercicio de la defensa un goce especial, similar a la que encuentra el artista
cuando realiza su obra. Nuestra actividad profesional es el resultado de años
de estudios que pretende ser del más alto nivel, para poder brindar un servicio
que no puede ni debe mercantilizarse por las reglas del mercado.
Con lo que llevo
dicho, la cuestión del cobro de
honorarios, - que por algo resulta difícil a muchos abogados -, va en relación directa
a la imagen que de nosotros mismos tenemos. A nuestra autoestima. Más nos
consideramos que valemos, mejor defenderemos el cobro de nuestros honorarios.
La fijación del
honorario en un régimen de desregulación, al que desde siempre pertenecemos los
penalistas, es precisamente un acto de ejercicio pleno de la libertad
profesional. Es entonces visible la íntima relación que existe con la ética, ya
que ella solamente puede tener lugar si hay libertad de opciones. Como no
pretendemos agotar el tema, sino hacer algunos señalamientos que son el fruto
de reflexiones desde la práctica profesional, digamos que nuestra labor
profesional debe tener una tarifa mínima que no es negociable por ningún
concepto. No se debe atender gratis a nadie. Todos deben pagar por nuestros
servicios, aunque sean sumas ínfimas. Pero como el honorario es un símbolo en
la relación de poder, quien lo paga se somete a quien cobra. Quien paga por el
servicio, está en condiciones de valorarlo, para él vale. En cambio quien lo
recibe gratuitamente, o lo que es peor, en la búsqueda de otros beneficios que
ahora no se reciben, no puede valorar nuestro trabajo y en cualquier momento,
con cualquier pretexto, cambia de abogado. Le resulta mucho más fácil cambiar
de abogado, a quien nada ha pagado por el que ahora tiene. Por el contrario, el
cliente que ha pagado con sacrificio, va a pensar dos y tres veces en abandonar
su abogado. Antes intentará hablar con él, para exponerle su crítica a la labor
cumplida, si es que el problema existe. El cambio de abogados, generalmente es
una excusa para poner la culpa de la desgracia que vive el imputado, en el más
próximo. Se da muchas veces, cuando llega la mala noticia del procesamiento y
prisión preventiva, que no se quería ver o asumir. Es entonces necesario
plantearse hasta qué punto ese cliente ha recibido una adecuada información de
las alternativas que se pueden pronosticar en el comportamiento del Juez, y
hasta donde tiene claro que nuestra actividad no puede ser considerada decisiva
en el resultado final que se espera.
Como habíamos
visto antes, entre el abogado y el cliente hay una relación de poder. Quién manda: ¿el que contrata o el
contratado? Nos parece, definitivamente,
que el que manda es el que puede hacerlo por su ubicación respecto del otro.
Así, en general el cliente que primero elige y luego tiene el dinero para
pagar, puede condicionar la contratación, es decir está en mejores condiciones
para ejercer el poder respecto del abogado. Claro que esa situación hay que
tenerla clara, sea para evitarla o por lo menos para minimizar los efectos que
pueden acarrear el ser dominado por el cliente. De allí que los honorarios,
tengan un valor simbólico fundamental en esa relación de poder.
El hecho de pagar
significa someterse. Hay una suerte de sometimiento del cliente, cuando está
pagando los honorarios de su abogado.
Es evidente
entonces, que ese símbolo que importa el precio del servicio que se presta,
constituye un eje en la relación abogado - cliente, y solamente se puede hablar
de él cuando desde lo psicológico está instalado el deseo de que sea su
abogado. Esto es lo mismo que en la compraventa, en las relaciones más
sencillas del comercio, es decir, la compra se decide a partir del deseo
respecto del objeto por adquirir. Inclusive algunas técnicas de venta llevan a
que el adquirente pruebe el objeto antes de comprarlo, en el objetivo de
confirmar o incluso generar el deseo.
Una táctica de
ciertos clientes, es la de andar pidiendo precios, sobre todo el que es
comerciante, ya que es posible que lo vea al abogado como otro comerciante más.
Ello lleva a no distinguir lo que está en el comercio de lo que son los
honorarios. Desde nuestra experiencia, en estos casos, al detectar este tipo de
clientes, no se debe hablar de honorarios. Hay que impedir el manoseo, el
mercadeo. En realidad, no se debe hablar de los honorarios, hasta no estar
seguros de que está instalado por lo menos ese deseo que es el motor de la
contratación. Esto, dicho así, es muy teórico y obviamente hay que ver cada
caso concreto, con sus singularidades.
