Sistemas procesales
LOS
SISTEMAS PROCESALES PENALES[1]
Por
Victor R. Corvalán
La estrecha
vinculación existente entre el régimen político imperante y el sistema procesal
utilizado para la represión penal, se muestra con claridad cuando con ayuda de
la historia se estudian las distintas formas adoptadas para la investigación de
lo ocurrido; y en consecuencia se ejerce el poder punitivo, reflejando las
concepciones ideológicas que definen al Estado y la persona. Así, el modelo
inquisitivo se ha correspondido con regímenes autoritarios, mientras que el
acusatorio o adversarial, es propio de los Estados de Derecho que instalan
Repúblicas democráticas.
1. Nuestra visión de la historia. Advertencias y
desafíos.
Estamos convencidos
que el estudio de la historia nos ayuda en nuestro trabajo académico, pues nos
permite conocer las razones que decidieron los cambios en los sistemas
jurídicos, explicar porqué el legislador derogó códigos completos y en su lugar
promulgó otros completamente diferentes. También la historia nos permite
conocer las dificultades que provocaron tantos fracasos en movimientos de
cambio, producto de la acción conservadora que algunos estamentos del poder
ejercieron.
Debemos reconocer las
dificultades que se le presentan al historiador, ante la complicada tarea de
reconstruir un pasado, interpretando lo ocurrido a partir del profundo
conocimiento que supone saber ubicarse en las epistemologías utilizadas, para
no cometer la injusticia de pretender analizar la historia con categorías que
pertenecen a un conocimiento actual. De allí que reconocemos las enormes
dificultades que nos acechan en este capítulo. Ello no nos impedirá asumir los
riesgos, sino que en todo caso nos obligará a una permanente reflexión crítica,
para evitar caer en dogmatismos absolutos, impropio de lo que entendemos debe
ser el quehacer científico.
Por otra parte,
también estamos convencidos que toda vez que buceamos en la historia del
hombre, nos involucramos en tanto nuestra perspectiva; nuestra visión no es ni
puede ser objetiva, sino teñida de toda la subjetividad con la que estamos
comprometidos en la defensa de lo que entendemos son nuestros ideales. Es desde
ese compromiso que afrontamos la difícil tarea de enseñar lo que al mismo
tiempo seguimos aprehendiendo, porque es nuestro deber reflexionar permanentemente en forma crítica
en la búsqueda de la coherencia intelectual que debe presidir nuestro trabajo.
Claro que a esa reflexión crítica la entendemos valedera en tanto nuestra
mirada está dispuesta a la construcción de otra realidad, distinta a la que se
nos ofrece. De modo que criticar supone tener esa visión; esa lectura de
los sistemas que enmarcan el funcionamiento de la represión penal, pero siempre
dispuestos a ofrecer posibilidades de cambio, de renovación superadora.
Hechas estas
advertencias, uno de los aspectos interesantes en el estudio de la materia
procesal penal, es el conocimiento de su historia; nos referimos a la historia
de los mecanismos utilizados por el hombre para justificar la aplicación de un
castigo, como particular forma del ejercicio del poder. Claro que tal análisis puede
simplificarse, como ocurre con algunos pretendidos historiadores que no se
sumergen en las verdaderas causas que motorizaron la historia, ni profundizan
en los necesarios contactos que corresponde hacer con la filosofía.
Es que,
definitivamente, la historia del hombre es la historia de la lucha de ese
hombre por la verdad, por conocer, por obtener respuestas a los interrogantes
que a medida que avanzaba -que crecía-, se le iban presentando. De allí que
cuando ese hombre comienza a luchar con la naturaleza, encuentra algunas
explicaciones de ciertos sucesos fundamentales para su vida. En algún momento,
en lugar de esa práctica física que viene a ser el germen de la investigación
científica por el método casuístico o de la experimentación, se comienza a reemplazar
tal actitud por la de interrogación. Precisamente como se ha señalado[2],
la búsqueda de la verdad en el ámbito del saber jurídico o procesal, es el
primer método de investigación que luego se va a extender a todos los ámbitos del conocimiento.
Es indudable la
importancia que tiene la historia del derecho y de sus instituciones para quien
pretenda analizar un sistema procedimental de persecución penal, pero ese
análisis histórico debe complementarse con los necesarios contactos con la
filosofía. Sobre todo es preciso que el estudio de la historia nos exija
situarnos en la época en que suceden los acontecimientos, para poder entender
cómo conocía, cómo pensaba aquel hombre; y nos revele porqué es necesario -si lo es- un cambio: en
qué sentido debemos adecuar el presente a una nueva realidad. De lo contrario
corremos serios riesgos de interpretar equivocadamente tanto la historia como
el presente.
Aún así, creyendo
incluso que llegamos a conocer fehacientemente toda la verdad de lo ocurrido en
el procedimiento penal a lo largo de su historia, sus causas y sus
consecuencias, seguramente cometeremos numerosos errores; y lo más grave es que
probablemente no nos demos cuenta de ello. Esta advertencia nos sirve para
estar plenamente dispuestos a reconocer el error de concepto y al mismo tiempo
es útil para el lector, que debe estar prevenido porque está leyendo textos que
forman parte del discurso racionalista, pretendidamente lógico y por ende
científico; por lo tanto provisional, sujeto a contradicción y -en el mejor de
los casos- verosímil[3].
