El abogado penalista como defensor

EL DEFENSOR DEL IMPUTADO

Extractado del capítulo IX del libro del autor, Derecho Procesal Penal Análisis crítico del procedimiento penal. Editorial Nova Tesis. Rosario 2010.- 

         Nos toca ahora hablar de nuestra propia función en tanto llevamos muchos años operando como defensores en el fuero penal. Los enfoques que siguen, en general producto de la propia experiencia, pretenden mostrar la relación de poder que se presenta en esa singular articulación discursiva entre cliente y abogado. No le escapamos a la cuestión de la ética profesional, sobre todo en relación a la circulación del discurso sobre la verdad y a las estrategias defensistas. También dedicamos algunas reflexiones al tema de los honorarios profesionales, que son los que caracterizan el ejercicio de la actividad liberal, en un intento de presentar los principales problemas en los que muchos colegas encuentran dificultades y que son un verdadero símbolo del poder.




1. La defensa técnica del imputado.
La situación crítica en que se encuentra el imputado -que fuera analizada en el capítulo anterior-, es seguramente la razón por la que aparece la idea de brindar protección a su discurso. Aunque parezca ingenuo, es probable que, tras tan abrumadora entrega de poder al inquisidor, haya surgido algún complejo de culpa que sólo puede redimirse con una efectiva -y no sólo formal- regulación de paliativos, cuya expresión más significativa se encuentra, sin dudas, en el derecho a la asistencia de un profesional del derecho, es decir un abogado. No se trata sólo de la posibilidad de contar con un defensor, sino de que obligatoriamente y más allá de su propia voluntad, se  impone que cuente con uno y que ejerza efectivamente su actividad defensista.[1]
Sin embargo, con una lógica impecable para la ideología que la sustentaba, la inquisición llegaba a permitir la defensa de un acusado, solamente cuando éste se manifestaba como inocente, negándose por lo tanto a confesar pese a las torturas que se le suministraban. Se tenía claro que si era culpable y lo reconocía, no necesitaba defensor y cuando no había más remedio que permitirlo, la principal función de éste, era lograr que cambie de idea y definitivamente confiese.[2]
1.1.  Función del abogado defensor.-
En todos los sistemas procesales que abrevan en las posiciones inquisitivas provenientes de la España colonizadora y que se mantiene luego “modernamente” en los modelos tomados de la Italia fascista, el abogado viene a constituirse en defensor del imputado, no porque éste lo quiera, sino fundamentalmente porque el sistema le impone su existencia.
Podemos afirmar, que la doctrina tradicional en la materia, insistiendo en la necesidad que se preserve la inviolabilidad de la defensa, lleva a considerar esto como un principio del proceso penal, en un intento para equilibrar los valores en juego, frente al llamado principio de verdad real. Como se utilizaba al descubrimiento de la verdad como un objetivo que justificaba la gran concentración de poder en manos de los Tribunales, el límite impuesto era la garantía de la defensa que se integraba con la presencia de un defensor, abocado a la parte técnica jurídica.
Dicho de otro modo: si el sistema predispone funcionarios para el inicio y la prosecución de la persecución penal, es lógico que al particular imputado se le permita, en lugar de permanecer solo, contar con la asistencia de una persona, cuya profesión es similar a la que poseen quienes lo acusan y quienes lo juzgan. Por otra parte, las dificultades de comprensión que presenta el discurso jurídico, al que se accede solamente luego de estudios universitarios, justifican plenamente que la persona sometida a un procedimiento de cualquier índole que sea, tenga una suerte de traductor, que le permita entender los pasos a seguir y las formas a cumplimentar.
De cualquier forma y más allá de los llamados “intereses públicos o sociales” que reclaman la presencia del defensor, debemos reconocer que la elaboración de una defensa implica el diseño de una estrategia que difícilmente pueda llevar adelante quien está directamente involucrado en el procedimiento penal. Es preciso que alguien que cuente con conocimientos teóricos, pero que además esté debidamente entrenado, con la suficiente experiencia en la materia, que haga una lectura “desde afuera” para poder hacer un pronóstico más o menos realista de la suerte que correrá el futuro del imputado. [3]
La legislación procesal, desde antiguo ha regulado la tarea del defensor, a quien la doctrina le asigna una función técnica tanto en la asistencia, como en la representación del imputado.
Esa asistencia, se traduce en asesoramiento (muchas veces en explicaciones de inentendibles procedimientos) que casi siempre vienen instrumentados con un léxico específico y que debe ser objeto de traducción para el lego imputado. No solamente se cumple en el proceso mismo, en el ámbito de los Tribunales, sino también fuera de ellos y muchas veces no se reduce a la tarea eminentemente jurídica en lo penal, sino que alcanza otras ramas del derecho. La labor de asistencia adquiere una fundamental función en los lugares donde el imputado cumple su encarcelamiento preventivo. En este sentido, la labor del abogado, si bien se debe limitar a lo específico de su incumbencia profesional, no puede dejar de lado el tener presente la angustia del preso con la carga de ansiedad por saber qué posibilidades tiene de recuperar su libertad. Se trata de una tarea de contención, frente a quien puede estar pasando una grave situación de crisis emocional.
La representación del imputado es la otra característica que asume la labor de la defensa técnica, y ella se cumple toda vez que el defensor actúa en nombre de su defendido. Cuando contesta traslados o vistas, opone excepciones, solicita excarcelaciones, interpone recursos, ofrece pruebas, formula el alegato, etc... También en el control del respeto por el cumplimiento de garantías, de parte de los demás operadores, deduciendo nulidades contra actividades invalidables. Hasta llega a ocuparse de defenderlo como demandado civil en sede penal, por una extensión que la ley procesal hace del mandato que lleva implícita su designación (art. 24 3er. párrafo del C.P.P.S.F. y art. 104  2do. párrafo in fine del C.P.P. N.).[4]
Por lo tanto, como vemos, la naturaleza de la tarea que cumple el defensor técnico en materia penal, es difícil de encuadrar en figuras jurídicas ya existentes. Es obvio que cuando se trata de un “defensor de confianza” -también llamado “defensor particular”-, nombrado por el imputado, existe una locación de servicios que los une y genera derechos y obligaciones para ambos. Mas como se ha establecido normativamente que la defensa es libre[5], sin más restricciones que las impuestas por las normas éticas que aplican los Colegios de Abogados mediante sus tribunales de disciplina, así como el cumplimiento de las leyes vigentes, ello provoca diferencias notables de la representación que se ejerce en el ámbito del proceso civil o laboral, porque en realidad el defensor no necesitaría cumplir instrucciones de su conferente.  No habría precisamente un mandato con todos sus requisitos, objeto, límites, etc...
Esta opinión, que es la mayoritaria, no nos termina de convencer. Se ha pretendido presentar al abogado defensor detentando una superioridad respecto del imputado, confiriéndole esa autonomía de voluntad que la diferencia del mandato convencional; sin embargo, hasta parece antiético que el abogado no responda a la voluntad de su cliente. Por otra parte, si finalmente éste  no concuerda con la línea elegida por aquél, le bastará con cambiarlo revocando su nombramiento. La discrepancia que aparece en algunos casos formalmente planteada entre el discurso del imputado (por ej. confesando) y el ensayado por el defensor (negando la autoría de su cliente), en realidad, muchas veces encubre un acuerdo, que no puede mostrarse al Tribunal. Ello justificaría que el imputado lo mantenga como defensor pese a la contradicción discursiva.  De lo contrario, no se explicaría la subsistencia de una relación profesional, en esos términos tan contradictorios.
Sin perjuicio de nuestra crítica, la posición que pareciera predominar es la que en su momento enseñara Alfredo Vélez Mariconde[6], para quien el defensor tiene poderes autónomos e independientes de la voluntad del cliente. De este modo se explica que los defensores puedan ensayar una línea de defensa completamente distinta a la que utilizara el propio imputado al prestar declaración en el proceso. No importa lo que haya dicho el imputado intentando defenderse, el análisis que haga su abogado puede perfectamente ser distinto y explicar incluso por qué las diferencias existentes: pongamos, por ejemplo, el caso de quien niega la amistad íntima que tenía con otro imputado, siendo que se trata de un caso de encubrimiento y donde además se ha probado tanto el hecho como esa negada amistad; el defensor no necesita que su defendido cambie su declaración y perfectamente puede solicitar el sobreseimiento, o el rechazo de la acusación, teniendo por probada la existencia de la excusa absolutoria que lo beneficia.
Ahora bien: aún si aceptamos que el defensor no es un mero mandatario,  no por ello consideramos que su actuación se haga a espaldas de su defendido. Por el contrario, el apartamiento en las líneas de defensa debe ser conocido y aprobado por el cliente, quien, como adelantamos, siempre tiene la posibilidad de remplazarlo o simplemente revocarle el nombramiento. Resulta aconsejable, entonces, que los abogados utilicen como práctica rutinaria, brindarle documentadamente información al imputado, dejando constancia fehaciente de tal entrega. Ello para el supuesto que el imputado niegue que su defensor estuviera autorizado a adoptar determinada línea de defensa.
Para nosotros, el abogado que actúa como defensor penal, sea público o privado, tiene a su cargo cumplir una importante función de asistencia y representación de los imputados, con quienes acuerda líneas estratégicas de defensa en el interés de ellos, por lo que su actuación siempre lo será en beneficio y en nombre de sus defendidos.
Resulta prudente y aconsejable que ese abogado no sólo debe estar formalmente inscripto en la matrícula, sino que preferentemente debe ser especializado en materia penal. Solamente así, se podrá intentar equiparar las fuerzas que presentaran los discursos de los actores penales.
1.2. Excepciones a la existencia del defensor.
La legislación procesal penal le brinda al imputado el derecho a hacerse asistir y defender por abogados, pero al mismo tiempo lo autoriza a defenderse personalmente (art. 104 C.P.P.N., art. 114 ley 12.734).
Esta alternativa nos preocupa desde un punto de vista teórico, ya que en la práctica rara vez sucede que en los procesos penales los imputados se auto defiendan. Lo cierto es que esta posibilidad  está consagrada como una garantía judicial por la Convención Americana sobre derechos humanos (art. 2 inc. d), que, como sabemos, ha sido incorporada a nuestra Constitución Nacional (art. 75 inc. 22). La razón de nuestra preocupación frente a la posibilidad de la autodefensa, radica en los riesgos que implican no recibir ayuda de un profesional, cuando es uno mismo quien se halla en la grave situación que supone la amenaza de una pena. En materia de protección de la libertad, si bien constituye un derecho fundamental el poder ser oído personalmente, por un Juez independiente e imparcial, ello no obsta a que siempre sea prudente contar con un profesional de su elección o impuesto por el sistema para su protección adecuada. De esta manera nunca el imputado podrá decir luego de la sentencia que fue juzgado sin tener un defensor.  Debemos reconocer que esta postura puede ser criticada por considerarla un tanto “paternalista”: en efecto, se subestima al imputado toda vez que se le impone, aún contra su voluntad, la asistencia y representación de un abogado, sobre todo cuando el propio imputado confiesa lisa y llanamente su responsabilidad penal y considera innecesario que alguien lo defienda. Desde la lógica pareciera inútil un defensor para quien no quiere ni puede defenderse aceptando todos los cargos que se le formulan.,  especialmente si tenemos en cuenta que, en tal caso el fiscal se hace responsable de la legalidad del procedimiento. Siguiendo esta línea de pensamiento el defensor penal solamente quedaría reservado a los casos de imputados que sí quieren defenderse resistiendo la pretensión punitiva.
De cualquier modo, nuestra preocupación cede no sólo ante la falta -en la práctica- de utilización de la auto-defensa como alternativa legal, sino porque los supuestos que la impiden son los que llevan a su total inaplicabilidad. En efecto, establecen los códigos en los artículos que antes citamos,  que la autodefensa será tolerada siempre que no afecte el normal desenvolvimiento del proceso,  ni la eficacia de su defensa, o directamente siempre que de ello no resulte un perjuicio evidente para la misma persona.
Es posible pensar que la falta de título de abogado y de experiencia, hace perfectamente posible presumir que el imputado no podrá desenvolverse adecuadamente, ya sea -por ejemplo- para contestar por escrito la acusación, como para poder ofrecer pruebas pertinentes y procedentes, para dar dos ejemplos puntuales.
De otro lado, si el imputado es abogado, la eficacia de su defensa resulta imposible de evaluar hasta que se llegue a la sentencia, donde será obviamente tarde para no aceptar su autodefensa. En esos casos, cuando la gravedad lo exija, el Juez podrá presumir que no será eficaz la autodefensa pretendida por quien, pese a poseer el título de abogado, no tiene la presencia de ánimo suficiente como para poder encarar con éxito una tarea tan delicada. Con mayor razón si se encuentra cumpliendo prisión preventiva; resulta imposible controlar la marcha de la causa para quien no puede asistir diariamente a las oficinas del Juzgado, al encontrarse privado de su libertad.
Dejamos sentada nuestra crítica, frente a la posibilidad que el imputado pueda elegir  el rechazo de un defensor para ejercer él mismo su autodefensa, ya que el valor en juego, su libertad, hace aconsejable la asistencia de un profesional en principio ajeno a la crisis que vive el imputado.
A tal punto es criticable tal dispositivo legal, que si se lo compara con otros procedimientos (civil o laboral), ningún código  le brinda al demandado la alternativa de no contar con el patrocinio letrado y defenderse solo sin tener el título de abogado. Incluso el viejo código procesal penal de Santa Fe (art. 24 ley 6740), deja a salvo de la autodefensa lo relativo a la cuestión civil.  ¿Cómo puede ser que se exija abogado patrocinante para los aspectos meramente patrimoniales, y para la defensa contra la pena privativa de libertad, se tolere la actuación sin letrado?
El otro caso donde se admite que el imputado se defienda sólo, sin la asistencia de un abogado, se encuentra en el procedimiento por infracción a los códigos de faltas. Idénticas críticas a las ensayadas son válidas para esta situación que se intenta minimizar desde enfoques que entienden a la pérdida de libertad mensurable por el tiempo que dura. ¿Es posible frente a penas de arresto que incluso pueden superar los 30 días, dejar sin defensor a los infractores?

