La prueba en el juicio penal
LA PRUEBA Y SU RELACION CON EL OBJETO DEL PROCEDIMIENTO
(Del Capitulo X del libro de Victor Corvalán - El derecho procesal penal - análisis crítico del procedimiento penal. Editorial Nova Tesis - Rosario 2010)
El
gran desafío que impone el Estado Constitucional de Derecho, supone que más
allá de las propias convicciones del que ejerce la persecución penal, pueda
probar sus afirmaciones, ante un tribunal imparcial. En realidad, toda la
actividad probatoria se reduce a una producción discursiva, donde se evocan
hechos pasados, de modo que se trata de evaluar la verosimilitud que ofrecen,
para lograr convencer. Todo en función de límites que fija el discurso de la
ley, para garantizar que el poder no se ejerza arbitrariamente.
1. Acerca de la prueba y la verdad. Ubicación del
tema:
La temática de la
prueba es, por su vinculación discursiva con lo fáctico, generalmente
ajena al derecho; en efecto: cuando se investiga un hecho con apariencia
de delito (que luego se convertirá en eso que constituye -en sentido estricto-,
una prueba), existe una primera aproximación de ese hecho con la
criminalística que, a su vez, necesita nutrirse de numerosas disciplinas o
ciencias auxiliares (ingeniería, medicina, biología, física, etc...). Sin
embargo ello no quiere decir que el derecho se desentienda de la prueba, e
incluso en algunos aspectos se ocupe de ella. Lo hace cuando -desde la ley-, se
la regula, limitando la actividad probatoria, describiendo más o menos
pormenorizadamente cuáles son los medios para probar, qué valor tienen (si el
sistema de valoración es legal), hasta dónde se puede probar y cuál es el
objeto a probar. Esto último tiene que ver con los hechos que se alegan como ocurridos,
siempre a partir de un razonamiento lógico. Por ejemplo, no pertenece al
derecho la determinación de la paternidad a partir de un análisis sanguíneo,
sino a la biología, o a la biogenética; así como la autenticidad de la firma en
un documento, le corresponde a la técnica caligráfica.
Para
establecer la convicción sobre la
existencia misma del hecho que se alega como ocurrido, su apariencia delictiva
y la autoría, co-autoría, complicidad etc..., se acude a periciales, o
testimonios; que evidencian la conexión del tema prueba, con la criminalística,
no con el derecho. Por lo tanto, en una primera aproximación al tema que nos
ocupa, resulta importante investigar con la finalidad de conseguir pruebas, que
luego construyan una convicción respecto de:
* Si ocurrió el
hecho.
* Si reúne los
elementos para que sea típico.
* Si es posible
la determinación del
autor y demás responsables.
En realidad -como
luego intentaremos demostrar-, todo se reduce a una cuestión discursiva, ya que
en el juicio “probar” es convertir en
verosímil un discurso: el que pretende reconstruir algún determinado suceso
acaecido en el tiempo; quiere decir que, en definitiva, no es otra cosa que un
relato de un hecho.
2. Breve reseña histórica.
El procedimiento,
en la historia, aparece como una de las tantas "prácticas del
conocimiento". El hombre ha tenido sus lugares para conocer, el pasado (la
historia), o incluso para conocerse a sí mismo[1].La
historia de la práctica judicial sirve
para ver de qué manera fue conociendo el
hombre desde sus orígenes, cuáles fueron los métodos del conocimiento.
No buscamos otra finalidad, porque nos apartamos de cualquier postura
“historicista”, que han pretendido convertirse en fuente de inspiración para
predecir el futuro.
En Grecia, por ejemplo,
ya en “La Ilíada” encontramos una manera determinada de conocer. Cuenta Foucault, en su libro "la verdad
y la formas jurídicas" que en una
carrera de cuadrigas, consistente en llegar hasta un lugar prefijado y volver,
(era una pista de forma oval), al final de la misma colocaban en una baliza, a un hombre para controlar su
desarrollo, llamado por Homero “testigo”.
Al finalizar la carrera, el perdedor de la misma acusa al ganador de
haber hecho trampas; el ganador le refuta negando cualquier irregularidad en la
competencia. Entonces, quien había perdido la carrera le pide al otro que jure
invocando a Zeus y colocando su mano por encima de la cabeza de su
caballo. El ganador no soporta esta
situación y al negarse a tal actividad probatoria, reconoce la irregularidad
antes negada.
Esa verdad,
relacionada con los dioses, con el poder de esos dioses, hace que las partes
confiesen la verdad y el tribunal pueda
dictar su fallo, sin recurrir para nada al testimonio del testigo, que
casualmente había sido puesto para tal control[2].
El pensamiento mágico, en el que fuertemente creía el competidor, unida a la
culpa por haber hecho trampa, pudo más que cualquier tortura física.
Con el correr de
los tiempos, se producen estas indagaciones de tipo místico o religioso en toda
Europa central. Existe un ejemplo típico en el derecho germánico llamado las
“ordalías”, método de conocimiento místico como revelación de “verdad” por
medio de elementos naturales tales como el fuego, el agua, etc. De este modo, practicaban un ritual que consistía en tirar
al presunto culpable al agua: si se ahogaba, era inocente, pues las aguas lo
habían recibido; pero si se salvaba, se ponía de manifiesto el “rechazo” del
agua y, por lo tanto, era considerado culpable y condenado a morir en la
hoguera. Como vemos la (mala) suerte del imputado era atroz, porque en uno u
otro caso igualmente iba a morir.
Hay así una forma
de conocer con recurrencias a lo místico y a quien se invoca para llegar a la
verdad.
Se afirma que es
con la inquisición medioeval, donde se pretende racionalizar la práctica del
conocimiento, anterior en el tiempo a las formas de conocer que se adoptan
luego en el campo científico (Voltaire, etc.).
A través de la lógica de la razón y dejando de lado todo pensamiento
místico, por medio de pruebas, se intentaba confirmar una hipótesis acusatoria,
del mismo modo que, siglos después, trabajarían los científicos. También a
partir de una hipótesis, se intenta demostrar la verdad de la misma recurriendo
al método causal-explicativo. Ej. la ley de la gravedad. ¡Qué paradoja! Porque,
casualmente, la labor de los pensadores del iluminismo fueron atacados por la
propia iglesia frente al atentado a los dogmas imperantes en la época, pues aquéllos leían una realidad incompatible
con sus creencias.
El mismo Cristóbal
Colón, cuando manifiesta que saliendo desde un punto del planeta se podía
retornar al mismo -planteando implícitamente la redondez de la Tierra-,
cuestionó posiciones religiosas, las
puso en crisis y fue sometido a un tribunal de la inquisición.
Sin embargo, la
inquisición ya había apelado mucho antes a un método lógico y racional, a
través de la tortura, del dolor físico que ella implicaba, pretendiendo se
dijese la verdad, porque no sólo se torturaba al autor sino también al testigo.
Se recurre a una lógica que, para la época, indicaba que por boca de los
propios participantes, se conocería la verdad.
No podemos dejar
de señalar nuestros reparos a estas afirmaciones, Si bien es correcto que la
inquisición medioeval fue quien implementa metodologías racionales (aunque
inhumanas), en realidad la iglesia nunca reconoció que lo hacía para descubrir
la verdad de lo que había sucedido. En efecto, es posible otra lectura de la
labor cumplida por los tribunales eclesiásticos y sus funcionarios. Si se
estudia la teología de la época, en realidad “la verdad” había sido descubierta
antes del fallo, ya que quienes actuaban lo hacían iluminados por el Espíritu
Santo, movidos por Dios. No importaba
entonces descubrir que había pasado, si era o no un hereje, cuando tal
circunstancia se había revelado al inquisidor por inspiración divina. ¿Para qué
entonces la tortura? Precisamente para que al confesar, se arrepienta de su
pecado y pueda conseguir el cielo que se le prometía a quien estuviera bien con
Dios. Así se explica la incomunicación, ya que en la soledad de su cautiverio,
iba a poder conseguir dialogar con Dios y arrepentirse de sus pecados. Desde
este punto de vista, el inquisidor no utilizaba los métodos de tortura meticulosamente
regulados en los manuales de la inquisición, reconociendo que lo hacía para
descubrir la verdad, ya que ello supondría una grave contradicción (desde que
estos tribunales obraban bajo el auxilio de la gracia divina). La verdad ya le
había sido revelada por Dios. El reo era detenido porque era un hereje: eso no
podía ser objeto de debate alguno.
