Politica criminal y derecho procesal penal
EL PROCEDIMIENTO
PENAL
UTILIZADO POR LA
POLITICA CRIMINAL
Nos proponemos estudiar el procedimiento penal efectuando contactos con la práctica
política que llevan adelante los
miembros del poder ejecutivo y el legislativo
en sus respectivos ámbitos y los operadores
del Ministerio Público Fiscal, dejando a
quienes integran el Poder Judicial en su función
estrictamente jurisdiccional, actuando en el marco de una teoría general del proceso.
1.
Un libro jurídico, un libro que pretende abordar
una rama del derecho -en este caso el derecho procesal penal-, no debería, para
una concepción tradicional, ocuparse de la actividad política. Sin embargo,
aunque sus autores lo oculten (consciente o inconscientemente); aunque
expresamente nieguen tal contacto, todo libro de esta naturaleza está teñido de
política, como lo está, en definitiva, todo el obrar humano.
Es que, tradicionalmente, el estudio del
derecho procesal penal se ha caracterizado por poner énfasis en el conocimiento
de los códigos procesales, sin ningún contacto con la realidad. El alumno era
informado de los procedimientos penales, sin perjuicio de algunos contenidos
teóricos sin mayor profundidad y sin posibilidades de poner en crisis sus
contenidos; la realidad se expondría a su conocimiento recién cuando ejerciera su profesión de abogado.
Algo parecido ocurría con el derecho procesal civil y en general con todas las
materias codificadas que integraban la currícula del abogado.
Con el advenimiento de lo que luego se dio
en llamar la “Escuela de Córdoba” del derecho procesal penal -que inauguran
Alfredo Vélez Mariconde y Jorge Clariá Olmedo, y subsiste en la actualidad con
valiosos profesores que han influenciado notoriamente nuestra formación-, se
empiezan a advertir las contradicciones que presentaban los modelos
procedimentales con los postulados constitucionales. Sin embargo, la materia
“derecho procesal penal” era considerada una parte de un derecho procesal
conglobante, con el derecho civil constituyendo su otro costado. No había
demasiados contactos con el derecho penal y no se escuchaba mencionar a la
política criminal. Alfredo Vélez Mariconde, en la primera página de su obra,
destaca la importancia del estudio de la historia de las instituciones
fundamentales del derecho procesal penal, porque sostiene que resultará
fundamental para permitir una cabal comprensión del sistema de enjuiciamiento
vigente y además, ingresar en el campo de la “política procesal”[1]. Existía un prejuicio que aconsejaba mantener
bien lejos al derecho con todo lo que fuera la praxis de gobierno. En realidad,
se entendía que estudiar derecho era posible sin contacto alguno con la
realidad circundante.[2]
Es con Julio B. J. Maier que se trata de dar
un nuevo enfoque a nuestra materia, para hacerla tomar mayor contacto con la
realidad del funcionamiento del derecho penal, o sea: con la política criminal.
En esa misma línea, Alberto Binder aparece como uno de los más preocupados en
que el saber teórico de los juristas se pueda plasmar en una praxis política al
servicio de modificar la realidad imperante en el sistema penal. Lo cierto es
que, como veremos luego, la propia inquisición ha venido desarrollando cursos
de política criminal, utilizando al procedimiento penal como un instrumento
autoritario para conseguir sus fines; ergo, todos los que se han metido de una
u otra forma a reformar códigos procesales penales, lo que han hecho es
introducir modificaciones en función de la política criminal que querían
concretar. Lo que sucede es que en el arduo proceso enseñanza- aprendizaje,
costó mucho tiempo llegar a entender estos contactos entre distintos saberes,
donde el sociológico –como viene ocurriendo- toma el dominio discursivo para
someter al jurídico. Ello -pese a las difíciles relaciones entre la teoría y la
práctica-, viene siendo motivo de análisis y preocupación desde la Ilustración
hasta nuestros días.
Considerando que desde siempre la política
se ocupó de generar sistemas jurídicos al diseñar las leyes y los códigos,
parece imprescindible que los juristas
se ocupen de ella, sobre todo cuando sus operadores recibirán aportes teóricos
que les permitirá lograr mayor coherencia racional a sus productos. De ello se
trata: de ingresar en el estudio de cómo la práctica política viene tratando de
resolver problemas que se presentan en la vida social, con nuestro aporte desde
la teoría jurídica, que no por ello deja de ser fundamentalmente crítica.
Veamos entonces algunos conceptos de la
política criminal, para luego analizar dónde aceptamos que ejerza su
influencia y dónde nos parece inconveniente su intromisión, porque se
desvirtúan garantías constitucionales que deben prevalecer.
1.1. La Política Criminal.
Es posible considerar a la política criminal como la actitud que adopta
el Estado frente a determinadas conductas, cuya gravedad provoca alarma social,
para decidir sobre la tutela de los bienes afectados por ellas y en
consecuencia qué sendero se sigue para efectivizarla.[3]
Por cierto, no es cualquier actitud, sino fundamentalmente una actitud de
poder, un ejercicio del poder penal: aquél que le permite encerrar a una
persona, multarla o inhabilitarla para determinada actividad y secuestrar sus
bienes e incluso hasta decomisarlos.
Como
señala Alberto Binder, no es una ciencia, sino simplemente “política”: un
ejercicio del poder que forma parte de la política general del Estado, al igual
que la política económica, educativa, internacional, etc. Dice este autor que
la política criminal conforma un sector de la realidad que tiene que ver con
cuatro conceptos básicos: el conflicto, el poder, la violencia y el Estado[4].-
Por eso es considerada como una praxis que, desde el poder, se ejerce para
solucionar graves problemas generados en la co-existencia, dando la
respuesta que el derecho penal puede brindar, o sea: la represión, como una de
las violencias legitimadas para el Estado. Un ejemplo lo constituye la
selección de hechos punibles, tanto para crear delitos como para derogarlos
(así ocurrió con el desacato y el adulterio); otro ejemplo lo encontramos en la
disminución o aumento de las escalas penales en los tipos delictivos.
La denominación “política criminal” no
parece muy adecuada y sería preferible llamarla “política penal”[5],
aunque de esto no pretendemos realizar ningún cuestionamiento especial, pues
pensamos que esta voz ya ha adquirido un muy importante y difundido valor
comunicacional así aceptado por la gran mayoría de los interlocutores.
Actualmente y desde un enfoque que
compartimos, la principal crítica que se le formula se refiere a la
consideración de que la represión sea la solución al problema del crecimiento
de la criminalidad; asistimos a una suerte de inflación penal, producto
del error consistente en creer que el derecho penal puede ser la solución,
cuando muchas veces su aplicación es iatrogénica. La represión penal es la
última respuesta que el Estado puede ofrecer, frente a graves conductas que
causan realmente una gran alarma social y cuando han fracasado todas las otras
políticas que debieron atacar las causas que llevaron a la comisión de tales
hechos[6].
En realidad, la política criminal nació como
una escuela pretendidamente científica de principios del siglo pasado, que tuvo
su principal exponente en Franz Von Liszt. Para ella la criminología, es decir
el estudio del delincuente y sus causas, guiaba al gobernante en la lucha
contra el delito, pero siempre hasta el límite que se lo permitía el derecho
penal. Por ello se decía que la política criminal defendía a la sociedad; y en
cambio el derecho penal, al delincuente. La escuela surge entonces para
enfrentar a un dogmatismo positivista, cuya fuerza era innegable para la época
y que además se constituía en un sistema cerrado de verdades absolutas.[7]
Política criminal y derecho penal estaban
entonces en permanente contradicción, pero siempre en el ámbito científico.
Posteriormente se deja de lado esa concepción academicista y se pasa a utilizar
a la política criminal – como su nombre lo indica- y como hemos señalado en el
punto anterior, como parte de la política general que se ejerce desde el
Estado; como la práctica que implica el ejercicio del poder penal.
Esa concepción que se viene utilizando en la
actualidad, no supone la desaparición de las contradicciones entre las
formulaciones del derecho penal, del derecho procesal penal y los postulados
que se pretenden llevar adelante por parte de una política criminal. Julio B. J. Maier, al sostener que desde el
punto de vista político el problema es único, alcanzando a sus miembros el
derecho penal, procesal penal y la ejecución penal, le otorga a la política
criminal una dimensión totalizadora de todo el sistema penal, que nos parece
incoherente en la teoría y confusa en la práctica.[8] Para nuestro punto de vista, no hay un problema
sino varios; pero la política criminal sólo se ocupará de algunos, pues hay
otros -como lo atinente a la estructuración del proceso reclamado por la
Constitución Nacional-, donde se respetarán los principios políticos de la
República que por supuesto trascienden lo estrictamente penal. Precisamente esa
incoherencia teórica y esa confusión práctica, nos ha llevado durante muchos
años a la construcción de un sistema procedimental penal inquisitivo contrario
a los postulados constitucionales. Las contradicciones deben desaparecer cuando
aparece la Constitución Nacional, como la sintetizadora de todos los principios
políticos en juego. Claro que para ello debe estar internalizado el valor
constitucional, de modo que sea respetado por todos.
Por otra parte, es correcto reconocer una
evolución en la dogmática jurídico-penal que ha intentado provocar la
desaparición de tal contradicción. En efecto, modernamente la dogmática ha
receptado corrientes jurídicas como el finalismo e incluso el propio
causalismo, abiertas a la permanente reflexión y comparación entre la norma y
la realidad. Así, finalidades no discutidas antes como retribucionistas en la
prevención especial o general de la pena, han sido objeto de puesta en crisis
por aportes de la sociología, la antropología y la psicología. Ello ha llevado
a intentar una nueva concepción de la pena y sus fines, que indudablemente
provocan en la dogmática una visión más integradora, con el objeto de volver a
la solución del conflicto y no a su agravamiento.
Además y sin perjuicio de lo antes expuesto,
grandes juristas sostienen una interesante discusión sobre la legitimación del
sistema penal[9].
Sin embargo, somos escépticos en ver al derecho penal con fines distintos a los
tradicionales. Desde nuestro punto de vista el derecho penal no puede
solucionar conflictos, porque hace a su esencia el punir, el castigar. Ello no
significa que no debamos esforzarnos por modificar este derecho penal, en tanto
y en cuanto no guarda proporción entre sus penas y las conductas que castiga.
Es imprescindible reformar el derecho penal cuando se advierte que el Estado no
tiene fundamentación ética para reprimir a quienes por sus carencias sociales,
económicas, culturales, etc., son más vulnerables y no tienen capacidad de
optar para evitar caer en el delito.