Los profesionales
debemos cobrar honorarios, pero ni somos comerciantes ni industriales que
hacemos una cuantificación del servicio que ofrecemos en función de una
relación costo - beneficio, sino que estamos planteándonos con sinceridad
cuánto vale nuestro trabajo, en la atención de este asunto.
La relación
cliente - abogado es absolutamente diferente de los pasos procedimentales para
llegar a ser defensor en el procedimiento penal. No tienen nada que ver. El
abogado puede haber aceptado un cargo en el procedimiento penal y no haber
generado la relación cliente - abogado. Por el contrario, puede no haber
aceptado el cargo, no haber sido siquiera nombrado en el procedimiento
penal y ya haber generado la relación abogado - cliente, porque ésta es una
relación contractual, consensual, en donde los honorarios son un elemento de
ese contrato de locación de servicios y por lo tanto, nada tienen que ver con
lo procedimental.
A veces necesitará
entrar a la causa para luego hablar de la locación de servicios. En el C.P.P.N.
no hay problemas porque lo prevé expresamente, permitiéndole antes de aceptar
el cargo, leer las actuaciones. En cambio, en el viejo C.P.P.S.F. (ley 6740) no
tendrá más remedio que aceptar el cargo y luego renunciar, si no se perfeccionó
la relación de la que estamos hablando, y ello porque muchas veces para
merituar los honorarios tendrá que conocer la causa, más allá de conocer la
capacidad de pago del sujeto y conocer las dimensiones reales del caso, para
poder hacer un pronóstico del trabajo que le demandará.
Nos parece
absolutamente transparente y ético, hablar de los honorarios en un principio,
para que no haya sorpresas después, e incluso documentar la locación de
servicios por escrito.
Ni una palabra
dirigimos a la facultad de regulación de honorarios que contemplan en general
las leyes de aranceles y los códigos procesales, desde que la consideramos otro
resabio inquisitorial, demostrativo de un poder que le permite autoritariamente
a un Magistrado, sin que exista ningún conflicto todavía planteado, el disponer
a cuánto asciende el monto de los honorarios.
2.6. La mala praxis.
Finalmente dos
palabras para reflexionar sobre un tema de trascendencia no sólo civil, sino
también penal y administrativo.
Nos referimos a la
responsabilidad que asume todo abogado, cuando defiende penalmente y que puede
dar lugar a una demanda por mala praxis e incluso involucrarlo penalmente y
llegar a perder la matrícula merced al procedimiento que regula el Tribunal de
Disciplina de los Colegios de Abogados.
La responsabilidad
civil deviene del incumplimiento a poner los medios adecuados al servicio de la
correcta defensa del imputado, como ocurre cuando negligente o imprudentemente
el abogado maneja mal el tema de la prueba, o interpone recursos que finalmente
en lugar de mejorar la situación de su cliente permiten agravarla. Esa
responsabilidad civil será objeto de una demanda de indemnización por
incumplimiento contractual, ya que si bien no hay obligación de asegurar
resultados, si los hay de colocar todos los medios técnicos y estratégicos al
servicio del cliente.
La responsabilidad
penal generalmente será la consecuencia de no cumplir con los límites que debe
celosamente cuidar el abogado para no convertirse en un cómplice de su cliente,
o en un encubridor.
La más difícil de
encuadrar es la responsabilidad por inconductas profesionales, ya que en el
ámbito de la ética, no funciona como en el derecho penal la tipicidad de
conductas que se amenazan con penas, y las que existen son solamente a título
ejemplificativo y de ninguna manera cierran las posibilidades de represión por
parte de los propios pares, que componen los tribunales disciplinarios.
La jerarquización
del funcionamiento de los tribunales de ética y disciplina de los colegios de
abogados, exige por un lado contar con jueces profesionales, que se deben
seleccionar de la nómina de abogados jubilados. Deben tener tiempo disponible y
percibir un honorario por su actividad. Además, se debe adecuar el
procedimiento, implementando en primer lugar una suerte de Fiscal, que examine
las denuncias o actúe de oficio, y luego de conseguir las pruebas, formule una
acusación para dar lugar a un juicio oral, siguiendo las pautas acusatorias.
Estamos
convencidos de la necesidad de alcanzar estas metas, porque junto al
mejoramiento de la formación universitaria, es preciso velar por abogados que
tengan un comportamiento ético, que jerarquice a la profesión sacándola del
lugar de desprestigio donde se encuentra lamentablemente sumida.