Sucedía que la iglesia necesitaba
–además de castigar los pecados – que sus fieles descarriados se arrepintieran,
y para eso era imprescindible que el propio imputado reconociera el hecho que se le atribuía. Este
reconocimiento era el primer paso para llegar a mostrar su arrepentimiento y
recobrar así la gracia divina.
Por cierto que,
para aceptar este funcionamiento del tribunal de la santa inquisición, es necesario
operar desde una fe que permita considerar que la verdad llega por inspiración
divina. Si bien estamos muy lejos de considerar tal posibilidad, no negamos que ese era el fundamento -si se
quiere ideológico- para sostener la tortura. Como fuere, no hay dudas que la
confesión de los imputados, más allá del
objetivo de descubrir la verdad, en todo caso la confirmaba racionalmente. Si
el inquisidor seguía creyendo que estaba en posesión de la verdad (que antes se
la había conseguido merced al auxilio de la fe), no hay dudas que obtenida la
confesión (merced a los métodos de indagación suministrados sin ningún
remordimiento de conciencia), seguramente dormiría más tranquilo.
Evidentemente,
toda esta tarea de averiguar la verdad, se fue cumpliendo mediante métodos que
siempre dependieron de las ideologías imperantes, en determinada época de la
humanidad.
Podemos ver como
la propia práctica judicial, para
conocer, tiene -o no- recortes, en función de la ideología del sistema de
gobierno vigente.
En un sistema
autoritario o totalitario, tendrá menos recortes ya que se le brindan más
facultades al investigador; y en un sistema democrático, respetuoso de los
derechos humanos, serán mayores los límites al poder de probar. Lo que queremos
señalar es que, en la práctica judicial, la actividad probatoria se sostiene a
partir de las relaciones de poder que funcionan en ese momento histórico dado; por
ejemplo, en la época vivida en la
Argentina durante el proceso militar, hubo una ausencia total de límites, vista
claramente en la política de desaparición de personas sustentada en la doctrina
de la seguridad nacional, que no eran más que gente condenada a través de una
especial práctica del conocimiento. En el peor de los casos, se descubría su
relación con la subversión y, como la prueba no podía elevarse al estrado
judicial (desde que no era un procedimiento basado en la Constitución Nacional
y en las leyes vigentes que -por cierto- no se animaron a reformar),
directamente se lo "desaparecía". O en el mejor de los casos, se los
ponía a disposición del Poder Ejecutivo. Pero, por supuesto, sin procedimiento
judicial ni la expectativa de una sentencia que, como es obvio, nunca iba a
poder dictarse al faltar las pruebas de una eventual acusación. Simplemente el
procedimiento de la puesta a disposición del Poder Ejecutivo, por parte de los
militares (como si ellos no pertenecieran a él), era un modo que para los
detenidos significaba "blanquearlos", “reconocerlos”. Con lo que, por
lo menos, tenían chance de salvar sus vidas.
Importa destacar
que, con la política de desaparición de personas sostenida en la doctrina de la
seguridad nacional, el tema de la verdad tiene jerarquía de valor absoluto. En
esa concepción, si quien ejerce el poder -en el caso: los militares-, habían
llegado a conseguirla, era inconcebible arriesgarse a un control de terceros
civiles, que pertenecen al Poder Judicial. Los jueces civiles no representaban
para los militares una garantía de la mirada que ellos tenían respecto de las
personas que pensaban “diferente”. Abrir el juego a tribunales civiles, suponía
la intervención de alguien que no participaba de la misma verdad y entonces
podía relativizarla, ponerla en crisis.
3. La actividad probatoria y los límites del
conocimiento.
Este modo de indagar,
propia de los “autoritarismos”, implica una actitud omnipotente, partiendo de
la premisa de que alguien puede conocer la verdad y a partir de ella ejercer su
poder punitivo.
Vale aquí una
digresión. En materia de conocer, existe una discusión que se plantea
desde el marxismo académico, acerca del hombre que conoce a partir de un
determinismo económico, y provoca que sepamos de antemano cómo va a conocer ese
hombre. Esta concepción se supera si se parte de un hombre distinto del real;
sujeto inasible, imposible de ser pensado como completamente determinable. En
realidad el hombre, como ser libre, con autodeterminación moral, pese a las
influencias que pueda recibir desde lo económico y antes desde las ideologías,
puede poner en crisis su propia historia. Hoy no puede concebirse que exista
una previa determinación de los modos de conocer. De allí nuestro rechazo a
esas visiones historicistas.
Habrá influencias
desde la ideología y desde distintos puntos de vista. Será diferente ese
conocimiento sobre un mismo hecho, siendo diversas las conclusiones a las que
se arribe. Pero además, todo ello puede ser criticado, pues si aceptamos que
existe esa influencia, también aceptemos que podemos hacer una autocrítica de
nuestro pensamiento, dominando nuestra propia ideología.
Este tema tratado
por la teoría del conocimiento[3],
que obviamente estamos muy lejos de abordar en profundidad, nos provoca la
necesidad de articular el discurso jurídico con otros, por ejemplo con el
psicoanálisis. Allí vemos que se trata de llegar a una verdad, que no es más
que la verdad del inconsciente para que el sujeto pueda conocerse más. El
psicoanálisis nos enfrentará con nuestros deseos más íntimos, y nos permitirá
distinguirlos de nuestras demandas. Eso -si lo logra- será su propia verdad, ni
siquiera la del analista.
Con el aporte de
la psicología, se puede advertir que los modos de conocer siempre están
gobernados por el deseo, de modo que muchas veces no vemos lo que en realidad
se nos presenta sino aquello que deseamos inconscientemente ver.
Además advertimos procesos paralelos de
conocimiento: el del lego, el del hombre de la calle, que son preferentemente
recipiendario del discurso de los medios de comunicación, generalmente
interesados en la obtención de un mayor lucro económico con la difusión de las
noticias nacidas del hecho judicial.
A nosotros nos
interesa analizar el conocimiento que van obteniendo los operadores del sistema
judicial, desde la policía hasta los más altos Tribunales, pasando por los
empleados, los abogados, funcionarios, peritos, testigos, etc...
En general, este
modo de conocer siempre parte de valores absolutos, generalizantes. Se llega a
la verdad, porque se piensa que ello es posible, judicialmente. Que si un
tribunal dicta una sentencia condenatoria ella necesariamente reposa en
"la verdad". En una verdad ontológica, absoluta. Del mismo modo en
que ocurría durante la Edad Media con los tribunales de la inquisición o con el
poder del Rey, que en definitiva lo concebían iluminado por Dios, entonces sí
fácilmente pensable como dueño de la verdad.
Por el contrario,
si relativizamos el modo de conocer del hombre, si aceptamos las dificultades
que tiene para reconstruir su propio pasado, si advertimos que el hombre no
siempre conoce lo que quiere, sino muchas veces lo que puede, lo que lo deja su
inconsciente, cambia completamente la valoración de los testimonios subjetivos.
4. El derecho y la verdad.
Tal como hemos
tenido oportunidad de señalar en capítulos anteriores, todo el sistema jurídico
se sostiene en numerosas ficciones que son necesarias, ya que le dan fundamento
y permiten a partir de ellas extraerse conclusiones y efectos jurídicos.
Estas ficciones
son, por definición, creaciones imaginativas del hombre, por lo tanto distan
mucho de ser reales, de ser verdades. Todo lo contrario. Es así
como trabajamos el principio de
inocencia que algunos llaman estado, para considerarlo una ficción más
del derecho, que permite darle un status jurídico al imputado, limitador del
poder penal del Estado.
Ahora bien, durante
el desarrollo del procedimiento penal, si se respeta tal principio, ello no
impide que se colecten pruebas y que luego se dicte una sentencia. Sea ésta
condenatoria o absolutoria, determine la existencia o no del hecho objeto del
procedimiento, califique al mismo como delito, y finalmente establezca o no la
autoría o participación del imputado, ¿se ha llegado a la verdad?
Evidentemente, el tema de la verdad, el drama de la verdad, puede estar ausente
en esa sentencia, o por el contrario reposar en ella.
Por ello es
posible volver a nuestro primer enfoque y ensayar esta premisa: toda sentencia
penal contiene una ficción respecto a la culpabilidad o inocencia del
imputado. Del mismo modo en que tratamos
el estado de inocencia, lo hacemos respecto de ese estado de culpabilidad que
surge de una sentencia condenatoria. Para la víctima, o para el testigo, o
incluso para el propio imputado, la verdad de lo ocurrido puede o no coincidir
con lo fijado en la sentencia.