En realidad, como luego veremos, es
necesario pensar en la solución de conflictos en lugar de recurrir a la
represión; pero, en tal caso, el ámbito donde puede encontrarse el marco
adecuado no es el del derecho penal, que sólo debe aparecer cuando ha fracasado
toda otra alternativa previamente
ensayada.
1.2. Fines.
Dos son las finalidades que se le adjudican
a la política criminal: una retrospectiva -o de tipo histórico-, que sirve para
el estudio del pasado represivo de un Estado a fin de poder conocer las
motivaciones que originaron la legislación penal en un momento dado. Otra,
prospectiva: esto es, tendiente a proponer la reforma del sistema penal sobre
la base de la observación empírica que anticipa sus resultados. Esta última
recurre frecuentemente al derecho comparado.
Desde nuestro punto de vista, la finalidad
de la política criminal es una sola. No puede ser distinta ni incompatible con
los fines de la política general, que persigue el bien común con todo lo que
tal concepto encierra, superador del de bienestar general. En consecuencia, a
veces habrá necesidad de hacer análisis retrospectivos y otras, prospectivos;
dependerá ello de la conducta que se pretenda valorar o controlar. Si desde la
política general se quiere coadyuvar a la coexistencia para que los miembros de
la comunidad puedan lograr su realización como personas, se les debe brindar la
posibilidad de contar con los bienes necesarios a tales fines. Por lo tanto
deberán implementarse políticas para proteger esos bienes y permitir el acceso
generalizado a su disfrute. Lo que sucede es que esa protección no siempre debe
provenir de la represión punitiva. Para quienes pensamos en una mínima
intervención del derecho penal, la política criminal debe ser la última
respuesta a utilizar frente al avasallamiento de determinados bienes
considerados selectivamente como imprescindibles y por lo tanto, dignos de
merecer protección penal.
Pero aquí no queda agotada la finalidad de
la política criminal -como sería el diseño de propuestas de conductas que
pasarían a ser típicas-, sino que va más allá: tiene también como finalidad la
determinación lógica y empíricamente comprobable de que, con la represión, se
evitará la futura afectación de otros
bienes similares. Una política criminal seria, que no se despreocupe de la
cuestión penal, no debe reprimir por reprimir. Queremos decir que la represión,
si bien implica un reconocimiento tácito del fracaso en otra área de la
política, no debe agravar el conflicto; no debe aumentar las potenciales
posibilidades de reiterarse en la conducta prohibida.
Por lo tanto, el asunto de los fines
de la política criminal, debe atender igualmente la temática de la ejecución
penal, en orden a que, ya decidida la persecución, aquélla no puede
despreocuparse del cumplimiento de la pena.
Modernamente, la política criminal se
orienta a limitar los perjuicios sociales que resultan de la lucha contra la
criminalidad; por ejemplo, se intenta ampliar el sistema punitivo con medidas
ambulatorias, se admite la extinción de la acción cuando se atiende a la víctima,
se suspende el juicio a prueba, etc.-[10]
1.3. Los
límites que fija nuestra Constitución Nacional a la política criminal.
Las líneas directrices que van a limitar
cualquier política criminal argentina se encuentran plasmadas en nuestra Carta
Magna, como no podía ser de otra manera.
Empecemos por la prohibición que impone al
Presidente de la Nación en cuanto al ejercicio de funciones judiciales (C.N.
art. 109), consecuencia directa de la división de poderes que instala nuestra
República. Interpretando correctamente este dispositivo, queda claro que el
Poder Ejecutivo no puede de ninguna manera incidir políticamente en las causas
judiciales que se encuentren en trámite.
A esta clara prohibición, necesaria frente a
los antecedentes en nuestra historia -donde el gobernador que ejercía la “suma
del poder público” asumía con ello la decisión de causas judiciales[11]-,
se agrega la garantía de inviolabilidad de
la defensa en juicio, contenida en el art. 18.
Además, nuestro sistema de derecho ha
instaurado constitucionalmente el principio de legalidad o reserva. Gracias a
él, todos deberíamos poder saber de antemano qué conductas nos están
prohibidas. De esa forma, se intenta proporcionar al hombre -habitante de
nuestra Nación-, la seguridad jurídica necesaria para la coexistencia. Dicho
principio, que limita la injerencia del Estado en la vida de las personas, es
de aplicación para todo el sistema jurídico; y desde el punto de vista estricto
de la represión, implica el establecimiento de un derecho penal cuyo fin sea la
tutela de bienes jurídicos que se suponen indispensables para la convivencia.
Queda claro, por lo tanto, que nuestra
Constitución Nacional consagra un Estado limitado en su accionar respecto de
las conductas de quienes lo habitan y por ende, respetuoso del ámbito de
libertad del que gozamos. Es decir, la Constitución es totalmente respetuosa de
la esencia del hombre, al que coloca por encima del Estado, reconociendo su
autonomía ética y su responsabilidad para decidir; sienta así las bases para la fundamentación antropológica de todo
el sistema jurídico y en particular, del derecho penal. De allí que digamos que
un derecho penal que pretenda fundarse antropológicamente, debe partir de un
derecho penal de acto, asentado en el
principio de culpabilidad.[12]
Por otra parte, la Constitución Nacional
también se refiere a la ejecución penitenciaria, dando las directrices de una
política criminal para el cumplimiento de los fines de la pena. Pareciera que
de la última parte del art. 18 surge el fin de seguridad que la norma
constitucional le otorga a las penas privativas de libertad, complementándose
entonces con la exigencia implícita del art. 19, que establece que el derecho
penal debe asegurar bienes jurídicos y no valores morales.
Con la incorporación de los Tratados
Internacionales de Derechos Humanos, se refuerza esta concepción de la pena
como medio[13].
En
cuanto al segmento del procedimiento penal, así como no dudamos que integra el
sistema penal, no nos parece lógico que la estructura del proceso entendido
como debate con determinadas características, sea dominada por la práctica de
la política criminal. He aquí nuestra discrepancia con quienes desde una visión muy totalizadora, ven a
todo el derecho procesal penal como un instrumento de la política criminal.
Desde nuestro punto de vista -que intentaremos desarrollar aquí-, la
categoría juicio como sinónimo de proceso, no puede seguir
lineamientos de política criminal, ya que en todo caso hace a la gran política
republicana, que debe presidir cualquier pleito sea de la materia que fuere.
Precisamente a la inquisición no le
interesaba esta distinción y por eso en su política autoritaria de represión,
utilizaba a todo el procedimiento penal para hacerlo funcional a sus designios.
Es claro que la inquisición manejaba criterios de verdad absolutos y no podía
suponer que pudiera ejercer el poder penal contra inocentes: lo hacía contra criminales,
contra los delincuentes, así categorizados apriorísticamente.
Aquí aparece un problema que no estaba
presente en las elucubraciones teóricas de los penalistas: ni en la teoría del
delito, ni en la teoría de la pena, aparece el drama de la verdad como se
presenta cuando se pretende aplicar una teoría procesal[14].
Una política criminal que decide el máximo
de represión posible para los secuestradores o que pone en primer término a los
ilícitos tributarios, en principio no ofrece reparos más allá de la discusión
sobre los valores que se pretenden proteger. Son decisiones que se adoptan en
el ámbito de una total abstracción. Pero cuando se trata de decidir que Juan o
Pedro son los secuestradores o los evasores, el tema cambia totalmente.
El método que se va a utilizar para
garantizar que realmente se reprima a los autores de los delitos, no puede
responder a criterios de política criminal, sino a una política de garantías
procesales que son las mismas que estarán presentes en un juicio de desalojo,
en un divorcio contencioso, en un despido laboral injustificado y demás
litigios que se presenten en Tribunales. Que el secuestro extorsivo deba
merecer pena es una cuestión resuelta en forma abstracta, por la política
criminal; pero que Juan sea condenado como autor del delito, será la
consecuencia del tránsito por un procedimiento, que en su estructura teórica no
admite la intromisión de otra política que aquella de neto corte garantista que
protege a los imputados-demandados. Esta es precisamente la materia del derecho
procesal penal, que –insistimos- si bien integra como veremos luego, el sistema
penal, tiene estructuras programáticas que se encuentran a cubierto de
cualquier influencia de la política criminal. Ello no quita, tal como lo
explicitaremos luego, que existan puntos de contactos importantes donde la
política criminal sea la que marque sus objetivos. Tal como ocurrirá en todo lo
atinente al ejercicio de la pretensión punitiva por parte del Ministerio
Público Fiscal o de la víctima, en los casos en que se le permite intervenir
como acusadora.
Una fundamental diferencia que mantenemos
con el pensamiento tradicional de la doctrina procesal penal[15],
consiste en entender a los derechos y garantías que se le brindan al imputado
como un valor relativo, nunca absoluto. Derechos, por lo tanto, que pueden o no
ser ejercidos. De manera que si en la Constitución una directriz de la política
criminal implica que antes de aplicar la pena se deberá dictar una sentencia,
ésta tendrá lugar como consecuencia de la realización de un juicio porque el
imputado así lo quiere para ejercer su defensa, o por el acuerdo de partes que
supera la contradicción. También podrá haber sentencia en un juicio en
ausencia, como luego lo veremos al criticar la imposibilidad de condenar a un
rebelde[16]
Esta es otra hipótesis donde el imputado renuncia a defenderse, no quiere usar
al juicio como método para contradecir la acusación. Prefiere darse a la fuga.
A estas conclusiones arribamos luego de
revisar los conceptos que se enuncian en el texto constitucional del art. 18:
en efecto, la Constitución Nacional impone que nadie puede ser penado sin juicio
previo; concepto éste que debemos entender como equivalente, como sinónimo
de sentencia o, dicho de otro modo, que no puede haber pena sin sentencia
que la imponga. Recordemos que el redactor de la Constitución, Benjamín
Gorostiaga, acudió al uso del concepto de juicio (“previo”), para no incurrir
en la cacofonía que implicaba reiterar la utilización del término proceso,
que finalmente usa (“anterior al hecho del”). Obviamente, a toda sentencia la
precederá un procedimiento, que no necesariamente será un juicio, en el
sentido que nosotros le damos, es decir: como método dialéctico-contradictorio,
de dos partes frente a un tercero. Si el imputado confiesa y se allana con
todas las garantías a la pretensión del actor, no habrá juicio, pero sí sentencia.
El poder penal se realiza mediante una actividad que cumplirá el poder judicial
y que se concretará siempre en una sentencia donde se lo declare culpable para
imponerle la pena.