Para dar un ejemplo,
que por nuestro lugar de origen nos afecta directamente, insistimos en que no
resulta posible entender qué nos pasa en Santa Fe con nuestro sistema procesal
penal, sin analizar su historia, que -a su vez- no es independiente a la de
nuestro país. Con ello, si se tratara de la historia del procedimiento penal
globalmente considerado, será indispensable contactar con el gran escenario de
América y la influencia que ha recibido de Europa. Si nos referimos a Santa Fe,
vamos a escribir respecto de la única provincia que al momento de publicar este
libro, todavía no ha concretado poner en vigencia un sistema procesal penal que
respete las exigencias de la Constitución Nacional. El único lugar donde
todavía se juzga a las personas acusadas de haber cometido un delito en forma
escrita -y, por lo tanto, reservada a quienes pueden acceder a la lectura del
expediente-, y se condena a imputados que no tuvieron la posibilidad concreta
de hablar con un abogado para recibir su consejo profesional, antes de prestar
declaración o negarse a hacerlo[4].
En ese escenario
donde Santa Fe parece la más conservadora, la más remisa al cambio, es
imprescindible conocer el pasado para tratar de explicar lo que ocurre. Lo
mismo sucede respecto de cualquier otra provincia o del sistema nacional. En
todos los casos la historia ofrece al estudioso, la posibilidad de conocer las
causas o razones, que provocaron cambios o los demoraron o postergaron
indefinidamente.
Sin pretender aquí
repasar todos los acontecimientos que fueron jalonando nuestra complicada
historia, nos vamos a permitir algunos señalamientos que por globales y
genéricos no dejan de ser eficaces, por lo menos en esta introducción. Quien
prefiera profundizar el análisis de lo ocurrido en materia política en nuestro
país, tiene a mano la interesante obra de Juan José Sebreli “Crítica de las
ideas políticas argentinas”[5].
Este polémico autor comprometido con la defensa de la democracia, hace un
ensayo sociológico de nuestra historia, con interesantes contactos filosóficos
que en general compartimos.
La historia de
nuestra independencia del poder de España, fue en alguna medida la lucha contra
un poder absoluto, que por provenir de Dios, era esencialmente bueno y no podía
ser limitado por el derecho, sino por el contrario potenciado. Es notable, cómo
la forma de conocer la realidad, desde la epistemología religiosa (en nuestro
caso la católica) ha influenciado y determinado los cursos de acción política
en los principales movimientos transformadores de nuestro país. Salvo algunos
momentos donde el pensamiento laico lograba alcanzar algún liderazgo momentáneo[6],
lo cierto es que la
Iglesia Católica , ha tenido su importante cuota de
responsabilidad, por lo menos en la forma de pensar de muchos grupos
nacionalistas, fascistas e incluso de una izquierda nacional, que se fueron
instalando en los partidos políticos, en los cuadros militares y hasta en
organizaciones que como los “montoneros”, creyeron en la lucha armada como
método para derrocar gobiernos y arribar al poder.
Esa epistemología se
caracteriza fundamentalmente por la utilización de absolutos, por la creencia
en alcanzar la verdad, realizar la justicia e imponer un orden que los
tranquilizara y permitiera el desenvolvimiento de sus objetivos económicos.
Por supuesto que
desde ese punto de vista, sean de derecha o de izquierda, tienen el mismo
desprecio por la vida de las personas, que deben someterse a los designios
“superiores” que los motoriza en uno u otro sentido. Una concepción donde la
democracia, el Estado de Derecho, la República, el respeto por la dignidad de
todas las personas, no tienen cabida. De allí nuestro desprecio a unos y a
otros, aunque obviamente distingamos claramente que los militares, usurpadores
del poder que según nuestra Constitución Nacional le pertenece al pueblo,
tienen una singular responsabilidad por los actos de inusitada violencia que
adoptaron.
Es muy diferente la
actitud de reproche -que podemos y debemos formular- a los jefes y oficiales de
nuestras Fuerzas Armadas comprometidos en la represión, que la crítica que
también merecen quienes asumieron la lucha armada como herramienta de protesta
o de revolución.
Es que no podemos
dejar pasar lo ocurrido en materia de persecución penal en la última dictadura.
A diferencia de otros golpes de Estado, a partir de marzo de 1976 (aunque todo
comenzó durante el gobierno constitucional de la Sra. María E. Martínez de
Perón) directamente se utilizó la perversa práctica de la desaparición de
personas sin formalizar, ni documentar, ningún tipo de procedimiento, contra
aquellos que cayeron en sus garras. Ello pese a tener normas penales y
procesales dictados por ella misma para supuestamente atender el fenómeno de la
criminalidad terrorista que se suponía, justificaba su instalación. Incluso el
propio código de justicia militar, pudo ser utilizado para el juzgamiento de
los “enemigos” ya que se alegaba un estado de guerra interna, para defender los
excesos. Para los militares que usurparon el gobierno, cualquier garantía
constitucional era un límite absurdo en el ejercicio de un poder absoluto,
coherente con la ideología que los sostenía e incluso gozando de la “bendición”
de cierta jerarquía de una Iglesia Católica que acordaba con sus prácticas o en
el mejor de los casos las negaba, salvo excepciones puntuales de algunos
Obispos[7].
¿Cómo pensar en
darles garantías a los terroristas que ponían bombas y mataban inocentes? Además,
¿por qué dudar que los secuestrados por las fuerzas armadas y policiales eran
delincuentes subversivos que había que combatir -o mejor: aniquilar-, si ellos
eran el enemigo?