Pese a su fuerza
de cosa juzgada, podemos llegar a tener una lectura diversa de la realidad de
los hechos. El propio condenado, puede seguir propugnando su inocencia, a pesar
de la determinación de su culpabilidad en aquélla, con lo cual podemos advertir
claramente que la declaración contenida en la sentencia es una ficción. Ficción
contenida en el discurso del juez plasmado por escrito, formalizado en la
sentencia.
Ahora bien, ¿por
qué la necesidad de establecer esa ficción? pues es necesaria para poner fin a
la contradicción que reinaba en el procedimiento entre partes, sin perpetuarlo
en el tiempo, con lo que se desnaturalizaría la función del proceso[4]
(transitoriedad de la serie de instancias proyectivas).
Pero si bien
podemos aceptar "esa verdad" plasmada en la sentencia, no debemos
tampoco caer en sostener al poder judicial como a un dios, aquél del que
hablábamos al inicio de este capítulo, visto como una divinidad omnipotente.
En la mayoría de
los casos, la realidad nos demuestra que ciertos estados de situación, no
pueden ser modificados por la sentencia, aunque ésta diga lo contrario a lo
sucedido en el mundo de los fenómenos.
No se trata de
volver al mundo de los griegos, sino de determinar las reglas de juego, que
exista una función judicial que frente a verdades encontradas, contrapuestas,
diga "su verdad". Como vemos, se trata de un entrecruzamiento de
discursos, de relatos, unos más o menos verosímiles. Sucede que, desde la ley,
se le otorga ficcionalmente cierta cuota de poder a un determinado discurso que
tiene fuerza conclusiva: el de los jueces en la sentencia. Digamos que sería
una suerte de la última palabra, aunque no necesariamente la de la verdad.
5. Los recortes a la verdad en la ley.
Como dijimos antes
esa forma de conocer luego de aceptar los límites naturales que la propia persona
tiene para llegar a la verdad, tiene recortes impuestos en la ley según el
sistema político imperante en un país y momento dados.
En un sistema
democrático, el primer recorte que encontramos está en el principio de la vida y dignidad de la persona, sea ésta
víctima, testigo, perito o imputado. Ello surgía implícitamente de la
Constitución Nacional antes de la reforma del año 1.994. Ahora se encuentra
expresamente previsto en los pactos internacionales incorporados al art. 75
inc. 22. También derivan de tales principios, el valor intimidad, domicilio,
libertad de expresión y culto, etc.
Del principio de
dignidad se deriva el de reserva, y así algunas líneas de ese recorte nos las
va a dar la Política Criminal[5],
por lo que el sistema penal no podrá investigar situaciones ajenas al derecho
penal. En el caso del art. 292 del C.P., ¿qué caso tiene averiguar sobre la
virginidad de la imputada, o la determinación de su grupo sanguíneo?, operará
allí un recorte a la discrecionalidad del investigador penal.
Lo primero que
tiene que manejar el investigador penal es el tipo penal, conocerlo muy bien y
relacionarlo con el principio constitucional de reserva; todo aquello que no
esté taxativamente prohibido por el derecho, queda en el ámbito de libertad del
hombre. El hombre realiza conductas a lo largo de su vida, pero no todas serán
captadas por el derecho penal, específicamente. Este tomará determinadas
conductas, y las delimitará a través del tipo
penal, dando los elementos necesarios y únicos para saber si en ese caso
concreto se configura la violación al tipo penal prescripto.
Si existe una
afectación intersubjetiva y además
descripta en el código penal, es hasta allí donde se puede investigar.
Vemos en el tipo
penal, una garantía del liberalismo, en cuanto limita el poder penal, ya que toma
parte de la realidad, plasmada por ciertos y determinados elementos.
También desde una posición valorativa, la legislación
procesal impide recurrir, además de aquel límite, a ciertos elementos probatorios cuando se ponen
en juego valores más importantes, tal el caso de la familia al prohibirse
testimonios de ciertos parientes en contra del imputado.
De modo que
existen tres niveles en el ordenamiento jurídico que recortan la verdad. El
primero a nivel constitucional, dando las grandes pautas, o principios, el
segundo regulado por el derecho penal donde el tipo penal fija el límite de la
pertinencia probatoria y el tercero a nivel del derecho procesal penal, donde
se fijan prohibiciones e invalidaciones en materia de prueba.
Otro ejemplo está
constituido por la regulación del discurso del imputado.
La C.N, fiel al principio de respeto a la
dignidad de la persona, prohíbe que se pueda obligar al imputado a declarar en
su contra. En realidad la prohibición va más allá: está prohibida cualquier
declaración arrancada por la fuerza. Es decir no solamente al imputado, también
el testigo es merecedor de ese respeto; de modo que si el testigo calla o
miente, tendrá una pena, pero no hay método que permita jurídicamente hacerlo
declarar, o que diga la verdad. Pero, del mismo modo, también se debe tolerar,
o receptar aquel discurso del imputado mediante el cual confiesa su autoría o
participación en el hecho que se le atribuye. Porque lo que la C.N. prohíbe no
es que el imputado declare en su propio perjuicio; sino que los operadores le obliguen a
hacerlo. Como ya lo adelantáramos[6],
superada la garantía que le permite al imputado guardar silencio (con la
consiguiente prohibición de presumir en su contra por eso), las declaraciones
que brinde obviamente serán consideradas como medios de prueba a favor o en su
contra.
6. El objeto de la prueba judicial.
En definitiva, si
de la prueba se trata, corresponde que nos formulemos varias preguntas. La
primera ¿qué entendemos por probar? Es
evidente que probar significa demostrar. Cuando probamos, “comprobamos”; es decir, realizamos una actividad
para que caiga bajo nuestros sentidos la cuantificación del objeto que queremos
conocer. Por lo tanto, en esta primera cuestión, debemos dejar de lado aquél
presuntuoso y prejuicioso concepto de la pretendida objetividad en el
conocimiento. En realidad, mientras más cerca estamos del objeto por conocer,
mientras más nos involucramos con él, mejor lo conocemos. Y por el contrario,
cuanto más distante estamos de él, menos sabemos. Mientras más subjetivamente
conocemos, mejor, pues así lo incorporamos a nuestra intelectualidad.
En segundo
término, ¿qué se trata de probar? ¿Acaso los hechos? ¿El derecho extranjero? En realidad, desde nuestro punto de vista, de lo único que se trata en
materia probatoria, es de la comprobación del nivel de verosimilitud de
los discursos.
A partir de que el
actor afirma en su discurso la existencia del hecho, su configuración como
delito y la autoría y responsabilidad penal del imputado; teniendo en cuenta que a éste se le opone el
discurso del imputado y su defensor negando, contradiciendo tales afirmaciones
sea parcial o totalmente, se torna imprescindible acompañar otros discursos.
Nos referimos al
discurso de las pruebas, que vendrán a confirmar o desvirtuar los discursos de
las partes. No está en juego la verdad que ha quedado siempre en su lugar
subjetivo, sino la mayor o menor verosimilitud de los discursos. Y verosímil puede
leerse al revés: como símil de verdad. Con lo que da clara idea de que se trata
de una apariencia, de un acercamiento, pero no necesariamente de "la
verdad".
Si el discurso del
actor aparece como verosímil, porque se ha visto reforzado por el discurso de
los testigos o de los peritos e incluso el del propio imputado en su confesión,
es evidente que el discurso del juez en la sentencia le hará lugar. Le hará su
lugar. Lo recogerá, permitiendo la elaboración del discurso que termine
condenando al imputado.
Más si mañana
procediera un recurso de revisión (o simplemente de apelación) y el nuevo
Tribunal en una ulterior lectura de los discursos revocara la sentencia, se
demostraría cabalmente cómo siempre se trató de una relativa aproximación a una
verdad, que quizás todavía en esta segunda instancia no haya sido alcanzada.
Seguiremos con la verosimilitud.
De esta manera, la
función de las partes en materia probatoria, es la de “con-vencer” en primer
lugar a la otra para que desista de su pretensión, y en segundo término al Juez
o Tribunal, a fin de que dicte una sentencia que le sea favorable. Para ellos,
a su servicio; los discursos de las pruebas.
Parece interesante
volver sobre este concepto, el de “con-vencer” en el sentido de vencer una
resistencia que puede tener el intelecto de aquél que no adhiere a nuestro
discurso, o simplemente ignoramos si lo hace, con la finalidad de que acepte
como "su verdad", ésta que alegamos como nuestra.
Ahora bien, en el
sistema procedimental que nos rige, serán los discursos de los imputados, de
las víctimas, de los testigos o de los peritos, los que constituyan el objeto a
valorar. Así debería ser, pero la práctica nos demuestra que en realidad no es
así.
