Prisión o libertad durante el proceso

LA PRISION PREVENTIVA

   Por Victor R Corvalán
             
        En este tema se encuentra la mayor dosis de hipocresía ya que se buscan argumentos para tratar de justificar el encierro de una persona, a la espera de que comience su juicio y se le dicte sentencia. Nos negamos a seguir aceptando estos falsos criterios que pretenden transpolar desde la teoría general del proceso, aquellos presupuestos que permiten despachar medidas cautelares, como si fuera posible asimilar el embargo de un inmueble o el secuestro de un automóvil, con la prisión preventiva que se prolonga por años.

 
1. Introducción.
El objetivo del presente tema,  presupone un análisis de la realidad del hombre que tiene la alternativa de vivir el procedimiento penal en libertad o privado de ella. Para eso debemos partir de la fundamentación filosófica -y por qué no ideológica-, de qué entendemos por libertad. Al mismo tiempo, reflexionaremos acerca de cómo el Estado puede justificar la pérdida de la libertad, sin que medie una sentencia que condene a sufrir una pena de prisión.
   
2. El significado de la libertad:
Después de la misma vida y su dignidad, no dudamos en que la libertad importa uno de los bienes más preciados para el hombre. Desde una perspectiva existencial, ella es necesaria para -precisamente- la coexistencia, por lo que debe ser respetada tanto por los demás miembros de la comunidad (en un plano horizontal), como por quienes ejercen el poder en una organización estatal (en un plano vertical). Por ello el derecho, concebido como un instrumento imprescindible para regular las interacciones humanas, debe aspirar éticamente a conseguir y preservar ese ámbito de libertad que el hombre ya posee en su estado natural. No necesitamos recurrir al paradigma del derecho natural para reconocer “el derecho a la libertad”, ya que por lo menos en los países que tienen culturas similares al nuestro, existe un amplio consenso en reconocerlo como la ausencia de restricciones impuestas por un gobierno a lo que un hombre podría hacer si quisiera. En realidad, vamos a agregar “si además, pudiera”, ya que el derecho a la libertad siempre se ejerce en el ámbito de lo posible, lo que muchas veces depende de cuestiones económicas.
Tan importante es el derecho a la libertad, que su defensa ha dado lugar a uno de los movimientos ideológicos más importantes en la historia del pensamiento occidental, el liberalismo. Esta ideología que evidentemente choca muchas veces con la idea de igualdad, reconoce que las leyes en algún sentido afectan de alguna manera la libertad. Pero se las acepta en tanto se imponen para la defensa de otros valores que también se reconocen como indispensables[1].

El derecho a la libertad, tiene la amplitud que le otorga su ejercicio en diferentes actividades humanas. Veamos algunas expresiones de la libertad consagradas en nuestro ordenamiento jurídico. En el plano de la libertad locomotiva, encontramos la libertad de vivir en determinado lugar, la de transitar por todo el país, la de salir o entrar del país. En otros planos la libertad de expresión, la de elección sexual, la de culto o la de ser ateo, la de comercio, la de elegir libremente con quién asociarse, con quién convivir, con quien trabajar y de qué trabajar, o simplemente la libertad de no trabajar, la de elegir cómo vestirse, como instruirse, qué estudiar, como divertirse, la libertad de elegir sus gobernantes o ser elegido, la de militar políticamente, la de agremiarse, la de tener conductas privadas que no ofendan a terceros, hasta el extremo de la posibilidad de suicidarse como consecuencia de su libre decisión.
Por supuesto, que a nosotros nos interesa solamente un aspecto de tan amplia gama que no pretendemos agotar en la ejemplificación, la que se relaciona con la libertad de locomoción, la de poder trasladarnos libremente de un lugar a otro. Libertad que precisamente se pierde cuando el Estado lo decide, a veces con una sentencia condenatoria y otras antes de que ello ocurra, preventivamente.
     
Dentro de las ramas del derecho, el constitucional se ocupa del estudio de sistemas de gobierno que en función de las ideologías y fundamentos filosóficos imperantes, consagran mayor o menor marco de libertad al hombre, y en consecuencia mayor o menor poder al Estado para afectarla. Así, regímenes totalitarios estatistas, fundados en concepciones que entienden que el hombre debe someterse a la sociedad, o estado, no tendrán límites en su poder para conseguir sus fines ideológicos (doctrinas fascistas). Por el contrario, el estado de derecho demoliberal limitará, por distintas razones, su poder respetando un amplio margen de libertad de las personas. En cualquier caso, siempre conservará la posibilidad de utilizar la fuerza monopolizada por el Estado a fin de asegurar una convivencia armónica frente a conductas que provocan alarma social. Aparece entonces el estudio del derecho penal que, antropológicamente fundado, deberá constituirse en un sistema garantizador de libertades.
    
El derecho procesal penal, como instrumento ineludible para posibilitar la aplicación de las penas, se relaciona íntimamente con la libertad de aquellos que, antes de la sentencia, gozan de lo que no dudamos en llamar la ficción de inocencia.     

3. Los medios de coerción personal.
La doctrina ha denominado de este modo, a aquellas facultades que poseen los jueces o tribunales, para conseguir -en general- el aseguramiento del ejercicio de la jurisdicción. Se refieren a limitaciones vinculadas a la libertad ambulatoria de personas, que participan de alguna forma en un proceso. Esa participación podrá limitarse  a una función probatoria (testigos o peritos) o específicamente asumir el rol de parte pasiva propiamente dicha (imputado). Se distinguen, en consecuencia, de aquellas facultades que los órganos jurisdiccionales ejercen para afectar la movilidad de bienes o cosas, aunque la finalidad sea la misma. A éstos se los denomina medios de coerción real (inhibición, embargo, secuestro) o medidas cautelares.
    
Intentando cuantificar el fenómeno que nos ocupa, ello depende que se inserte en un proceso -tal como lo concebimos -,  o en un mero procedimiento. En el primero, el despacho de la medida se hace siempre a instancia de parte legitimada para solicitarla y la misma, como no es proyectiva, no provoca un contradictorio previo. En cambio, en el procedimiento inquisitivo que rige en materia penal por regla general, las medidas son dispuestas de oficio e incluso algunas provienen de funcionarios policiales. Ello sirve como puntual ejemplo de la concentración del poder que, autoritariamente, se adjudica a órganos del Estado, en desmedro de las personas que la sufren. Claro que como fundamento ideológico se recurre a la necesidad de "defender la sociedad", ente ideal concebido como superior a sus propios componentes.
    
Finalmente es posible encontrar en el sistema jurídico vigente las siguientes medidas de coerción personal: el arresto, la aprehensión pública o privada, la citación, la detención, la incomunicación, y la prisión preventiva.

3. 1. La coerción en el nuevo código procesal penal de Santa Fe.
En el sistema de la ley 12.734, los medios de coerción son regulados en el Título III, dentro de las Disposiciones Generales que contempla todo el Libro primero del nuevo código procesal penal de Santa Fe. Se lo denomina “Medidas cautelares” y comprende tanto la coerción personal como la real.
La primer gran diferencia que ya adelantábamos para los procesos penales, implica que nunca una medida cautelar, cualquiera fuera su naturaleza, va a ser ordenada oficiosamente, sino que el Tribunal la podrá disponer a pedido de parte. Tampoco su cese va a proceder de oficio, sino que también requerirá el puntual pedido de parte. Ello ocurrirá cuando se advirtiera la desaparición de alguno de los presupuestos que la ley exige para que se puedan despachar.
En efecto, dispone el artículo 205, que para la viabilidad de la medida de coerción que requieran las partes, deberán estar presentes los siguientes presupuestos:
a) apariencia de responsabilidad en quien va a terminar sufriendo la coerción cautelar;
b) que exista peligro frente a la demora por el paso del tiempo ya que se piense en la posibilidad de frustrarse algún derecho o potestad;
c)  tiene que guardarse proporcionalidad entre la medida cautelar y el objeto de la cautela; d)  la exigencia de contracautela que solamente se necesitará cuando la medida cautelar sea real y solicitada por la parte querellante.
Como vemos se trata de cumplir con los presupuestos que la teoría general del proceso, reclama para cualquier medida cautelar, que obviamente en materia del proceso civil, comercial o laboral, refiere exclusivamente a la coerción real. La doctrina intenta justificar las medidas de coerción personal para el proceso penal, desde una teoría que construyó los presupuestos pensando en cuestiones patrimoniales que cautelarmente debían afectarse en la libre disponibilidad de su titular, para asegurar derechos en litigio.  