Las garantías del debido proceso y su
contracara, la inviolabilidad de la defensa, así como la prohibición del
juzgamiento por comisiones especiales -dando vigencia a la garantía del juez
natural-, son directivas ajenas a la política criminal. En todo caso, son
garantías constitucionales que obedecen a lo que llamamos la alta política republicana.
Precisamente, este juez natural es el tercero imparcial, impartial e
independiente del que habla la doctrina procesal a la que nosotros adherimos[17];
de ninguna manera lo es el juez de instrucción de nuestros sistemas -viejo
resabio del inquisidor medieval al servicio de la defensa de la fe-[18],
ni tampoco lo es el tribunal que de oficio trae las pruebas que debieron
ofrecer las partes. Es en estos tribunales donde se nota la influencia nefasta
de la política criminal autoritaria, no querida por nuestra Constitución.
Otro principio de la concepción republicana
y democrática de nuestro régimen y que se encuentra inserto en la Constitución,
es la prohibición de que se obligue al imputado a declarar en su contra, es
decir, que se debe respetar su silencio. Con esta línea de alta política, se le
pone límite a cualquier política criminal que pretenda la condena de un
imputado que se niega a confesar su delito. Se
infiere aquí claramente el alto precio a pagar en el estado de derecho
para conseguir la condena del imputado; es decir, que el gran desafío del
estado de derecho consiste en obtener la prueba de cargo al margen del discurso
del imputado[19].
No estamos de acuerdo en considerar que sea
un resorte de política criminal el fijarle un plazo de duración máxima a la
prisión preventiva: cuando en la Constitución Nacional se incorpora la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, se consignó que toda persona tiene
derecho a ser juzgada en un plazo razonable, o a ser puesto en libertad, sin
perjuicio de la prosecución de la causa. Siguiendo este lineamiento, se
encuentra la ley Nº 24.390 que fija un límite a la duración de la prisión
preventiva. Este dispositivo limitador de la prisión preventiva no puede de
ninguna manera responder a criterios políticos criminales, porque es un
contrasentido recurrir a una medida que solamente es admitida como cautelar,
para que sea de utilidad a los fines represivos. El ponerle límite es,
entonces, un modo de fijar su naturaleza cautelar, al servicio de los fines
procesales anejos al ejercicio de la acción en el proceso. Precisamente una
mala utilización de institutos procedimentales por parte de determinada
política criminal -hoy todavía lamentablemente vigente en algunos ámbitos-, ha
llevado durante muchísimo tiempo al fenómeno de prisonización que,
desnaturalizando la finalidad cautelar, ha convertido a la prisión preventiva
en una pena anticipada, sin sentencia que la convalide[20].
Otro tema que pretende vincularse con la
política criminal, es el relacionado con el derecho a impugnar las decisiones
que el Tribunal pueda dictar en contra del imputado. Como consecuencia de ello,
hay que admitir que el Fiscal no puede ejercer el mismo derecho sin vulnerar el
principio de única persecución penal o "non bis in idem"[21].
Esta cuestión, que importa la necesidad de una doble conformidad para que se
pueda aplicar la pena pública estatal, requiere siempre el ejercicio del
derecho por parte del imputado condenado, de manera que queda de resalto el
carácter relativo que -como aludimos- tienen los derechos constitucionales en
cabeza del beneficiado. El Estado puede poner en situación de riesgo para
llegar a condenar, una sola vez. Si resultara sentenciado, el condenado
tendrá derecho a que su sentencia sea revisada por otro Tribunal. Ello hace a
la alta política republicana y de ninguna manera es una cuestión inherente a la
política criminal. En todo caso, si la política criminal es el ámbito donde la
praxis ejerce el poder penal, esta sería la prohibición de que ejerza su
influencia; por eso hay que negar la posibilidad de seguir insistiendo en la
persecución penal[22].
Finalmente en esta introducción y siempre en
el plano normativo, cabe destacar que en la Constitución Nacional se adhiere
implícitamente a un sistema acusatorio, desde que, programáticamente, se manda
a establecer el juicio por jurados.[23]
Nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación lo ha dicho expresamente en el
conocido fallo Casal[24].
Pese
a todo lo expuesto, no tenemos un país que viva plenamente en un Estado de
Derecho, porque a la par que existen normas en su Constitución Nacional y en
las Provinciales que así lo describen, la realidad nos muestra una sociedad con
una clase dirigente fuertemente autoritaria y antidemocrática en muchos
aspectos. Es que todos tenemos aprehendida por internalizada -en mayor o menor
medida-, una cultura autoritaria y paternalista que nos viene por herencia de
la época en que constituíamos una colonia española; así se explica que pese al
ideal de Juan Bautista Alberdi y tantos otros que intentaron construir un país
siguiendo un modelo liberal -en el sentido limitativo del poder de la autoridad
en beneficio de la libertad del hombre-, tengamos un pueblo conforme con el
"establecimiento" de un Estado policial que se fortalece para disciplinar
a criollos e inmigrantes; un país donde los golpes de Estado -en el siglo
pasado- se sucedieron en muchos casos, con la adhesión mayoritaria de la
población; donde la policía como institución verticalmente considerada y
designada por el Poder Ejecutivo, se constituye en el brazo armado de quien
manda para servir a sus designios de impunidad y, al mismo tiempo, es un foco
fértil para la corrupción de sus integrantes[25];
donde el Poder Judicial -constituido exclusiva y excluyentemente por abogados[26]-,
lejos de ser una institución republicana, sigue siendo de tipo monárquica, ya
que sus miembros participan en la designación de sus reemplazantes (al formar
parte del Consejo de la Magistratura[27]);
donde -para enunciar otro ejemplo-, el Ministerio Público Fiscal que se supone
representa al pueblo, está directamente vinculado al poder político o se lo
ubica dentro del poder judicial, o (como en la última reforma constitucional
nacional), se lo inserta como una suerte de cuarto poder, pero tan
burocrático como antes. Es decir que el pueblo no tiene ninguna participación
en la elección de sus policías, ni de sus jueces, ni de sus fiscales.[28]
A
este panorama se agrega, en la hora actual, la profunda crisis de los partidos
políticos que deberían constituirse en la columna vertebral del sistema
democrático.
Como nos ocupamos de anticipar, ya se advierte lo que Alfredo Vélez
Mariconde[29],
consideró como un verdadero divorcio ideológico entre nuestra
Constitución Nacional y nuestro derecho procesal penal, lo cual encuentra
explicación a poco que se estudien sus antecedentes históricos. En realidad no
es muy feliz la metafórica comparación, porque para que exista un divorcio -y
siguiendo con la metáfora- previamente debió existir una unión matrimonial;
pero si repasamos la historia del derecho procesal en nuestro país, jamás las
ideas garantistas que culminan iluminando al texto constitucional, se unieron
al procedimiento que rigiera para perseguir penalmente según el modelo
inquisitivo heredado de España; por eso pensamos que apenas hubo un “noviazgo”
algo formal pero que nunca llegó a consumarse en matrimonio, en referencia al
intento de Sarmiento al enviar al Congreso un proyecto de juicio por jurados.
1.4. La utilización del procedimiento penal con fines de política
criminal.
Como venimos señalando, la circunstancia que el derecho procesal penal
tenga una importante relación con el derecho penal y con el derecho
penitenciario, no significa que la política criminal domine todo el ámbito de
su operatividad, como lo proponen algunos autores que venimos citando. Habrá
aspectos relacionados con el ejercicio de la acción, donde obviamente la
política criminal ejercerá su influencia, pero en lo que hace a la estructura
misma del juicio no puede depender de ella, ni recibir su influencia.
Es por todos conocidos que nuestro sistema federal organiza
procedimientos de persecución penal, tanto a nivel nacional como provincial. En
consecuencia si se acepta que es una facultad reservada a las provincias dictar
las normas procesales, coexisten distintos sistemas en la medida en que cada
provincia ha estructurado el suyo, sin una unificación legislativa al respecto.
Por lo tanto, pareciera que la política criminal también es patrimonio
de los estados provinciales y de ello no cabe dudar en lo que refiere a la
represión de conductas, que sin llegar a la categoría de delitos, son
consideradas faltas o infracciones menores, integradoras del derecho penal en
sentido amplio, desde que se caracterizan por contener sanciones similares.
Ahora bien, cuando las provincias pretenden
utilizar al procedimiento penal con fines represivos, es decir, para conseguir
mediante él reducir la tasa de criminalidad, cometen un triple error. El
primero porque, como ya lo anticipáramos, la reducción de la criminalidad no
pasa por aumentos de niveles de represión, sino por atacar las causas que
provocan las conductas delictivas. Segundo, porque -en todo caso y aunque para
nosotros equivocado-, tal objetivo pertenece al orden nacional. Y tercero,
porque como veremos, no es aceptable que la represión se pueda conseguir
mediante el procedimiento, ya que ello desnaturaliza sus fines. Ejemplo de lo
dicho lo constituye todo el espectro de normas referidas a la excarcelación y
sus obstáculos. Que la política criminal provincial utilice a estas
instituciones, no significa que se encuentre autorizada a hacerlo, sino la
demostración de una patología que conduce a desnaturalizar los fines
procedimentales.
El problema, reconocido por todos pero sin
respuestas para resolverlo, consiste básicamente en que ocurrido un hecho con
apariencia de delito, y aunque las pruebas sean colectadas rápidamente, la
sentencia recién se dictará muchos años después. Esa realidad provocada por una
deficiente estructura judicial y por el colapso que genera pretender el
ejercicio ideal del principio de legalidad
-que manda perseguir a todos-, ha llevado a que desde la política se
implementen “soluciones” que conducen a situaciones no queridas por el programa
constitucional. Desvirtúan a la República, ya que la convierten en un escenario
donde la mayoría de los presos se encuentran en prisión preventiva y una
minoría cumpliendo la pena, cuando debería ser exactamente al revés.
¿Qué ha pasado? Probablemente el crecimiento
de los índices delictivos ha superado la movilidad institucional de un Poder
Judicial que no ha estado a la altura de las circunstancias. Al mismo tiempo,
la influencia notable que ejercen los medios de comunicación, exige al
gobernante implementar “soluciones” que por ser de política criminal, se
desubican desatendiendo los principios de la alta política a la que venimos
refiriendo. Como consecuencia de ello, cuando la política criminal utiliza
mecanismos al servicio de una estructura procesal para perseguir sus fines
represivos, los desnaturaliza.