Cuando la
instrucción escrita documenta a los discursos, -lo que importa muchas veces
desnaturalizarlos, por la labor burocrática de quien los escribe-, y siendo
ésta definitiva, los jueces terminan valorando el discurso escrito por el
sumariante, ya que excepcionalmente han recibido directamente dicho objeto de
primera mano. Parece entonces
fundamental, distinguir un objeto (el discurso en el momento de su emisión),
del acta firmada por todos menos por su autor (el empleado dactilógrafo)[7].
El primero es rico
en matices para ser interpretado; es completo en cuanto es imposible no
conocerlo en su integridad; no se agota en las palabras que pronuncie su
emisor, sino que desde el punto de vista discursivo se integra con gestos,
silencios, actitud, presencia, vestimenta, etc... El segundo es, por el contrario, sumamente
pobre ya que no hay matices, ni tonos, ni estados de ánimos, está limitado a
las palabras que el dactilógrafo fue transcribiendo más o menos fielmente, no
hay gestos, ni silencios, ni ningún otro elemento que integra la comunicación
entre el emisor y el receptor. Por lo tanto cuando se valora el primero,
realmente se está en inmejorables condiciones de emitirse conclusiones respecto
de su verosimilitud. La convicción se va a producir, en el mismo momento en que
se produce la emisión del discurso.
En cambio si todo
se limita a la lectura, la valoración cambia de objeto, el discurso originario
resulta sumamente interferido y es posible que poco quede de él. No hay lo que
comúnmente se llama una “impresión personal”, que haya podido formarse el
sujeto receptor del discurso, que es quien puede y debe valorar.
7. La prueba y su necesidad de cautela.
¿Para qué cautelar
la prueba? Se dice que para que el
derecho no sea ilusorio, pues la prueba luego permitirá hacer lugar a la
demanda. Si obra en poder del actor no existe problema, pero si está en poder
de un tercero, allí se cautela la prueba y la pretensión. En realidad,
siguiendo nuestra línea de trabajo, nos parece mejor consignar que se intentan
cautelar discursos que por alguna razón pueden ser imposibles de producir en el
lugar del proceso; discursos que, a su hora, serán requeridos para
"con-vencer", o sea para convertir en verosímil otro, o para destruir
la verosimilitud del antagónico. Aquí no hay más remedio que documentar de
algún modo, un discurso ante la imposibilidad de llevar su producción al lugar
del debate, del juicio, a la audiencia pública, ante los propios jueces que
tendrán que resolver. De allí la importancia de documentarlo del mejor modo
posible. Obviamente hoy la tecnología ofrece métodos de conservación de
discursos (incluidas las imágenes), que superan ampliamente a la escritura.
Desde la teoría
general del proceso, sabemos entonces que existen ciertos requisitos o
presupuestos, para permitir despachar una medida cautelar. Ellos son:
* Apariencia de
responsabilidad (o verosimilitud en el derecho invocado);
* Que exista
peligro en la demora (al menos que ese peligro sea alegado);
¿Cuál sería el peligro en la demora? por
ejemplo, si un testigo se está por
morir. O por el contrario el peligro es que al material probatorio lo hagan
desaparecer. En nuestra materia, se llama a este riesgo, peligro de "entorpecimiento"[8].
* Que sea
proporcional con lo que se intenta cautelar.
Por ejemplo, si se intenta cautelar un
testimonio de un testigo, y para ello se ordena su detención sería
desproporcionado, ya que bastaría con
citarlo a documentar su discurso.
Por todo ello, es
necesario muchas veces anticipar al nacimiento del proceso o juicio, la debida
documentación. o, mejor dicho, la producción de un discurso probatorio, porque
razones de urgencia o de riesgo así lo aconsejan.
A diferencia del
procedimiento civil en el que existen procedimientos específicos de
aseguramiento de pruebas a instancia de quien en el futuro promete ser parte en
un juicio (aun en materia confesional y que no tienen términos de caducidad),
en el procedimiento penal no están previstas; de todos modos y en realidad,
toda la etapa instructora constituye una verdadera faz de aseguramiento
probatorio.
La práctica
judicial – al menos hasta el presente- documenta por escrito, pues pareciera
que tal metodología brinda una total seguridad. De ese modo, el discurso así
documentado le otorgará una cierta permanencia. De cualquier modo, hay que
tener en cuenta que, en la actualidad, van apareciendo muchas otras técnicas de
documentación -como la grabación o la video imagen-, que pueden perfectamente
ir reemplazando a la escritura, contando, incluso, con medios para asegurar su
autenticidad e inalterabilidad muy confiables.
Es distinto
-obviamente- cuando el juicio es escrito u oral, como tendremos oportunidad de
ver en el capítulo XII. Si es escrito, la instrucción es definitiva y la prueba
sirve para dictar sentencia. En cambio cuando es oral, la instrucción es
meramente preparatoria, y la única prueba válida para fundamentar una sentencia
es la producida en la audiencia pública. Así se asegura el derecho a controlar
la producción, que como sabemos integra el derecho de defensa.
La garantía
constitucional de la inviolabilidad de la defensa en juicio pone límites a los
modos de producción de prueba que puedan desvirtuar su sentido mismo; de ahí la
trascendencia del control de la defensa.
En el juicio oral
son las partes las que van estar controlando, el testigo estará presente y así
lo escucharán los jueces (principio de inmediación). En cambio, en el
procedimiento penal que tenemos en
la Nación, se colecta la prueba en la instrucción sin control de la defensa.
Esto es abiertamente inconstitucional, pues puede ocurrir que la actividad
policial o bien del juzgado de instrucción, violen garantías constitucionales,
aún por una alegada urgencia, por ejemplo utilizando apremios ilegales.
Esos dichos
obtenidos por la aplicación de apremios ilegales, ¿pueden servir como prueba?
8. Las reglas de exclusión de la prueba obtenida
ilegalmente.
Pasamos ahora a
analizar qué tratamiento se le debe brindar a aquella prueba que ha sido
obtenida al margen de disposiciones constitucionales limitadoras de la
actividad probatoria. Volviendo al ejemplo que recién tratamos (es decir con un
discurso obtenido mediante apremios ilegales): ¿qué hacer? Algunos doctrinarios
y también alguna jurisprudencia pensaron que se podía dividir y si la confesión
parecía verosímil (a pesar de los apremios) podría seguir teniendo validez, más
allá que se sancione el apremio ilegal por separado.
Otro ejemplo
podría ser el allanamiento sin orden escrita del juez, que puede llevar a la
aplicación de sanciones al policía, aunque subsista como válida la prueba
obtenida ilegalmente. Esto fue tradicionalmente así, porque tanto la doctrina
como la jurisprudencia propiciaban que se conserve su valor probatorio. Pero en
determinado momento, los criterios jurisprudenciales cambiaron y se comprendió
la insensatez de ese desdoblamiento, de esa división, y se dejó, en
consecuencia, de admitir la aprovechabilidad y ponderación de toda prueba
obtenida ilegalmente. Luego aparecieron las corrientes doctrinarias y
jurisprudenciales que elaboran lo que conocemos como las reglas de exclusión
de la prueba obtenida ilegalmente[9].
Veamos
sucintamente algunos aspectos de las reglas.
• En primer lugar,
la de la inaprovechabilidad de la prueba obtenida ilegalmente. La prueba
obtenida ilegalmente no puede ser motivo de valoración en el procedimiento
penal.
Esta regla
encuentra acogida en la Corte Suprema de Justicia en el caso Montenegro[10],
que constituye un verdadero paradigma, donde la garantía de incoercibilidad del
imputado respalda el decisorio. Montenegro estaba acusado de un robo y bajo
apremios ilegales que le suministra la policía, cuenta dónde estaban las cosas
robadas. Es en este caso donde, paradojalmente, la Corte Suprema de Justicia de
la Nación de la dictadura militar, dijo que el Estado no puede aprovecharse del
delito para la persecución de otro delito.
Se trata de que,
una vez cumplida la actividad cautelar, si se hizo según el ordenamiento
jurídico, la prueba obtenida sirva como prueba de cargo. Cabe preguntarnos si
también sirve como prueba de descargo, es decir, si lo arrancado
ilegalmente beneficia al imputado puede ser aprovechada a su favor.
Evidentemente este es un problema ético, pues estamos en presencia de un
elemento que permite desincriminar una conducta, pero a través de una prueba
obtenida por apremios, aunque sirva para declarar su inocencia.
• La otra regla es
conocida como “fruto del árbol venenoso”[11].