Una novedad que se aparta de la concepción tradicional de las medidas cautelares, la constituye la cesación provisoria del estado antijurídico producido por el hecho que ha provocado la iniciación de la investigación penal. El artículo 207, regula la posibilidad de que tanto los actores como el fiscal o el querellante, pero también la simple víctima o damnificado sin que lleguen a formalizar su constitución en parte, e incluso el propio imputado, puedan solicitar al tribunal que resulta competente en la investigación penal preparatoria, que disponga provisionalmente el cese del estado antijurídico producido por el hecho investigado tanto en las cosas como en sus efectos. Aquí se contempla un procedimiento de sustanciación en audiencia oral y lo que se resuelva será  irrecurrible.
Un ejemplo clásico en este tema, lo constituye el caso de la usurpación, donde con claridad apenas comienza la investigación se comprueba que un inmueble ha sido ocupado clandestinamente con todos los demás elementos exigidos por el tipo penal, de modo que el Juez a pedido de la víctima, puede proceder al inmediato desalojo del intruso para reponer en la posesión o tenencia, a quien fuera despojado, sin perjuicio de lo que resulte finalmente. Como se advierte, la fuerza de convicción que presente el caso debe ser lo suficientemente importante, como para asegurar que no se estará cometiendo un absurdo adelantamiento de una opinión, que luego no podrá confirmarse en los pasos siguientes del procedimiento. Por lo tanto la procedencia de esta medida debe ser excepcional y despachada prudentemente cuando en la audiencia oral, aparezca con claridad la necesidad de restablecer un orden alterado.
Dos son las finalidades que en teoría deben perseguir las medidas de coerción, por un lado evitar el riesgo de que se frustre la actividad probatoria y por otro lado que no se convierta en ilusoria la pretensión que las partes traen al proceso. Así lo consigna el artículo 208, de un modo ideal y principista, cuando en realidad como veremos luego, la finalidad del encarcelamiento preventivo cuando se prolonga en el tiempo, dista mucho de esos objetivos declamados y sirve a una inconstitucional política represiva.

Estratégicamente toda persona que ha tomado conocimiento por cualquier medio, de que resultara imputado en una causa penal y por lo tanto existe el riesgo de ser privado de su libertad en relación a ella, le conviene presentarse espontáneamente ante el funcionario fiscal que se encuentre a cargo de la investigación, para dejar constancia de que su intención no es sustraerse, sino que por el contrario se pone a su disposición y solicita que cuando sea necesario se lo cite[2], fijando para ello un domicilio en el ámbito territorial de su competencia. Ese comparendo en algunas partes se denomina como “presentarse y estar a derecho”.
La citación es la medida de coerción personal más leve, pero que de igual modo afecta la libertad del sujeto que la recibe, ya que a partir de ella surge la obligación de comparecer.
La procedencia de la citación[3], siempre es por descarte, o sea cuando no proceda la detención y persigue la finalidad de la identificación policial o para que concurra a la audiencia imputativa donde se le atribuirán los hechos y se le notificará de todos sus derechos. 
El arresto[4] es otro medio de coerción personal y funciona en aquellos casos donde resulte imposible individualizar a los presuntos responsables del hecho respecto de otras personas que en realidad serían los testigos de lo ocurrido. Es una medida fugaz, que se puede cumplir en el lugar donde se los encuentra y también contiene la posibilidad de incomunicarlos a todos. Puede durar hasta 24 horas cuando así lo exija la complejidad de las circunstancias que impidan la individualización para distinguir entre imputados de testigos.  Aquí la cautela se dirige a determinar perfectamente quienes serán órganos de prueba como testigos y quienes resultarán incriminados como futuros imputados. El arresto en general va a ser utilizado por la policía que obviamente va a llegar primero al lugar de los hechos, generalmente llamada por personas anónimas que denuncian telefónicamente sucesos que generan alarma y cuando ello ocurre resulta que no es sencillo determinar quienes son los autores y quienes los testigos, sobre todo si se trata de hechos de violencia, como ocurre con la figura del homicidio en riña, donde incluso hay quienes intentan separarlo o impedir que continúe la agresión. De allí que cuando los códigos autorizan el arresto, se los llevan a todos a las dependencias policiales, para que ya en ella, pueda el Fiscal adoptar medidas para determinar quién es quién.


4. La prisión preventiva
La prisión preventiva, es el medio más gravoso de coerción, y que concentra todas nuestras críticas. Sin perjuicio de ello, en el capítulo siguiente nos ocuparemos del modo tradicional, por el que se procura recuperar la libertad perdida, conocida comúnmente como “excarcelación”.    
Como viene ocurriendo en anteriores capítulos, el tema que abordaremos seguidamente, puede analizarse partiendo de fenómenos que existen en la legislación vigente. Por lo tanto, el método a utilizar, será  indudablemente el de la dogmática jurídica. Desde ese lugar normativo, todas las leyes procesales se ocupan de establecer que la procedencia de la prisión preventiva se relaciona directamente con la atribución de un delito que tiene pena privativa de libertad no alternativa con la de multa. De lo contrario no se justificaría el encarcelamiento.
   
Pero si se acepta por un momento dejar de lado la ley, para analizar la realidad del fenómeno de persecución penal al que se le ha dado en llamar indebidamente “proceso penal”, y vincular su pretendida eficacia con la prisión preventiva, es posible enriquecer el análisis en la búsqueda de soluciones que en la hora actual debemos obligadamente hacer desde nuestra privilegiada situación de universitarios. Es preciso entonces, que el lector tenga presente temas ya abordados anteriormente, con la finalidad de evitarnos reiteraciones.
   
A la prisión preventiva, en general la doctrina la justifica partiendo del postulado preambular que manda "afianzar la justicia" y así  la consideran una de las tantas medidas cautelares que las partes tienen en un proceso, para asegurar que su pretensión no se convierta en ilusoria.
   
En consecuencia, son dos las finalidades de toda medida cautelar: por un lado, el contenido de la pretensión, y por el otro lo relacionado con la prueba.

Como sabemos, los presupuestos de las medidas cautelares para la teoría general del proceso son: el llamado “fumus bonis iuris”, que se traduce en la especie en el juicio de probabilidad contenido generalmente en el auto de procesamiento; el “periculum in mora”, que frente al transcurso del tiempo plantea la urgencia del despacho de la medida; la contra-cautela, que siendo el Estado presuntamente solvente no se concreta; y por último la necesidad de que exista proporcionalidad entre la medida y lo cautelado: la prisión preventiva y su relación con la pena.
    
Cuando se trata de un proceso civil, comercial o laboral, partiendo de los mismos presupuestos aludidos, es aceptado que con la finalidad de asegurar los bienes en litigio se despachen embargos, inhibiciones, o -como extremo- el mismísimo secuestro del bien si su naturaleza lo permite. Por su parte, para asegurar la efectividad probatoria de las partes frente a eventuales dificultades que puedan aparecer, los jueces están facultados a ejercer medidas coercitivas contra personas, como -por ejemplo- traer por la fuerza pública a un testigo renuente.
  