Algunos medios de comunicación, nos
presentan una “realidad” violenta e insegura, donde sin ninguna responsabilidad
periodística se vuelcan hechos con apariencia delictiva presentando al
“ladrón”, al “homicida”, al “violador”. Es que la comunicación social no sabe
de ficciones y se erige muchas veces en un tribunal paralelo, que al mismo
tiempo critica el funcionamiento institucional del sistema. Ello genera un
descreimiento en el funcionamiento de un Poder Judicial, que hasta hace no
muchos años, gozaba de una “fe ciega” similar a la religiosa, lo que tampoco era bueno ya que se perdía de
vista la esencia política del ejercicio del poder. Los formadores de opinión
van generando un reclamo de soluciones, que obtiene como respuesta de algunos
gobernantes el recurso punitivo cada vez más severo, selectivo y
estigmatizante. Atacando a “los delincuentes” como enemigos de la sociedad, no
advirtiendo que en realidad son sus emergentes, sus síntomas. Así, bajo la
impronta de la urgencia, se recurre al procedimiento penal, para cumplir fines
represivos, con la clara violación de las garantías constitucionales.
En la historia argentina se conocen casos
donde se decidió a nivel provincial que determinados delitos no sean
excarcelables. Así, en Mendoza, hubo una época donde el librador de cheque sin
fondos no merecía la posibilidad de transitar en libertad su proceso. En Santa
Fe ocurrió algo similar con el hurto calificado de ganado. Como no podía ser de
otro modo, la jurisprudencia terminó descalificando por inconstitucional tales
normas, que luego fueron derogadas.
Sin embargo, veremos que tal intención
persiste en muchos proyectos y legislaciones vigentes cuando impiden el derecho
a la libertad durante el procedimiento, porque presumen que el imputado
continuará su actividad delictiva en función de sus antecedentes.
La principal utilización del procedimiento
penal con fines de política criminal, la enarbolan quienes ven en la figura del
Juez penal, al encargado de terminar con la delincuencia; pero mejor digamos:
terminar con la delincuencia en la cárcel. Se trata de reprimir
aplicando, desde un primer momento y lo antes posible, el encarcelamiento que
impide al hombre -a ese sujeto que ya se lo considera como un delincuente-, que
persista, que se reitere en su peligrosa actividad. Son evidentes tales
posturas en quienes piensan a la sociedad como un ente, que debe ser defendida
del ataque de los delincuentes. Es el caso del Dr. Ricardo Levene (h) quien se
asumió en su momento como partidario de la doctrina de la "defensa
social".[30]
En esa línea de pensamiento se entiende y justifica la amplitud de
poderes que tienen los jueces, tanto de instrucción como los presidentes de
tribunales de juicio oral. Son concentraciones de poder, similares a las que
existían en la inquisición medioeval, aunque con distintas finalidades. Allí,
supuestamente se defendía la fe[31],
aquí se defiende el "establecimiento" de un Estado policial,
imprescindible para el cumplimiento de los designios de una política
autoritaria al servicio de un plan económico determinado. Advertimos que el
sistema penal reconoce como clientes fundamentales a sectores marginales de la
sociedad, que no han recibido las mismas oportunidades que otros de clase media
y alta. Todo el esfuerzo y la mayor preocupación de los políticos se concentra
en el problema de la criminalidad violenta, traducida en los delitos de robos,
violaciones, secuestros extorsivos y homicidios. Mientras tanto, otros sectores
sociales permanecen impunes, cuando sin embargo afectan importantes intereses
comunitarios, como ocurre con la evasión impositiva.
Probablemente otra sería la cuestión, si los políticos decidieran variar
la política criminal, para reprimir conductas cometidas por personas que
pertenecen a su misma clase social. Seguramente no dudarían en reconocer todas
las garantías que ofrece la Constitución Nacional, hoy ausentes para los
delincuentes que pueblan nuestras cárceles.
La utilización de criterios de verdad absoluta, cuyo dominio mantienen
esos jueces que concentran poder tanto para buscarla (“a la verdad real”) como
para decidir en consecuencia, puede conducir a graves injusticias. Por falta de
control en ese ejercicio de poder, este sistema tiene mayores posibilidades de
llevar a inocentes a que sufran un encarcelamiento preventivo de por sí,
injusto. A la hora de la sentencia, esta situación de prisonización -que para
colmo suele llevar un tiempo considerable-, incidirá indudablemente en el ánimo
del juez, quien tendrá que ser muy valiente para asumir que corresponde
absolver y disponer la libertad de quien fuera estigmatizado por el sistema
como culpable de un grave delito.
Digamos finalmente
que nuestra visión no cambia porque desde el poder se modifiquen mecanismos
excarcelatorios en beneficio de los imputados; aún cuando se implementen alternativas a la prisión
preventiva para evitar el mal de la prisonización, de ninguna manera es
tolerable en nuestra concepción teórica que se utilice a la política criminal
en estos casos. En realidad, lo que ocurre es que con ello se hace desaparecer
en la práctica, una de las consecuencias más terribles e inaceptables que
supone el adelanto de una pena todavía no dictada; pero no es suficiente. Si
tales medidas se adoptan por razones de política criminal que las aconsejan,
seguimos en las contradicciones teóricas que nos negamos a aceptar. Incluso
ello se advierte en las tensiones existentes a nivel de interpretación
jurisprudencial sobre los obstáculos a la procedencia de la prisión preventiva.
No les corresponde a los jueces aplicar criterios de política criminal, a la
hora de decidir sobre la libertad de quien para el sistema es ficcionalmente
inocente. Tampoco le corresponde al legislador fijar topes iure et de iure para decidir quiénes quedan en prisión y quiénes
salen. En ambos casos, la política criminal -para bien o para mal-, se mete con
institutos que deben estar al servicio de una política procesal respetuosa del
paradigma del “debido proceso”.
2. La Teoría General del proceso.
Admitir la existencia de una teoría general del proceso supone partir de
que existen varios procesos que pueden ser explicados desde una teoría única.
Esta ha sido la posición de quienes, considerando diferencias puntuales entre
el proceso civil, el penal, administrativo o laboral, pretendieron con rigor
científico explicar las notas sustanciales que les son comunes. Principales
expositores de tal idea fueron Francesco Carnelutti, Giuseppe Chiovenda, Niceto
Alcalá Zamora y Castillo, y antes Oskar Von Bülow; claro que cada uno trabajó
una teoría con puntos de partida distintos, en cuanto a la naturaleza jurídica
del fenómeno proceso que constituye el objeto en estudio. Así, se habló de la
teoría de la relación jurídica (Oskar Von Bülow), de la situación jurídica
(James Goldsmichdt), y de la institución (Jaime Guasp).
Quien parte de una concepción única de
proceso, no puede sino estimar que para su explicación se necesita una teoría
que no tiene porqué adjetivarse como general. Simplemente la teoría del
proceso. Así Humberto Briseño Sierra[32]
desde Méjico, seguido en nuestro país por Adolfo Alvarado Velloso[33],
trabajaron un concepto de acción procesal -independientemente de su contenido-
desde una única teoría del proceso que sirve para explicar tal fenómeno.
2.1. Breve noción de proceso.
Como seguimos tal línea de pensamiento originada en el autor mejicano
citado, es posible conceptuar al proceso como un fenómeno único e irrepetible a
partir del concepto de acción; considerada ésta, como la única instancia, que
dirigida a un órgano del Estado -el Juez o Tribunal- es proyectiva; es
decir, se proyecta contra el imputado o demandado, para que venga a constituir
el proceso y tenga la posibilidad de contradecir. Así, el proceso es un método
de debate dialéctico y pacífico, imprescindible a la hora de la solución de
conflictos interpersonales.
Es importante destacar que el método utilizado para permitir conceptuar
al fenómeno “proceso” es el lógico de la cuantificación evidencial; es decir:
se parte del fenómeno en su realidad fáctica, con independencia de su tratamiento
normológico. Ello implica una postura muy distinta del jurista, que
tradicionalmente se alejó de la realidad para la estructuración de las normas.
Excepción hecha de nuestro maestro Werner Goldschmidt[34]
y de sus seguidores -entre quienes cabe destacar en nuestra materia al Profesor
Pedro Bertolino[35]
de Mercedes (provincia de Buenos Aires)- la formación del abogado proviene de
docentes que en general hacían del positivismo el único objeto de estudio. Lo
demás (la realidad y su valoración) pertenecía -según sus propios dichos- a la
sociología u otras disciplinas no jurídicas. Lo único que importaba eran las
normas.
2.2. Exigencia constitucional del debido proceso.
Como vimos, la Constitución Nacional impone el dictado ineludible de la sentencia
(juicio previo), antes de que funcione la coerción estatal para el
cumplimiento de una pena. También vimos que esa sentencia podía ser la
consecuencia de un debate contradictorio. Esa otra definición de juicio como
debate es, a nuestro entender, el que responde a la idea de proceso que
trabajamos; digamos que “juicio” y “proceso”, desde esa perspectiva, son
sinónimos.
Su indispensabilidad a nivel penal se encuentra en dos aspectos
fundamentales: el primero referido a que, como todo acto de gobierno, el sentenciar
debe ser la consecuencia de transparentes procedimientos que permitan su
objetivación, y tiene por finalidad llevar seguridad jurídica a la sociedad que
simplemente los observa.
Queremos decir que, mediante el juicio previo, se institucionaliza una
metodología de búsqueda de la verdad, a fin de intentar garantizar que el
inocente será absuelto y el culpable condenado. Ello porque el proceso o
juicio, permitirá el debate entre posiciones contradictorias, a fin de
convencer al juez de la verdad de sus afirmaciones, y la sentencia recogerá lo
ocurrido en él para devolver -tanto a las partes como a la comunidad-, un
veredicto que pretende aplicar la ley vigente.
En segundo término, el juicio previo es indispensable en materia penal
porque el derecho penal no puede realizarse sino en una sentencia que sea la
consecuencia de aquél. Ello cuando no se ha conseguido el consenso que dará
lugar a abreviar trámites y directamente dictarse la sentencia homologadora del
acuerdo partivo. Como fuere, en uno u otro caso; con contradicción o sin
ella, si por una decisión de política
criminal tenemos un derecho penal de acto, respetuoso del principio de
legalidad o reserva y de culpabilidad, la sentencia deberá no solamente decidir
sobre la existencia del hecho, sino también sobre su encuadre típico, y además
considerar culpable al imputado para -finalmente- en muchos casos, proceder a
individualizar la pena. Esto último se excepciona en los cuestionables casos de
prisión o reclusión perpetua. Es que de acuerdo a nuestro sistema penal, el
Juez debe decidir cuál es la pena que considera adecuada, entre un mínimo y un
máximo que se le fija como banda de flotación. Nunca podrá aplicar una pena
mayor a la reclamada por el actor penal.
