La prueba en el juicio penal



LA PRUEBA Y SU RELACION CON EL OBJETO DEL PROCEDIMIENTO

  (Del Capitulo X del libro de Victor Corvalán - El derecho procesal penal - análisis crítico del procedimiento penal. Editorial Nova Tesis - Rosario 2010)

        El gran desafío que impone el Estado Constitucional de Derecho, supone que más allá de las propias convicciones del que ejerce la persecución penal, pueda probar sus afirmaciones, ante un tribunal imparcial. En realidad, toda la actividad probatoria se reduce a una producción discursiva, donde se evocan hechos pasados, de modo que se trata de evaluar la verosimilitud que ofrecen, para lograr convencer. Todo en función de límites que fija el discurso de la ley, para garantizar que el poder no se ejerza arbitrariamente.




1. Acerca de la prueba y la verdad. Ubicación del tema:
La temática de la prueba es, por su vinculación discursiva con lo fáctico, generalmente ajena al derecho; en efecto: cuando se investiga un hecho con apariencia de delito (que luego se convertirá en eso que constituye -en sentido estricto-, una prueba), existe una primera aproximación de ese hecho con la criminalística que, a su vez, necesita nutrirse de numerosas disciplinas o ciencias auxiliares (ingeniería, medicina, biología, física, etc...). Sin embargo ello no quiere decir que el derecho se desentienda de la prueba, e incluso en algunos aspectos se ocupe de ella. Lo hace cuando -desde la ley-, se la regula, limitando la actividad probatoria, describiendo más o menos pormenorizadamente cuáles son los medios para probar, qué valor tienen (si el sistema de valoración es legal), hasta dónde se puede probar y cuál es el objeto a probar. Esto último tiene que ver con los hechos que se alegan como ocurridos, siempre a partir de un razonamiento lógico. Por ejemplo, no pertenece al derecho la determinación de la paternidad a partir de un análisis sanguíneo, sino a la biología, o a la biogenética; así como la autenticidad de la firma en un documento, le corresponde a la técnica caligráfica.
Para establecer  la convicción sobre la existencia misma del hecho que se alega como ocurrido, su apariencia delictiva y la autoría, co-autoría, complicidad etc..., se acude a periciales, o testimonios; que evidencian la conexión del tema prueba, con la criminalística, no con el derecho. Por lo tanto, en una primera aproximación al tema que nos ocupa, resulta importante investigar con la finalidad de conseguir pruebas, que luego construyan una convicción respecto de:
* Si ocurrió el hecho.
* Si reúne los elementos para  que sea típico.
* Si  es posible  la   determinación   del  autor y demás responsables.
En realidad -como luego intentaremos demostrar-, todo se reduce a una cuestión discursiva, ya que en el  juicio “probar” es convertir en verosímil un discurso: el que pretende reconstruir algún determinado suceso acaecido en el tiempo; quiere decir que, en definitiva, no es otra cosa que un relato de un hecho.
2. Breve reseña histórica.
El procedimiento, en la historia, aparece como una de las tantas "prácticas del conocimiento". El hombre ha tenido sus lugares para conocer, el pasado (la historia), o incluso para conocerse a sí mismo[1].La historia de la práctica judicial  sirve para ver de qué manera fue conociendo el  hombre desde sus orígenes, cuáles fueron los métodos del conocimiento. No buscamos otra finalidad, porque nos apartamos de cualquier postura “historicista”, que han pretendido convertirse en fuente de inspiración para predecir el futuro.
En Grecia, por ejemplo, ya en “La Ilíada” encontramos una manera determinada de conocer.   Cuenta Foucault, en su libro "la verdad y la formas jurídicas"  que en una carrera de cuadrigas, consistente en llegar hasta un lugar prefijado y volver, (era una pista de forma oval), al final de la misma colocaban en  una baliza, a un hombre para controlar su desarrollo, llamado por Homero “testigo”.    Al finalizar la carrera, el perdedor de la misma acusa al ganador de haber hecho trampas; el ganador le refuta negando cualquier irregularidad en la competencia. Entonces, quien había perdido la carrera le pide al otro que jure invocando a Zeus y colocando su mano por encima de la cabeza de su caballo.    El ganador no soporta esta situación y al negarse a tal actividad probatoria, reconoce la irregularidad antes negada.
Esa verdad, relacionada con los dioses, con el poder de esos dioses, hace que las partes confiesen  la verdad y el tribunal pueda dictar su fallo, sin recurrir para nada al testimonio del testigo, que casualmente había sido puesto para tal control[2]. El pensamiento mágico, en el que fuertemente creía el competidor, unida a la culpa por haber hecho trampa, pudo más que cualquier tortura física.
Con el correr de los tiempos, se producen estas indagaciones de tipo místico o religioso en toda Europa central. Existe un ejemplo típico en el derecho germánico llamado las “ordalías”, método de conocimiento místico como revelación de “verdad” por medio de elementos naturales tales como el fuego, el agua, etc. De este modo,  practicaban un ritual que consistía en tirar al presunto culpable al agua: si se ahogaba, era inocente, pues las aguas lo habían recibido; pero si se salvaba, se ponía de manifiesto el “rechazo” del agua y, por lo tanto, era considerado culpable y condenado a morir en la hoguera. Como vemos la (mala) suerte del imputado era atroz, porque en uno u otro caso igualmente iba a morir.