En el procedimiento penal se alega que, luego de descubrir la verdad, corresponde entonces hacer lugar a la pretensión del actor, o sea: condenar a la pena de prisión o reclusión que correspondiere. Entonces, se estima que la prisión preventiva viene a asegurar en determinados casos (en que no procede la excarcelación), tanto una como otra de las finalidades antes mencionadas (pretensión y prueba). Nada menos cierto.  En primer lugar, el objetivo de probar tanto la existencia del hecho, como sus características delictivas y la autoría y responsabilidad penal del imputado, poco tiene que ver con que permanezca encarcelado durante el curso del procedimiento.  Ello puede ser válido en los primeros momentos de una investigación pero, en la práctica, las posibilidades de entorpecer la colección de pruebas no se asegura con el dictado de la prisión preventiva que, como dijimos, por suponer un juicio de probabilidad, impone que al momento de su dictado ya exista un importante material probatorio que justifique la apariencia de responsabilidad penal.
    
Es por ello que la finalidad de la prisión preventiva queda reducida al aseguramiento de la actuación de la ley penal; o sea la aplicación efectiva de una pena. A ello contribuye la prohibición -en general-  de nuestro sistema de que se condene en rebeldía, tema que ya fuera abordado anteriormente para demostrar lo absurdo que en muchos casos supone el premio de la prescripción para quien, conociendo la imputación en su contra, prefiere convertirse en prófugo de la justicia[5].

Para demostrar que no puede cuantificarse como cautelar a la prisión preventiva -en la realidad que nos toca vivir-, baste simplemente con advertir que en el plano óntico de la medida, ella importa una pérdida irreparable y trascendente. Si podemos aceptar que para asegurar la pretensión de naturaleza patrimonial se embargue y secuestre bienes del demandado, lo real es que éste, pese a perder el uso o goce del mismo, no ve afectada directamente en ello a su persona, en la medida en que conserva su libertad, puede “coexistir” procurándose nuevos bienes para su realización personal.
    
Por el contrario, la pérdida de libertad por tiempo prolongado, (tal como acontece en nuestro lento y burocrático procedimiento penal) supone necesaria e ineludiblemente, una despersonalización de quien la sufre. El bien del que se ve privado, forma parte de su persona: la libertad es el estado nato y primario del hombre, está ínsito en su naturaleza.    
Desde este punto de vista, y con el afán de que se comprenda mejor nuestro enfoque, la sola pérdida de libertad supone siempre una directa ejecución de una pena que se anticipa así a la sentencia. Del mismo modo que si en el proceso civil que mencionamos, con un falaz argumento cautelar, se dispone no sólo el embargo y secuestro, sino el remate de los bienes del demandado y el dinero producido en la subasta se entrega al actor en un depósito irregular, que como tal le permite disponerlo anticipadamente.
     
Toda medida cautelar, por grave que fuere, nunca puede compararse con la pérdida de la libertad, ya que ésta no admite -por su naturaleza- una ulterior reparación. Lo vivido en prisión es singularmente irreparable, por la sencilla razón de que el paso del tiempo no puede volverse atrás, no puede detenerse.
     
Pero además, la privación de libertad en un procedimiento penal, sin que se arribe a la condena, supone un gravamen mayor que la esperada por el actor en su pretensión punitiva.
En efecto, como sabemos, quien está procesado y cumpliendo prisión preventiva, se encuentra paradojalmente amparado por el estado de inocencia, y por lo tanto no podría ser sometido al régimen previsto en la legislación penitenciaria, que intentan dar cumplimiento a los fines de la pena. Hasta hace pocos años, así ocurría y en consecuencia, no podía recibir las llamadas "visitas íntimas", no podía trabajar para obtener dinero y mantener sus necesidades y la de su familia, no podía salir transitoriamente, y menos recibir conmutaciones que le acorten su encarcelamiento desde que no existe (por el mismo estado de no condenado) la pena a reducir.
     
El mayor sinceramiento respecto a la realidad de la prisión preventiva, la encontramos en el propio código penal, cuando al momento de practicarse el cómputo de la pena aplicada, se tiene en cuenta el tiempo cumplido teórica e hipócritamente, en el cumplimiento de la medida cautelar. Claro que no propiciamos volver a la etapa anterior a Carrara y por lo que tanto luchara, donde lo cumplido en prisión preventiva no se tenía en cuenta para el cumplimiento real de la condena.; sino que, en realidad, el fenómeno de la prisión preventiva, cuando se prolonga en el tiempo de un modo desmesurado, sin que exista en la legislación un límite a su vigencia, y más allá  de las propias hipótesis de cesación del encarcelamiento, al considerarse que en caso de condena con el tiempo cumplido saldrá  en libertad condicional o definitiva; encuentra justificación real en otros discursos que debemos sincerar.
   
 Y lo real es que esta sociedad enferma de autoritarismo, que no tiene internalizados los valores sentados en las normas constitucionales, no solamente acepta este estado de cosas, sino que exige que de inmediato toda persona acusada de haber cometido un hecho ilícito de cierta gravedad sea encarcelada y así se la mantenga, sin considerar el tiempo que llevará llegar al juicio.

Esa pretensión, que puede ser discutible en un plano teórico y que puede pecar por idealista, no nos preocuparía demasiado si el tiempo entre que ello ocurre y el dictado de la sentencia, no fuera tan prolongado como lo es hoy.

Los propios dirigentes políticos en sus campañas electorales han utilizado el consabido y simplista enfoque de que debemos terminar con que los delincuentes entren y salgan de las comisarías. Y a ello contribuyen los mensajes también simplistas, de los medios de comunicación social.
   
Lo cierto es que la realidad es mucho más compleja e implica que para poder aplicar una pena de prisión en un estado de derecho, se deban transitar los pasos de un verdadero proceso, donde el actor sea un Fiscal independiente del Juez -representando al pueblo y por qué no a una víctima coadyuvante-, para que den comienzo a esa serie consecuencial y lógica de instancias proyectivas. Y en esa actividad del actor debe recaer  la responsabilidad de llevar no solamente una afirmación, sino también la confirmación de su discurso -o sea, las pruebas-, para que luego de proyectadas convenientemente sus instancias, y mediando negativa de quien reacciona (el imputado), se produzca el debate dialéctico donde la eficacia de las partes y la eficiencia de su actividad,  que culmina  en una sentencia absolutoria o de condena. Todo ello participando de uno de los principios fundamentales de todo proceso, el de transitoriedad: mientras menos tiempo dure mejor.
   
En tal hipótesis que reconocemos ideal, pero no imposible, las medidas cautelares serán despachadas con criterios de excepcionalidad, para asegurar que cada una de las partes pueda ver garantizada la producción de sus discursos y cumplido el único objeto del proceso: la sentencia.


5. Regulación legal en los códigos procesales:
  El principio general que rigió hasta la aparición del código de Córdoba de 1938 -o sea, hasta que aparece la doctrina de Alfredo Vélez Mariconde a servir de base y marco para el progreso de la llamada ciencia jurídica procesal penal)-, era que todos los imputados se encontraban detenidos en “prisión preventiva”, a partir de que se los vinculaba con una causa penal.  Después de quedar -por regla- presos, algunos recuperarían la libertad en un posterior examen del material probatorio; pero nadie se preocupaba demasiado por elaborar teorías limitadoras del poder penal, que precisamente encontraba en esa herramienta procesal una eficaz ayuda para “combatir la delincuencia”.