Queda claro entonces que el juicio previo, como debate, es
imprescindible -por las razones apuntadas-, para la vigencia del derecho penal,
sea en un sentido incriminador o desincriminador. Ello no ocurre con las demás
ramas del derecho privado, que admiten su realización sin necesidad de
transitar ningún procedimiento judicial.
Finalmente y en orden a este tema, cabe insistir en nuestra posición que
considera siempre que la garantía del juicio previo lo es en favor del
imputado, quien podrá o no utilizarla. Decimos ello pese a la doctrina en la
materia, que mayoritariamente opina lo contrario. ¿Cómo es esto? Pues pensamos
que con la idea de proceso cuantificado, y partiendo de que las garantías
constitucionales tienen una finalidad clara en favor de la dignidad de la
persona, es perfectamente posible -y hasta comprensible-, que el imputado pueda
renunciarla. Un ejemplo de ello se encuentra cuando el imputado con su
declaración y las instrucciones que le da a su defensor, no provoque el
contradictorio, allanándose totalmente a la pretensión punitiva que se ejerce
en su contra. En tal caso, el confeso imputado no quiere el proceso previo,
íntegramente considerado con todas sus etapas, sino directamente acepta ser
condenado sin más trámite. O sea que acepta el juicio previo entendido éste
como sentencia, exclusivamente. Se elimina entonces toda la etapa probatoria,
ante el consenso logrado.
Por cierto, al superarse
la contradicción, no hay más proceso, porque desapareció
la bilateralidad que dialécticamente le da sentido y razón de ser. Es decir, se eliminó el conflicto
discursivo.
Tal situación, inconcebible hasta hace no mucho tiempo en nuestra
legislación y que sin embargo se vive en los Estados Unidos de América con
disposiciones constitucionales análogas, hoy está consagrado en el llamado
procedimiento abreviado que desde Córdoba viene intentando imponerse.[36]
Otro ejemplo que ya anticipamos de un imputado que no quiere el proceso,
es el caso del rebelde que conoce la existencia de una persecución penal contra
él. No incluimos al que ignora y por otras circunstancias no logra ser
anoticiado de la formación de una causa penal en su contra, sino que nos
referimos a quien, conociendo incluso el contenido de la acusación que
posibilita la apertura del juicio, adopta la otra postura extrema: se da a la
fuga; es decir: desaparece, sustrayéndose al proceso. Esa conducta constituye
una demostración clara de que no lo quiere, sea que se produzca aprovechándose
de una libertad provisional antes otorgada, sea cometiendo evasión delictiva.
Esta decisión no debería incidir en la suerte del juicio, el que debería
practicarse igual con la ausencia voluntaria del acusado, para permitir que el
actor penal pueda concretar eficazmente la demostración de la legitimidad de su
pretensión. Dicho de otro modo, la producción probatoria no puede depender de
la voluntad del sujeto acusado, quien en nuestro sistema procesal sigue siendo
premiado con la prescripción de la acción. Nunca vimos obstáculo constitucional
alguno a instalar el juicio en rebeldía en nuestro país.
2.3. Neutralidad del proceso respecto de la política criminal.
Aclarado el tema del concepto de proceso y de la política criminal,
parece evidente -y conviene insistir- que aquél no debe ser utilizado por ésta.
Que, a lo sumo, las grandes pautas de política criminal deben reconocer la
sumisión a un sistema de persecución penal, tal como hemos visto. Pero de allí
a admitir que se diseñe la estructura de un proceso en función de favorecer a
pautas de política criminal, hay una gran distancia imposible de salvar si se
pretende coherencia en el pensamiento analítico de estos temas. En efecto, el
proceso concebido tal como lo indicáramos, es neutro. No puede ni debe tomar
partido, tanto en favor como en contra de alguna de las partes que lo utilizan.
Es decir, simplemente se debe diseñar con los elementos teóricos que brinda el
derecho procesal, para asegurar un debate en igualdad de oportunidades
brindadas a las partes, y con la imparcialidad e impartialidad que se le exige
al juez. Toda vez que mediante el procedimiento -mal llamado proceso-, se
pretenda instrumentar una política represiva, se estará tomando partido
obviamente a favor de la llamada "defensa social", y en contra del
imputado a quien, lejos de presumir o considerar inocente, se considerará
culpable desde el principio. En estos casos, las garantías constitucionales
seguirán siendo enunciados hipócritas de una Constitución Nacional que
deliberadamente no se quiere respetar[37].
3. El derecho penal.
Aunque algunas aproximaciones ya venimos haciendo, parece necesario
profundizar un poco más en nuestra visión del derecho penal. Desde la
concepción que trabajamos, el derecho penal importa el instrumento de
realización más concreto de una política criminal determinada[38].
Es así que su estudio permite inferirla, y de allí determinar toda la ideología
que impera en el sistema gobernante.
Por ello es que frente a un derecho penal
como el vigente, que se nutre en toda la teoría de la defensa social, es
importante advertir las nuevas corrientes que consideran necesaria su
fundamentación antropológica. Es decir, un derecho penal que provenga del
hombre y esté a su servicio.[39]
Es que la concepción de la defensa social parte de considerar a la sociedad
como un ente superior a los individuos que la componen, y en defensa de ella se
cometen las atrocidades más tremendas que da cuenta la historia de la
humanidad. Así, desde el nazi - fascismo hasta la doctrina de la seguridad
nacional, la represión es siempre la excusa utilizada como el recurso que tiene
la sociedad para defenderse de supuestas agresiones en su contra. Obviamente,
ven al delincuente como un enemigo que pareciera no pertenecer a esa sociedad,
cuando en realidad es un emergente, y en general, una consecuencia de las
falencias estructurales que padece la interacción humana. Es por ello que en
especial la criminología crítica ha puesto en crisis toda esta concepción
exclusivamente retribucionista, y sin llegar a posturas utópicas como las
abolicionistas -que incluso a nuestro entender, como ya señalamos, llegan a ser
ingenuas- se plantea la necesidad de evitar el agravamiento del conflicto
mediante penas alternativas que superen a la prisión.[40]
La crisis del derecho penal parte de la crisis de la pena privativa de
libertad, ya que empíricamente se ha demostrado que importa una generación de
mayores conflictos que los que pretendía solucionar. Así, el derecho penal está
en nuestra época en una profunda revisión de sus contenidos, y hay una
tendencia que propone volver a la germana composición del litigio para atender
precisamente a la víctima del delito, antes que a la sociedad presuntamente
afectada. Claro que ese objetivo a conseguir no tiene porqué pertenecer al
derecho penal, que a nuestro criterio seguirá siendo la última respuesta que
como castigo (y nada más que castigo), aplicará el Estado en excepcionales
casos a determinar previamente.
El tema -insistimos- pasa por encontrar justificación ética a dicho
castigo, que debe ser proporcional a lo realizado y solamente aplicado a
quienes pudieron optar y eligieron por el delito. Como lo venimos señalando, no
por casualidad el tema de la pena es el menos trabajado por los doctrinarios
dedicados al derecho penal, que se han ocupado de la teoría del delito
olvidando nada menos que lo que justifica y brinda razón de ser a toda la
construcción teórica del derecho penal y procesal penal. Ese olvido -a veces
inconsciente- es un modo de defensa que el intelectual adopta frente a un tema
de difícil abordaje filosófico.
Nosotros preferimos seguir viendo al derecho -en general-, como un
instrumento para minimizar ese tremendo ejercicio de poder que supone mandar a
la cárcel a un hombre. Frente a la inevitable aplicación de una pena, pretendemos
que ese poder de penar ejercido ficcionalmente por el Estado, -pero realmente
por los jueces-, sea limitado, sea controlado, para que no se dispare con
arbitrariedades.
Es que la pena no es un
producto jurídico, no nace de la juridicidad, sino de la realidad fáctica del ejercicio del poder; entonces,
lo que corresponde es que el
derecho se ocupe de ella, pero para darle forma, para racionalizar su aplicación.
Lo jurídico se encuentra no en la pena en sí misma, sino en la
metodología que se aplica para su efectivización dando respuestas a las
preguntas: ¿qué se pena?, ¿a quién se pena?, ¿porqué se pena?, ¿cómo se pena?
En estas cuatro preguntas se resume todo el sistema de represión penal, que
como veremos abarca al derecho penal como al derecho procesal penal y al
derecho penitenciario, cada uno con sus respectivos marcos teóricos y
autonomías académicas.
3.1. El sistema penal y sus segmentos.
Aclarada entonces la relación íntima que
existe entre el derecho procesal penal y el derecho penal, pasemos al análisis
del sistema penal que es concebido de un modo amplio, como la
institucionalización de la represión a nivel de libertades, desde el Estado.[41]
Así, es posible analizar en primer lugar a
la cuestión penal, de una manera omnicomprensiva de todo tipo de represión.
Queda enmarcada entonces en la cuestión penal todo modo de afectación a la
libertad del hombre y no sólo mediante la pena contemplada en la figura penal.
Efectivamente, integrando esta cuestión, están todas aquellas instituciones
totales como manicomios, internados, reformatorios, cuarteles, [42]
es decir, aquellas instituciones donde el hombre cumple con todas sus funciones
vitales integralmente, y además es posible dudar de su voluntariedad para
permanecer en ellas.
Ahora, referido al sistema penal propiamente dicho, se lo concibe como
todo el aparato estatal dedicado a la persecución penal. Ya habíamos señalado
que, en definitiva, se trata del ejercicio de un poder del Estado, que implica
una cuota de violencia, con el objetivo de atender un conflicto.
En el sistema es posible advertir tres segmentos perfectamente
diferenciados: el primero, vinculado a la agencia policial que previene -en el
sentido que actúa inicialmente en esta etapa de persecución penal-[43];
así se estructuran normas reguladoras de la función policial como auxiliar de
la justicia, pero con una autonomía que lleva a dotarla de un poder sumamente
importante. La agencia policial es la más requerida y exigida por la sociedad a
fin de poner orden allí donde la conducta aparentemente delictiva tiene su
primera expresión. Paradójicamente, es también la más criticada por la misma
sociedad que exige de ella un alto nivel de represión eficaz. La agencia
policial depende del Poder Ejecutivo, es decir, del poder político por
excelencia, y tiene a su cargo la otra función administrativa relacionada con
la seguridad.
El segundo segmento, es el directamente referido al procedimiento en
sede judicial, que tiene como objetivo primordial llegar a una sentencia
condenatoria. Las agencias judiciales se componen con funcionarios del
Ministerio Público Fiscal y Magistrados, siendo estos últimos quienes también
cuentan -en general- con una gran dosis de poder represivo. Sin embargo, esta
organización es inoperante, entre otros motivos, por su alto nivel de
burocratización y además, por su escasa infraestructura en relación a la gran
cantidad de causas que debe atender, tal como lo venimos señalando.