Cuando los autos del caso Montenegro, bajan a la Cámara, ésta ve que sólo se había
tocado el tema de los apremios ilegales, pero lo que no había dicho la Corte,
era ¿qué pasaba con los allanamientos legales posteriores? Aquellos realizados
luego del apremio ilegal. La nulidad de la confesión, ¿se extendía a la nulidad
de allanamientos cumplidos con respeto por todas las formalidades exigidas por
la ley?
La Cámara,
aceptando lo decidido por la Corte, entendió que la nulidad se extendía a los
frutos de aquél acto originariamente invalidado. La declaración obtenida por
apremios es un árbol que está envenenado, por lo tanto el fruto -que es el
allanamiento y posterior secuestro-, también conserva ese veneno y debe ser
desechado. Este allanamiento fue
consecuencia directa de la ilegalidad primigenia de la confesión.
En EEUU -donde
nace esta teoría-, ha causado problemas de tipo político, pues la prensa ha
transmitido un discurso que ha horrorizado a la opinión pública a causa de
ella.
Así en el país del
norte, se inventa otra teoría (llamada de la fuente alternativa), donde
se aplica la teoría del fruto del árbol venenoso siempre y cuando no se llegare
por otra fuente alternativa a cautelar la prueba; en cuyo caso la prueba
obtenida no se cae. Si en el caso Montenegro, la dirección donde estaba la
mercadería robada, hubiera sido suministrada también por otra fuente probatoria
no invalidada, el allanamiento no era alcanzado por la invalidación, ya que
igual se hubiera llegado al secuestro, aunque por una vía alternativa a la
confesión irregular.
En los tribunales
provinciales rosarinos, el Dr. Ramón T. Ríos sostuvo una teoría como segunda
excepción de la del árbol venenoso llamada “clearing de valores”[12].
Consiste en poner en uno de los platos de una imaginaria balanza, el valor de
la prueba obtenida en relación al
objetivo que se persigue; y en el otro,
la afectación que pueda haber sufrido un bien constitucionalmente
amparado, por la actividad cumplida para conseguir la prueba. Intentando
explicitar con un ejemplo el funcionamiento de esta postura, pensemos que,
investigando un homicidio, la policía ingresa a un domicilio sin la orden
judicial correspondiente y -ya en el interior- se encuentra con un cadáver y
las pruebas del homicidio; corresponde colocar en la balanza entonces primero
la determinación de cuál es el bien jurídico que se protege penalmente y qué
justifica la persecución iniciada. En el ejemplo, es la vida la
protegida por el código penal. Luego, tenemos que descubrir cuál es el bien
que, teniendo protección jurídica, se ha visto afectado con la realización de
la actividad probatoria tendiente a conseguir las pruebas del homicidio. En el
ejemplo, la inviolabilidad del domicilio. Tenemos entonces los dos
bienes jurídicos afectados: la vida que se perdió con el homicidio y que
legitima la represión de su autor y la privacidad del domicilio, que solo cede
frente a la orden de un juez. Corresponde en consecuencia decidir hacia cuál se
inclinará la balanza, qué valor es el de mayor peso, el más importante. Si es
más importante la protección de la vida, cede la garantía constitucional de la
inviolabilidad del domicilio. De este modo, como se persigue el objetivo
superior de conseguir demostrar la existencia de un homicidio y descubrir al
culpable, se toleraría tal intromisión inconstitucional constitutiva de la
violación de domicilio.
Esta novedosa
tesis, que pareciera con los fines justificar los medios, y que resulta
imposible de utilizar “a priori” -ya que solamente se puede hacer el análisis
con posterioridad a lo ocurrido-, no nos termina de convencer. Nos preocupa que
el valor de la prueba o mejor dicho la legitimidad de su producción, dependa de
los criterios de un Juez que con su ideología maneje el peso de los bienes en
juego y entonces dé prioridad a un bien
sobre otro, cuando es evidente que tal discriminación no ha sido efectuada por
el legislador en la Constitución Nacional.
Dicho de otro
modo, la Constitución Nacional no distingue entre jerarquía de valores y manda
en todos los casos, la necesidad de una orden judicial para allanar el
domicilio que es inviolable[13].
La represión penal debe, en todos los casos, realizarse respetando las
garantías que se fijan en la constitución, porque de lo contrario bien podría
tolerarse la tortura que afecta la incoercibilidad del discurso del imputado,
con la excusa que “pesa” menos que el valor vida que se intenta proteger. Qué
decir cuando las diferencias entre los bienes a colocar en la balanza no sean
lo nítida que resultan en los ejemplos que elegimos precedentemente, como puede
ocurrir si pensamos en la “fe pública” y “el juez natural”, o “la propiedad
privada” y “la imparcialidad del juez”.
9. Los sistemas de valoración de la prueba.
Señala Julio B.J.
Maier que todos los recortes a las posibilidades de investigar un hecho,
advierten acerca de que la averiguación de la verdad no representa un fin
absoluto para el procedimiento penal sino, antes bien, un ideal genérico a
alcanzar, como valor positivo de la sentencia final[14].
Este importante y admirado autor, que de este modo toma distancia de Alfredo
Vélez Mariconde, sigue de alguna manera adjudicándole fines o ideales al
procedimiento penal, cuando éste en rigor es una entelequia. Por ello le parece
importante advertir que “un procedimiento
concreto alcanza su meta con la decisión sobre el conflicto y es perfectamente
válido, aún cuando no haya alcanzado el ideal de proporcionar un conocimiento
suficiente acerca de la verdad real, material o histórica objetiva”.
Para nosotros, el
procedimiento -como programa de persecución penal-, logra sus fines si cumple
con limitar el poder de los que participan con roles adjudicados, si permite
garantizar los derechos que pueden verse conculcados, si en definitiva logra
permitir a los operadores la producción de sus discursos y traer los otros
discursos (los de la prueba), para corroborar como verosímiles los
propios.
El fin o ideal de
la verdad, pertenece a lo subjetivo de cada persona, será en ella donde anide
su drama de haber conseguido -o no-, convicción respecto de determinado
discurso evocador de hechos que se alegan acaecidos. Lo será en primer lugar
para las partes, y en último término para los miembros del Tribunal que tendrán
que pronunciar su sentencia luego de culminado el proceso.
Es aquí donde
aparece nítidamente la problemática de la fundamentación de la sentencia, es
decir la cuestión de la elaboración del discurso del sentenciante, donde con
los medios a su alcance, tratará de explicar los motivos que lo llevaron a la
conclusión condenatoria o absolutoria, las razones que tuvo para considerar
verosímil determinado relato de los hechos, y en definitiva la explicación de
la aplicación de la ley penal, lo que supone toda una labor interpretativa de
otro discurso, el de un texto sin sujeto.
Esa labor del
Juez, que viene a dar cuenta de los resultados obtenidos a lo largo del
procesar de la información que fue recibiendo durante la audiencia, intenta ser
sistematizada mediante reglas que le brindan libertad para conformar su
convicción, dando lugar así a la que actualmente nos rige, llamada de la sana
crítica o libre convicción. A ella se llega luego de otros sistemas
que se han dado en la historia de la práctica judicial, a saber: el de prueba
legal o tasada y el de la íntima convicción.
9.1. El sistema de la prueba legal:
En este sistema,
el discurso de la ley procesal pretende -apriorísticamente-, valorar determinado discurso probatorio. De modo que
tanto a las partes como al órgano jurisdiccional les queda poco por hacer, en
tanto y en cuanto, reunidos ciertos elementos probatorios, la ley considerará
que tal discurso debe darse por probado. Así, en este sistema se habla de plena
prueba cuando la ley, dadas tales condiciones, determina que el juez debe darse
por “con-vencido” de la existencia de un hecho o al revés, la ley lo obligará a
declarar su no convencimiento, por faltar aquéllas. Esto puede conducir a
hipocresías, ya que puede ocurrir que el juez esté íntimamente convencido (o
no) y, sin embargo, su discurso se someta a lo dispuesto por la ley.
Pese a lo dicho por la doctrina en general, para
nosotros este sistema en realidad no puede sostenerse rígidamente en el dogma
de que es la ley la que valora y da por ciertos y probados los hechos. Dos
argumentos tenemos para fundar nuestra afirmación -que adelantamos-, en el
sentido de que pese al mandato legal, siempre en la práctica judicial la voluntad
del juez podrá imponerse, porque, en primer lugar, la hermenéutica jurídica -o
sea la interpretación de la norma-, puede variar de un juez a otro. En tal
caso, cuando se trate de interpretar el sentido que tiene la ley al adjudicarle
valor de plena prueba a un medio, los resultados finales variarán notablemente.