Con el código de Córdoba, como dijimos, se comienza a distinguir y clasificar a los delitos para  someter a prisión solamente los que tuvieran pena privativa de libertad contemplada y que no fuera alternativa con la multa. Por lo tanto, numerosos delitos no merecerían nunca que los imputados sufrieran privación de libertad. A los delitos donde procedía la prisión (porque la pena iba a ser de encierro), a su vez se los volvía a clasificar, para distinguir los excarcelables -que referían a delitos menores-, de los inexcarcelables -que eran los más graves-. Incluso, en los delitos excarcelables, primero el imputado estaba necesariamente detenido y cuando llegaba el momento se dictaba su prisión preventiva, la que no se hacía efectiva porque se confirmaba su libertad provisional. Era una verdadera ficción judicial. Es más, fruto de una lógica impecable, se llegaba a afirmar que para que se aplicara la excarcelación, obviamente primero el imputado debía estar detenido, de lo contrario era imposible liberarlo. De manera que en estos casos, se los detenía a sabiendas que al poco tiempo saldrían en libertad, excarcelados. Esos códigos se ocupaban especialmente de consignar en qué casos, bajo qué condiciones, era procedente la excarcelación.

Actualmente, producto de las feroces críticas que recibiera el instituto  -sobre todo cuando era por pocas horas o días-, los códigos instrumentaron la posibilidad de otorgar el derecho a permanecer en libertad, sin perderla. Ello ocurre con el instituto de excarcelación anticipada o exención de prisión, que se anticipa al hecho de la coerción física disponiendo que permanezca en libertad aquel que lo merece, en función de que no es tan grave el delito por el que se lo relaciona con el procedimiento penal. En general, todos estos códigos que constituyen la gran mayoría de los vigentes en nuestro país, responden al esquema inquisitivo y por lo tanto, la procedencia de la prisión preventiva, es decisión oficiosa del juez.

Finalmente, se llega a los códigos más modernos[6] donde, directamente, no se regulan las formas para obtener la libertad, sino por el contrario, lo que es motivo detallado de pautas legales a cumplimentar, es precisamente en qué casos procederá la prisión preventiva. Además, se agregan alternativas al cumplimiento de la prisión preventiva, para hipótesis donde resulta absurdo su cumplimiento, como ocurre con las personas con enfermedades terminales.

En estos modelos volcados al sistema acusatorio, se va a exigir siempre que la prisión preventiva sea decidida por el juez pero a pedido de la parte actora y respetando el derecho de audiencia del propio imputado y su defensa. Este es el modelo seguido por el nuevo CPP de Santa Fe (arts. 219 y ss).

6. La duración de la prisión preventiva. Su relación con la problemática del plazo razonable.
Un gran paso en la historia del derecho penal fue lograr que el tiempo durante el cual el imputado permaneciera en prisión preventiva, se tuviera en cuenta en el cómputo de la sentencia que lo condenaba a prisión o reclusión. Es que, hasta ese momento, la pena a cumplir comenzaba su ejecución como si el tiempo transcurrido en prisión preventiva, a la espera de la sentencia, no hubiera existido.

Este relativo avance en el derecho del imputado, puede aparecer como una aparente contradicción teórica, al argumentarse que retroactivamente se afecta la ficción de inocencia con que pretendía tratarlo el sistema. Más esa contradicción -como adelantamos- es aparente, porque el estado de inocencia cumple una función ficcional, que desaparece cuando sobreviene la condena. Como ella es declarativa de culpabilidad, respecto de un hecho que también se declara ocurrido con anterioridad a su dictado, es lógico que todo se retrotraiga a dicho momento.

A partir de la sentencia y su relativa autoridad de cosa juzgada, la persona que había sido considerada inocente para el sistema, es jurídicamente autor responsable de un delito ocurrido históricamente en el pasado. Es así que aquella prisión preventiva que se intentaba justificar con fines cautelares, y se aplicaba a aquel sujeto ficcionalmente inocente, se convierte en pena parcialmente cumplida con el consiguiente beneficio  para quien el tiempo de prisión no le habrá pasado en vano. Es que ontológicamente es imposible distinguir entre el cumplimiento de un encierro cautelar, de aquel que supone la ejecución de la pena impuesta. En el primer caso se puede tener la angustia por la incertidumbre del futuro y, en cambio, en el segundo, se sabe con seguridad el vencimiento del plazo fijado para dar por cumplido el encierro; pero más allá de esto,  en ambos se ha perdido la posibilidad existencial de optar por acciones que exigen ámbitos de libertad inexistentes en la cárcel. Peor sería que para no encontrar supuestas contradicciones la solución sea considerarlo culpable mientras transita en prisión el proceso y ejerce su defensa. Mejor sería, por el contrario, si no se lo encarcela hasta que se dicte prontamente la sentencia que lo condena.

En nuestra Constitución Nacional se establece que nadie puede ser considerado culpable sin que exista una sentencia condenatoria, fruto del debido proceso, y con el merecido respeto a todas las garantías del imputado y su defensa en juicio. Lo que no se dice -porque obviamente no sería posible determinarlo normativamente - es cuánto tiempo demandará tal juicio.

El problema aparece cuando la cruda realidad, pone al desnudo la perversidad del sistema penal; y esto sucede cuando la prisión preventiva supera los límites más prudentes en cuanto al tiempo de su duración. Es allí cuando se advierte la necesidad de que la legislación exija un término para su cese.

En la legislación procesal penal de nuestro país, hasta la ley 23.050 que en su momento reformó el C.P.P. de la Nación, no había normas que regularan un tope preciso a la duración de la prisión preventiva. Así, las provincias fijaban un máximo para el encarcelamiento, pero solamente en relación a la etapa de instrucción[7].

La mencionada ley 23.050 que se dicta con el advenimiento del gobierno democrático en 1984, y contemporáneamente a la adhesión al pacto de San José de Costa Rica,  establecía como hipótesis de excarcelación (o, mejor dicho de cesación de prisión), el que haya transcurrido el plazo de duración del proceso que fijaba el artículo 701, aunque no podía en ningún caso exceder los dos años (ello porque la causa podía demorar más de dos años por varios motivos, como lo era cualquier actividad que no dependiera del Tribunal). Así lo estipulaba el artículo 379 en su inciso 6º que incorporó la ley 23.050. Pero si bien aquí se fijaba un plazo de duración de la prisión preventiva permitiendo su cese, la resolución dependía del arbitrio judicial en tanto lo autorizaba el artículo 380 del mencionado derogado código procesal penal, al regular las hipótesis de improcedencia u obstáculos a la libertad.

Como vemos, y en el mejor de los supuestos, la libertad del imputado dependía del criterio judicial, que analizaría la mayor o menor peligrosidad procesal, es decir, si se podía presumir que trataría  de eludir la acción de la justicia. Por lo tanto, aún vencidos los dos años, si se solicitaba la libertad invocando el inciso 6 del artículo 379, bastaba con valorar las características del hecho y las condiciones personales del imputado, para concluir en la viabilidad de presumir alguna intención de eludir la acción de la justicia; o sea, que se convertiría en rebelde, impidiendo el trámite hacia la sentencia. De este modo, la prisión preventiva se prolongaba más allá de los dos años, y seguía incumplido el derecho consignado en la Convención Americana sobre derechos humanos, que habíamos incorporado mediante la ley 23.054.

La circunstancia de no fijar estrictamente un límite infranqueable para estimar la razonabilidad del encarcelamiento preventivo, y el hecho de que aquella ley procesal penal reformadora del Código Procesal Penal de la Nación, era anterior a la que incorporaba el Pacto, mal podía tener aspiraciones de cubrir la regulación exigida, cuando además se aplicaba solamente a los procesos de los tribunales nacionales y federales. Era necesario, insistimos, que el legislador nacional regulara la norma de la Convención Americana, para despejar cualquier duda sobre cuál era el plazo razonable para mantener como máximo en encierro a un imputado a la espera de ser juzgado.

Recién con la ley 24.390, se regula, en forma unificada para todo el país, los plazos de duración de la prisión preventiva. Importa una reglamentación del art. 7 punto 5º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, más conocida como Pacto de San José de Costa Rica, que se encuentra incorporada al texto constitucional. Esta ley rige desde su publicación en noviembre de 1994 y tuvo una importante modificación con la ley 25.430, que además la incorpora al código procesal penal de la Nación.