2. La relación abogado-cliente en función del proceso penal
2.1. Cuestiones que presenta:
Entre la variedad de disciplinas a las que se puede dedicar el ejercicio de la abogacía, se encuentra probablemente la más tradicional y que por ello lo caracteriza desde sus orígenes históricos: la función de defender al imputado o a la víctima en el proceso penal. Nadie duda de la importancia de tal actividad, sobre todo en la hora actual donde los medios de comunicación se ocupan de temas penales. Frecuentemente aparece la figura del abogado, como protagonista imprescindible en la lucha por la libertad o por la justicia de una resolución en expectativa. Parece entonces interesante, abordar dos aspectos que se vinculan con la función del abogado como defensor del imputado en el proceso penal:
·                 Por un lado, “estrategias” vinculadas no sólo con la ley, sino con el funcionamiento real de los mecanismos defensivos en vistas a recuperar la libertad o a obtener una resolución favorable.
·                 Por otro lado, “La Ética del abogado” en el ejercicio de la profesión, tema generalmente no abordado, y menos en las cátedras específicas. 
Como veremos, en ambas cuestiones se presentan muchas dificultades que trataremos de superar. Obviamente, no pretendemos agotar los temas, sino que, con los límites que naturalmente tenemos (sumados a los que nos hemos impuesto), intentemos pasar revista a algunos problemas para reflexionar sobre las posibles soluciones o modos de encararlos profesionalmente.

2. 2. La formación del abogado.
 Las dificultades de la actividad del abogado en el procedimiento penal, probablemente encuentren una de sus causas en el déficit de la formación universitaria. ¿Para qué se nos prepara a los abogados en la Universidad en relación a la actividad posterior en el procedimiento penal?, o formulada la pregunta de otro modo ¿Salen los abogados de la Facultad preparados para resolver los casos que la profesión les presenta?
En general la formación del abogado en la Universidad de Latinoamérica es la formación del “estudioso de la ley” y a lo sumo de la jurisprudencia, pero siempre a partir de conceptos, definiciones,  teorías,  naturalezas jurídicas,  supuestas evoluciones históricas, etc. Pero esto ¿le permite al abogado ejercer la profesión con eficacia?
Habría que desentrañar, en primer lugar, qué se entiende por ejercer la profesión; es decir, ¿cuál es la función del abogado?   Pregunta fundamental que nos debemos hacer reflexivamente. 
Existen varios recorridos conceptuales, en general sumamente simplistas, como ocurre con la denominación de “auxiliar de la Justicia”  - frase muy pomposa, muy recurrente, pero que no explica mucho el real significado de la actividad del abogado-,  porque tendríamos que ver qué es esto de “La Justicia” y otros análisis[7].; nosotros preferimos otro enfoque mucho más realista y al mismo tiempo preocupante ya que muestra las dificultades que presenta el ejercicio de la profesión y la necesidad de una importante y permanente capacitación. En este sentido resulta sumamente atractivo el aporte que hace el realismo norteamericano de la boca de uno de sus más fieles exponentes: Jerome Frank[8]. Un jurista que luego de ser abogado llegó a ser designado Juez por el Presidente de los EE UU Roosevelt, afirmó que la función del abogado,  pretende ser asimilada a la de un pronosticador de meteorología. El abogado en realidad debe intentar hacer un pronóstico de la decisión judicial, de la misma forma en que el experto en clima va a hacer un pronóstico de si va a llover o no en los próximos días. Estudiado el caso que tiene en sus manos, tendrá que decirle a su cliente: “el Tribunal  - llegado el momento - va a decidir de esta forma”.
La función en su Estudio consistiría entonces en algo así como  “pronosticar la decisión judicial”. Ahora bien, ¿Con qué elementos puede hacerlo?, ¿Qué sabe el abogado para poder hacer su pronóstico? Supongamos que conoce la ley, también toda la jurisprudencia que refiere a la interpretación de esa ley. Tiene en su computador todos los fallos de la Cámara de Apelación, de la Cámara de Casación, o de la Corte en última instancia. De modo que conoce con mucha exactitud cómo se interpreta tal o cual artículo. Tenemos un abogado que ya es un experto al haber estudiado cómo debe interpretarse correctamente tal tipo penal o tal dispositivo procesal, incluso sabe hasta cómo se interpretan conceptos constitucionales.
Sin embargo, toda la actividad del abogado no se reduce a esto, ya que evidentemente no puede hacer un pronóstico para un cliente a partir de la ley y de cómo es interpretada por los Tribunales; porque le falta saber cómo los Jueces valoran la prueba, y esto no está en ningún libro. ¿Cómo el Juez valora los dichos de un testigo,  los de un imputado, una pericial, cómo le da crédito a las actas policiales? 
No se trata de conocer a fondo la ley y su interpretación jurídica, donde se incluye toda la teoría que la doctrina se encarga de exponer. Se trata de llegar a pronosticar si con el material probatorio colectado, en la causa se llegará o no a tal decisión y en qué consistirá la misma,  todo desde los hechos que se consideran se van a llegar a probar. ¿Qué valor tiene para un Juez la huella de una frenada en un homicidio culposo?, ¿Qué valor tiene el impacto recibido en el medio de la puerta trasera, o en la delantera, en un accidente en una bocacalle en la ciudad?  Todas estas son cuestiones de muy difícil pronóstico, porque se vinculan directamente con los modos de valoración de la prueba de los jueces. 
Superado el sistema legal o tarifado, donde todo estaba previamente valorado por la ley, nos tenemos que manejar con el llamado régimen de la sana crítica[9]. De manera que hay que desentrañar qué labor hace el Juez cuando valora la prueba, a qué conclusiones arribará. Aquí aparecen cuestiones que son no jurídicas, sino vinculadas con la teoría del conocimiento, es decir, de cómo el Juez considera creíble o verosímil tal relato de los hechos.
Ya no importa la ley ni la jurisprudencia, sino el relato de un suceso, construido a partir de los aportes de los diversos intervinientes, testigos, imputados, víctimas y peritos. Incluso todo intervenido por el discurso policial y el de los empleados judiciales, que fragmentará todo ese relato, lo reconstruirá con frases hechas, con discursos estereotipados, etc… Incluso la posible influencia de los medios de difusión, que traerán su interpretación sobre lo ocurrido. Todo ello tiene que ser interpretado a su hora.  Como vemos no es tarea sencilla. 
De allí que a veces un tribunal de segunda instancia, llegue a una conclusión completamente distinta de la que, sobre determinados hechos, había sostenido un juez de primera instancia. No se trata de la interpretación del Derecho (que en todo caso sería hasta pronosticable, sobre todo cuando se sabe el tribunal que va a intervenir); por ello los cuestionados fallos plenarios solucionan estos temas de interpretación del derecho contradictorio.
Aquí estamos refiriéndonos a discrepancias en las interpretaciones de las proposiciones fácticas, o sea, a los hechos. ¿Cómo puede ser que una Cámara de Casación interprete que el marido deba ser condenado como autor del homicidio de su cónyuge, mientras que el tribunal oral antes lo había considerado encubridor del hecho que supuestamente otro había cometido? ¿Por qué hubo una lectura distinta de los hechos?[10] 
Somos, por lo dicho, pesimistas en cuanto a poder desde nuestro rol de abogados, decirle a nuestros clientes  “como interviene determinado tribunal, el pronóstico futuro de su situación será que usted será absuelto desde la lógica que manejamos”
Aclaremos que nuestro enfoque, en cuanto a la dificultad que hay en la lectura de la prueba por distintas personas, se hace sin mezclar con condimentos patológicos, o sea, sin pensar mal de los Jueces, sino suponiendo la buena fe en todos. Es decir, referido a los hechos siempre nos encontraremos con estas dificultades desde este enfoque realista.[11]
De cualquier forma, pareciera que socialmente estuviéramos obligados, más allá del propio y legítimo interés del cliente a quien representamos, a formular algún tipo de pronóstico. Las dificultades que señalamos lo único que pretenden es advertir lo complejo que resulta.
Por eso creemos que resultará de utilidad el conocimiento -lo más profundo posible-, de cada uno de los magistrados, comprendiendo integralmente sus historias personales y demás datos, que a lo mejor permitan pronosticar su futuro comportamiento.