Por ejemplo, si la ley dice que dos testigos de buena fama, contestes en sus
afirmaciones hacen plena prueba; la interpretación del concepto
"fama", que viene de la cultura, puede hacer variar la pretendida
valoración legal. En segundo lugar, la valoración ya no de la letra de la ley
sino de la existencia de aquellos elementos que ella exige, también es objeto
de una subjetiva apreciación del juez. Veamos el mismo ejemplo: le tocará al
juez valorar si está probada la fama que del testigo se pretende. Queremos
reiterar entonces, que el sistema legalista siempre deja un margen (por pequeño
que sea), en manos del juzgador para poder completar las exigencias de la ley.
Nos preguntamos:
¿cuál es la razón de ser de este sistema? Sin duda constituye otra paradoja
increíble de la inquisición. Siendo un sistema que pertenece o se encuentra en
códigos de neto corte autoritario (ejemplo el vetusto código de procedimiento
penal aún vigente para la Nación) fue creado como un modo de garantía del
imputado, frente al tremendo poder otorgado a los inquisidores. Y decimos
“paradoja”, porque precisamente estos
sistemas autoritarios no son un modelo de garantías. Es por ello que en todo
caso, frente a la posible actitud arbitraria de quien ejerce el poder, la ley
pretende reemplazar su voluntad, en lo relativo a la valoración de los
discursos probatorios.
Hoy en día, este
sistema está prácticamente abandonado, aunque pensamos que nunca desaparecerá
totalmente, porque algunos temas serán siendo motivo de previa valoración por
parte de la ley, para impedir la autonomía de la voluntad de jueces y partes.
Ejemplo de esta última afirmación, lo encontramos en lo referido al estado
civil de las personas, que sólo puede determinarse mediante las actas del
Registro Civil. De manera que sería imposible probar la existencia de un
matrimonio por más testigos que existan; será preciso contar con el Acta
(instrumento público) del Registro.
Señala Julio B. J.
Maier que las reglas de prueba legal, como normas genéricas y abstractas que
son aplicadas a realidades concretas futuras, multiplican geométricamente el
vacío ontológico que existe entre los conceptos y la realidad fáctica (las
cosas singulares y los hechos concretos): aquéllas, necesariamente esquemáticas
y, por ende, estrechas, y ésta plena de matices y elementos infinitos[15].
Resulta a nuestro
criterio lisa y llanamente absurdo que la ley determine el valor convictivo de
una prueba que existe nada más que en el imaginario del discurso de la ley. Por
otra parte, constituye una idealidad también absurda el pretender desde la ley
forzar una convicción personal, subjetiva, singular, por la sencilla razón que
-desde el poder-, la autoridad así impone. Es que el sistema de prueba legal
evidencia una desconfianza en el criterio personal del juzgador y por ello,
pretende reemplazarlo por el valor que la ley le adjudica de antemano a los
elementos probatorios que luego se puedan alcanzar.
Esa ideología de
la desconfianza, está presente en muchos temas, no sólo en el que nos ocupa, y
a partir de ella, se termina legislando para intentar prever situaciones que
tienen relación con la ética y por ende no se corresponden con el ámbito
jurídico normativo. Dicho de otro modo, por más que la ley intente determinar
el valor de la prueba, de nada valdrá ello cuando el Juez opere en forma
corrupta y disfrace su fallo acorde con
lo normado legalmente.
Digamos,
finalmente, que para el sistema de la prueba legal o tasada, la verdad reposa en
el discurso de la ley. Ella dice lo que tiene valor de verosímil, y se vincula
directamente con el apego al escriturismo de las actas. Solamente la escritura
asegura la verdad. Esta circunstancia no es casual y se relaciona con el
sentimiento religioso, místico que desde la cultura judeo-cristiana se tiene
por el Antiguo Testamento y el Evangelio. A ellas se les llama la “Sagrada
Escritura”, y son las depositarias de una fe en un ser supremo, que a su luz
les confiere valor de verdad absoluta. Desde la religiosidad ese valor por lo
escrito, pasa por el derecho canónico del medioevo y todavía justifica la
reacción en contra del juicio público y oral.
Falta agregar que
los procesos por actas escritas, son los que mejor permiten el secreto, la
reserva, propio del mecanismo que utilizaba la santa inquisición para las
instrucciones generales y especiales que precedían al juicio. En aquél sistema,
era entendible que el valor de la prueba fuera fijado por escrito en la ley
dictada por quien se creía estaba inspirado por un ser superior. El súbdito,
debía acatar el valor adjudicado y ni se le ocurría otorgarle otro valor
convictivo. Claro que se le adjudicaban poderes muy amplios (ej. la tortura),
entonces era preciso acotarlos con las reglas que le otorgaban valor
probatorio, en la medida en que se cumplieran los requisitos de validez.
9.2. Sistema de la íntima convicción.
Este sistema es
propio de los jurados populares, ya que la ley no establece apriorísticamente
ningún valor a las pruebas, permitiendo que íntimamente se llegue al
convencimiento en función de la apreciación subjetiva a que cada jurado arribe.
Constituye uno de los argumentos para sostener el discurso de los que están en
contra del jurado, apelando a que para convencer íntimamente a éste, se puede
recurrir a argumentos irracionales dirigidos a los sentimientos.
Ya volveremos
sobre el particular. Por ahora, digamos que en este sistema el jurado no debe
fundar su veredicto, simplemente se debe expedir emitiendo la conclusión a la
que han arribado, luego de deliberar. Es que como lo dijimos en el capítulo
VII, cuando analizamos el sistema de juicio por jurados, es evidente que éste
funciona como un filtro, sea al ejercicio de la jurisdicción o antes de la
acción (jurado de acusación), autorizando a dictar sentencia al Juez técnico, o
avalando la acusación del Fiscal. De modo que se trata de una decisión de tipo
política, donde el sentimiento medio de una comunidad, que está representado en
el sentir del jurado, por ser éste una muestra representativa de aquella, se
basa en la equidad, en el sentido de justicia, más que en la aplicación de la
ley.
El proceso de la
aplicación de la ley, si bien está presente en las instrucciones que reciben
los jurados, como acto de poder es posterior. Es así que cuando el Jurado dice
que es culpable, lo que hace es autorizar al Juez técnico a que aplique el
derecho y dicte la sentencia, que a su vez podrá o no ser condenatoria. En
cambio cuando se pronuncia por la inocencia del acusado, el Juez queda
imposibilitado de condenar y debe obligatoriamente absolverlo. De allí que no
se le exige al Jurado que defina sus argumentos o motivaciones, que lo llevaron
al veredicto.
Sin embargo, la
denominación íntima convicción, puede llevar a confundir y considerar que quien
la utiliza opera desde los sentimientos, es decir desde la irracionalidad, cosa
que como veremos luego, no es tan simple y ofrece su complicación desde la
teoría del conocimiento.
Queremos aquí
señalar una cuestión ideológica, instalada por el racionalismo (es decir, la
pretensión de analizar todo desde la razón), y entonces parece repugnar la idea
de que quien juzgue se convenza íntimamente sin dar explicaciones del porqué de
su conclusión convictiva. Se confunde la imposibilidad de dar razón de sus
dichos, con la innecesaria fundamentación del veredicto del Jurado.
9.3. Sistema de la sana crítica racional o libre
convicción:
Se pretende
distinguirlo del anterior, porque si bien tienen en común la falta de sujeción
a un discurso de la ley que fije valores, en éste el juez debe racionalmente
concluir, recorriendo previamente una valoración de las pruebas, para
lógicamente llegar a apoyar su sentencia. Se dice que se compone de reglas no
jurídicas pero sí lógicas, psicológicas y aún experimentales, que regulan el
correcto discurrir intelectual que incluyen la propia experiencia del juez.
Su uso es propio
de jueces técnicos, o sea, abogados, y se caracteriza entonces porque permiten
un posterior juicio crítico a la valoración realizada. Ello justificaría la
motivación de los fallos.
Es el sistema más
utilizado en los últimos tiempos del derecho procesal y se inspira en un
racionalismo que pretende en el discurso escrito de la resolución, concentrar
todos aquellos sentimientos que el juez tuvo al apreciar la prueba.
Para Julio B. J.
Maier el sistema de libre convicción, al exigir la fundamentación de la
decisión y que además sea racional y completa, es indicativo de que no hay una
ausencia total de reglas condicionantes de la convicción[16].
Esto permite llamarle al sistema como de la sana crítica o crítica racional,
además de considerarlo como de libre convicción. Pero la ley, lo único que le
exige al juzgador, es que al momento de plasmar por escrito lo resuelto brinde
una explicación lógica, fundada, acabada y vinculada con la experiencia del
porqué de lo resuelto. No se mete entonces con la valoración en sí misma
considerada. En ello no hay reglas;
éstas, en todo caso, operan en un momento posterior, en el fundamento de
lo resuelto, que no es lo mismo que cuando se produce la formación de la
convicción.