La posibilidad de la
duda no existía en esas mentalidades guerreras alimentadas por el fantasma del
marxismo, al que la catolicidad llegó a considerar como un instrumento del
diablo, como el anticristo. Quedaba claro que quien ejercía el poder, era
–obviamente- el dueño de la verdad, no se podía dar el lujo de equivocarse y no
había tiempo para “procedimientos burocráticos”, ya que “estábamos en guerra”.
Felizmente, a partir
de 1983, se produce un quiebre en el devenir histórico de nuestro país y se
recuperó definitivamente a la democracia constitucional como forma de gobierno[8].
De cualquier forma, todo lo que se haga para fortalecer al sistema
constitucional será síntoma de prudencia, sobre todo en épocas de crisis de la
economía mundial. De allí que nos alarmen ciertos movimientos quejosos por la situación
de inseguridad[9],
que principalmente en las ciudades se ofrecen como menú principal de los medios
de comunicación, ya que se gestan en el equivocado objetivo de aumentar la
represión, con la ilusión de que con ella se terminará con la delincuencia.[10]
En ese escenario de
cambio más o menos inmediato, nos disponemos a abordar un panorama general de
los sistemas procesales, como modelos abstractos que se ofrecen a la
comparación.
2. Reseña histórica de los sistemas procesales:
En realidad se habla
de sistemas a partir de una suerte de clasificación cuya única finalidad es la
de facilitar su aprendizaje. Sin embargo, vale aclarar que ninguno de ellos se
ha presentado en estado puro, siempre hubo mezcla de instituciones, predominio
de unas características sobre otras.
La doctrina ha
señalado la existencia de tres sistemas procedimentales: el acusatorio (que
asocian con sistemas democráticos), el inquisitivo (vinculado al ejercicio de
poder autoritario) y el llamado mixto (inventado para justificar el
mantenimiento del inquisitorial aunque modificado, atenuado).
Esta reseña de los
sistemas procedimentales, tal como se han presentado en el tiempo y el espacio,
tiene una singular importancia, ya que nos permite entender mejor porqué
tenemos hoy el procedimiento penal que nos rige, adoptar frente a él una
postura crítica y fundamentalmente encontrar la senda para transitar hacia el
cambio[11].
Como lo intentamos
señalar en el punto anterior, partimos de que el derecho es un producto
político y por ende cultural, de ahí que el sistema de enjuiciamiento penal en
general se ha correspondido con los sistemas políticos de organización social.
En general, los cambios habidos en el sistema político de las sociedades han
repercutido en forma más o menos inmediata en el sistema de persecución penal.
Esta idea, si bien está sumamente aceptada por todos los historiadores del
derecho, es preciso trabajarla en profundidad para descubrir enormes
diferencias conceptuales que marcan las ideologías.
Mayoritariamente se
afirma casi dogmáticamente que en la historia de la humanidad hubo una evolución,
y en ella se presenta una eterna lucha entre los intereses de la sociedad y del
individuo[12].
Respecto de esta
concepción tenemos dos discrepancias que puntualizar:
En primer lugar,
desde nuestro punto de vista, no creemos que se haya dado una evolución en el
sistema de persecución penal, si bien ha habido siempre una constante, que es
la de buscar limitaciones al poder de penar, tanto por parte de la víctima como
-luego, en otro estadio- del Estado. Decimos que no hay evolución puesto que la
historia es un ir y venir que no siempre significa superación de etapas, y en
este sentido la historia del sistema penal no es una excepción.
En segundo término, y
también desde nuestra idea de persona y sociedad, así como la ficcional de
Estado, no es cierto que hubo una permanente o eterna lucha o confrontación
entre el interés individual y el social como se pretende. Esa concepción parte
de concebir a la sociedad como un ente superior y distinto de quienes la
componen, cuando en realidad la sociedad es el mero hecho de la coexistencia
entre las personas. Vemos a la sociedad como la sumatoria de todas las
interrelaciones de las personas, nunca un ente y menos superior. De esta manera
los intereses sociales son la resultante de los intereses individuales. De modo
que no puede haber una situación de conflicto eterno, sino que en todo caso
habrá puntuales discrepancias, coyunturales enfrentamientos entre el interés
individual y el de todos. A esta concepción se llega cuando se sitúa al hombre,
o mejor a la persona, en el centro de la cuestión jurídica. Lo que se ha dado
en llamar la fundamentación antropológica del derecho[13].
Pasemos ahora al
desarrollo quizás no cronológico pero sí teniendo en cuenta los grados de
"avance" (tal vez para darnos cuenta mejor de los retrocesos que hubo
en determinadas etapas) en el sistema de persecución penal.
Anticipamos que desde
nuestra visión de la historia y con las naturales limitaciones que tenemos, la
persecución penal, superada la composición privada, tuvo un primer momento de
organización que realmente respondió a
nuestra idea de proceso o juicio; pero ha quedado –por lo menos para cierta
parte del mundo- distorsionada por el programa inquisitorial que todavía
pervive entre nosotros.
De allí la
importancia que adquiere el estudio profundo y serio de la inquisición
medieval, de la que en muchos temas no hemos podido salir. Toda vez que el
hombre actual no es capaz de pensar, de razonar, de utilizar la lógica para
armar su discurso, y de utilizar una epistemología que le permita contar con
una lectura de la realidad compatible con el nivel de avance de la ciencia y
por lo tanto en algún momento vuelve al pensamiento mágico, ello da cuenta de
que no ha superado aquella concepción medieval para entender al mundo[14].