2. 3. La relación entre el abogado penalista y su cliente.
Para analizar la relación entre el abogado y su cliente, será preciso volver sobre algunos puntos a los que antes nos aproximamos.
Se dice, no sin mucha simplificación, que la función del abogado penalista al actuar como defensor es encuadrable como la de un “locador de servicios”,  que tiene simplemente una obligación de medios,  jamás de resultados. Nosotros - los abogados - ponemos nuestros medios al servicio de ese discurso del cliente a fin de conseguir su libertad o por lo menos una resolución favorable.
Como ya vimos, Alfredo Vélez Mariconde [12] - el jurista quizás de mayor renombre en la doctrina procesal penal Argentina - intenta, sin ningún empacho, demostrar que en esta relación entre el abogado y el imputado no hay una representación, sino autonomía de voluntad del defensor y que en consecuencia puede apartarse del discurso del cliente y encausar otra línea defensista completamente independiente de la voluntad del imputado. Esto es para él, lo que lo distingue precisamente del representante en sede civil o laboral, porque ahí sí debe cumplir instrucciones de sus clientes.[13]
Creemos  que esta postura parte de un idealismo donde se llega al extremo de exigirle al abogado  - como lo señala críticamente James Goldschmidt[14] -  ser imparcial, tanto como el Juez o el Fiscal, y por lo tanto obligado a colaborar con la justicia para el descubrimiento de la verdad. En esa misma dirección, donde los valores se absolutizan, se inscribe el discurso de la doctrina de Alfredo Vélez Mariconde, y si bien por un lado se dice que el abogado integra la personalidad del imputado, al mismo tiempo se afirma que puede separarse de éste (de su voluntad) y ensayar autónomamente un discurso diferente. Nos parece que esta postura, no puede sostenerse hoy jurídica ni éticamente: jurídicamente,  porque el cliente es el dueño de la línea de defensa,  de manera que si él no ha aceptado que ensaye una estrategia defensista, una línea de defensa distinta a la que él en forma material dijo en su declaración indagatoria, el abogado opera al margen de su voluntad y corre  el riesgo de que lo cambien inmediatamente como defensor. Somos defensores por voluntad exclusiva de quienes quieren mantenernos como tales y no tenemos de ninguna manera comprado ese rol hasta el fin del proceso, sino que todos los días corremos el riesgo de que se nos revoquen las designaciones y ello va a ocurrir,  probablemente,  cuando el cliente pueda - si es que puede - darse cuenta de que nos hemos apartado de su línea de defensa para optar por otra. Entonces, no es que no se pueda, como defensor, apartarse del discurso del imputado (ej. el imputado confiesa el hecho y sin embargo el abogado sostiene su inocencia), sino que lo que es previo y necesario es el acuerdo del cliente; es decir, que el cliente sepa que su abogado va a utilizar esa estrategia y que esté conforme con ello. Incluso,  para garantizar la eficacia de ese acuerdo, es conveniente que se haga por escrito, para que quede documentada esa línea de defensa.[15]
A esta altura, parece necesario hacer algunas precisiones respecto de esta relación naciente entre cliente y abogado particular.
En primer lugar, vamos a tratar de distinguir quienes son las partes en esta especial relación que se forma entre la persona que requiere los servicios de un abogado y el profesional letrado.
Por un lado tenemos al cliente a quien, antes que nada, es necesario conceptualizar. En realidad la calidad de cliente se adquiere con posterioridad a la primer entrevista. Cuando nos visita una persona, ella aún no es un cliente, en el sentido que aquí trabajamos de defendido. A veces, es preciso aclararle que se acepta su entrevista, pero aún no se puede considerar que haya nacido una relación donde ya somos abogado y cliente respectivamente. Esto es muy importante  porque, de pronto, la persona ya se considera aceptada como cliente y descarta que se lo defienda. En algunos casos, esta puede ser una actitud inconsciente que busca la prestación de los servicios sin mayores compromisos de su parte, fundamentalmente sin hablar de los honorarios que deberá pagar para contratar a un abogado.
La condición de cliente en materia penal, recién se adquiere cuando se ha perfeccionado la relación entre el abogado y su defendido, que no necesita de aspectos formales, pero que requiere de un acuerdo de voluntades que es preciso definir dos temas fundamentales: 1º) sobre la línea de defensa a implementar y 2º) sobre los honorarios y forma de pago.
En la otra parte, nos encontramos los abogados (o los procuradores que pueden actuar en la provincia de Santa Fe en materia de Faltas y Contravenciones). Los abogados, obviamente poseemos el título universitario que nos habilita para matricularnos y ejercer la profesión. Pero ello no basta, para poder tomar un caso. Se trata, fundamentalmente, de tener claro que estamos en condiciones de poder brindar el servicio que se nos reclama; de allí que interesa, al comienzo de la relación, tener conocimiento de los detalles del caso, ya que pueden haber extremos que nos impidan aceptar o cumplir y que el propio cliente desconoce.
Por lo menos, el futuro cliente debe conocer todo lo que puede llegar a ser motivo de consideración a la hora de evaluar si le conviene la contratación. La relación con la otra parte, con el otro abogado, la circunstancia que provocará el apartamiento del juez interviniente, el compromiso ideológico o doctrinario respecto de un tema fundamental para la línea de defensa, son algunos de los temas a tener en cuenta para la evaluación. 
Llegado al escenario judicial, el examen de las condiciones para poder aceptar el nombramiento efectuado por el imputado, está a cargo del Juez, quien incluso es informado de las sanciones que pueden recibir los abogados y que llegan a suspenderlo en la matrícula para impedirles ejercer la profesión en cualquier ámbito que sea.
Por lo tanto, habrá un nivel de relación de tipo privada (donde lo único que cuenta es el acuerdo de voluntades entre el abogado y el cliente); y otro nivel de actuación institucional, donde además es preciso la intervención del Juez que de algún modo autoriza el nombramiento de defensor y le confiere o le quita tal condición.
Tratando de profundizar el análisis en esta relación entre abogado y cliente, se advierte que como ocurre en general en cualquier trato entre personas, lo que está en juego es el poder: es decir, quién manda. Cliente y abogado pretenderán asumir el rol de quien manda o de quien obedece. Para tal alternativa cada sujeto hará lo que pueda. Habrá quienes vienen a la primera entrevista ya entregados a su condición de obediente sujeto que se somete a los designios del que “sabe”, y habrá otros que, por el contrario, pretendan ser quienes impongan todas las condiciones e incluso incursionen en aspectos técnicos jurídicos. Por su parte hay abogados cuya personalidad los lleva a dejarse llevar por sus clientes -ya que no pueden asumir un rol dominante en la relación-, y hay otros que, por el contrario, exigen ser quienes tomen todas las decisiones en adelante sin permitir ninguna interferencia de su cliente.  Hay que tener presente que todos los elementos que circundan esa relación de poder que nace por el encuentro necesitado de cliente y abogado, deben estar al servicio del objetivo de mando o de obediencia: el lugar donde se realiza la entrevista, la vestimenta del abogado, el tiempo de duración, el tema de los honorarios, el prestigio previo del abogado, el trato que esté dispuesto a brindarle al cliente, y todos los demás elementos, hacen a facilitar la relación de poder que dinámicamente está naciendo.
Volviendo al diseño de la línea de defensa, es preciso conocer a fondo el caso, de modo que en alguna oportunidad se necesitará más de una entrevista para poder compenetrarse, en otros será preciso leer un expediente, y recién entonces hacer una propuesta. Hay que distinguir los casos donde la persona ya ha prestado declaración de las que no lo ha hecho aún. En el primer supuesto en realidad la línea de defensa ya ha sido elegida y de pronto no conviene variarla, o no se puede. De cualquier modo siempre la decisión final sobre la línea de defensa la tiene el cliente, el abogado puede hacerle ver las consecuencias jurídicas que tendrá una u otra opción.
En la línea de defensa no puede haber claudicaciones éticas, para hacer lo que el cliente quiera, sino que hay que marcar los límites imprescindibles que nos fijamos en el ejercicio de la profesión. La línea de defensa la adoptamos con total libertad, y sin más límites que los legales y éticos.
El abogado debe preguntar a quien lo entrevista, sobre los hechos que constituyen el objeto de su problema, pero si bien se le puede hacer saber la importancia que tiene que se nos diga toda la verdad, ello resulta sumamente difícil que ocurra. Por lo general la mayoría de los clientes no cuenta todo (y menos cuenta la verdad). Ello es algo que debemos tener presente, porque profesionalmente debemos estar prevenidos a que se nos mienta u oculte parte de la información. De manera que el interrogatorio debe ser prudente y limitado a los temas que importan para la solución del caso. No hay que cometer el error de formular preguntas indiscretas, y siempre aclarar que si no nos dicen la verdad, ellos son responsables de nuestra actividad, que puede terminar beneficiando inconscientemente a la contra parte.
En cuanto al tiempo que debe durar la entrevista con el cliente, es evidente que  debe tener un mínimo y un máximo. De modo que, previamente, ya sepa el abogado cuánto tiempo le va a dedicar al cliente, y ello dependerá del caso. Si bien no puede haber una regla fija, por lo general es aconsejable que no superen los 45 minutos. Es preferible realizar dos o tres entrevistas cortas, que una tan prolongada donde se agoten el cliente y el abogado. El inicio, así como el final de la entrevista, debe ser fijado por el abogado, para que quede claro que es él quien organiza su trabajo y exigir puntualidad, así como brindarla. En la entrevista, y sobre todo en la primera, quien debe hablar es el cliente. El abogado se debe limitar a escuchar.
La vinculación del abogado con el cliente tiene como eje transversal, para nuestro punto de vista, el de la verdad.  El drama de la verdad,  pese a que Alfredo Vélez Mariconde lo intenta institucionalizar como fin del proceso,  para nosotros es atinente a las partes, a los operadores y al Juez. ¿Qué pasó en la reconstrucción del relato del hecho? También nos interesa a nosotros los abogados, de allí que con todo derecho podamos preguntarle a nuestros clientes acerca de la verdad. Sobre todo los abogados particulares, porque con ese mismo derecho aceptaremos el caso o no.[16]
Como habíamos visto, si la función del abogado en el proceso penal es de asistencia, su rol es fundamental y llega el momento en donde técnicamente va a tener que asumir un compromiso. Esto va a ocurrir fundamentalmente antes que el imputado preste declaración. Al respecto,  es interesante ver como Alfredo Vélez Mariconde[17] no parece partidario de ese contacto de asistencia, cuando media la incomunicación. Si lo hace Jorge Clariá Olmedo, que en su obra no duda en la necesidad y conveniencia de que tenga lugar esa entrevista personal[18].
Este tema fue discutido muchos años antes que se aprobara el Pacto de San José de Costa Rica, o sea. que tuviera consagración legislativa este derecho del imputado a poder hablar con su abogado antes de la indagatoria,  como consagra el C.P.P.N. en el artículo 205 o recientemente el nuevo código para Santa Fe ley 12.734 (art. 114 última parte).
Hace ya muchos años que se acepta jurisprudencialmente el contacto entre el imputado y su defensor, aún estando incomunicado. El primer caso fue precisamente en Córdoba, donde a instancias de una abogada defensora, se nulificó la declaración indagatoria, que había sido recepcionada a un imputado incomunicado y que por lo tanto no había podido ser asesorado previamente por su abogada[19].   En Santa Fe, ese derecho llegó mucho más tarde y todavía hoy existen Jueces que, por lo menos en charlas informales, anticipan su criterio a negarle ese derecho a ciertos imputados. De todos modos y, en general, si los abogados hacen formalmente el planteo se les termina permitiendo hablar con los imputados, pero no porque sea derecho del profesional - como equivocadamente algún colega lo plantea -, sino del imputado; que si quiere lo ejerce y si no, no lo hace.
En esa conversación previa con el defensor, se corre el riesgo que se confundan un poco los roles y la función del abogado. Si estamos de acuerdo en que en esa actividad se da asistencia y no representación, el abogado no puede tomar el lugar del imputado, sino que tiene que limitarse en su actuación.
¿En qué consiste la asistencia técnica, en ese momento inicial? 
Primero, en escucharlo. La entrevista debe hacerse después de que le hayan  intimado los hechos y, además (en el Juzgado Federal) después de que le haya hecho conocer la prueba de cargo (lo decimos porque lamentablemente no siempre se está trabajando de ese modo[20]). El derecho a conferenciar en forma privada y libre con el abogado, se está haciendo incluso antes de que comience el acto de la indagatoria, por lo menos en los juzgados Federales de Rosario. Así planteada la cuestión no es eficaz,  porque si la idea es que pueda recibir asistencia técnica adecuada de un abogado, éste necesita saber -en el momento de la reunión-,  cuáles son los hechos que se le atribuyen  - y siguiendo con el Código Federal,  cuáles  son  las pruebas que hay en su contra, por lo menos; de manera que esa cuestión debe ser motivo de incidencia en la misma indagatoria: si el juez dice que tiene derecho antes de la indagatoria, el abogado debe plantear que ese derecho lo tiene que ejercer su cliente, si quiere o no, después que le intimen los hechos. Incluso después de tal intimación, el abogado puede decirle al cliente que no es necesario que hablen en privado, aún delante del Juez.
Por una cuestión de orden lógico, primero se le deben hacer saber los hechos que se le atribuyen, y luego los derechos, entre los que se encuentra el de conferenciar en forma privada y libre con su abogado.
Si el abogado está presente y ha aceptado el cargo de defensor, el imputado puede negarse a conferenciar en forma privada. Está en todo su derecho, ya  que puede renunciar a ese beneficio[21], y en consecuencia el acto continuará formalmente con su posterior trámite.
Pero si, como normalmente ocurre, el imputado quiere usar la posibilidad de la entrevista privada con su abogado, viene la cuestión sobre el desarrollo de esa entrevista, tan crucial para el futuro de la causa. Sin pretender dar recetas o fórmulas estrictas, ya que cada caso ofrece particularidades y cada imputado tendrá diferentes formas de contactarse, nos atrevemos a hacer algunos señalamientos con la finalidad de profundizar coherentemente en el análisis de la relación entre el cliente y su abogado. 
En primer lugar, nos parece que el abogado debe preguntarle si entendió bien los hechos que se le atribuyeron y además, si está de acuerdo con que esos hechos están planteados en forma clara, precisa y medianamente circunstanciada, porque de lo contrario no se podrá ir al paso siguiente.
El abogado, por su parte, también debe hacer un análisis crítico de la intimación de hechos, porque es su principal responsabilidad y más allá de lo que su cliente le diga, tendrá que ver en cada caso si no es conveniente destacar alguna falencia. No se puede tolerar la intimación de haber cometido hechos indeterminados. Tiene que concretarse el relato fáctico para permitir con claridad el encuadre jurídico penal en la figura delictiva que se seleccione. El imputado debe ser informado mínimamente, en qué consiste la maniobra atribuida. Desde los hechos que dan lugar a delitos muy simples como el homicidio, (por ej., haber matado a X), hasta los que permiten encuadrar en delitos de inteligencia, como las defraudaciones, siempre se deberá concretar en qué consistió lo atribuido. Reconocemos que en muchos casos, resulta tarea compleja, intimar bien un hecho; no obstante lo cual merece el esfuerzo, porque así lo exige la salvaguarda del debido proceso y su contracara la inviolabilidad de la defensa.
Si está bien hecha la intimación, el imputado quiere hablar con el defensor en privado, estamos persuadidos de que nuestro cliente entendió bien cuáles son los hechos que se le atribuyeron y que también comprendió el alcance de sus derechos, recién entonces llega “La Pregunta”, para que nos diga que tendría para decir a todo esto.
Hay clientes, que, a veces en forma un tanto perversa, pretenden que el defensor les indique la respuesta; y decimos “perversa” porque de alguna manera ese imputado pretende trasladar su problema; es decir que no lo termina de asumir como suyo.  Así como suele manifestarse esto -que bien podríamos comprender como una cierta tendencia natural-, hay también otra correlativa de parte ya del algunos abogados, a ceder a eso y asumir toda la problemática como suya, personal; cosa de la que hay que hacerse cargo.  Los abogados nos equivocamos si asumimos ese rol y no le hacemos notar al cliente -durante todo el procedimiento-, que el problema es de él, siempre fue de él,  nunca dejó de serlo ni pasó a ser nuestro -ni aún compartido-; y que incluso si alguno de esos supuestos llegara a ocurrir, ya no podríamos seguir defendiéndolo.  Esto siempre hay que tenerlo en claro. Entonces, nos parece que lo correcto es informarle claramente los alcances de su derecho a defenderse en forma genuina. Una forma de defenderse es declarando y la otra alternativa es abstenerse de hacerlo. En principio, eso lo tendrá que decidir él, porque es quien mejor conoce los hechos y sabe su verdad, sin perjuicio que podamos aconsejar una de las dos posibilidades, en función de lo complejo del caso y fundamentalmente la necesidad de contar con tiempo y mayores elementos para ejercer con mayor eficacia la defensa.
En síntesis: frente a las dos alternativas: o se calla y ejerce el derecho al silencio, o habla y si lo hace es un problema suyo hacerse responsable de lo que diga.
Puede ocurrir también que el cliente reconozca en esa reunión privada que la verdad es que él fue el autor, que él lo hizo. Acá, además de ser una cuestión ética,  el abogado tiene que aclararle que si confiesa el hecho tal como se lo está contando, la consecuencia jurídica de esa confesión será una condena de entre tantos y tantos años, pero el problema sigue siendo suyo y va a seguir siendo suyo, y por eso nadie mejor que  él  para decidir. En el caso, en que, pese a este asesoramiento, el imputado dice que quiere confesar  - como nos dijo un cliente,  porque “se iba a sentir bien” -, el abogado debe respetar la voluntad del cliente. Como muchas veces el abogado se siente tan omnipotente y poderoso frente al cliente,  le quiere imponer al mismo lo que tiene que decir, le quiere enseñar a declarar. Esto nos parece grave. Desde el punto de vista jurídico, porque debemos plantearnos si cuando estamos frente a un cliente, estamos frente a un caso jurídico o frente a una persona con problemas. Si estamos frente a un caso jurídico, estaremos cosificando a ese sujeto que ha venido a buscar nuestros servicios. Pero si estamos frente a una persona con angustias, con problemas psicológicos - que obviamente puede tenerlos - no es que el abogado se vaya a convertir en psicólogo ni en terapeuta, pero tiene que considerar globalmente la situación de este sujeto y en todo momento respetarlo como tal.[22]
Esta situación que venimos analizando -sobre cómo manejar la entrevista previa con el cliente en el momento de la indagatoria- tiene lugar cuando el cliente está recién privado de su libertad e incomunicado. En otras circunstancias, la reunión tendrá lugar antes mucho antes de la indagatoria. En esos casos, si bien antes se pudo conversar sobre todas las alternativas que el caso ofrece, siempre hay que estar preparado y prevenido, porque los hechos intimados pueden ser distintos a los previstos. Si la línea de defensa acordada con el cliente varía notablemente, a raíz del cambio que nos sorprende, será preciso pedir la suspensión del acto y que se le informe al cliente que sigue contando con el derecho a conferenciar en forma privada y libre con su defensor. Lo conveniente es que el imputado concurra al acto, teniendo prevista esta circunstancia y preferentemente sea él quien reclame la suspensión para la necesaria entrevista con su defensor.