[1]Confr. la
posición de Alfredo VELEZ MARICONDE, para quien la defensa del imputado es “una actividad esencial del proceso,
integrando el triángulo formal de la justicia represiva, en cuanto nadie puede
ser condenado sin ser oído y defendido” Ob. Cit. Tomo II pág. 377.
[2]Confr. EYMERIC
Nicolás, “El Manual de los Inquisidores”, op.cit. pág. 49.
[3]Ese entrenamiento
que brindará experiencia, no puede conseguirse a costa del imputado. De allí
que los abogados jóvenes, preferentemente deben hacer sus primeros pasos, como
pasantes en estudios de abogados experimentados. Esta es una aspiración ideal,
ya que el título universitario y actual regulación legal de la profesión,
irresponsablemente habilitan al día siguiente de obtenido, a estar en la Corte
Suprema de Justicia defendiendo los casos más complejos. Aquí vemos un abuso de
la ficción que pone en el título académico una situación de saber, incompatible
con la eficacia real.
[4]Dos problemas
aparecen cuando se usa esta extensión legal del mandato que lleva implícito el
nombramiento de defensor: el primero referido al menor, ya que no tiene
capacidad para apoderar en materia civil y el segundo, vinculado con la
actuación del Defensor General u oficial que pareciera limitarse a la esfera
penal salvo los casos de pobreza comprobados.
[5]Conf. art. 21 C.P.P.S.F. ley 6740.
[6]Conf. Alfredo VÉLEZ
MARICONDE, Derecho Procesal Penal T. II, pág. 394, Lerner, Bs. As., 1969.-
[7]Por ejemplo a la
policía también se la llama auxiliar de la Justicia, y del mismo modo se
denomina a los peritos, y sin embargo la función es muy distinta de la que se
le adjudica al abogado. Hablar de “La Justicia”, como lo escribí, es decir con
mayúscula refiere a una de las funciones
del Estado. De otro modo podemos ver el
concepto de justicia como valor, y advertir que se la confunde con la actividad
de los Jueces, que no siempre realiza tal valor.
[8]El desarrollo de
estas ideas puede verse en “Derecho e
incertidumbre” Jerome FRANK. Biblioteca
de Ética, Filosofía del Derecho y Política. México 1991.
[9]Estos temas serán
analizados luego en el capítulo siguiente.
[10]Recientemente así
sucedió con la justicia de la provincia de Buenos Aires, en el llamado crimen
del country (la víctima fue María Marta García Belsunce), donde luego de muchos
años de procedimiento que mostraban serias divergencias entre el Fiscal y el
acusador particular, el viudo Carrascosa es considerado como autor de un
homicidio, en una causa todavía en trámite recursivo, que tuvo amplia difusión
por los medios de difusión y presenta ribetes increíbles, al no encontrarse el
móvil de la muerte.
[11]De allí que en
nuestra tarea docente en la UNR nos volcamos a la enseñanza del derecho
procesal penal partiendo de la importancia del caso problema. El caso práctico
sirve para ver los problemas ideológicos que ocasionan contradicciones, que
como señala Bettiol, en general en los sistemas quedan ocultos. Una formación
solamente libresca, es decir, ilustrada, no tiene significación en el ejercicio
profesional, donde se trata de lograr eficacia en la solución de los casos que
nos confían. Es preciso que el alumno sepa aplicar teorías, normas
interpretadas, pero para la solución del caso.
[12] Sin duda el
fundador de la llamada Escuela Procesal de Córdoba, que reconoce entre sus
seguidores al propio Jorge CLARIÁ OLMEDO, Jorge de la RÚA, Julio B.J.
Maier y modernamente José I. Cafferata
Nores, así como María Cristina JOSÉ DE CAFFERATA. El principal crítico de la doctrina de la
llamada Escuela Procesal de Córdoba es el Dr. Mariano RODRÍGUEZ, confr. “Detrás
de la oralidad” Edit. Advocatus, y “Los límites de la jurisdicción penal” Edit.
Ad Hoc.
[13]La doctrina de
Alfredo VÉLEZ MARICONDE parte de la distinción entre interés público y privado,
fundando la obligatoriedad de la defensa en el primero, y ante la exigencia del
mismo le confiere al defensor una personalidad jurídica propia, permitiéndole
obrar con absoluta independencia de criterio (Confr. su obra
Derecho Procesal Penal Tomo II pág. 394, Lerner Bs. As. 1969). En idéntico sentido se explaya Julio B. J.