El tercer segmento del sistema penal se ocupa de la ejecución de la pena
y, antes, del mantenimiento en prisión preventiva de los imputados. Se trata
del sistema penitenciario, y también de las alcaidías policiales. Como fuere,
los institutos penitenciarios dependen del poder ejecutivo y se encuentran
altamente militarizados, con establecimientos obsoletos en los cuales los
presos subsisten en condiciones infrahumanas.
Todo el sistema penal pretende -a través de sus tres segmentos-, la
aplicación del derecho penal mediante el derecho procesal penal como vehículo o
instrumento que permite su realización, para que -finalmente- el derecho
penitenciario se ocupe del supuesto cumplimiento de los fines de la pena. Es
así como en cada uno de los segmentos se advierte el intento de aplicar la
teoría del delito, del proceso, y de la pena. Como hemos intentado ya
anticipar, la realidad muestra una gran distancia entre los postulados teóricos
y la práctica del sistema.
3.2. Función del procedimiento penal para aplicar el derecho penal.
Decíamos precedentemente que el procedimiento penal era imprescindible a
fin de poder aplicar el derecho penal, y ello se explicaba por la naturaleza
misma de éste, además de la exigencia Constitucional de la sentencia previa.
Sin embargo, la doctrina tradicional ha desvirtuado el mero vehículo o
instrumento que debiera ser el procedimiento penal, para adjudicarle fines
distintos e incluso idealmente concebidos como posibles, desde un plano
institucional. Nos referimos al declamado objetivo inmediato del procedimiento
penal en la búsqueda de la verdad, a cuyo servicio se instrumenta un sistema de
alto poder en contra de las garantías individuales que la Constitución
consagra.
Modernamente, el procedimiento penal al servicio de la aplicación del
derecho penal, admite una cesura o desdoblamiento, a fin de tratar primero los
aspectos relacionados con la existencia del hecho y su categoría delictiva,
conjuntamente con la autoría y responsabilidad penal del imputado; para en otra
etapa, secundaria, analizar lo referente a la pena y su individualización. De
este modo, el procedimiento penal, en su primera etapa, haría abstracción de
todo lo vinculado a la personalidad del imputado y su historia, lo que sería
analizado recién en la segunda, para el caso de que ésta exista.
Es evidente que esta concepción de un procedimiento penal para distintos
temas a tratar se vincula con una concepción del derecho penal distinta a la
vigente.[44]
3.3. La pena como razón de ser del sistema.
Aunque pertenezca al derecho penal, por ser quien justifica la
existencia del proceso, el problema de la pena debe merecer algunas líneas más,
que se agregan a las reflexiones que señalábamos precedentemente. Es que
casualmente y como ya lo dijéramos, todo el sistema penal se estructura
vinculado a la pena, razón de ser tanto de la actividad estatal de persecución
penal, como de la misma construcción teórica del delito. Sería impensable todo
el sistema sin una pena que se amenace como consecuencia final de la
persecución.
Sin embargo, esta problemática es menos estudiada por los juristas,
quizás porque inconscientemente se dan cuenta que, como mero resultado del
ejercicio del poder, deja poco material teórico para el análisis. Pareciera que
en realidad la función del orden jurídico es limitar ese ejercicio de poder, es
brindarle un marco de razonabilidad para que la pena se aplique lo menos
posible y solamente cuando no haya más remedio. Sin perjuicio de ello, veamos
los aportes que la doctrina pretendió realizar respecto de los fines de la
pena.
A la pena se le adjudicaron -como sabemos- dos fines: uno de prevención
general y otro de prevención especial. La prevención general que pretende
operar como amenaza para toda la comunidad, a fin de evitar la comisión
delictiva, se encuentra en crisis desde que se ha demostrado empíricamente, que
quienes no ingresan al campo del delito, encuentran la causa de su obrar lícito
en una conducta amparada y sostenida en toda una cultura del “deber ser”,
internalizada desde su infancia. De modo que si mañana se derogara todo el
código penal, seguirían actuando del mismo modo que hasta ahora. Sin embargo es
posible ver funcionar este objetivo de prevención general en simples amenazas
por infracciones de tránsito: así, no se dejan autos mal estacionados cuando se
sabe a ciencia cierta que vendrá la grúa municipal y se llevará el vehículo,
con el adicional de una multa a pagar por su rescate. Otro ejemplo lo brindó en
su momento el aumento de los aportes por impuestos y jubilaciones a partir de
la existencia de una ley penal tributaria y previsional; por lo que se advierte
que en determinadas clases sociales opera cierta amenaza y en otras no surte
efecto; o, como se dijo, no tiene sentido, ya que no es ella la que determina
la abstención por el proceder delictivo.
Por otra parte, la crisis de la pena privativa de libertad demuestra que
la prevención especial tampoco se cumple. Es que si la única función de la pena
es evitar que el delincuente vuelva a cometer aquella conducta que mereció su
condena, es preciso replantearse seriamente la respuesta penal frente al
fenómeno de la reincidencia.
Este replanteo pasa por buscar penas alternativas a la prisión,
atendiendo la individualidad causal que llevó a la persona en su origen
delictivo a cometer aquella conducta, a fin de tratar su problema
personalizadamente y entonces intentar erradicar su etiología. A ello deberá
agregarse una revisión y reducción del catálogo de ilicitudes penales
contenidas en el código y en todas las leyes que contemplan delitos en
capítulos especiales.
4. Posibilidad de conectar al procedimiento penal tanto con la política
criminal como con la teoría del proceso.
Como intentamos reflejar en este primer
capítulo, nuestra posición busca conectar el estudio del derecho procesal penal
con la teoría del proceso y con las líneas señaladas desde el Estado, como la
política criminal.
Tal como ya vimos, esta última se vincula no
sólo con el derecho penal, sino también con algunos aspectos del procedimiento,
particularmente al ejercicio de la acción, para poder dar lugar a la sentencia
(producto del consenso o del juicio) que se
impone al Estado -ineludiblemente- para poder aplicar una pena.
4.1. La investigación previa.
Siguiendo entonces este análisis, vemos la necesidad de adecuar el
procedimiento que tenemos al modelo constitucional, que como ya lo analizáramos,
pretende un sistema acusatorio. En el mismo, quien tiene un rol protagonista
como representante de la sociedad no es el juez (quien debe pasar a ser un
verdadero tercero imparcial e impartial), sino el Fiscal. Éste, en su calidad
de actor, tendrá a su cargo la investigación previa. Reunirá todas las pruebas
necesarias que permitan sostener una acusación, preparándola para el momento
oportuno, en una completa analogía con lo que ocurre con el actor en los
procedimientos donde se discuten pretensiones de derecho privado. Dicha
investigación no integra el proceso (entendido como sinónimo de juicio
contradictorio), sino que lo antecede.
4.2. El ejercicio de la acción.
El ejercicio de la acción procesal con contenido punitivo se encuentra
legislado en el Código Penal, donde se distinguen las de ejercicio público de
las de ejercicio privado. Tradicionalmente se ha interpretado que las primeras,
a cargo del Ministerio Público Fiscal, se rigen por la regla de la legalidad u
oficiosidad en el ejercicio de la acción, por lo cual, siempre que se tenga
conocimiento de un hecho con apariencia delictiva, debería iniciarse de oficio
el procedimiento penal. Por el contrario, cuando el ejercicio de la acción es
delegado en el particular privado que alega su condición de víctima, la regla
que rige su ejercicio es el de la oportunidad más plena y sin ninguna
regulación normativa, ya que podrá utilizarse o no a criterio del propio
interesado. Hallamos aquí los principales puntos de conexión del derecho
procesal penal con la política criminal y la teoría del proceso.
Como el ejercicio público de la acción precede, e incluso origina el
fenómeno del proceso, ningún inconveniente habría en sostener su regulación
desde la política criminal. De este modo se vería siempre la oportunidad del
ejercicio de la acción, en la búsqueda de cumplir con las pautas de la política
criminal, para llevar al juicio a quienes se estiman como merecedores de la
punición. Y además evaluando las reales posibilidades de obtener una sentencia condenatoria,
en función no solamente de la prueba obtenida, sino fundamentalmente de la
estructura judicial que permita atender el número de causas que se le sometan a
examen.
Suspender su ejercicio, como ocurre con el instituto de la
"probation", es también una cuestión vinculada a la política
criminal, del mismo modo que su extinción, sea por los plazos de prescripción o
por alternativas contempladas especialmente (vgr.: el pago de lo adeudado al
organismo recaudador de impuestos o de previsión social para algunos delitos
contemplados en la ley penal tributaria 24.769).
Pensamos que las provincias, aunque históricamente
no se hayan ocupado del tema de regular el criterio de oportunidad para el
ejercicio público de la acción, ello sea un tema delegado a la Nación. Todo lo
contrario, ya que al formar parte del derecho procesal, les ha quedado reservado
para el ámbito de sus respectivas competencias. Las provincias pueden y deben
en sus sistemas procesales penales decidir los criterios que regirán el
ejercicio público de la acción procesal penal. Pero ello no significa que las
provincias puedan alterar la clasificación que el legislador nacional hizo en
el código penal, distinguiendo aquellos delitos, donde el ejercicio de la
pretensión punitiva es excepcionalmente privado[45].
Volveremos sobre el particular al abordar el capítulo VI.
4.3. Eficacia del procedimiento en orden a la finalidad de la pena.
Siendo la prevención especial una finalidad de difícil cumplimiento
práctico, e incluso de crisis en su justificación teórica, con mayor razón se
torna imprescindible que el procedimiento penal (incluido el proceso) transite
tiempos relativamente cortos, puesto que en caso contrario, se corre el riesgo
de terminar aplicando la pena a alguien que ha cambiado, que es “otra persona”
diferente a aquélla que cometió el hecho por el cual recibe la condena. Ello
ocurre cuando los procedimientos se eternizan dando lugar a modificaciones en
la propia personalidad del imputado que ya no justifican la aplicación de la
pena.
Sería entonces este aspecto de la línea de
la eficacia, otra posible conexión entre la política criminal y la teoría del
proceso. Sin embargo, no debemos perder de vista que más allá de los efectos
perniciosos que el alongamiento en el tiempo de la marcha del procedimiento
penal producen respecto de la pena, ello también importa la total
desnaturalización del concepto del proceso o juicio, tal como lo concebimos. Un
juicio debe cumplir sus etapas previamente diseñadas, en el tiempo previsto,
para que no se desnaturalice y deje de ser precisamente ese método de debate
dialéctico que como solución pacífica permita intentar la solución de un
conflicto, que -por lo menos discursivamente- sostienen las partes.