2. 4. La función del abogado en el proceso penal desde la Ética
Asistimos a una corriente de revalorización de la ética, incluso hay filósofos que intentan darle cierta popularidad, como ocurre con Fernando Savater y ahora José Antonio Marinas, dos estudiosos de los problemas éticos en España[23]. Ocurre lo mismo con la educación, que se está priorizando frente a la represión. Hay una frase muy gráfica:  “La contracara de la escuela es la cárcel”; es decir, si no educamos, seguramente vamos a tener que preocuparnos por tener más y mejores cárceles; en cambio, si mejoramos la educación, lo más probable es que ni siquiera las necesitemos...
Los abogados no somos proclives a hablar de la ética. A lo mejor porque desde el discurso de la academia, hablar de ética implica correr el riesgo de que se nos vuelva en contra nuestro propio discurso, sobre todo cuando a uno lo ven pontificando: se podrá decir “¿Quién es usted para hablarme de ética?”  No obstante, creemos necesario asumir tal riesgo.
Reflexionemos desde la ética. No hay muchas materias donde los docentes abordan problemáticas éticas. Y esto es necesario porque consideramos que los abogados en gran parte (como operadores del sistema que son) tienen responsabilidad en el funcionamiento del sistema de persecución penal. Nos referimos a la ética y no a la moral, porque la ética precisamente  pretende reflexionar en forma crítica sobre el comportamiento. En cambio la moral no. La moral, que es confundida con la ética, es el conjunto de normas que nos imponen como costumbre de comportamientos que se consideran debidos, pero que no admite ser cuestionada ni sometida a matices; es un dogma: simplemente,  se realiza.