De allí la importancia que tiene para el derecho interno,  porque, como ya dijimos, en dicho pacto se consagra el derecho de todo imputado que ha sido privado de su libertad en relación a un proceso penal -entre otros-, a ser juzgado en un plazo razonable o de lo contrario a ser puesto en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso. Su libertad -finaliza el texto del Pacto que nos ocupa-, podrá estar condicionada a garantías que aseguren su comparecencia en el juicio. De modo que, a nuestro criterio, cualquier análisis que se intente hacer del texto reformado de la ley 24.390, debe partir de compatibilizar su interpretación con el espíritu de la Convención que nuestro país ya había aprobado mediante la ley 23.054 y que desde la última reforma constitucional ha quedado a ella incorporada, en virtud de lo dispuesto por su artículo 75 inciso 22.

Se hace imprescindible entonces determinar el alcance del artículo 7 inciso 5 del Pacto, que -según nuestro criterio-,  al poner límites -aunque imprecisos- a la duración del encarcelamiento preventivo, está disponiendo una virtual cesación de la misma en los casos en que no se pueda cumplir con el  dictado de una sentencia en un plazo razonable. El tema era determinar cuál era ese plazo razonable, esforzado propósito que finalmente ahora esta norma procura.

Cuando se prolonga excesivamente la sustanciación del proceso, sucede que, a la hora de dictar sentencia, en muchos casos se afecta la individualización de la pena a aplicar en la condena; y cuando sobreviene una absolución, ésta importa el claro reconocimiento a un encarcelamiento absurdo e injustificado. Por otra parte, el fenómeno del preso sin condena da por tierra con el principio de prevención especial que la doctrina le adjudica a la pena, ya que no será la misma persona aquella que cometió el hecho, que la sentenciada después de un prolongado encierro preventivo. Al mismo tiempo, genera situaciones desiguales en cuanto al trato que reciben los presos sin condenas, ya que como anticipamos,  muchos de los beneficios de los condenados les eran negados por la ironía de respetarles el estado de inocencia.

Es por ello que como vimos, los códigos procesales penales vienen estableciendo pautas para la procedencia de excarcelaciones que en rigor se deben considerar siempre dentro del instituto de la cesación de prisión preventiva, con la única finalidad de hacer respetar el principio de proporcionalidad entre la cautela y la pena a cautelar.

En esa relación hipotética que se debe hacer en cada caso en particular, se benefician quienes luego de un prolongado tiempo de prisión sin recibir la sentencia, salen en libertad del mismo modo que ello ocurriría si en esos momentos fueran condenados a cumplir una pena privativa de libertad. Esta se da por compurgada, o sirve a los fines del tiempo exigido para poder gozar de la libertad condicional que regula el Código Penal en su artículo 13. Así, muchas hipótesis de cesación de prisión preventiva son las que contempla el artículo 331 del C.P.P. de Santa Fe ley 6740.

La ley 24.390 se aplica a todos los casos del sistema penal argentino, excepción hecha de la conducta prevista y reprimida por el artículo 7 de la ley 23.737 y quienes puedan merecer las agravantes previstas en el artículo 11 de la misma ley. Así lo dispone expresamente el artículo 11, con un criterio discriminador que merece nuestro total repudio. De este modo hay dos categorías de imputados: los excluidos del régimen por decisión de determinada política criminal, y los demás imputados o condenados por delitos contemplados en el Código Penal o demás leyes penales especiales que quedarán al amparo de las disposiciones de la ley 24.390.

Estamos por la inconstitucionalidad de esta norma, en cuanto ofrece un serio reparo a la igualdad ante la ley, pues todos son igualmente imputados o procesados por delitos que se encuentran a la espera de un fallo cumpliendo prisión preventiva. No advertimos porqué motivos los imputados de infringir determinada figura de la ley de estupefaciente, por grave que sea, van a tener un tratamiento más gravoso, y entonces para ellos no va a tener límite la prisión preventiva.

Por otra parte si la ley pretende ser una suerte de reglamentación de la normativa contenida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, si en ella no se distingue entre los imputados,  hacerlo implica en la práctica una modificación arbitraria de sus alcances. Los derechos humanos que se protegen, entre los que se cuenta el ser juzgado en un tiempo razonable, son para todos los imputados. Así de clara es la disposición que hoy tiene jerarquía constitucional, por lo que el legislador nacional no puede bajar una política criminal discriminatoria y dejar fuera de la aplicación de esos derechos, a determinados imputados o condenados.

Al margen de esa discrepancia entendemos que el Congreso de la Nación tenía y tiene facultades para regular los temas que aborda[8], aspectos que no poca polémica desata.
Es imprescindible unificar criterios de duración del encarcelamiento preventivo, ya que no puede haber diferentes “tiempos razonables”, entre una provincia y otra. Resulta sumamente injusto que un sujeto sea privado de su libertad por un tiempo indeterminado, o por cinco años como máximo, mientras que si su proceso hubiera tramitado en distinta jurisdicción, el plazo del encarcelamiento preventivo sería considerablemente menor. Se trata de la misma injusticia que aparece cuando en una provincia los regímenes excarcelatorios establecen más obstáculos para obtener la libertad que en otras. De esta manera, determinado ilícito penal se agrava en la práctica, al no permitir la libertad del imputado durante el proceso.

Todas estas cuestiones aconsejan el dictado de un código único para todo el país, con muy pocas disposiciones procesales, que serían las esenciales para brindar un programa mínimo de estructura del proceso penal. Ello sin perjuicio de que en cada provincia y a su hora en el ámbito federal, se dicten normas reglamentarias de aquéllas, donde se tengan en cuenta las características meramente locales y que no afectan la aplicación de una política criminal obviamente nacional[9].

Más allá de la real intención del legislador -que a la hora de interpretar el discurso de la ley, en nuestra opinión carece de relevancia conocer-, pensamos que la ley 24.390, está inspirada en esa idea de unificar criterios en materia de encarcelamiento preventivo en todo el ámbito del país. [10]

7. Cesación de la prisión preventiva.
Cuando el imputado viene sufriendo un encarcelamiento sin que exista una sentencia condenatoria en su contra, se entiende que su situación es de una prisión que no puede ser considerada una pena, sino que en todo caso se la va a disfrazar de medida cautelar, para que pueda pasar por el examen de constitucionalidad, frente a la ficción de inocencia que lo protege.

Que el imputado consiga su libertad, durante el trámite del procedimiento, puede ser llamada una forma de excarcelación, pero cuando se trata de quien ha sido sometido al rigor de una prisión preventiva (lo que supone que no era viable estar en libertad a la espera del juicio), en general la doctrina entiende que se trata conceptualmente de un “cese de prisión”.
Obviamente, este cese de prisión preventiva puede ser la directa consecuencia de una importante modificación en el material probatorio y/o en el encuadre jurídico penal de la conducta atribuida. Ello conducirá sin más a que se revise la situación del imputado y es posible que obtenga una libertad por vía de la excarcelación, que antes no era viable. Más no son esas hipótesis (que serán motivo de análisis en el capítulo siguiente) las que interesan aquí, sino la existencia de un límite temporal, más o menos fijo, más allá del cual no se podría tolerar la vigencia de una prisión preventiva.

Así, llegamos al artículo primero de la mencionada ley 24.390, donde se establece que la prisión preventiva no podrá ser superior a dos años sin que se haya dictado sentencia. Esta es la primera modificación que introduce la ley 25.430, ya que anteriormente no se distinguía el caso de causas con sentencias que no estaban firmes. Ahora no se aplica a cualquier prisión preventiva, sino solamente a aquellas que se refieren a causas donde todavía no se ha dictado la sentencia.