Si el sistema de
la sana crítica racional se compone de psicología, experiencia y lógica,
deberíamos analizar en primer lugar cómo se estructura el psiquismo del ser
humano, para adentrarnos en el terreno del discurso del inconsciente, donde
encuentran explicación muchas de nuestras conductas.
9.4. Nuestra
opinión. Hay un sólo modo de valorar la prueba.-
Pensamos que en
rigor, no hay tres sistemas de valoración de la prueba, por eso esta
clasificación merece nuestra crítica. Intentaremos explicarlo.
Podríamos aceptar
una doble clasificación, si tenemos en cuenta quién realiza la valoración: así,
por un lado, el legalista, porque el discurso axiológico está a cargo de
la ley; y por otro, el libre, es decir: el discurso del juez o tribunal
sin ninguna atadura legal. Mas el criterio clasificatorio no parte del órgano
que valora sino del modo en que opera la valoración.
Cuando valora la
ley, en realidad no lo hace respecto de discursos concretos que se producen en
una práctica judicial determinada. Por el contrario, la valoración legal es
referida a hipótesis abstractas, imaginarias, es decir, inexistentes. Veamos un
ejemplo: la ley se refiere a dos testigos de buena fama. Pero son dos personas
hipotéticas, no existen todavía, no tienen nombre, apellido, historia. Por lo
tanto, la ley no se ocupa de valorar pruebas sino de darle un determinado valor
probatorio a supuestos que todavía no se han concretado en la práctica
judicial. La ley se anticipa así a situaciones imaginarias y entonces les
otorga un valor para impedir que el juez tenga facultades autónomas. En
consecuencia, mal puede considerarse un sistema de valoración, cuando quien
valora no existe como sujeto, ni tampoco existe el objeto valorado. No existe
el legislador porque casualmente la ley es un texto sin sujeto, ni tampoco
existe el testigo, porque es un supuesto sujeto con cierta "fama".
Los otros dos
sistemas, tienen en común su posibilidad de concretarse en la relación entre el
juez o tribunal, perfectamente determinado y las pruebas producidas en un
momento histórico dado. Nuestro punto de vista, reduce a uno solo el sistema de
valoración de la prueba que incluye tanto a la sana crítica como a la íntima
convicción, ya que no encontramos diferencias ónticas entre ambas.
Se trata de
comenzar analizando los modos de conocer con que cuenta el ser humano. Este
debe ser el punto de partida; porque toda valoración supone un previo
conocimiento del objeto valorado. Es entonces, cuando cobra vital importancia
advertir que muchas veces los objetos a valorar, son valores (valga la
redundancia). En esos casos, al mismo tiempo que conocemos, realizamos
intuitivamente la valoración. Frente a la belleza, la fealdad, la bondad, la
maldad, etc... no hay un conocimiento racional. Ello porque los valores,
pertenecen a conceptos que previamente tenemos internalizados desde nuestra
formación cultural.
Es entonces que el
conocimiento valorativo es siempre -al menos al principio- intuitivo. Es
distinto del conocimiento racional, imprescindible para otro campo del saber,
para otros objetos por conocer. Por ejemplo el paradigma del conocimiento
racional sería el matemático, que requiere de previos elementos lógicos para
poder adquirirse; sigue leyes del pensamiento para llegar a valores
universales, desde que racionalmente nadie puede destruirlos. Es decir si dos
más dos son cuatro, lo son en cualquier parte del mundo, en la medida que racionalmente
recorrí un camino lógico que me permite concluir universalmente. Es un
conocimiento que también parte de conceptos, pero que utiliza necesariamente la
lógica deductiva para sus conclusiones.
Por el contrario
-insistimos- cuando de valorar se trata, lo hacemos siempre intuitivamente, sin
necesidad de la razón. Ahora bien, luego de ese momento del conocer, llega otro
muy distinto, que es el momento de explicar, o fundar el porqué del
conocimiento adquirido. Es decir, una vez valorado el objeto intuitivamente, se
necesita del discurso racional para fundar la motivación del porqué de ese
valorar. Pero es evidente que se trata de una cuestión distinta al originario
conocer. Ya conocimos intuitivamente. Ahora necesitamos explicar, dar razones,
ello implica un tremendo esfuerzo tendiente a lograr coherencia y fidelidad
entre aquél momento cognoscitivo y su posterior explicación pretendidamente
racional. No siempre se logra tal coherencia, o mejor dicho tal fidelidad. A
veces sucede que no encontramos las palabras adecuadas para poder explicar lo
intuitivo. ¿Será que a lo mejor tal tarea resulta imposible?
Lo cierto es que
el racionalismo pretende ignorar estas dificultades cognoscitivas en el plano
de lo intuitivo y a partir de la razón se quiere concebir un modo de objetivar
la valoración. Ello sí es evidentemente imposible. Todo conocer es siempre
subjetivo. Lo objetivo en la tarea de conocer y de valorar es un mito del
racionalismo, que pretende peyorizar la subjetividad ensalzando de justa la
objetividad. Lo real es que mientras más objetivo se pretende ser, menos se
conoce. Y, por el contrario, mientras más subjetivo se es, es decir, mientras
más nos metemos con el objeto, mejor lo conocemos y podemos en consecuencia
valorar más justamente. Por otra parte, las interferencias que desde los
afectos, impiden una postura equitativa en el valorar, cuando son conscientes
son criticables desde la ética, y cuando no lo son, quedan en el plano del
inconsciente, por lo que solamente afloran a partir de que se razone al
respecto o un tercero (el analista) permita resignificarlos.
Como fuere, vale
la pena subjetivar al objeto por conocer, mientras lo podamos manejar y
teniendo claro que desde las relaciones afectivas (amor u odio) se pueden
alterar las valoraciones que realizamos. En tal caso, la razón vendrá luego,
como crítica al conocimiento originario para intentar revisar aquella
valoración. Recién en un tercer momento, podemos hablar de objetivización
de lo racionalizado, al volcar nuestras ideas en una determinada producción que
se somete a la crítica externa; pero ello es muy diferente de la pura objetividad que algunos pretenden.
10. La motivación de las sentencias.-
Entre nosotros es
un lugar común que toda sentencia debe tener sus fundamentos. Ello no fue siempre
así, ya que recién después de la Revolución Francesa, se aprobaron normas muy
concretas sobre la necesidad de que las sentencias estén motivadas, hasta que
se llegó a establecer que la falta de motivación violaba las normas
sustanciales de toda decisión en materia contenciosa. Este principio ha llegado
a tener una jerarquía fundamental, ya que se lo ha visto como un escalón más en
el ascenso hacia los límites que debe tener el Estado para ejercer su poder.
Entre nosotros la
Constitución Provincial de Santa Fe, en su artículo 91, exige que las
resoluciones judiciales estén fundadas, por lo que tiene, entonces, valor
constitucional. De cualquier modo al incorporarse la convención Americana sobre
Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) a nuestro texto
constitucional (art. 75 inc. 22) y ser uno de los derechos del justiciable el
poder impugnar las decisiones de los Tribunales, es obvio que se precisa que la
sentencia condenatoria se encuentre debidamente fundada, ya que no podrá
ejercerse válidamente el derecho de defensa, para poder expresar los agravios,
si no se sabe por qué se llega a la conclusión que se impugna.
Con el mismo
argumento, toda vez que se instaura el recurso de apelación, se necesita que la
sentencia diga sus fundamentos, y de allí que los Códigos Procesales lo imponen
como requisitos formales a cumplir bajo pena de nulidad del fallo. Limitado a
los argumentos que explican el porqué de la aplicación del derecho, se precisa
conocerlos para poder intentar válidamente el recurso de casación, único
ordinario para el juicio público y oral, aunque con las particularidades que
analizaremos en el capítulo XIV.
Es común ver que
para referirse al tema que nos ocupa, se utiliza el concepto de “motivar” como
equivalente o sinónimo de “fundar”. En rigor, no es exactamente lo mismo,
aunque tengan un sentido semejante.
Motivar, en un primer
momento, se relaciona con la causa eficiente o final, es decir a la razón por
la que el juez se decide por una solución; dicho de otro modo, el motivo es el
conjunto de consideraciones racionales que lo justifican al acto, que le dan su
razón.
Por su parte, el fundamento
encierra un concepto más profundo, más medular, ya que se trata de haber
profundizado dando las razones de lo que se dijo y por qué se dijo. Como vemos
siempre, los motivos y los fundamentos son productos de la razón que, a través
de ellos intenta justificar la
resolución dictada.