2. 4.1. Actuación transparente:
Para nuestro punto de vista ético, es fundamental  que el abogado, tenga una actuación transparente respecto de su cliente. Es decir, no ocultarle jamás información.
Así como tiene que guardar secreto frente a terceros, no puede justificar de ninguna manera la reserva respecto de cualquier aspecto del trámite que se viene cumpliendo. Los abogados que ocultan información al cliente no son leales con él; no cumplen con su función eficazmente y si son descubiertos merecen ser severamente sancionados. Constituye un abuso del poder el que ejerce el abogado cuando  especula con el suministro de información respecto del cliente. El imputado debe contar siempre con toda la información,  porque de esa forma irá sabiendo, paso a paso, qué es lo que está pasando en ese procedimiento penal. Inclusive es conveniente que el abogado utilice la técnica del memorándum, dándole la información por escrito y que éste le firme un recibo de cada uno; y cuando el caso es complejo, o cuando el cliente no es una persona física, sino una Entidad pública o privada, esta técnica le sirve de paso al profesional para dar cuenta de su actuación, informándole al cliente.
Esta práctica, al tiempo que cubre su gestión, le sirve para que el día de mañana pueda recordar los pasos dados y las instrucciones recibidas, porque de esta manera compromete al cliente en una relación recíprocamente transparente.

2 .4. 2. Correcta utilización del discurso profesional:
Nos parece, en cambio, tan grave que no se utilice correctamente un código discursivo con el cliente, porque suele haber abuso del abogado que, frente a un cliente que no maneja el discurso jurídico, le habla presuponiendo que lo entiende, cosa que no es así - y menos si utiliza frases hechas o latinazgos técnicos.
El cliente tiene determinado nivel cultural, y en función de él,  el abogado - desde la ética-, debe operar con un código discursivo accesible. No puede ser que el cliente se quede sin información a raíz de la excusa de que no lo va entender porque “es muy técnico”; por más técnico que aparezca el tema - y sobre todo cuando el cliente pregunta-, hay que ir dando respuesta a medida; de alguna forma hay que tratar de explicar porque ello constituye una obligación de nuestra parte. No puede ser que el cliente obtenga la información en otro lugar porque no la encuentra en su abogado. Ello es una demostración que algo falla en la relación.
Sucede que el discurso del abogado es también una herramienta al servicio del poder. En consecuencia, una forma de dominar la situación es la utilización de terminología no accesible para quien la recibe. Si, precisamente, defendemos la publicidad del juicio, lo hacemos porque en la República, el pueblo debe estar en condiciones de conocer cómo se ejerce el poder, lo que obviamente incluye al propio abogado. Con mayor razón si el cliente paga para que lo defiendan, tiene legitimación para exigir todas las explicaciones que considere necesarias.

2. 4. 3. Límites a las propuestas de los clientes:
Uno de los motivos por los que existe un notable desprestigio en la actividad de los abogados penalistas, es porque muchas veces no se distingue entre el servicio profesional y la colaboración para delinquir. Aquí, más que un problema ético, empieza a regir el código penal y la teoría de la participación o del encubrimiento. Hay que ponerle límites a la propuesta del cliente; no aceptar jamás conductas ilícitas para mejorar su situación en la causa. Para ello el cliente debe entender cuál es el rol del abogado como operador del derecho en el procedimiento penal.
No podemos ser cómplices de delitos, haciendo desaparecer pruebas de cargo o inventando pruebas inexistentes y preparando testigos falsos. El abogado no puede, en el ejercicio de su profesión, cometer o siquiera intentar cohechos con policías, empleados de tribunales, funcionarios o magistrados. Incluso si sorprende a su cliente realizando este tipo de conductas -aunque fuera a sus espaldas-, dado el compromiso que le transfiere y ante lo que implica realizar una actividad sin su consentimiento, constituirían una gravísima causal para renunciar a la defensa.
Por otra parte, debemos tener muy presente en todo momento, que nosotros  somos abogados defensores del pasado relatado o alegado como existente,  jamás del futuro. Lo que el cliente cuenta que va a hacer mañana, no integra el secreto profesional y nos puede convertir a nosotros en cómplices de la conducta que él va a realizar. Aunque no seamos partícipes en esos hechos futuros que nos son relatados, éticamente no tenemos porqué recibir ese tipo de información. Ello es, muchas veces,  producto de una confusión en la que ha caído el cliente. Hay que aclararle que se lo va a defender de lo que él dice que hizo o de lo que dicen que hizo, pero no de lo que piensa hacer. El cliente tiene que entender cuál es el rol del abogado.[24]

2. 4. 4. No ofender a terceros:
A esta altura del análisis que venimos haciendo, queda claro que estos temas están muy poco trabajados. El escaso material que existe, está escrito en un planteo exclusivamente filosófico y muchas veces para abogados civilistas, o en todo caso “generalistas”, es decir abogados que hacen de todo un poco.
Entre los límites que nos debemos auto imponer, se encuentra el de no defender atacando a terceros inocentes. No se puede desde la actividad defensista gratuitamente hacer señalamientos de culpabilidad a terceros, aunque sean coimputados.[25] En la actividad defensista, debemos poner cuidado en no llegar a ofender el honor de otras personas, sean imputados, víctimas, testigos, peritos o colegas, así como Magistrados y funcionarios. No podemos perder de vista que defendemos el discurso de nuestro cliente. Es él quien tiene el problema, y de ninguna manera se justifica que en su defensa lleguemos a calumniar o injuriar a terceros. Ello podría ocurrir si llegáramos a afirmar que el coimputado es en realidad el autor del delito, o que el testigo es un inmoral. Una cosa es que nuestro cliente afirme en su defensa material, que el delito lo ha cometido otro, a que esas mismas palabras las digamos nosotros, asumiendo como cierto tal extremo.