Además, establece dos excepciones: la primera vinculada a la cantidad de los delitos atribuidos al procesado y la segunda cuando la causa sea compleja, todo lo que ha impedido el dictado de la sentencia, en los dos años indicados precedentemente. En esas dos hipótesis -que tendrán que ser invocadas en una resolución fundada-, se admite una prolongación más allá de los dos años y que se extiende solamente hasta un año más. 

La ley justifica prolongar hasta tres años la prisión preventiva cuando existe pluralidad de hechos imputados, o cuando no son simples y exigen mayor tiempo para completar la instrucción. En definitiva, frente a numerosos hechos o a casos difíciles, se admite el encarcelamiento preventivo hasta por tres años. Por el contrario, cuando es un solo hecho y no ofrece mayores dificultades en la instrucción, el plazo máximo es de dos años, al cabo de los cuales se debe producir la soltura, sin perjuicio de la prosecución de la causa.  Ya el plazo de dos años puede ser excesivo en casos simples  donde incluso la confesión del imputado facilita la instrucción, con lo que el tiempo real de trabajo para cumplir con la etapa instructora  sería suficiente con  noventa días. Como fuere, es necesario advertir lo relativo de los plazos que se adjudican, ya que todo depende del número de causas con detenidos o sin ellos en relación a la cantidad de tribunales y fiscales dedicados a la persecución penal.

8. El control de lo decidido.
Cuando el tribunal disponga que cese la prisión preventiva porque se ha cumplido el plazo de dos años, o por el contrario deniegue tal beneficio, ese decisorio solamente llegará a ser motivo de revisión en una instancia superior, a instancia de la parte que se considere agraviada. Si no hay iniciativa partiva, no interviene ningún otro tribunal.

Por el contrario, cuando la decisión jurisdiccional deniega el cese pedido por el imputado -ya que prorroga a la prisión preventiva por hasta un año más, de modo que la termina llevando a tres años-, esa resolución va a ser objeto de contralor por el tribunal de apelación que en su caso correspondiera. Tratándose de causas ya radicadas en los tribunales donde se desarrollará el juicio público y oral, lo será quien actúe en casación (Cámara de Casación Nacional o en algunas provincias el Superior Tribunal de Justicia, como ocurre en Entre Ríos o Córdoba para dar algún ejemplo), mientras que si la causa todavía está en la etapa instructora, la remisión para el control se hará a la Cámara de Apelaciones.

Ese control que opera por decisión de la ley, es un modo que reemplaza al sistema impugnativo tradicional, donde es menester que las partes manifiesten su deseo de que intervenga un órgano superior para revisar un agravio que alegan existente. De alguna manera, responde a una virtual desconfianza por lo resuelto en baja instancia. Pero desconfianza que no se sostiene con ningún elemento concreto, sino que parte de que todo lo resuelto en esta materia por los Tribunales, pese a que las partes lo acepten, debe ser siempre motivo de revisión obligatoria por un Tribunal superior. Si se compara este dispositivo con la sentencia definitiva, -donde se sella la suerte del imputado-, que no será motivo de revisión sino a instancia de parte, se advierte el despropósito que implica recurrir a este mecanismo, al que no dudamos en considerar de neto cuño inquisitivo, ya que faculta a actuar de oficio al tribunal.

Digamos finalmente -y para colmo-, que esa decisión que manda prorrogar por un año más una prisión preventiva que se encuentra próxima a cumplir los dos primeros años, también puede dictarse de oficio, sin esperar el trámite que supone el pedido del imputado y su posterior rechazo. Así, parece indicarlo la redacción del artículo 1° de la ley, que no tiene ningún reparo en otorgar facultades a los tribunales para  favorecer oficiosamente al actor penal, cautelando su pretensión.


9.  La prisión preventiva y la sentencia condenatoria.
El artículo 2 de la ley que nos ocupa, establece -para llevar mayor claridad- que los límites de duración y prórroga de la prisión preventiva que se establezcan, no rigen cuando se cumplan después de haberse dictado sentencia condenatoria, aunque la misma no se encontrara firme. Ello pese a que teóricamente la situación del imputado sigue siendo la de prisión preventiva, ya que la falta de firmeza del fallo no lo puede convertir en condenado. A partir de la condena, su encarcelamiento no tiene los límites que fija el artículo primero y por lo tanto, va a funcionar en su caso el principio de proporcionalidad para hacer cesar un encarcelamiento excesivo, en relación al monto de la condena impuesta.

Como anticipamos, esta disposición no estaba en el texto originario de la ley, sino que la introduce la ley 25.430, con adecuado criterio. Ha dejado de funcionar la vía recursiva, como un modo indirecto para que el límite de duración del encarcelamiento preventivo funcionara, ya que antes se les daba seis meses más de una especial prórroga, que a nuestro criterio no encontraba justificación.

En efecto, fijar plazos a una prisión preventiva, que lo es pura y exclusivamente porque las partes impiden la firmeza de una sentencia, mereció desde un primer momento nuestra crítica académica, por inconstitucional, atento a que el legislador había ido mucho más allá del postulado constitucional que alegaba reglamentar. De aquel modo, un condenado a prisión o reclusión perpetua, encontraba en este perverso mecanismo, la forma de conseguir una libertad merced a una cesación de prisión preventiva insostenible. No había porqué equiparar la situación de la prisión preventiva prolongada, con los casos donde la pena estaba individualizada en una sentencia, cuya firmeza se impide merced a la interposición de una impugnación. Esta situación en el ámbito civil o patrimonial, permite en muchos casos la ejecución de la sentencia aún no estando firme, previa prestación de una fianza. En realidad, en materia penal, perfectamente se puede justificar que su cumplimiento se empiece a ejecutar en virtud de la sentencia dictada, pese a la instancia extraordinaria abierta. Por otra parte, si se prolongaba el encarcelamiento, ya no lo era solamente por la lentitud del sistema sino fundamentalmente gracias a la actividad impugnativa de la defensa. Se apartaba el dispositivo derogado por la ley 25.430, de los fundamentos tenidos en cuenta para las situaciones anteriores, y no se relaciona para nada con la pena impuesta. Por ende se aparta del principio de proporcionalidad.

Pero además, esta hipótesis de límite al encarcelamiento pese a la existencia de una sentencia impugnada que contemplaba originariamente el artículo segundo de la ley, en rigor nada tenía que ver con la norma constitucional que se pretendía reglamentar y que tenía su origen como vimos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (San José de Costa Rica).  La simple lectura del postulado internacional, que recogió el derecho constitucional interno, asegura el derecho inalienable a ser juzgado en un tiempo razonable. Precisamente, si se ha dictado sentencia, nos enfrentamos a la situación de quien ya fue juzgado.

El derecho al tiempo razonable al que alude el pacto de San José de Costa Rica no se extiende a todas las instancias recursivas que un sistema puede contener, sino simplemente el hecho del primer juzgamiento, que es en definitiva cuando de juicio público y oral se trata, el que realmente importa. De modo que insistimos en que aquí la ley va más allá de lo que pretende reglamentar, abarcando hipótesis no queridas en la Constitución Nacional y en el mencionado tratado internacional. Se limita el tiempo de encarcelamiento mediante la interposición de un recurso, cuando el sujeto ya ha sido juzgado y precisamente ha sido declarado culpable.  No negamos su derecho a impugnar, pero su situación no puede ser equiparada o comparada siquiera, con la del preso sin condena. Por el contrario, se trata de un preso con condena, y si ella no se encuentra firme, lo es por su propia decisión, al interponer todos esos recursos en procura de mejorar su situación.