Para nosotros, lo
concreto es que la motivación o fundamentación pertenecen a un segundo momento,
que se produce necesariamente después de la valoración de los discursos
probatorios. La etapa de la valoración, que pertenece a la teoría del
conocimiento, se va cumpliendo a medida que el sujeto va tomando contacto con
los discursos de quienes participan del proceso; allí los va valorando, los
considera creíbles o increíbles. Así se llega a la decisión final, siempre como
elaboración subjetiva e interna del sujeto.
Después llegará el momento de la fundamentación de su sentencia, donde
tendrá que explicar los porqués, las razones que lo llevaron a tomar la
decisión. Es aquí donde tiene su aplicación la lógica, a través de sus
principios, fundamentalmente el de razón suficiente que fuera enunciado por el
pensador alemán Leibniz así: “ningún
hecho puede ser verdadero o existente, y ninguna enunciación verdadera, sin que
haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo” [17]
Este principio viene siendo utilizado por los jueces al dictar sentencia ya que
se ocupan del obrar humano, desde su propio pensamiento cuando razona
explicitando, mostrando, descubriendo, las razones que lo llevan a decidir de
un modo u otro.
El Dr. José
Ignacio Cafferata Nores, integrando el Superior Tribunal de Justicia de Córdoba
dictó en fecha 27 de diciembre de 1984 un fallo con motivo de un recurso de
casación donde dice textualmente: “El
respeto al principio de razón suficiente requiere la demostración de que un
enunciado sólo puede ser así y no de otro modo”[18]
Se refería el jurista de Córdoba a que las pruebas en las que se basan las
conclusiones de la sentencia, sólo puedan dar fundamento a esas conclusiones y
no a otras.
Por ello se ha
considerado que las resoluciones de los jueces son fundadas cuando permiten
extraer de ellas (nos guste o no), las razones lógico argumentativas que lo
llevaron a tomar la decisión. De modo que en esta etapa de la elaboración de
los argumentos fundantes, tiene prioridad la teoría de la argumentación,
ya que debe responder a un correcto pensamiento. Hay aquí una presencia de la
verdad, independiente del objeto del juicio al que se refiere la sentencia. Nos
referimos a la verdad, en cuanto muestra un recto pensar argumental del
juzgador. Los puntos de partida que son las premisas deben ser verdaderas y el
razonamiento también para llegar a una conclusión verdadera. Pero todo con
independencia del hecho que se alega acaecido que podrá ser verdadero o no. La
verdad que juega en los fundamentos de la sentencia es una verdad vinculada con
la lógica del argumentar. De allí que constituye toda una garantía para aquel
Juez que luego es criticado o aún juzgado por su actuación.
Asistimos a la
tendencia de exigir, cada vez más y más, que las sentencias estén correctamente
fundadas. Probablemente, sea consecuencia de la crisis en la que se encuentra
el funcionamiento de las instituciones estatales y que ha llegado al Poder
Judicial. Entonces es preciso que los jueces, al resolver, expliquen con
claridad, con transparencia, la razón de sus decisiones. Este constituye el
mayor trabajo de un Magistrado. Muchas veces no es tarea tan ardua el resolver,
como el elaborar los fundamentos de un fallo.
Las sentencias a
su hora, son objeto de innumerables recursos, los que serán oportunamente
analizados al final de esta obra, en el capítulo XV. En realidad, la existencia
de los recursos, justifica plenamente la necesidad de que las sentencias se
encuentren fundadas, al punto que se podría afirmar que las mejores sentencias
no se las califica tanto por la justicia que encierra el condenar o absolver,
sino por la calidad de la redacción de los argumentos que intentan
justificarla.
Si bien, en una
República, parece conveniente que el ejercicio de la autoridad venga acompañada
de una racional explicación, no podemos dejar de señalar que a la mayoría de
nuestros clientes, jamás le interesó demasiado la lectura de los considerandos
de sus sentencias. Pareciera que los principales interesados en la
fundamentación somos los abogados, sumamente atentos en la futura interposición
de los recursos, que a no dudarlo, constituyen una importante fuente de labor
profesional.
Precisamente un
gran problema a resolver a futuro, se encuentra en la gran cantidad de recursos
que se contemplan en los ordenamientos procesales o constitucionales, que
llevan a demorar la firmeza de los fallos más allá de lo razonable.
[1] Todo lo vinculado al conocimiento es estudiado por
la epistemología o teoría del conocimiento, que es una disciplina fundamental
de la filosofía. Se plantea las cuestiones acerca del origen de los
significados, de los principios, los métodos y los límites del saber. Lo
importante es que la epistemología filosófica, a diferencia de una filosofía de
la ciencia, pone necesariamente en tela de juicio la validez del saber
científico heredado.
[2] La eficacia del
funcionamiento de este mecanismo para conseguir que el testigo diga su verdad,
reposa en el nivel de creencia que tiene introyectado el sujeto respecto de los
efectos que su juramento puede llegar a provocar. En el caso puntual, se
relaciona con lo mágico del caballo que podía llegar a descubrir su falsedad.
En la hora actual, tal pensamiento con la misma naturaleza, se vincula con la
religión (se jura por Dios o por las creencias religiosas, e incluso en algunos
casos con la manos sobre la Biblia) o con el derecho (la lectura del delito de
falso testimonio opera amenazante).
[3] Para quien le interese, puede comenzar por un texto
sumamente didáctico, que no por su sencillez expresiva carece de profundidad,
nos referimos a la obra de HESSEN, J.
“Teoría del conocimiento”, edit. Losada, Bs. As. 1.969. De cualquier forma,
vale consignar que la epistemología va a depender de la postura filosófica que
el sujeto adopte en primer término.
[4]Tema que ya
analizamos en el capítulo II.
[5]Que
analizamos en el capítulo I.
[6]
En el capítulo VIII.
[7]Sobre la
diferencia entre el acto procesal y la actividad, tuvimos oportunidad de
escribir en el capítulo IV.
[8]
Así la denomina Julio B. J. MAIER en sus obras.
[9]Uno de los
primeros casos que, por la popularidad del imputado tuvo amplia difusión, fue
el caso Monzón. Nos referimos a una causa donde el campeón de box fue imputado
y detenido por tenencia de un arma de guerra que estaba en su departamento en
la ciudad de Santa Fe. Tramitó en el Juzgado Federal de Santa Fe y cuando el
defensor -Dr. Jorge Vázquez Rossi-, apeló ante la Cámara de Apelaciones en
Rosario, sorprendió la decisión del tribunal que declaró la nulidad de las
actuaciones, por faltar la orden de allanamiento para poder secuestrar el arma
en cuestión.
[10]“Caso Montenegro,
Luciano Bernardino s/robo” de la CSJN en Fallos, t. 303-III, pág. 1938 y ss. Y
para un completo estudio del tema ver también caso “Rayford” publicado en LL t.
1988-B pág. 444 y ss., “Ruíz”, en LL 1988-B pág. 446 y ss. y “Francomano” en LL
1988-B pág. 455 y ss.
[11]Para conocer una
opinión crítica de esta teoría ver “Secreto, proceso y sentido común –
Comentario, de nuevo sobre la doctrina del fruto del árbol venenoso)” por
Héctor H. HERNANDEZ publicado en El Derecho t. 177 pág. 379 y ss.-
[12]Para un análisis
de esta posición ver los siguientes fallos de la Sala II de la Cámara de
Apelación de Rosario: Petrocco, Norberto Antonio del 24 de abril de 1.987 y
Ortiz, José Félix Andrés del 28 de agosto de 1.989.
[13]La Corte Suprema
de Justicia de la Nación, nuevamente vuelve a retrotraerse a posturas que
parecían superadas con estas reglas, y es preciso analizar el caso Fiscal c/
Fernández fallado el 11 de diciembre de 1990.-
[14]Confr. Julio B.
J. MAIER, Derecho Procesal Penal, Tomo I Fundamentos, pág. 869, Editores del
Puerto S.R.L., Bs. As., 2da. edic., 1996.-
[15]Confr. Julio B.J.
MAIER ob. cit. pág. 873.-
[16]Confr. Julio B.
J. MAIER ob. cit. pág. 871.-
[17]Citado por Olsen
A. GHIRARDI en su “Lógica del proceso judicial” Marcos Lerner Editora Córdoba,
pág. 83.-
[18]Confr. Semanario
Jurídico de Córdoba, del 7/3/85, Nº536 pág. 10/12, Edit. Comercio y Justicia.-
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