2. 4. 5. El secreto profesional:
Debemos cuidar celosamente toda la información que recibimos de nuestro cliente en función del secreto profesional que nos compete. Solamente el propio cliente es quien nos puede relevar de tal obligación. No aceptamos que ningún Juez pueda autorizar que se revelen datos conocidos merced a esa relación profesional. Claro que es fundamental precisar, cuando existe, en rigor, información que debe quedar reservada bajo secreto profesional.
En primer lugar, se trata de aquello que la persona nos cuenta aún antes de ser nuestro cliente, aún antes de que se perfeccione una relación contractual de locación de servicios profesionales, pues él nos brinda esa información  porque pretende contratarnos, o por lo menos porque considera necesaria en la consulta que realiza. Por lo tanto, no queda bajo secreto aquello que nos informa quien no viene a una consulta, ni nunca podrá ser nuestro cliente, o que nos enteramos accidentalmente.
Parece recomendable hacerle saber al cliente que lo que nos cuente quedará bajo secreto profesional, sobre todo en aquellas personas que ignoran tal obligación. Ello permitirá que el cliente se sienta protegido y tenga la seguridad de que puede hablar con confianza. Sobre todo cuando no quiere que su familia conozca la información.
Un problema que se suele plantear es cuando defendemos a un imputado, pero los honorarios los paga otro. La relación profesional donde existe obligación de secreto no se modifica porque los honorarios los pague un tercero, y tal circunstancia tampoco le da a éste derecho a obtener toda la información. Es importante poner en claro tales aspectos antes que se genere la relación “profesional / cliente / tercero”, porque evitará que en el futuro se interpreten nuestros silencios o nuestra negativa a brindarle información de un modo tendencioso.  De cualquier modo, no tenemos ninguna obligación para quien paga nuestros honorarios, ya que por el contrario cumplimos, precisamente, si defendemos correctamente al que recibe los servicios que brindamos.

2. 4. 6. Las relaciones con los Jueces.
A la persona que le toca vivir momentos de angustia, como consecuencia de aparecer como imputado en un proceso penal, le interesa saber quién es el Juez que le ha tocado en suerte (o en desgracia). Alrededor de todo lo que pueda llegar a conocer del Juez, que le ha conferido esa condición de imputado, se van a generar prejuicios, fantasías, y muchas veces sentimientos paranoicos.
Resulta sumamente antiético hacerle creer al futuro cliente, que le conviene contratarnos por nuestra relación de amistad con determinado Juez o Camarista, más allá de que sea cierta. En todo caso, el cliente debe saber que tal relación si existe, en nada modificará la decisión que en definitiva deba tomar el Magistrado. Del mismo modo, es imprescindible que el futuro cliente sepa a tiempo, si existe una relación de enemistad que incluso lleve al apartamiento del Juez.
En la relación con los jueces, parece absurdo seguir denominándolos en el uso de un castellano antiguo, con el trato de “vuestra señoría”. Ni siquiera por escrito, se justifica tal arcaísmo, siendo suficiente un trato respetuoso, que incluso colabora a la relación de poder que obviamente, debe mantener el Magistrado respecto de todos los participantes del acto procedimental que se trate. Por más amistad y confianza que pueda existir entre el abogado y el juez, es prudente y de buen gusto, delante del cliente, mantener un trato estrictamente profesional. Del mismo modo, el abogado debe estar dispuesto a exigir en todo momento, que se lo respete en su condición profesional y que no se lo confunda con el cliente a quien asiste y representa.
2. 4. 7. Compromiso intelectual con determinado enfoque jurídico.
Como lo adelantamos, es preciso que el cliente sepa a tiempo, que tenemos cierto nivel de compromiso intelectual con determinada postura doctrinaria o jurisprudencial, que nos va a impedir sostener con seriedad la posición contraria. Sobre todo, cuando la línea de defensa de este cliente, precise que se argumente en contra de la tesis que, por ejemplo, hemos defendido con cierto éxito en anteriores causas, o tenemos publicaciones en tal sentido. El cliente debe saber si estamos dispuestos a poder argumentar en contra de nuestras propias ideas, que hasta entonces veníamos defendiendo y hasta qué punto ello podrá ser considerado verosímilmente un cambio en la postura intelectual que sosteníamos, para al mismo tiempo beneficiarlo. En realidad no debemos tomar causas donde es preciso defender posiciones que no compartimos en materia doctrinaria, sobre todo cuando nos resultará muy difícil aparecer contradiciendo lo que hasta ayer sosteníamos.
Otra salida -que parece no repugnar a la ética- sería sostener la posición que no compartimos, dejando a salvo nuestra opinión en contrario, porque sabemos que el Tribunal opina de esa forma. Siempre y cuando lo aclaremos bien, no habría problema ético en hacerlo.[26]