De cualquier forma, criticamos por excesivos los dos años, sin sentencia, cuando en menor tiempo muchos casos simples pueden llegar a obtenerla.  Si como acabamos de explicitar resultaba poco feliz la disposición que originariamente concedía apenas seis meses de duración máxima para la tramitación del recurso bajo el apercibimiento virtual de disponer la libertad del sujeto condenado, ello no quiere decir que estemos de acuerdo en que las apelaciones no tengan límites. Lo que no debe tener es relación directa con la duración del encarcelamiento.

En definitiva, pensamos que las hipótesis de cesación de encarcelamiento preventivo, tienen razón de ser mientras no se ha dictado el fallo. Una vez dictada la sentencia, y siendo ella condenatoria, por más recursos que se interpongan, la prisión preventiva no podrá cesar por el mecanismo objetivo que aquí se contempla. Podrá en su caso (de no estar firme el fallo),  admitirse el replanteo de la libertad en relación al respeto que tiene que existir por la proporción a guardar con la pena impuesta, o vinculado con el instituto de la libertad condicional, pero de ninguna manera nos parecía razonable que se fijaran seis meses de extensión como plazo máximo, al cabo de los cuales automáticamente recuperaría la libertad. Al hacerlo, el texto original de la ley 24.390 actuaba afectando genéricamente la pena, que fuera individualizada por los órganos del poder judicial en las respectivas sentencias condenatorias. Desnaturalizaba el funcionamiento de los recursos, que eran interpuestos con clara intención de que se supere el plazo sin que fueran resueltos y en consecuencia, eran una forma de obtener una libertad que de otro modo resultaba inaccesible.

Por otra parte, debemos tener presente que todo lo escrito respecto de la procedencia de una prisión preventiva, para quienes intentan justificarla como medida cautelar, se hace sobre la base de la inexistencia de sentencia condenatoria. De allí en más, se trata de ver con qué efectos se concede el recurso interpuesto.[11] Si vemos la cuestión desde la realidad, no es lo mismo estar preso porque se dictó la prisión preventiva con el auto de procesamiento, a estar preso en virtud de una sentencia condenatoria. Esa realidad es la que no observaba la ley 24.390 y que la ley 25.430 vino a corregir.

10.  Oposición a la libertad.
En el régimen de la ley 24.390 (con la reforma introducida por la ley 25.430), la libertad que se puede llegar a obtener por el cumplimiento del plazo de dos años, debería ser la consecuencia de la sustanciación de una solicitud que en tal sentido hiciera la defensa de un imputado, en una causa que todavía no tenga sentencia. Sin embargo, nada impediría que un juez o tribunal colegiado, dispusiera de oficio, sin pedido de parte, que comience el trámite porque considera que la prisión deba cesar ya que se ha cumplido alguno de los dos plazos. Por supuesto, que no va a poder obviar el escuchar previamente la opinión del Ministerio Público, ya que en el artículo 3° de la ley, se contempla la posibilidad de su oposición a la libertad del imputado.

Esa oposición ya no se limita a la falta de cumplimiento a los requisitos fijados en el art. 1° (o sea que pasaron dos años de prisión y no se llegó a dictar la sentencia, porque son muchos delitos los atribuidos o la causa presenta una notable complejidad), sino que ahora se agregan nuevas razones para que no proceda la libertad. En una clara demostración de la ley -que no ha querido una automática libertad por el vencimiento del plazo considerado razonable-, convierte en sumamente complicada la viabilidad de este instituto de cese de prisión.

Sin ninguna hipocresía, el Fiscal podrá oponerse a la libertad, alegando la especial gravedad del delito que le fuere atribuido al imputado. Ya no se trata de la imposibilidad del dictado de la sentencia, la que podrá encontrar su causa en el colapso que presenta el funcionamiento de tribunales que no dan abasto a las audiencias que deberían fijar a tiempo. Han pasado dos años o si se quiere tres, con la prórroga ya otorgada en su momento por el Tribunal, que por supuesto debió fundarla en la cantidad de hechos atribuidos o la complejidad de la causa, y sin embargo, la nueva razón que argumenta el Fiscal se relaciona con la gravedad del delito elegido para encuadrar la conducta del imputado. Por lo que tratándose de figuras con alto contenido de pena en sus máximos y por supuesto obviamente las que tengan prisión perpetua, ello le bastará al Fiscal para no aceptar conceder la cesación de prisión.

En esta primera hipótesis -ya veremos que son más las posibilidades de oposición-, los imputados pierden el derecho a ser juzgados en un tiempo razonable. Dicho de otro modo, el tiempo razonable varía en función del delito atribuido, lo que no parece un argumento serio ni lógico.  Mas como si esta causa vinculada con la peligrosidad criminal, resultante de la figura penal elegida para acusarlo, fuera insuficiente, por las dudas, la ley también le permite al Fiscal oponerse cuando entienda que concurre alguna de las circunstancias previstas en el art. 319 del CPP de la Nación. Como sabemos, se trata de los obstáculos que impiden la excarcelación en el régimen procesal penal de la Nación, que por disposición de esta ley va a regir en todo el ámbito de nuestro país, aunque la causa sea de competencia ordinaria. 

En consecuencia, el Fiscal podrá oponerse a la viabilidad del cese de prisión, cuando la objetiva y provisional valoración de las características del hecho, la posibilidad de la declaración de reincidencia, las condiciones personales del imputado o si éste hubiere gozado de excarcelaciones anteriores, hicieren presumir, fundadamente, que el mismo intentará eludir la acción de la justicia o entorpecer las investigaciones.

Aquí, vuelve la hipocresía de los conceptos que pretenden justificar el encierro cautelar, porque el sujeto imputado es “peligroso para el proceso”. Volveremos sobre estos conceptos luego, al tratar en particular a la excarcelación y allí tendremos oportunidad de explayar nuestra crítica.

Finalmente, también puede oponerse el Fiscal, cuando existieron articulaciones manifiestamente dilatorias de parte de la defensa, que de aceptarse serán descontadas temporalmente de los plazos de duración de la prisión preventiva. Definitivamente las articulaciones manifiestamente dilatorias de parte de la defensa, son las que el tribunal entiende que merecen tal calificación.

11. Conclusión.
El fenómeno del preso sin condena encubre la mayor de las hipocresías, ocultando el principal problema del sistema, constituido por su incapacidad para permitir el dictado de una sentencia en un tiempo razonable. En la Constitución Nacional todo imputado tiene derecho a ser juzgado en un tiempo razonable (y éste se ha considerado cumplido en dos o tres años como máximo); pero el Estado, en lugar de asumir que debe cumplir con ese desafío, convierte -con la ley 24.390 y su reforma- en ilusoria la libertad que pretendía asegurar. Como hemos visto, se han introducido todos los mecanismos disponibles para que al imputado se lo mantenga en prisión preventiva, mucho más allá de esos plazos.
Como los conceptos de “peligrosidad procesal”, son insuficientes para justificar el funcionamiento del encarcelamiento preventivo, no se ha tenido reparo alguno en aludir a la peligrosidad criminal, ficcionalmente generada por la figura elegida para acusarlo.

Por supuesto que resultaría absurdo dejar en libertad a un sujeto que se presente espontáneamente ante el Fiscal, confiese un grave delito cometido (ej. violación seguido de muerte) y aporte todas las pruebas, por el argumento que ha demostrado fehacientemente su intención de no sustraerse al accionar de la justicia y no ha querido perturbar las investigaciones: es que por más que no exista peligro de fuga ni de entorpecimiento de la investigación, en estos casos resulta hipócrita no reconocer el escenario de fondo, que incluso indican que el propio imputado, no entendería la libertad que se le llegara a conceder. Menos podrá la sociedad digerir un mensaje de un juez “garantista”, que aplicando estos conceptos, hiciera cesar el encarcelamiento. Pero la solución igualmente es muy sencilla: dictar la sentencia dentro de plazos razonables. No hay alternativas si se quiere cumplir con la Constitución Nacional, todas las otras posibilidades repugnan a su texto.
 