2. 1. La averiguación de la verdad en la antigüedad.
Resulta interesante
partir de esta idea del "perseguido" penalmente, en la medida en que
era necesario averiguar qué había pasado, ya que cuando las cosas eran claras,
cuando el conocimiento directo de los hechos era patrimonio de quien tenía el
poder para aplicar un castigo, no era necesario recurrir a mecanismos
procedimentales para descubrir la verdad. Sobre todo cuando además no
necesitaba justificar ese ejercicio de poder frente a terceros[15].
Esta tarea de “des-cubrir”, de sacar a la luz lo que
se ignora, en los primeros tiempos de organización de la humanidad estaba muy
relacionada con el pensamiento mágico, con Dios o con los Dioses. De modo que
cuando se llegaba a la verdad era porque los dioses lo querían, estaban de ese
lado de la controversia.
Vale recordar que en
el Derecho germánico antiguo, no se distinguía entre derecho civil y derecho
penal, por lo que toda infracción a la ley era quebrantamiento de la paz.
Veamos en síntesis
cómo se fue modificando el modo de resolver los conflictos, a través de la
historia.
2.1.1. La razón de la fuerza:
En la antigüedad,
todo conflicto se resolvía mediante combate, guerra o venganza familiar. La
idea de lucha terminaba dando la razón al más poderoso, que no necesariamente
sería quien la tuviera desde una perspectiva lógica y racional. Nos
representamos la imagen de que quien era perseguido por la víctima -luego
acompañada por su tribu- era finalmente alcanzado, y si vencía, aquélla misma condenaba y
ejecutaba la pena.
Cuando la disputa se
relacionaba con el descubrimiento de la verdad, ya que ambos contendientes
proclamaban poseerla, entonces el combate se realizaba para poner fin a la
incertidumbre, y el que ganaba la lucha era definitivamente quien la tenía.
Después en otra etapa
posterior, se pasa a la composición, donde el ofensor le reparaba
económicamente al ofendido mediante un contrato (salvo crimen grave, en cuyo
caso cualquiera podía perseguirlo y darle muerte). Hasta aquí esta
"justicia" era en definitiva un pleito entre individuos, que ellos
mismos resolvían.
El procedimiento
judicial era secundario o accesorio, funcionando cuando fracasaba la
composición. El tribunal estaba conformado por una asamblea popular presidida
por el juez, en un procedimiento oral y público, en donde el imputado tenía dos
alternativas: confesaba y entonces directamente se lo condenaba; o negaba, por
lo que se debía abrir la causa a prueba, prueba que tenía que ver con dirimir
subjetivamente la contienda para ver quién era el vencedor. Entonces las formas
judiciales que se emplearon fueron las ordalías y juicios de dios, que en
realidad eran mecanismos para determinar quién era el más fuerte (si víctima o
imputado) y al más fuerte darle la razón.
2.1.2. Hacia el debate dialéctico:
Es en Grecia donde la
disputa se realiza discursivamente, y se empieza el tránsito hacia la fuerza de
las razones, en lugar de la razón de la fuerza. En los delitos públicos donde
cualquier ciudadano podía acusar, la filosofía se presta para las
argumentaciones que los contrincantes utilizaban en el juicio. Aquí aparece la
idea que el juicio debía ser público, por lo que el debate se hacía en forma
oral y a partir de una contradicción dialéctica de la que hacían gala los
mejores oradores. Los tribunales eran populares y había distintas clases en
función de la gravedad de los delitos. La acusación era popular, se preservaba
la igualdad entre el acusador y el acusado (en libertad, generalmente), pero
sin embargo se admitía la tortura y los juicios de dios para probar. La prueba
se valoraba según la intima convicción. Llegado el momento de decidir se
producía una votación y el voto era a través de un objeto (habas negras y
blancas) que tenía un sentido preestablecido. De esta manera quien votaba no tenía
que fundar su decisión, e incluso su actitud era impersonal.
En Grecia
surge ya la forma judicial de la indagación, o sea el conocimiento por los
recuerdos, los testimonios, que luego reaparecerán -pero ya con otro tinte- en
la edad media. Este tipo de prueba en Grecia tenía que ver con la posibilidad
que el pueblo diera su testimonio, relacionado íntimamente con su forma
democrática de gobierno.
2.1.3. La relación entre sistema político y procesal:
Como decíamos al
comienzo de este capítulo, es posible establecer una íntima relación entre
régimen político y sistema procedimental de persecución penal. Es precisamente
en Roma donde se ve más claro ese correlato. Así al primer momento histórico de
Roma, o sea a la Monarquía, le va a pertenecer la “cognitio”, (“provocatio ad
poppulum”) en donde el poder de persecución se ejercía por un magistrado
(“duumviri”). A la etapa de la República, la “quaestio” o “acussatio”, que para
nuestros fines resulta sumamente importante y por fin al Imperio, la “cognitio
extra ordinem”, donde vuelve a concentrarse el poder.
Decimos que la
“acussatio” nos interesa como principal antecedente histórico de un verdadero
proceso, en tanto exige siempre la participación de tres (dos partes y un
tercero imparcial). Además, durante la República se produce una variante con
las leyes “valerias” que crean los comicios o Asambleas populares o justicia
centurial, trasladándose así lentamente el poder de juzgar al pueblo. En las
postrimerías de la República, el poder jurisdiccional depende del ejercicio de
la acción en manos del pueblo y se constituyen los jurados populares (el
ciudadano era el que tenía que plantear la cuestión).