2. 5. Los honorarios:
Probablemente el tema de los honorarios debe ser el más difícil de abordar desde la ética. ¿Cuándo hablar de ellos?, ¿cuánto cobrar?, ¿cómo cobrar?, son interrogantes de difícil respuesta si no se quiere caer en simplificaciones, de un complejo instrumento vital para el nacimiento y mantenimiento de la relación con el cliente.
Es evidente que el honorario es un símbolo de lo que importa el precio del servicio que se presta, y que se coloca como eje de la relación de poder que existe entre abogado y cliente. Un profesional que vive de su actividad no puede dejar de cobrar por sus servicios, ya que la actuación gratuita implica de algún modo el quitarle trabajo a quienes lo necesitan para su subsistencia, importando una competencia sumamente desleal.
Los penalistas tenemos la costumbre de cobrar por adelantado nuestro trabajo futuro. Probablemente, el origen de esta práctica se encuentre en la necesidad del propio abogado, para defenderse de clientes estafadores o ladrones, que en su momento le prometieron pagar los honorarios y nunca lo hicieron, pasando a ser su última víctima.
Sin embargo, esta práctica hoy todavía se puede mantener en ciertos sectores, donde sin llegar a ser delincuentes, al no valorar el trabajo que se les realiza, se ven obligados a decidir el pago cuando requieren nuestra actividad, porque difícilmente lo harán luego, siendo su insolvencia la que impide todo crédito.
Resulta difícil hablar de lo correcto en el cobro de honorarios, si no se lo relaciona con una perspectiva del sentido de la profesión. Hasta hace poco, muchos alumnos estudiaban abogacía con el pleno convencimiento que el título les permitiría un crecimiento económico que en otras actividades no encontrarían. Quienes así piensan, ponen en el tema de los honorarios la cuestión fundamental, el objeto final de su actividad. Es entonces posible la confusión con el comerciante o el industrial, donde el fin de lucro es lo que justifica su actividad.
El profesional universitario debe cobrar honorarios, pero de ninguna manera colocarse en igualdad de condiciones que los comerciantes e industriales, con todo el respeto que ellos merecen. La diferencia es fundamental: nosotros encontramos en el ejercicio de la defensa un goce especial, similar a la que encuentra el artista cuando realiza su obra. Nuestra actividad profesional es el resultado de años de estudios que pretende ser del más alto nivel, para poder brindar un servicio que no puede ni debe mercantilizarse por las reglas del mercado.
Con lo que llevo dicho,  la cuestión del cobro de honorarios, - que por algo resulta difícil a muchos abogados -, va en relación directa a la imagen que de nosotros mismos tenemos. A nuestra autoestima. Más nos consideramos que valemos, mejor defenderemos el cobro de nuestros honorarios.
La fijación del honorario en un régimen de desregulación, al que desde siempre pertenecemos los penalistas, es precisamente un acto de ejercicio pleno de la libertad profesional. Es entonces visible la íntima relación que existe con la ética, ya que ella solamente puede tener lugar si hay libertad de opciones. Como no pretendemos agotar el tema, sino hacer algunos señalamientos que son el fruto de reflexiones desde la práctica profesional, digamos que nuestra labor profesional debe tener una tarifa mínima que no es negociable por ningún concepto. No se debe atender gratis a nadie. Todos deben pagar por nuestros servicios, aunque sean sumas ínfimas. Pero como el honorario es un símbolo en la relación de poder, quien lo paga se somete a quien cobra. Quien paga por el servicio, está en condiciones de valorarlo, para él vale. En cambio quien lo recibe gratuitamente, o lo que es peor, en la búsqueda de otros beneficios que ahora no se reciben, no puede valorar nuestro trabajo y en cualquier momento, con cualquier pretexto, cambia de abogado. Le resulta mucho más fácil cambiar de abogado, a quien nada ha pagado por el que ahora tiene. Por el contrario, el cliente que ha pagado con sacrificio, va a pensar dos y tres veces en abandonar su abogado. Antes intentará hablar con él, para exponerle su crítica a la labor cumplida, si es que el problema existe. El cambio de abogados, generalmente es una excusa para poner la culpa de la desgracia que vive el imputado, en el más próximo. Se da muchas veces, cuando llega la mala noticia del procesamiento y prisión preventiva, que no se quería ver o asumir. Es entonces necesario plantearse hasta qué punto ese cliente ha recibido una adecuada información de las alternativas que se pueden pronosticar en el comportamiento del Juez, y hasta donde tiene claro que nuestra actividad no puede ser considerada decisiva en el resultado final que se espera.
Como habíamos visto antes, entre el abogado y el cliente hay una relación de poder. Quién manda: ¿el que contrata o el contratado?  Nos parece, definitivamente, que el que manda es el que puede hacerlo por su ubicación respecto del otro. Así, en general el cliente que primero elige y luego tiene el dinero para pagar, puede condicionar la contratación, es decir está en mejores condiciones para ejercer el poder respecto del abogado. Claro que esa situación hay que tenerla clara, sea para evitarla o por lo menos para minimizar los efectos que pueden acarrear el ser dominado por el cliente. De allí que los honorarios, tengan un valor simbólico fundamental en esa relación de poder.
El hecho de pagar significa someterse. Hay una suerte de sometimiento del cliente, cuando está pagando los honorarios de su abogado.
Es evidente entonces, que ese símbolo que importa el precio del servicio que se presta, constituye un eje en la relación abogado - cliente, y solamente se puede hablar de él cuando desde lo psicológico está instalado el deseo de que sea su abogado. Esto es lo mismo que en la compraventa, en las relaciones más sencillas del comercio, es decir, la compra se decide a partir del deseo respecto del objeto por adquirir. Inclusive algunas técnicas de venta llevan a que el adquirente pruebe el objeto antes de comprarlo, en el objetivo de confirmar o incluso generar el deseo.
Una táctica de ciertos clientes, es la de andar pidiendo precios, sobre todo el que es comerciante, ya que es posible que lo vea al abogado como otro comerciante más. Ello lleva a no distinguir lo que está en el comercio de lo que son los honorarios. Desde nuestra experiencia, en estos casos, al detectar este tipo de clientes, no se debe hablar de honorarios. Hay que impedir el manoseo, el mercadeo. En realidad, no se debe hablar de los honorarios, hasta no estar seguros de que está instalado por lo menos ese deseo que es el motor de la contratación. Esto, dicho así, es muy teórico y obviamente hay que ver cada caso concreto, con sus singularidades.
Los profesionales debemos cobrar honorarios, pero ni somos comerciantes ni industriales que hacemos una cuantificación del servicio que ofrecemos en función de una relación costo - beneficio, sino que estamos planteándonos con sinceridad cuánto vale nuestro trabajo, en la atención de este asunto.
La relación cliente - abogado es absolutamente diferente de los pasos procedimentales para llegar a ser defensor en el procedimiento penal. No tienen nada que ver. El abogado puede haber aceptado un cargo en el procedimiento penal y no haber generado la relación cliente - abogado. Por el contrario, puede no haber aceptado el cargo, no haber sido siquiera nombrado en el procedimiento penal y ya haber generado la relación abogado - cliente, porque ésta es una relación contractual, consensual, en donde los honorarios son un elemento de ese contrato de locación de servicios y por lo tanto, nada tienen que ver con lo procedimental.
A veces necesitará entrar a la causa para luego hablar de la locación de servicios. En el C.P.P.N. no hay problemas porque lo prevé expresamente, permitiéndole antes de aceptar el cargo, leer las actuaciones. En cambio, en el viejo C.P.P.S.F. (ley 6740) no tendrá más remedio que aceptar el cargo y luego renunciar, si no se perfeccionó la relación de la que estamos hablando, y ello porque muchas veces para merituar los honorarios tendrá que conocer la causa, más allá de conocer la capacidad de pago del sujeto y conocer las dimensiones reales del caso, para poder hacer un pronóstico del trabajo que le demandará.
Nos parece absolutamente transparente y ético, hablar de los honorarios en un principio, para que no haya sorpresas después, e incluso documentar la locación de servicios por escrito.
Ni una palabra dirigimos a la facultad de regulación de honorarios que contemplan en general las leyes de aranceles y los códigos procesales, desde que la consideramos otro resabio inquisitorial, demostrativo de un poder que le permite autoritariamente a un Magistrado, sin que exista ningún conflicto todavía planteado, el disponer a cuánto asciende el monto de los honorarios.
2.6. La mala praxis.
Finalmente dos palabras para reflexionar sobre un tema de trascendencia no sólo civil, sino también penal y administrativo.
Nos referimos a la responsabilidad que asume todo abogado, cuando defiende penalmente y que puede dar lugar a una demanda por mala praxis e incluso involucrarlo penalmente y llegar a perder la matrícula merced al procedimiento que regula el Tribunal de Disciplina de los Colegios de Abogados.
La responsabilidad civil deviene del incumplimiento a poner los medios adecuados al servicio de la correcta defensa del imputado, como ocurre cuando negligente o imprudentemente el abogado maneja mal el tema de la prueba, o interpone recursos que finalmente en lugar de mejorar la situación de su cliente permiten agravarla. Esa responsabilidad civil será objeto de una demanda de indemnización por incumplimiento contractual, ya que si bien no hay obligación de asegurar resultados, si los hay de colocar todos los medios técnicos y estratégicos al servicio del cliente.
La responsabilidad penal generalmente será la consecuencia de no cumplir con los límites que debe celosamente cuidar el abogado para no convertirse en un cómplice de su cliente, o en un encubridor.
La más difícil de encuadrar es la responsabilidad por inconductas profesionales, ya que en el ámbito de la ética, no funciona como en el derecho penal la tipicidad de conductas que se amenazan con penas, y las que existen son solamente a título ejemplificativo y de ninguna manera cierran las posibilidades de represión por parte de los propios pares, que componen los tribunales disciplinarios.
La jerarquización del funcionamiento de los tribunales de ética y disciplina de los colegios de abogados, exige por un lado contar con jueces profesionales, que se deben seleccionar de la nómina de abogados jubilados. Deben tener tiempo disponible y percibir un honorario por su actividad. Además, se debe adecuar el procedimiento, implementando en primer lugar una suerte de Fiscal, que examine las denuncias o actúe de oficio, y luego de conseguir las pruebas, formule una acusación para dar lugar a un juicio oral, siguiendo las pautas acusatorias.
Estamos convencidos de la necesidad de alcanzar estas metas, porque junto al mejoramiento de la formación universitaria, es preciso velar por abogados que tengan un comportamiento ético, que jerarquice a la profesión sacándola del lugar de desprestigio donde se encuentra lamentablemente sumida.




[1]Confr. la posición de Alfredo VELEZ MARICONDE, para quien la defensa del imputado es “una actividad esencial del proceso, integrando el triángulo formal de la justicia represiva, en cuanto nadie puede ser condenado sin ser oído y defendido” Ob. Cit. Tomo II pág. 377.
[2]Confr. EYMERIC Nicolás, “El Manual de los Inquisidores”, op.cit. pág. 49.

[3]Ese entrenamiento que brindará experiencia, no puede conseguirse a costa del imputado. De allí que los abogados jóvenes, preferentemente deben hacer sus primeros pasos, como pasantes en estudios de abogados experimentados. Esta es una aspiración ideal, ya que el título universitario y actual regulación legal de la profesión, irresponsablemente habilitan al día siguiente de obtenido, a estar en la Corte Suprema de Justicia defendiendo los casos más complejos. Aquí vemos un abuso de la ficción que pone en el título académico una situación de saber, incompatible con la eficacia real.

[4]Dos problemas aparecen cuando se usa esta extensión legal del mandato que lleva implícito el nombramiento de defensor: el primero referido al menor, ya que no tiene capacidad para apoderar en materia civil y el segundo, vinculado con la actuación del Defensor General u oficial que pareciera limitarse a la esfera penal salvo los casos de pobreza comprobados.
[5]Conf. art. 21 C.P.P.S.F. ley 6740.

[6]Conf. Alfredo VÉLEZ MARICONDE, Derecho Procesal Penal T. II, pág. 394, Lerner, Bs. As., 1969.-

[7]Por ejemplo a la policía también se la llama auxiliar de la Justicia, y del mismo modo se denomina a los peritos, y sin embargo la función es muy distinta de la que se le adjudica al abogado. Hablar de “La Justicia”, como lo escribí, es decir con mayúscula  refiere a una de las funciones del Estado.  De otro modo podemos ver el concepto de justicia como valor, y advertir que se la confunde con la actividad de los Jueces, que no siempre realiza tal valor.
[8]El desarrollo de estas ideas puede verse en  “Derecho e incertidumbre” Jerome FRANK.  Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política. México 1991.

[9]Estos temas serán analizados luego en el capítulo siguiente.

[10]Recientemente así sucedió con la justicia de la provincia de Buenos Aires, en el llamado crimen del country (la víctima fue María Marta García Belsunce), donde luego de muchos años de procedimiento que mostraban serias divergencias entre el Fiscal y el acusador particular, el viudo Carrascosa es considerado como autor de un homicidio, en una causa todavía en trámite recursivo, que tuvo amplia difusión por los medios de difusión y presenta ribetes increíbles, al no encontrarse el móvil de la muerte.
[11]De allí que en nuestra tarea docente en la UNR nos volcamos a la enseñanza del derecho procesal penal partiendo de la importancia del caso problema. El caso práctico sirve para ver los problemas ideológicos que ocasionan contradicciones, que como señala Bettiol, en general en los sistemas quedan ocultos. Una formación solamente libresca, es decir, ilustrada, no tiene significación en el ejercicio profesional, donde se trata de lograr eficacia en la solución de los casos que nos confían. Es preciso que el alumno sepa aplicar teorías, normas interpretadas, pero para la solución del caso.