El problema tiene su complejidad, porque a
veces la demora no está en el desarrollo del juicio propiamente considerado,
sino en la fecha de su inicio. La demora se encuentra en la etapa previa, en la
preparación del debate y ello conspira contra la eficacia tanto de la
producción probatoria como de los fines de la pena. Los testigos no pueden ser
convocados a relatar lo que conocen varios años después de ocurrido el hecho,
porque naturalmente el tiempo les impedirá recordar fielmente lo que
percibieran. La propia víctima será desconsiderada y revictimizada, cuando se
le hace participar en un juicio, muchos años después del hecho que la tuviera
como principal sujeto pasivo.
5. Conclusión.
Vinculado con los contenidos curriculares, y
sin perjuicio de contemplar una propuesta de enseñanza - aprendizaje, tal como
la llevamos a cabo en nuestra práctica docente en la Universidad Nacional de
Rosario[46],
hasta aquí analizamos la posibilidad y necesidad de que el estudio del
procedimiento penal se sostenga con soportes teóricos dados desde la historia
del pensamiento; ya sea para servir a una política criminal determinada, o bien
donde la teoría del proceso se mantenga al margen y permita realizar los
lineamientos de la teoría del delito y de la pena.
El estudio conglobante del fenómeno de persecución penal, permite
entender su problemática, encontrando en el sistema las causas políticas e
ideológicas que le dan sustento.
El estudio sistemático pero desvinculado, sea de la política criminal o
de la teoría del proceso, e incluso del derecho penal, convierte a la materia
en un mero análisis de las normas procedimentales, sin tener en cuenta la razón
de ser de su existencia. Y menos permite un análisis crítico de los institutos
en procura de un mejoramiento de todo el sistema penal, que como tal, tendrá
que ser repensado en su globalidad.
Como veremos en capítulos sucesivos, no nos quedamos en la mera crítica,
sino que en todos los temas ofreceremos alternativas normativas, en tanto lo
reclame una visión exigente que no pierda de vista los grandes principios y
garantías que se encuentran en nuestra Constitución Nacional.[47]
Así
como la política criminal respetuosa de la Constitución Nacional, debe procurar
con su práctica la aplicación de los castigos previstos, revisando permanentemente sus
resultados y proponiendo nuevos cursos
de acción reduciendo el número de delitos, el monto de las penas o sus alternativas, cuando aparece el
drama de la verdad, la teoría del proceso
va a brindar un escenario propicio para la producción discursiva de las partes en sus intentos de
convencer al Tribunal de la verosimilitud de
sus propuestas. Esta realidad es examinada a partir de nuestras propias
dudas, para con una mirada crítica advertir las contradicciones, los límites, las distorsiones y las
alternativas que el procedimiento penal presenta.
[1] Confr. VELEZ
MARICONDE Alfredo, “Derecho Procesal Penal”, Tomo I, pág. 15, Lerner Edic., Bs.
As. 1969. Incluso la segunda parte de este primer tomo se denomina “política
procesal” y en ella el autor hace importantes avances sobre aspectos políticos,
pero que no los reconoce como pertenecientes a la “política criminal”. De cualquier forma y más allá de las
denominaciones que se utilicen, es importante rescatar en el pensamiento del
jurista de Córdoba, su firme defensa de los principios y garantías
constitucionales, aunque ponga demasiado el acento en la “búsqueda de la
verdad” para concretar un objetivo de “justicia”, sin advertir que esos mismos
objetivos están presentes en los sistemas inquisitoriales de los que pretende
desprenderse.
[2]Cursamos nuestra
carrera en la Facultad Católica de Derecho de la P.U.C.A. en períodos de
gobiernos militares y sin embargo, los profesores enseñaban un derecho
constitucional que debíamos repetir memoriosamente sin relacionarlo con lo que
estaba pasando en ese momento en nuestro país.
[3]En realidad la
política en cuanto práctica desde el poder o para llegar a él, será siempre
personal, subjetiva, y adjudicársela al Estado como ente ideal que es, resulta
una demostración de cómo presenta el discurso jurídico el funcionamiento de las
instituciones, con una exageración de las ficciones.
[4]Confr. BINDER
Alberto su obra “Política Criminal de la formulación a la praxis” Edit. Ad-Hoc,
pág. 29, Bs. As. 1997.
[5]Así la llama
Eugenio Raúl ZAFFARONI en el "Tratado de Derecho Penal", T.1, EDIAR, pág.
151, Bs. As., 1980.- Este mismo autor trata de proporcionar alguna respuesta orientadora
frente a las dificultades de un marco general socialmente injusto, que sirve de
realidad a un orden jurídico que pretende ser justo, con especial referencia a
Latinoamérica. Cf. su obra "Política
criminal latinoamericana Perspectivas - Disyuntivas", Ed.
Hammurabi, Bs.As., Abril, 1982.-
[6]José I. CAFFERATA
NORES que une a su condición de reconocido jurista, la singular trayectoria
política al haberse desempeñado en todas las funciones provinciales en Córdoba
y luego ocupar una banca de diputado nacional, se encarga de puntualizar que
muchas veces la política criminal se pone al servicio de los designios que le
marca la política económica de turno.
[7]Se llegó a
considerar a la política criminal como "ciencia aplicada de la
criminología", así Sieverts, citado por HORST SCHÜLER-SPRINGORUM en
"Cuestiones básicas y estrategias de la política criminal"; pág. 8, Depalma,
Bs. As. 1989.- Este autor entiende que puede haber una ciencia criminológica
pura, constituida por toda la investigación y enseñanza criminológica que no se
ocupe de la aplicabilidad de sus hallazgos y declaraciones. Cf. CREUS, Carlos,
"Derecho Penal" Parte General, Astrea, Bs. As. 1992., pág. 27.
[8]MAIER, Julio B.
J., "Derecho procesal penal argentino, T. 1b Fundamentos", pág. 147,
Ed. Hammurabi S.R.L., Bs. As. 1989. En el mismo sentido, confr. su obra
"Derecho Procesal Penal Tomo I - Fundamentos", pág. 145 y ss, Ed. del Puerto S.R.L., Bs. As.,
1996, 2º ed..-
[9]Cf. BUSTOS
RAMIREZ, Juan; "Política Criminal y dogmática", en "El poder
penal del Estado", pág. 123, Depalma, Bs. As., 1985. En el mismo sentido,
ZAFFARONI, Eugenio Raúl; ob. cit. "Tratado de Derecho Penal" T.1 pág.
156 y ss.- Es interesante la discusión entre los abolicionistas (Louk Hulsman)
incluyendo las versiones criollas más tímidas aunque igualmente ingenuas (el
Raúl Eugenio Zaffaroni de "En busca de las penas perdidas", no el
jurista brillante del tratado de derecho penal que acostumbramos citar) y
quienes sin llegar a defender un derecho penal al servicio de la doctrina
de la defensa social, con mucho más realismo discuten el fundamento ético del
Estado para poder reprimir penalmente, como ocurre con el lamentablemente
desaparecido CARLOS SANTIAGO NINO. Ver entre otras, su obra "Los límites
de la responsabilidad penal. Una teoría liberal del delito”. ASTREA, Bs. As.,
1980.
[10]HORST
SCHÜLER-SPRINGORUM, ob. cit., pág. 22, 53 y 73.
[11]Obviamente nos
referimos al Brig. Gral. Juan Manuel de Rosas quien si bien no abusó de tales
actitudes, lo hizo en causas de resonancia como lo fuera la muerte del entonces
gobernador de La Rioja, Facundo Quiroga o la fuga de un sacerdote católico con
Camila O’ Gorman, así como otras causas por robo de ganado que afectaba a sus
amigos ganaderos de la provincia de Buenos Aires.
[12]El autor que
insiste en la necesidad de fundamentar antropológicamente al derecho penal, es
Eugenio R. ZAFFARONI. Cf. ob. cit. "Tratado ..." T. II, pág. 421.
[13]Conforme el art.
5º inciso 6to. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las penas
privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la
readaptación social de los condenados.
[14] Para quien desee
profundizar respecto a cómo interviene en el sistema procesal la articulación
sobre la verdad, recomendamos el excelente artículo de Juan José BENTOLILA “La
construcción de la idea de verdad en el proceso”, Revista Iberoamericana de
Derecho Procesal Garantista - 2006.
[15]
Empezando
por Vincenzo MANCINI (confr. su Tratado de Derecho Procesal Penal Librería El
Foro Bs. As. 1996) y su seguidor Alfredo VELEZ MARICONDE. El crítico más
profundo que han tenido los procesalistas de Córdoba, sin dudarlo ha sido
Mariano RODRIGUEZ, ver su ensayo “Detrás
de la oralidad”, Advocatus Córdoba 1993.
[16] Confr. nuestro
trabajo “El juicio penal en rebeldía” en “Hacia una justicia más efectiva”,
publicación del XVII Congreso Nacional de Derecho Procesal, Editorial La ley,
1996.
[17] Sugerimos las
obras de Adolfo ALVARADO VELLOSO (“El juez deberes y facultades” Depalma; Introducción al Derecho Procesal” Edit.
Rubinzal Culzoni Santa Fe 2 tomos 1989 y 1998)
[18] Ver el trabajo
“¿Inquisidores o Jueces?” de Héctor C. SUPERTI en su obra "Derecho
Procesal Penal - Temas Conflictivos", pág. 23 Editorial Juris, Rosario
1998.-
[19] Ver Capítulo
VIII.
[20] Para una crítica
y tratamiento más amplios de este instituto, nos remitimos al Capítulo XI.
[21] Postura
sostenida modernamente por Julio B. J. MAIER y cuyo desarrollo intentaremos
recorrer en oportunidad de analizar las impugnaciones.-
[22] Nos referiremos con amplitud a este tema en el Capítulo XV.
[23] El jurado ha
recibido en nuestro país una nueva revalidación constitucional, al no sufrir
ninguna modificación las normas que a él se refieren. Nos referimos a la
reforma de 1994, donde cumpliendo el "Pacto de Olivos", no se
suprimió al jurado como había ocurrido en 1949. De manera que hoy más que nunca
tiene vigencia el mandato para que el legislador dicte la ley de jurados. Ella
nos es debida desde 1853, y permitirá sin dudas, una mayor participación del
pueblo en el poder judicial. Sobre el
tema volveremos en el capítulo IX.