Es en esta época
donde dos principios fundamentales para la teoría del proceso quedan fijados:
“ne procedat ex officio” (no puede procederse de oficio) y “nemo iudex sine
actore” (no hay juez sin actor, o mejor: no hay jurisdicción sin acción).
El procedimiento está
reglado y si bien en un primer momento el acusado se defendía solo, surge luego
la posibilidad de ser asistido por un defensor o patronus, verdadero
antecedente del abogado.
Cuando se da el
tremendo cambio político de la República al Imperio (ahora la soberanía va a
residir en el emperador) sobreviene la transformación del sistema penal, a
pesar de que la “accusatio” sobrevive y aún se perfecciona durante esta etapa,
pero al lado de ella en forma excepcional revive la “cognitio”, de allí el
nombre de “cognitio extra ordinem”. Lamentablemente, de ser un procedimiento
extraordinario pasó a transformarse en la regla. Ahora tanto la acción como la
jurisdicción pasaron a manos de magistrados estatales. Nace así el sistema de
persecución pública, puesto que es el mismo Estado el que se encarga de
perseguir penalmente los delitos que llegan a su conocimiento. Lo que empezó
siendo un remedio extraordinario y subsidiario -cuando ningún ciudadano
acusaba-, en la práctica resultó ser el principal sistema. Comienza entonces a
germinar la Inquisición tal como lo señala Alfredo Vélez Mariconde. La
instrucción pasó a ser secreta y escrita, la persecución de oficio, y el
encarcelamiento preventivo fue la regla.
3. La inquisición de la Iglesia Católica
Llegamos así al
movimiento de mayor concentración de poder punitivo que tuvo lugar en la
historia de la humanidad occidental, el que si bien en sus orígenes tuvo
motivaciones exclusivamente religiosas, con el tiempo sus objetivos se fueron
desnaturalizando.
Como sabemos, durante
la Edad Media, la expansión de la Iglesia Católica fue notable: su poder para juzgar
no sólo se refería a determinadas personas (clérigos) sino también se encargaba
de aquellas conductas violatorias de la fe católica (principalmente herejías y
brujerías). Así comienza la jurisdicción eclesiástica a actuar; pero no se
agota en ello, sino que luego va ampliando su competencia hasta terminar
juzgando todo aquello que aparecía contrario a sus intereses (así juzgará los
adulterios, la sodomía y el judaísmo).
El procedimiento
penal de raíces romanas es tomado y modificado por el derecho canónico. Es
Inocencio III el que introduce la Inquisición en el Siglo XII. Señalan en
general los estudiosos del tema, que el fin de la inquisición
institucionalizada como el “Tribunal del Santo Oficio” era descubrir la verdad,
y por ello la confesión se tornaba indispensable de lograr, por cualquier
método (tortura, tormentos). A su servicio se justifica lo secreto, el apego a
la escritura, las denuncias anónimas y las investigaciones de oficio. Es aquí
cuando la forma de indagación renace pero no ya con el sentido griego (de
participación popular frente al poder) sino que la única meta era la
confirmación de una verdad supuestamente obtenida mediante el auxilio de la fe
en la inspiración divina. En realidad, desde la lógica imperante en aquella
época, ya el inquisidor sabía que el acusado de herejía era en verdad un
hereje, siendo imprescindible que él mismo lo aceptara. De allí que la
“confesión” como sacramento de la fe católica iba a permitir expiar los delitos
cometidos, en una confusión entre delito y pecado. Es fundamental entender esta
posición, que para la época era impensable sin la connotación religiosa. Si
bien la inquisición es -frente al modo mágico en el que se había desenvuelto la
indagación hasta ese momento-, un modo racional de manejo del poder, el hombre
medieval parte de pensamientos absolutos, que son producto de su formación
religiosa. Todo el hombre del medioevo está preocupado por la cuestión
religiosa. Su nivel de angustia provocado naturalmente por la certeza de la
muerte, es sublimado por la salvación que le promete el mensaje cristiano. Ello
se advierte en todo el ámbito de la cultura, es decir de las artes, de la
política, y de las ciencias. Incluso el propio poder del monarca, es
justificado por haberlo recibido de Dios. De allí que empiezan a convivir los
dos poderes: del rey y de la iglesia católica, con similares mecanismos de
ejercicio. Se advierte cómo la ley funciona como una garantía pero no para el
súbdito sino fundamentalmente para quien ejerce el poder, que con aquélla va a
intentar controlar a todos los que tiene bajo su mando.
Aparece el sistema de
valoración de la prueba conocido como tarifado o tasado, es decir, la ley ya le
fijaba su valor. Así, para condenar se debía contar con plena prueba en contra
del imputado, la que se lograba fundamentalmente con su propia confesión. Los
términos plena y semiplena prueba que aún hoy algunos utilizan, datan de esta
época.
A partir del siglo
XIII, este tipo de procedimiento se arraiga. Luego de una etapa de poder
político difuso, compartido entre el rey, la iglesia, las corporaciones y los
señores feudales, estos últimos caen bajo el poder del rey, dando lugar a la
formación de los Estados nacionales, en donde todo el poder reside en el
monarca, soberano absoluto. Ello significó en el campo jurídico el
avasallamiento de los derechos forales por el derecho romano (del Imperio)
canónico, fenómeno que se conoce con el nombre de recepción del Derecho romano
canónico. Este sistema rigió en toda Europa continental. No logró penetrar las
fronteras de Gran Bretaña (debido a problemas políticos), que conservó su
sistema acusatorio.