Maier en su obra Derecho Procesal Penal (pág. 524 Edit. del puerto Bs. As. 2da. edic. 1996).
[14]Este autor
decidido defensor del sistema acusatorio, dictó una serie de conferencias en la
Universidad de Madrid entre diciembre de 1934 y marzo de 1935, que luego se
publicaron en la Colección Breviarios de Derecho que dirigió el Dr. Santiago SENTÍS
MELENDO, y publicó EJEA Bs. As. 1961. Las referencias a la posición del
defensor en el proceso penal se encuentran a partir de la pág. 111 del Tomo
II.
[15]Esta modalidad
del contrato escrito nos fue impuesta en nuestra práctica profesional por
nuestro amigo y maestro, lamentablemente desaparecido, Elio COVICCHI. Nos sigue
asegurando reglas de juego claras para el resto de la relación, incluso para el
propio cliente.
[16]Sin embargo,
conocemos a muchos colegas que no quieren saber absolutamente nada de lo que el
cliente puede llegar a haber hecho, es más, en muchos años de profesión jamás
han pedido que se le informe al cliente que tiene derecho a conferenciar en
forma privada y libre con él antes de la indagatoria, porque ese es un momento
de tensión, que en su concepción, es preferible evitar.
[17]A Alfredo VÉLEZ
MARICONDE lo venimos citando de un modo crítico, pero conviene aclarar que
nuestros distintos puntos de vista son fundamentalmente ideológicos. Diferimos
en el concepto de Estado, y de Sociedad, por lo tanto de persona. Para nosotros
el Estado es una de las tantas ficciones del derecho, la sociedad es nada más
que el mero hecho del interactuar del hombre, nunca un ente distinto y menos
superior a sus integrantes. Por lo que la persona necesita del derecho para
asegurarle el ejercicio de las mínimas condiciones que le permitan su
realización como tal. A su servicio se debe colocar toda la estructura jurídica
que se construye. Es lógico que en la época en que se desarrolla la labor
jurídica del jurista de Córdoba se manejen esos conceptos, y sobre todo cuando
se abreva en la doctrina de Vincenzo MANZINI a quien se cita recurrentemente,
siendo que en Italia tales ideas condujeron al fascismo.
[18]En efecto, Jorge CLARIÁ
OLMEDO no duda en considerar que la incomunicación no puede ser absoluta, sino
relativa, ya que no debe impedir la facultad de hacer valer los derechos que la
ley acuerda al imputado. De aquí que no parezca lógico - afirma - prohibir su
comunicación con el defensor. Sin embargo como advierte riesgos, no duda en
aconsejar que se haga delante del custodio a quien lo faculta para evitar todo
exceso que signifique desvirtuar los fines de la medida. (Confr. su obra
Derecho Procesal Penal, Tomo V pág. 269, EDIAR Bs. As. 1966).
[19] Nos referimos al caso Rivero, fallado por la Cámara 4ta. Criminal de Córdoba, junio 21-979.
Rivero, José. L.L., 20-XI-79, citado por CAFFERATA NORES, José I. “El imputado.”
Pág. 103, Ed. Editora Córdoba. Córdoba 1982.
[20] Recientemente en
un Juzgado Federal la prueba que le hicieron conocer a mi defendido era
simplemente una referencia formal de “lo declarado por fulano y por mengano”.
No se leyeron los dichos incriminatorios. Es evidente que no se quiere afectar
el secreto del sumario que al mismo tiempo rige. Es entonces que como
defensores nos encontramos con el dilema de una declaración a ciegas, sin
conocer las constancias sumariales, o aconsejar el silencio hasta tanto podamos
acceder a las actuaciones. La opción debe depender de qué tan importante es que
nuestro defendido realice su defensa, y sobre todo cuando se encuentra
detenido.
[21]Desde la
Constitución para acá - desde nuestro
punto de vista - todos los derechos son relativos, están a disposición de la
persona, que si quiere los usa y si no quiere no. El mismo juicio o su
equivalente “el proceso” se encuentra al
servicio del imputado, de modo que aquél imputado que confiesa y se allana a la
pretensión del Fiscal y/o del
querellante está implícitamente renunciando a la utilización del juicio, ya que
éste por esencia es contradictorio.