[24] Confr. “Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado
de tentativa –causa nº 1681–” S.C.C. 1757; L. XL, que es motivo de especial
análisis crítico en el capítulo XV.-
[25]El caso de “María
Soledad Morales” en Catamarca, constituye todo un paradigma de la asociación
corrupta entre políticos y policías, que provocó la movilización de todo un
pueblo para luchar contra la impunidad, a tal punto, que en la historia
judicial de nuestro país, habría siempre un antes y un después de éste caso.
[26]En muchos casos
parientes entre sí, lo que lleva a conformar la gran familia judicial, como
paradojalmente se la menciona.
[27]En Santa Fe el nuevo gobierno del partido socialista,
ha dado un paso importante al modificarse la estructura y el funcionamiento del
Consejo de la Magistratura y eliminar al representante de la Corte Suprema de
Justicia. Sin embargo se mantiene la representación del Colegio de Magistrados
y Funcionarios, con lo que la corporación judicial sigue teniendo participación
en la designación de sus nuevos miembros.
La importancia de la reforma aparece con la inclusión de la Universidad
como estamento fundamental a la hora de determinar las excelencias del abogado
que aspira a ser Juez.
[28]¡Qué paradoja!-
En los Estados Unidos con una Constitución similar a la nuestra, los pueblos
eligen democráticamente al sheriff; y el fiscal por su parte, se inserta en la
carrera política siendo electo por el voto de los ciudadanos. Obviamente en el
país del norte, al cual le copiamos la Constitución, el pueblo participa de la
tarea del poder judicial integrando los jurados populares. Una asignatura
pendiente es el análisis de la legitimidad del poder que ejercen jueces y
fiscales en Latinoamérica, donde como vemos, se mantiene el “status quo” sin
que se avizore posibilidades de cambio o simplemente su cuestionamiento.
[30]ZAFFARONI,
Eugenio R. replantea qué puede entenderse por "defensa social" para
concluir resumiendo que "...no nos
agrada la expresión defensa social; justamente porque acarrea acentos
organicistas y antropomórficos..." para continuar citando a PEREZ,
Luis Carlos cuando coincide en que "...invocando
la defensa de la sociedad, se benefician con la protección y la represión los
grupos dominantes, representativos de una exigua minoría, cuando no de los
intereses exclusivos de caudillos y dictadores.".- En ob. cit.
"Tratado de Derecho Penal", Parte General, T. I, pág. 48 y ss.-
[31]Decimos
supuestamente porque algunos estudios de la inquisición en España ponen como
verdadero objetivo el de la unidad de la Nación. Con la excusa de defender la
fe, el Santo Oficio desató primero en España y luego en Hispano América una
cruel campaña racista, que en general los historiadores no toman demasiado en
cuenta. Confr. LEWIN Boleslao La inquisición en Hispano – América, Paidós,
Bs.As. 1967.-
[32]BRISEÑO SIERRA,
Humberto, "Derecho Procesal",
Tomo II, pág. 202, Cárdenas Ed., México D.F., 1969. Parte el autor mejicano de
un concepto de acción para luego llegar a cuantificar el fenómeno “proceso”.
[33]ALVARADO VELLOSO,
Adolfo, "Introducción al estudio del derecho procesal" Primera Parte,
pág. 75, Rubinzal - Culzoni editores, Santa Fe, 1989.
[34] GOLDSCHMIDT, Werner, “Introducción Filosófica al
Derecho”, 6ª ed., 5ª reimp., Buenos Aires, Depalma, 1987.
[35] BERTOLINO Pedro
J. "El funcionamiento del derecho procesal penal", Depalma Bs. As.
1985.
[36]Un ejemplo de
ello se encuentra en el art. 408 del C.P.P. de la Nación y en el art. 415 del
nuevo C.P.P. de Córdoba (ley 8123) donde en los procedimientos llamados
correccionales si el imputado confiesa y están de acuerdo las partes y el Juez,
se prescinde de la etapa probatoria y se dicta sentencia sin más trámite. En
realidad esta disposición es originaria del anterior código de Córdoba art. 436. Además en el orden nacional, con la
sanción de la Ley Nº 24.826 se incorporó al código procesal penal nacional como
Libro II, título IX (arts. 353 bis y 353 ter) la instrucción sumaria para los
casos de flagrancia de un delito de acción pública, con investigación a cargo
del Fiscal y la posibilidad, en tales supuestos, de tramitarse conforme el
procedimiento abreviado.
[37]En contra y
poniendo en evidencia las consecuencias de lo dicho, algunos autores opinan
que: “El proceso penal no es neutro. O se utiliza políticamente como
instrumento de represión y lucha o se legitima como límite al poder. No hay
proceso neutro porque al igual que el derecho penal (como acto del poder) es
una manifestación de la política criminal. El problema, se ha dicho, no es la
neutralidad sino la opción político criminal.” (Erbetta y otros en el “Nuevo
código...” cit., pág. 23). Pese a la transparencia de esta tesitura tan
descriptiva de muchas realidades que lamentablemente conocemos, el problema
radica en algo lo que los autores inteligentemente admiten: ¿qué sucede con la custodia
constitucional en el primer caso -utilización del proceso como instrumento de
represión al servicio del poder-? Pensamos que la neutralidad sirve, justamente,
para evitar este nefasto servilismo del proceso ante el poder de turno, como
última valla de contención contra la
arbitrariedad; por eso nos parece más eficaz en tal sentido ubicar esta
posibilidad aquí -exigiendo un proceso
penal neutro- que dejarla librada
a los avatares de la política criminal del poder de turno.
[38]Puede leerse un
análisis sobre el estado actual de la política criminal, y el diagnóstico hacia
lo que el autor ha llamado la “expansión del derecho penal moderno” en el
trabajo de MELIA, Manuel Cancio: “Dogmática y política criminal en una teoría
funcional del delito”, en “Conferencias sobre temas penales”, pág. 122 y ss,
Universidad Nacional del Litoral, Fac. de Cs. Jcas. y Sociales, ed. Rubinzal -
Culzoni, Agosto, 2000, Sta. Fe.-
[39]Cf. ZAFFARONI, Raúl Eugenio ob. cit.
"Tratado ..." T. II, pág. 421.
[40]Se considera con
acierto además, que “La finalidad de
estas iniciativas es la de ofrecer una mayor gama sancionatoria, con el objeto
de posibilitar la adecuación de la punición a las reales necesidades de
motivación del sujeto, y a las de solución efectiva del conflicto de acuerdo
con el interés de la víctima o del grupo afectado.” Cf. VIRGOLINI, Julio E.
en su trabajo “El control social y su articulación con el sistema penal”,
publicado en la obra “El sistema penal argentino”, pág. 156, ed. Ad-Hoc S.R.L.,
Bs. As., 1992.-
[41]Puede encontrarse
un interesante análisis sobre la actitud social frente a la violencia y su
represión, en la obra de HASSEMER, Winfried “Crítica al Derecho Penal de hoy”, pág. 57, donde se afirma que las “... agravaciones en el derecho penal
material y en el derecho procesal penal hay que agradecérselas a una política
criminal con el telón de fondo de una violencia dramatizada.”.- Ed. Ad-Hoc
S.R.L., Cap. Fed., 1995.- MARTINEZ, Mauricio en su trabajo “El estado actual de
la criminología y de la política criminal”, publicado en la obra “La
criminología del siglo XXI en América Latina”, pág. 261 y ss., coordinada por
Carlos A. ELBERT, Rubinzal - Culzoni ed., Santa Fe, Agosto, 1999; sostiene la imprescindible
convergencia de la criminología con la política criminal y el derecho penal,
que según afirma, ha dado lugar en el debate, a las dos propuestas vigentes:
garantismo y abolicionismo.
[42]Quienes tuvimos
que cumplir el servicio militar obligados, en realidad estuvimos penados a estar relativamente privados de
libertad por el tiempo de su duración. El “delito” cometido era ser ciudadanos
aptos para "servir a la patria"!!!.
[43]Considera Alberto
M. BINDER que Derecho penal y Derecho procesal penal son "corresponsables
de la configuración de la política criminal y ejes estructuradores de lo que se
ha denominado Sistema Penal o Sistema de Justicia Penal, que es el conjunto de
instituciones vinculadas con el ejercicio de la coerción penal y el castigo
estatal". Cf. su libro "Introducción al Derecho Procesal Penal",
pág. 41, Ad-Hoc S.R.L., 2º ed., Bs. As., 1999.-
[44]En este sentido
opina Jorge E. VAZQUEZ ROSSI que "La necesidad de enfoques político -
criminales ha sido un punto de especial relevancia en los debates
contemporáneos, tanto en el análisis del Derecho Penal sustantivo como
realizativo, debiendo indicarse respecto a este último que muchos problemas
(como sería el caso de los denominados delitos de bagatela, el papel de la
víctima, la posible composición de ilícitos que involucran aspectos
particulares, etc.) encuentran solución dentro del proceso penal. Cf.
"Derecho Procesal Penal", Tomo I Conceptos Generales, pág. 102,
Rubinzal - Culzoni ed., Santa Fe, 1995.-
[45]Existe
actualmente una tendencia, que no compartimos, por la cual la decisión de que
la acción sea ejercida por un órgano del Estado o por un particular que asume
su condición de víctima, puede ser motivo de competencia provincial. Así el
nuevo código procesal penal de Santa Fe contempla tal posibilidad permitiendo a
quien alega su condición de víctima el ejercicio exclusivo y autónomo de la
pretensión punitiva, en delitos que para el código penal nacional deberían
estar excluyentemente en manos de los funcionarios del Ministerio Público
Fiscal.
[46]Confr. SUPERTI,
Héctor, ob. cit., pág. 3.-
[47]En su momento nos
iremos refiriendo al Proyecto que tuvimos oportunidad de elaborar para el
Gobierno de Santa Fe, en 1993, conjuntamente con los Dres. Ramón T. RIOS, Julio
de OLAZABAL y Jorge VÁZQUEZ ROSSI. El cual, siendo aún un anteproyecto, dio
lugar a un interesante debate, que fue realizado en el seno del Instituto de
Derecho Procesal Penal del Colegio de Abogados de Rosario, con las principales
cátedras de derecho procesal penal del país. El mismo, fue editado por la
Secretaría de Post Grado y Servicios a terceros de la Facultad de Ciencias
Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral (Colección Jurídica
y Social Nº 24, Santa Fe, 1994). Este proyecto ha sido tomado como punto de
partida para la elaboración de un nuevo código procesal penal de Santa Fe,
aunque con importantes modificaciones que en algunos casos alteran su espíritu
e introducen graves contradicciones que oportunamente nos ocuparemos de
puntualizar.
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