En Francia aparece la
noción de Fiscal, que no existía en el Derecho Romano y se lo llama “el
Procurador”[16].
La Ordenanza criminal de 1670 recepta legislativamente el sistema implementado
por la Inquisición. Lo mismo sucede en España con Las Partidas de Alfonso “el
Sabio”, que también rigieron en América. Durante esta etapa y correspondiéndose
con el absolutismo político en que se desarrollaba el gobierno, el poder de
administrar justicia residía en el rey, que lo delegaba a los tribunales y
funcionarios. Así para consolidar ese poder real, se afirma la persecución de
oficio, la forma escrita y secreta del procedimiento.
En general
los autores al tratar la historia del derecho en Alemania, no dudan en
mencionar como el monumento inquisitivo a la Carolina, como así se le llamó al
primer código penal imperial aparecido en 1532. Sin embargo, el principal
discurso legitimante del poder punitivo que expropia cualquier derecho a las
víctimas fue el Malleus Maleficarum o “Martillo de las brujas”. Este fue
escrito alrededor de 1484 por los inquisidores Heinrich Kraemer y James
Sprenger, fanáticos dominicos que llegan a elaborar un sofisticado tratado
racional para luchar contras las brujas.
El Malleus
es, en realidad y como certeramente apuntan Zaffaroni, Alagia y Slokar, el
primer modelo integrado de criminología y criminalística con derecho penal y
procesal penal, y a éstos les llama la atención tanto su extremada misoginia y
antifeminismo[17]
como el olvido en el que ha caído y la escasa atención que le han dispensado
los juristas e historiadores del derecho penal a esta obra. Estos autores que
realmente muestran el excelente nivel de profundización de sus estudios del derecho
penal, al destacar la importancia histórica del Malleus, explican que los
juristas lo han pasado por alto, porque nadie quiere reconocer “los aspectos oscuros de su actividad ni el
origen genocida de la misma”. Así expresan “que el saber jurídico penal moderno –que reivindica como propia la
legitimación de un poder al que atribuye los fines más excelsos- no puede
mostrar como obra fundacional un trabajo que postula y legitima las crueldades
y que las racionaliza argumentando en base a disparates finísimamente
vinculados”. Por otra parte, que el Malleus sea realmente un verdadero
tratado en contra de la mujer como género humano, en tanto se complotaba con el
diablo, es el punto de partida de muchas teorías conspirativas de la historia y
de los males sociales. Compartimos esta visión terrible que pone al Malleus
como una racionalización del poder, destinada a controlar brutalmente a la
mujer, a tal punto que los actos de brujería se van a explicar por una supuesta
inferioridad genética. A tal extremo llegan en la descalificación de la mujer,
que en función de considerarla inferior al hombre se inventa una etimología de
la palabra femina, como derivada de “fe”
y “minus” (menor fe). Probablemente
la mujer como transmisora generacional de cultura, debía ser controlada, sobre
todo si se quería cortar con la cultura anterior, como lo pretende la
inquisición para imponer una nueva (católica).
El Malleus tiene tres
partes perfectamente integradas: una criminología, una teoría penal y una
procesal penal y criminalística. Nos interesa detenernos en esta última parte,
si bien no podemos dejar de mencionar que en la primera (criminológica) se
encuentra la legitimación del poder punitivo y para ello como corresponde se
presenta el mal que le da pretexto (las brujas). Incluso se consideraban
herejes a todo aquél que pusiera en duda el poder de las brujas, porque en
definitiva era un modo de cuestionar el poder de los inquisidores. Ese modo de
legitimación del poder punitivo hoy todavía se sigue usando: consisten en
justificar la represión a partir de la descalificación de todo el que ponga en
duda la amenaza que supone el delito. Hoy también - y aunque en grado
infinitamente menor, al menos en las sociedades occidentales - todavía la mujer sigue padeciendo los
resabios de aquellas políticas de discriminación.
La parte referida al
derecho penal en el Malleus, va a fundar un derecho penal de autor, de sujetos
peligrosos y a la vez de inmunes inquisidores. Contra ellos no puede el poder
de las brujas. No hay posibilidad de corrupción en las agencias represivas. A
estas teorías del delito le sigue un procedimiento que obviamente, no requiere
acusador, sino solamente un tribunal que investiga y juzga. En realidad de su
lectura se advierte cómo la bruja ya estaba condenada desde un comienzo, e
incluso si pese a la tortura a la que era sistemáticamente sometida, no
confesaba, se creía que ella era la mejor demostración de que soportaba el
dolor gracias al pacto que había sellado con el diablo. De manera que frente a
las mujeres acusadas de brujas, no cabía ningún derecho de defensa, ya que eran
seres malignos de los que había que defenderse con todas las armas posibles.
Como lo señalan los autores que venimos citando, es imposible ignorar que ésa
es la ambición última de todo ideólogo del estado de policía, y en síntesis, el
Malleus expresa las constantes de cualquier teoría de defensa social ilimitada.
4. El llamado sistema mixto:
Llegamos entonces al
siglo XVIII, en el que deviene la corriente que se denominó “el iluminismo”.