[22]Muchas veces el
cliente lo que quiere es dormir tranquilo confesando y en este caso puntual que
traigo se trataba de amenazas contra otro abogado, después de recibir nuestra
asistencia, fue con nosotros a su estudio jurídico y arrepentido de lo que
había hecho le pidió disculpas al colega. Este enfoque me permitió ver la
globalidad del sujeto. A lo mejor, desde el punto de vista técnico, hubiera
sido más conveniente adoptar otra actitud y llegar a lo mejor a una
prescripción. Sin embargo el cliente tenía una angustia que solamente podía superar con la actitud que asumió, y
para evitar la condena, recurrió a la
suspensión del juicio con el sometimiento del imputado a una mínima regla de
conducta. Se trata de brindar un servicio que lo atienda como sujeto, como
persona arrepentida de una conducta que él considera disvaliosa y que él quiere
rectificar y pedir disculpas y de alguna manera solucionar porque se siente culposo, entonces respetémoslo en
su dignidad, y respetar su dignidad es
respetar su discurso, nos guste o
no, el problema es de él y él se tiene
que hacer cargo y le tenemos que respetar la decisión final que tome.
[23]Fernando SAVATER tiene
una vasta producción, y su último trabajo que llegó a nuestras manos, trata
sobre la educación, y como incide en las grandes inquietudes de nuestro tiempo:
el racismo, la intolerancia, el abuso de drogas, la violencia etc... Se
concluye en que son cuestiones que deben abordarse desde la escuela primaria,
pero al mismo tiempo se sabe de la crisis en que se encuentra la
enseñanza. En esas alternativas SAVATER
intenta responder a las preguntas más esenciales ¿Qué es la educación? ¿Qué
esperamos de ella? Etc...Confr. “el valor de educar” Edit. Ariel Reimpresión de
Bs. As. 1991. Por su parte José Antonio MARINAS, tiene escrita su obra “Ética
para náufragos” Edit. Anagrama Barcelona 1995, en la que entre otros
conceptos, dice “la ética es lo más creador que la
inteligencia piensa, cuando piensa en el modo de vivir”. Tan popularizada esta
la ética en estos momentos que en los kioscos de revistas se puede adquirir un
“Manuel de Estilo y Ética periodística”, que editara el diario La Nación de
Buenos Aires. Todas obras de gran utilidad para el abogado, siempre que tenga
claro que tan importante es adoptar un comportamiento ético en el servicio que
presta.
[24]Y esto lo decimos
porque es cada vez más frecuente que el cliente se sienta confundido respecto
de nuestro rol. Para algunas personas, el paradigma del abogado, del buen abogado,
y encima penalista, es sinónimo de tramposo, sinvergüenza, cómplice,
delincuente en una palabra. Ello por culpa de muchos colegas, que
lamentablemente, están dando esa imagen. Parece que el buen abogado es el que
soluciona el problema, sin importar los medios que utiliza. El cliente se
siente muy importante, desde esa situación de omnipotencia, poniendo la plata,
pero no para honorarios, sino para arreglar con el Juez, con el Fiscal, con el
Comisario, y lo más grave es que muchas
veces el abogado está mintiendo y no arregla con nadie, sino que se queda con todo.
[25]Conocimos el caso
de un abogado penalista, que fue querellado
porque había dicho en la defensa, contestando la requisitoria fiscal,
que la culpa la tenía otro, que era ajeno a la cuestión y que él era el delincuente que había cometido el
hecho. Y lo hacía gratuitamente, porque ni siquiera el cliente en la
indagatoria había dicho eso. Una cosa es decir: “dijo mi cliente en la indagatoria, en el careo, que el responsable
es....” y otra cosa es que asuma como propia una imputación delictiva, pues
se corre el riesgo de terminar querellado por calumnias. Esto tiene que ver con
hacerse cargo del problema del otro,
cuando no le hace sentir al cliente que el problema es y seguirá siendo de él.
[26]Nos ha pasado con
la interpretación que se hace de la libertad por falta de mérito del art. 308
del C.P.P. (ley 6740), donde a veces obtuvimos su aplicación para nuestro
cliente aún en contra de la forma
personal que adoptamos para enseñarla en la Facultad. Es útil en estos
casos comenzar aclarando que “dejamos a salvo nuestra opinión en la materia, y
seguimos los lineamientos jurisprudenciales de este Tribunal”. De esta manera
cumplimos con nuestro cliente y con nosotros mismos.
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