[12] Sin duda el fundador de la llamada Escuela Procesal de Córdoba, que reconoce entre sus seguidores al propio Jorge CLARIÁ OLMEDO, Jorge de la RÚA, Julio B.J. Maier  y modernamente José I. Cafferata Nores, así como María Cristina JOSÉ DE CAFFERATA.  El principal crítico de la doctrina de la llamada Escuela Procesal de Córdoba es el Dr. Mariano RODRÍGUEZ, confr. “Detrás de la oralidad” Edit. Advocatus, y “Los límites de la jurisdicción penal” Edit. Ad Hoc.
[13]La doctrina de Alfredo VÉLEZ MARICONDE parte de la distinción entre interés público y privado, fundando la obligatoriedad de la defensa en el primero, y ante la exigencia del mismo le confiere al defensor una personalidad jurídica propia, permitiéndole obrar con absoluta  independencia de criterio (Confr. su obra Derecho Procesal Penal Tomo II pág. 394, Lerner Bs. As. 1969).  En idéntico sentido se explaya Julio B. J. Maier en su obra Derecho Procesal Penal (pág. 524 Edit. del puerto Bs. As.  2da. edic. 1996).
[14]Este autor decidido defensor del sistema acusatorio, dictó una serie de conferencias en la Universidad de Madrid entre diciembre de 1934 y marzo de 1935, que luego se publicaron en la Colección Breviarios de Derecho que dirigió el Dr. Santiago SENTÍS MELENDO, y publicó EJEA Bs. As. 1961. Las referencias a la posición del defensor en el proceso penal se encuentran a partir de la pág. 111 del Tomo II.  

[15]Esta modalidad del contrato escrito nos fue impuesta en nuestra práctica profesional por nuestro amigo y maestro, lamentablemente desaparecido, Elio COVICCHI. Nos sigue asegurando reglas de juego claras para el resto de la relación, incluso para el propio cliente.

[16]Sin embargo, conocemos a muchos colegas que no quieren saber absolutamente nada de lo que el cliente puede llegar a haber hecho, es más, en muchos años de profesión jamás han pedido que se le informe al cliente que tiene derecho a conferenciar en forma privada y libre con él antes de la indagatoria, porque ese es un momento de tensión, que en su concepción, es preferible evitar.
[17]A Alfredo VÉLEZ MARICONDE lo venimos citando de un modo crítico, pero conviene aclarar que nuestros distintos puntos de vista son fundamentalmente ideológicos. Diferimos en el concepto de Estado, y de Sociedad, por lo tanto de persona. Para nosotros el Estado es una de las tantas ficciones del derecho, la sociedad es nada más que el mero hecho del interactuar del hombre, nunca un ente distinto y menos superior a sus integrantes. Por lo que la persona necesita del derecho para asegurarle el ejercicio de las mínimas condiciones que le permitan su realización como tal. A su servicio se debe colocar toda la estructura jurídica que se construye. Es lógico que en la época en que se desarrolla la labor jurídica del jurista de Córdoba se manejen esos conceptos, y sobre todo cuando se abreva en la doctrina de Vincenzo MANZINI a quien se cita recurrentemente, siendo que en Italia tales ideas condujeron al fascismo.
[18]En efecto, Jorge CLARIÁ OLMEDO no duda en considerar que la incomunicación no puede ser absoluta, sino relativa, ya que no debe impedir la facultad de hacer valer los derechos que la ley acuerda al imputado. De aquí que no parezca lógico - afirma - prohibir su comunicación con el defensor. Sin embargo como advierte riesgos, no duda en aconsejar que se haga delante del custodio a quien lo faculta para evitar todo exceso que signifique desvirtuar los fines de la medida. (Confr. su obra Derecho Procesal Penal, Tomo V pág. 269, EDIAR Bs. As. 1966).

[19]  Nos referimos al caso Rivero, fallado por la  Cámara 4ta. Criminal de Córdoba, junio 21-979. Rivero, José. L.L., 20-XI-79, citado por CAFFERATA NORES, José I. “El imputado.” Pág. 103, Ed. Editora Córdoba. Córdoba 1982. 
[20] Recientemente en un Juzgado Federal la prueba que le hicieron conocer a mi defendido era simplemente una referencia formal de “lo declarado por fulano y por mengano”. No se leyeron los dichos incriminatorios. Es evidente que no se quiere afectar el secreto del sumario que al mismo tiempo rige. Es entonces que como defensores nos encontramos con el dilema de una declaración a ciegas, sin conocer las constancias sumariales, o aconsejar el silencio hasta tanto podamos acceder a las actuaciones. La opción debe depender de qué tan importante es que nuestro defendido realice su defensa, y sobre todo cuando se encuentra detenido.

[21]Desde la Constitución para acá  - desde nuestro punto de vista - todos los derechos son relativos, están a disposición de la persona, que si quiere los usa y si no quiere no. El mismo juicio o su equivalente “el proceso”  se encuentra al servicio del imputado, de modo que aquél imputado que confiesa y se allana a la pretensión del Fiscal y/o  del querellante está implícitamente renunciando a la utilización del juicio, ya que éste por esencia es contradictorio.

[22]Muchas veces el cliente lo que quiere es dormir tranquilo confesando y en este caso puntual que traigo se trataba de amenazas contra otro abogado, después de recibir nuestra asistencia, fue con nosotros a su estudio jurídico y arrepentido de lo que había hecho le pidió disculpas al colega. Este enfoque me permitió ver la globalidad del sujeto. A lo mejor, desde el punto de vista técnico, hubiera sido más conveniente adoptar otra actitud y llegar a lo mejor a una prescripción. Sin embargo el cliente tenía una angustia que solamente  podía superar con la actitud que asumió, y para evitar la condena,  recurrió a la suspensión del juicio con el sometimiento del imputado a una mínima regla de conducta. Se trata de brindar un servicio que lo atienda como sujeto, como persona arrepentida de una conducta que él considera disvaliosa y que él quiere rectificar y pedir disculpas y de alguna manera solucionar porque  se siente culposo, entonces respetémoslo en su dignidad,  y respetar su dignidad es respetar su discurso,  nos guste o no,  el problema es de él y él se tiene que hacer cargo y le tenemos que respetar la decisión final que tome.

[23]Fernando SAVATER tiene una vasta producción, y su último trabajo que llegó a nuestras manos, trata sobre la educación, y como incide en las grandes inquietudes de nuestro tiempo: el racismo, la intolerancia, el abuso de drogas, la violencia etc... Se concluye en que son cuestiones que deben abordarse desde la escuela primaria, pero al mismo tiempo se sabe de la crisis en que se encuentra la enseñanza.  En esas alternativas SAVATER intenta responder a las preguntas más esenciales ¿Qué es la educación? ¿Qué esperamos de ella? Etc...Confr. “el valor de educar” Edit. Ariel Reimpresión de Bs. As. 1991. Por su parte José Antonio MARINAS, tiene escrita su obra “Ética para náufragos” Edit. Anagrama Barcelona 1995, en la que entre otros conceptos,  dice  “la ética es lo más creador que la inteligencia piensa, cuando piensa en el modo de vivir”. Tan popularizada esta la ética en estos momentos que en los kioscos de revistas se puede adquirir un “Manuel de Estilo y Ética periodística”, que editara el diario La Nación de Buenos Aires. Todas obras de gran utilidad para el abogado, siempre que tenga claro que tan importante es adoptar un comportamiento ético en el servicio que presta.

[24]Y esto lo decimos porque es cada vez más frecuente que el cliente se sienta confundido respecto de nuestro rol. Para algunas personas, el paradigma del abogado, del  buen abogado,  y encima penalista, es sinónimo de tramposo, sinvergüenza, cómplice, delincuente en una palabra. Ello por culpa de muchos colegas, que lamentablemente, están dando esa imagen. Parece que el buen abogado es el que soluciona el problema, sin importar los medios que utiliza. El cliente se siente muy importante, desde esa situación de omnipotencia, poniendo la plata, pero no para honorarios, sino para arreglar con el Juez, con el Fiscal, con el Comisario,  y lo más grave es que muchas veces el abogado está mintiendo y no arregla con nadie,  sino que se queda con todo.

[25]Conocimos el caso de un abogado penalista, que fue querellado  porque había dicho en la defensa, contestando la requisitoria fiscal, que la culpa la tenía otro, que era ajeno a la cuestión y que él  era el delincuente que había cometido el hecho. Y lo hacía gratuitamente, porque ni siquiera el cliente en la indagatoria había dicho eso. Una cosa es decir: “dijo mi cliente en la indagatoria, en el careo, que el responsable es....” y otra cosa es que asuma como propia una imputación delictiva, pues se corre el riesgo de terminar querellado por calumnias. Esto tiene que ver con hacerse cargo del problema del otro, cuando no le hace sentir al cliente que el problema es y seguirá siendo de él.

[26]Nos ha pasado con la interpretación que se hace de la libertad por falta de mérito del art. 308 del C.P.P. (ley 6740), donde a veces obtuvimos su aplicación para nuestro cliente aún en contra de la forma  personal que adoptamos para enseñarla en la Facultad. Es útil en estos casos comenzar aclarando que “dejamos a salvo nuestra opinión en la materia, y seguimos los lineamientos jurisprudenciales de este Tribunal”. De esta manera cumplimos con nuestro cliente y con nosotros mismos.

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