Son justamente los filósofos (Montesquieu, Beccaria y Voltaire) los que ponen
en tela de juicio a las instituciones del sistema penal, basándose en dos fuentes:
una es el derecho romano republicano y otra el derecho inglés, que no se había
contaminado. Se rescatan los valores de dignidad humana, el respeto a la
persona, a la libertad.
En 1789 acaece la
Revolución Francesa, que produce la reforma del sistema de enjuiciamiento con
la ley de 1791, en la que se introduce el jurado y se inicia un cambio que
luego se plasmará en 1808 en el Código de instrucción criminal Francés, ya
durante el Imperio de Napoleón. Este código diseña un nuevo procedimiento que
mezcla elementos o características del sistema inquisitivo (procedimiento penal
público, fin de descubrir la verdad, y otros del acusatorio (tal como el
respeto a la libertad y dignidad humana). El procedimiento entonces consta de
dos etapas: una de investigación, secreta, escrita, ante un juez de instrucción
a cargo de esta investigación cuyos resultados eran sometidos a una Cámara para
decidir si ir o no a juicio. Esta etapa llamada intermedia también era escrita
y secreta. Si se pasaba a juicio, éste era oral y público.
Este código francés
fue el modelo que siguió la reforma del sistema de enjuiciamiento penal en la
Europa continental. De un sistema inquisitivo se pasaba ahora a un inquisitivo
reformado o mixto -según algunos autores- en el que se combinaban la persecución
penal pública y el fin inmediato de averiguar la verdad, con el respeto a
ciertos valores individuales referentes a la dignidad humana. Pero en realidad
se trataba nada más ni nada menos que de un sistema que seguía siendo
inquisitivo en su esencia (por los principios que lo informaban), con
características acusatorias en sus formas. Por eso, es quizás más acertado
hablar de sistema inquisitivo reformado o humanizado, y no de sistema mixto.
Lo cierto es que nos
resulta difícil concebir una mixtura entre sistemas tan opuestos como el
inquisitivo y el acusatorio. Es como decir que agua y aceite se pueden mezclar,
cuando químicamente sabemos que son sistemas heterogéneos que nunca se unirán.
Y decimos que nos resulta difícil, porque ambos sistemas responden a puntos de partida
filosóficos y políticos tan distantes entre sí, que se presentan como líneas
paralelas que nunca se cruzarán. Hablamos entonces de una incompatibilidad que
imposibilita una posible convivencia de ambos sistemas simultáneamente. Es que
en búsqueda de un alegado equilibrio de poderes (de las partes y del juez) se
tira abajo toda la construcción de alguno de los sistemas en juego.
5. El único proceso es el acusatorio:
Descartado el título
de sistema mixto para este tercer sistema procedimental, nos referiremos ahora
desde la teoría del proceso, a explicar nuestra posición en orden a que el
único sistema procedimental de persecución penal que se adecua al concepto de
proceso que venimos cuantificando, es el acusatorio.
Es en este sistema donde
quien inicia el procedimiento constituye una persona distinta del que va a
juzgar: llámese – según las diferentes denominaciones históricas -, el
“ofendido” (o acusador particular); “cualquier ciudadano” (o acusador popular)
o como órgano predispuesto para ello, como lo es el “Ministerio Público Fiscal”
(acusador público). Lo cierto es que en su poder solamente se encuentra
la facultad de accionar y excitar al órgano jurisdiccional. Es decir, sólo en
el sistema acusatorio existe un proceso desde que se enlazan 3 sujetos: quien
insta (actor), quien proyecta dicha instancia (el juez), y quien la recepta
(imputado).
Por el contrario, el
inquisitivo -que sin lugar a dudas es un sistema de persecución penal-,
no reúne las características exigidas para que pueda dar lugar a un “proceso”,
tal como lo cuantificamos: puesto que enlaza sólo a dos sujetos, el que
investiga y juzga (juez) y el imputado. Entonces, no existe en este tipo de
procedimiento una acción como instancia proyectiva: por eso lo consideramos
genéricamente sólo un sistema procedimental; no un proceso.
Por otra parte y tal
como lo anticipáramos, el mal llamado “sistema mixto” no es más que un sistema inquisitivo -si se
quiere modificado en algunos aspectos-, pero que como tal no puede generar un
proceso.
Dicho de otro modo, y
directamente conectado con el ejercicio del poder, -puntualmente del poder
penal-, podríamos afirmar que en el sistema inquisitivo aquél se concentra de manera exclusiva en el
juez; mientras que en el modelo acusatorio o adversarial, es imprescindible que
se ejerza tal pretensión desde el actor para que el tribunal pueda aplicar una
pena. De manera que el verdadero poder reside en él, no en el Tribunal.
Reconocer esta competencia en el ejercicio del poder no es tarea sencilla,
menos aún después de tantos años de inquisición.
Es ésta la diferencia
conceptual más importante y -como veremos- la que no se muestra, ya que los
autores en general reducen las diferencias a las funciones de accionar, juzgar
o defender; cuando -como ya lo expresamos-, lo que en realidad está en juego es
quién ejerce el poder penal en nombre del Estado.