No sólo se impone un cambio total del sistema vigente, sino también un replanteo serio y profundo del sistema penal en su globalidad. Este replanteo no debe ser prejuicioso, y en esa línea de pensamiento, acudir al auxilio de la moderna criminología. Así  ocurrirá  que frente a determinados casos de grave y preocupante demostración de peligrosidad criminal, sean merecedores de un muy corto plazo de prisión como inicio del  cumplimiento de una pena que, por supuesto, no se debe agotar exclusivamente en el castigo que insoslayablemente implica, sino en tratar a la persona en su individualidad,  para permitir apostar a que no vuelva a reincidir.
Para todo ello es imprescindible un apartamiento de la concepción que considera al derecho penal como solucionador de conflictos cuando,  como lo demuestra la crisis en que se encuentra sumida la pena de prisión, hoy día no puede demorarse más el estudio de las causas de diversa índole que llevan a la persona a delinquir, y al Estado a considerar que tal conducta debe ser reprochable, y tal otra no.           
     
Mientras tal punto de vista no se modifique, y se siga pensando que el derecho penal mediante la represión conseguirá  disminuir el índice de criminalidad, la política criminal seguirá  seguramente utilizando al procedimiento penal como un instrumento al servicio mismo de la represión.
     
 Si esa política criminal que hoy impera, mantiene  la regla de la legalidad en el ejercicio de la llamada acción procesal penal, vinculando la eficacia del procedimiento a que se logre el descubrimiento de la verdad para posibilitar la represión, seguirá redundando en más desmedro de las garantías individuales del imputado y de la propia víctima, a quien no se le consulta sobre su interés en la represión. Parece entonces posible, para quienes defiendan ese estado de cosas, que se vincule a la prisión preventiva con la eficacia del llamado proceso penal, ya que incluso -como dato de la realidad- se concluye en que las únicas causas que tramitan regularmente y arriban a sentencia sin que opere la prescripción, son aquellas en las que el imputado se encuentra privado de su libertad so pretexto de cautela[12].

El argumento que intenta enfatizar la necesidad de aumentar la infraestructura judicial es falaz, a poco que se lo profundice. En rigor, mediando prisión preventiva es cierto que el procedimiento avanza, o sea que de algún modo se cumplen los plazos previstos por la ley. Pero como el tema no se puede agotar en la eficacia, sino que corresponde también analizar la eficiencia, la circunstancia de que medie un imputado encarcelado no se vincula con ella. En efecto, cuántas sentencias absuelven por el beneficio de la duda, y cuántas otras contienen la aplicación de una pena efectiva, dándola por cumplida por el cómputo de la prisión preventiva, siendo que en rigor merecían una condena condicional.
    
Reiteramos entonces que el tema de la eficacia y el de la eficiencia se vinculan directamente con el ejercicio de la acción y la reacción del imputado, sin que resulten vinculadas  de un modo lógico y desde el punto de vista que hemos planteado, con la prisión preventiva que cuando se prolonga en el tiempo como consecuencia del burocrático procedimiento inquisitivo vigente, tal como lo señalamos, no puede cuantificarse como una medida cautelar, sino exclusiva y honestamente como una pena anticipada.  



[1] Puede verse una interesante argumentación sobre la igualdad, en relación al derecho a las libertades, en DWORKIN Ronald “Los derechos en serio”, Editorial Planeta - Agostini,  España, 1993, pág. 388.-
[2] Art. 209 C.P.P.S.F.
[3] Art. 210 C.P.P.S.F.
[4] Art. 211 C.P.P.S.F.

[5]Esta posición que no es compartida por nosotros, y que ya tuvimos oportunidad de analizar, es la que fundamentalmente provoca la cuestión del encarcelamiento preventivo, que cuando se prolonga en el tiempo es, a no dudarlo, un adelanto inconstitucional de  pena.
[6]Ejemplos de esta tendencia, lo constituyen el CPP del Chubut art. 220 y el nuevo de Santa Fe ley 12.734 art. 219.

[7]Es el caso del viejo código de la provincia de Santa Fe ley 6740, donde según el artículo 208 se establecen 8 meses como máximo de duración de la prisión preventiva, pero durante la etapa instructora, de manera que llegada la causa a juicio no hay límite expreso.

[8]Resulta interesante el pensamiento del jurista español Niceto Alcalá Zamora y Castillo, en tanto se distinguía de la doctrina argentina, que entendía que las provincias se habían reservado expresamente las facultades legislativas en materia procesal. Al no haberse modificado el catálogo de códigos enumerados en el antiguo artículo 67 inciso 11, que hoy es el art. 75 inciso 12 de la Constitución, pareciera que tal idea sigue teniendo posibilidades de sostenerse. En realidad, no se trata de una académica separación entre la materia del derecho penal sustantivo con el adjetivo, digna de un programa de estudios pero no de las facultades políticas de la organización estadual. Incluso cada vez resulta más ardua la separación entre la enseñanza del derecho penal y del procesal penal, y menos son los puntos de contacto entre éste y la teoría general del proceso o derecho procesal civil. Por otra parte son razones históricas las que demuestran que para la época de la redacción de la Constitución de 1853 todavía no se había producido la separación entre los códigos de fondo de las normas de forma. Adviértase que se mantiene como facultad del Congreso Nacional el dictar normas que sean necesarias para el establecimiento del juicio por jurados, lo que está indicando la voluntad del constituyente de mantener la tendencia histórica sobre el particular. Como fuere, desde nuestro punto de vista, nos parece que el Congreso no sólo puede sino que debe legislar en ciertas materias procesales, que tienden a concretar el principio del debido proceso y las demás garantías constitucionales vinculadas con el imputado, la víctima, el órgano jurisdiccional, y ahora modernamente el Ministerio Fiscal, con la finalidad de asegurar una cierta uniformidad en todo el país, y sin perjuicio de que las provincias puedan regular aspectos que no sean esenciales para la estructura del proceso y sobre todo atendiendo particularidades locales. Es así que entendemos correcta la actitud del Congreso, sobre todo cuando cumple reglamentando una norma de jerarquía superior a las leyes como lo son los tratados internacionales incorporados a la Constitución. Más si se opina lo contrario, será preciso recurrir a un convenio interprovincial para que las provincias brinden ese marco legal, que nos parece imprescindible.
[9]Temas como la conformación del Jurado, el ejercicio de la acción, la prescripción de la acción y de la pena, la suspensión del juicio a prueba, las reglas de exclusión probatoria, los elementales derechos de la defensa, la adhesión a la regla de la oralidad, las facultades de las partes y del Tribunal para de una vez por todas diseñar un sistema acusatorio, las medidas de coerción personal y real, etc., serían los que tendría que contener la legislación nacional. 
[10]En realidad el texto originario de la ley, contemplaba también un instituto del sistema penal, que se refería al cómputo de la prisión preventiva a la hora de establecer el vencimiento de la pena, o sea vinculado a la ejecución de la pena. Esta regulación conocida popularmente como el régimen del 2 por uno, privilegiaba determinadas situaciones de prisiones prolongadas e importaba una reforma al sistema de cómputo de la prisión preventiva que ya contemplaba el artículo 24 del C. Penal. Los artículos 7 y 8 de la ley 24.390, fueron derogados por la ley 25.430.

[11]Este tema será analizado en el capítulo XV donde abordaremos algunos aspectos de los recursos, como lo son los efectos que produce su concesión.

[12] Precisamente la consecuencia más grave de seguir sosteniendo hipócritamente que se puede perseguir todo de oficio, es la prescripción de muchísimas causas, donde en definitiva termina feneciendo la legalidad. De allí que sea necesario que funcione el principio de oportunidad en el ejercicio de la acción y la posibilidad de acudir a otras formas de solución del conflicto originario, para lo cual la mediación penal se convierte en un excelente instrumento a su servicio.

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