[1] Este
material es un resúmen actualizado del capítulo II del libro Derecho Procesal
Penal – Editorial Nova Tesis Rosario 2010, expresamente elaborado para el grupo
uno de la cátedra de derecho procesal penal de la Facultad de Derecho de la
UNR.-
[3]Es la forma de ver la relación entre la verdad y la
certeza, que trabaja Karl POPPER. Confr. su “En
busca de un mundo mejor” Paidós Estado y sociedad, España 1996.- Véase
también su obra “Conjeturas y refutaciones” (Barcelona, Paidós, 1994) ; “La
responsabilidad de vivir” (1995). Por su parte Silvia Gamba sugiere la lectura
del pequeño libro de Thomas Kuhn: “¿Qué
son las revoluciones científicas? y otros ensayos” (ediciones Paidós,
Universidad Autónoma de Barcelona, 1989) donde admite que, muchas veces, la
historia contradice la lógica vigente
llevando al observador a pensar el pasado -y, por ende, el presente- “con una cabeza
diferente”: la del momento histórico en estudio, con los ojos del hombre de su
época.
[4] Especialmente en el procedimiento previsto para los
menores y en el juzgamiento de las faltas y contrvenciones.
[7]Nos referimos puntualmente a Enrique Angelelli (quien
falleciera en circunstancias no esclarecidas), Miguel Esteban Hesayne, Jorge
Novak y Jaime de Nevares.
[8]Los esfuerzos cumplidos en el objetivo de consolidar la
democracia, son detalladamente expuestos en el prólogo que el Dr. Raúl R.
ALFONSIN hace al libro de Carlos NINO, “Juicio al mal absoluto”, Edit. Ariel,
Bs. As., 2006.
[9] Aporta con acierto
Silvia GAMBA, que la actual problemática de la inseguridad (peyorativamente
llamado “segurismo”) ubicada en la misma
línea de análisis histórico que antes mencionábamos, se reconoce heredera de la
guerra fría y la consiguiente “Doctrina de la Seguridad Nacional”, cuya
dinámica fue internalizada por los gobiernos latinoamericanos como amenazas
institucionales locales y tratados, precisamente, como un problema de seguridad
nacional, cuya solución se reducía siempre a soluciones militarizadas. Esta
tendencia no cesó tampoco en la posguerra ni con arribo de gobiernos
democráticos; sino que, por el contrario, fue reformulándose y devorando otras problemáticas como, por
supuesto, el de la criminalidad.
[10]En el ámbito nacional un claro ejemplo de liderazgo de
clase media es el del “Ingeniero” Blumberg que en su confusión mezcla el
aumento de la represión, con el reclamo del jurado popular. En ese escenario,
Santa Fe inaugura a fin del 2007 un gobierno de distinto signo ideológico al
que vino disponiendo sus destinos en los últimos veinticuatro años de
democracia. Por primera vez un gobierno socialista, que convoca a personas con
un gran compromiso académico en su gabinete, parece marchar hacia la gran
reforma procesal penal que nos adeudamos instalar. Nos referimos a los
ministros de Justicia y Derechos Humanos Dr. Héctor Superti y al de Seguridad,
Dr. Daniel Cuenca, con quienes tenemos el honor de compartir la cátedra de
derecho procesal penal en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de
Rosario. Sin embargo, como tendremos oportunidad de analizar, el código
procesal penal adoptado no pertenece a éste gobierno, sino que fue heredado del
anterior justicialista y fruto de la intervención directa del Poder Judicial,
mediante un supuesto Plan Estratégico que convocara para la reforma de códigos
y leyes relacionadas con el funcionamiento de la justicia.
[11]Una demostración
patética de cómo se resiste el cambio, lo muestra Santa Fe, que pese a un
intento de implementación parcial del nuevo código (con la ley 12.912), todavía
mantiene su sistema procedimental preponderantemente escriturista y altamente
inquisitivo, contraviniendo dispositivos constitucionales que exigen el juicio
público y por lo tanto oral, así como el paradigma acusatorio que nuestra Corte
Suprema de Justicia de la Nación ha proclamado como el que reclama para cumplir
con el “debido proceso” (Conf. ”Casal, Matías”).
[14] Domingo Faustino SARMIENTO en su magnífica obra
literaria “Facundo”, se refiere a la inquisición como la causa del terror que
enfermaba el ánimo de las poblaciones. “¡Mirad
que sois españoles, y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la
traemos en la sangre”, pág. 138, Edit. L y C Leer y Crear, Colihue, Bs.
As., 2003.
[16]Refiriéndose a él dice Michel FOUCAULT: "Este
curioso personaje que surge en Europa hacia el siglo XII se presentará como representante
del soberano, del rey o del señor. Cada vez que hay un crimen, delito o pleito
entre los individuos, el procurador se hace presente en su condición de
representante de un poder lesionado por el sólo hecho de que ha habido delito o
crimen. El procurador doblará a la víctima pues estará detrás de aquél que
debería haber planteado la queja, diciendo: 'Si es verdad que este hombre
lesionó a este otro, yo, representante del soberano, puedo afirmar que el
soberano, su poder, el orden que él dispensa, la ley que el estableció, fueron
igualmente lesionados por este individuo. Así, yo también me coloco contra él'.
De esta manera, el soberano, el poder político, vienen a doblar y,
paulatinamente, a sustituir a la víctima. Ese fenómeno, que es absolutamente
nuevo, permitirá que el poder político se apodere de los procedimientos
judiciales" (Michel FOUCAULT "La Verdad y las Formas Jurídicas",
págs. 75/76, ed. Gedisa, México, 1990).
[17]Conf. ZAFFARONI, Eugenio Raúl, ALAGIA Alejandro y
SLOKAR Alejandro. “Derecho Penal”, pág. 271, Ediar, Bs.As., 2002.
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