Hay así una forma de conocer con recurrencias a lo místico y a quien se invoca para llegar a la verdad.
Se afirma que es con la inquisición medioeval, donde se pretende racionalizar la práctica del conocimiento, anterior en el tiempo a las formas de conocer que se adoptan luego en el campo científico (Voltaire, etc.).  A través de la lógica de la razón y dejando de lado todo pensamiento místico, por medio de pruebas, se intentaba confirmar una hipótesis acusatoria, del mismo modo que, siglos después, trabajarían los científicos. También a partir de una hipótesis, se intenta demostrar la verdad de la misma recurriendo al método causal-explicativo. Ej. la ley de la gravedad. ¡Qué paradoja! Porque, casualmente, la labor de los pensadores del iluminismo fueron atacados por la propia iglesia frente al atentado a los dogmas imperantes en la época,  pues aquéllos leían una realidad incompatible con sus creencias.
El mismo Cristóbal Colón, cuando manifiesta que saliendo desde un punto del planeta se podía retornar al mismo -planteando implícitamente la redondez de la Tierra-, cuestionó  posiciones religiosas, las puso en crisis y fue sometido a un tribunal de la inquisición.
Sin embargo, la inquisición ya había apelado mucho antes a un método lógico y racional, a través de la tortura, del dolor físico que ella implicaba, pretendiendo se dijese la verdad, porque no sólo se torturaba al autor sino también al testigo. Se recurre a una lógica que, para la época, indicaba que por boca de los propios participantes, se conocería la verdad.
No podemos dejar de señalar nuestros reparos a estas afirmaciones, Si bien es correcto que la inquisición medioeval fue quien implementa metodologías racionales (aunque inhumanas), en realidad la iglesia nunca reconoció que lo hacía para descubrir la verdad de lo que había sucedido. En efecto, es posible otra lectura de la labor cumplida por los tribunales eclesiásticos y sus funcionarios. Si se estudia la teología de la época, en realidad “la verdad” había sido descubierta antes del fallo, ya que quienes actuaban lo hacían iluminados por el Espíritu Santo, movidos por Dios. No  importaba entonces descubrir que había pasado, si era o no un hereje, cuando tal circunstancia se había revelado al inquisidor por inspiración divina. ¿Para qué entonces la tortura? Precisamente para que al confesar, se arrepienta de su pecado y pueda conseguir el cielo que se le prometía a quien estuviera bien con Dios. Así se explica la incomunicación, ya que en la soledad de su cautiverio, iba a poder conseguir dialogar con Dios y arrepentirse de sus pecados. Desde este punto de vista, el inquisidor no utilizaba los métodos de tortura meticulosamente regulados en los manuales de la inquisición, reconociendo que lo hacía para descubrir la verdad, ya que ello supondría una grave contradicción (desde que estos tribunales obraban bajo el auxilio de la gracia divina). La verdad ya le había sido revelada por Dios. El reo era detenido porque era un hereje: eso no podía ser objeto de debate alguno.  Sucedía que la iglesia  necesitaba –además de castigar los pecados – que sus fieles descarriados se arrepintieran, y para eso era imprescindible que el propio imputado reconociera  el hecho que se le atribuía. Este reconocimiento era el primer paso para llegar a mostrar su arrepentimiento y recobrar así la gracia divina.
Por cierto que, para aceptar este funcionamiento del tribunal de la santa inquisición, es necesario operar desde una fe que permita considerar que la verdad llega por inspiración divina. Si bien estamos muy lejos de considerar tal posibilidad,  no negamos que ese era el fundamento -si se quiere ideológico- para sostener la tortura. Como fuere, no hay dudas que la confesión de los imputados,  más allá del objetivo de descubrir la verdad, en todo caso la confirmaba racionalmente. Si el inquisidor seguía creyendo que estaba en posesión de la verdad (que antes se la había conseguido merced al auxilio de la fe), no hay dudas que obtenida la confesión (merced a los métodos de indagación suministrados sin ningún remordimiento de conciencia), seguramente dormiría más tranquilo.
Evidentemente, toda esta tarea de averiguar la verdad, se fue cumpliendo mediante métodos que siempre dependieron de las ideologías imperantes, en determinada época de la humanidad.
Podemos ver como la  propia práctica judicial, para conocer, tiene -o no- recortes, en función de la ideología del sistema de gobierno vigente.
En un sistema autoritario o totalitario, tendrá menos recortes ya que se le brindan más facultades al investigador; y en un sistema democrático, respetuoso de los derechos humanos, serán mayores los límites al poder de probar. Lo que queremos señalar es que, en la práctica judicial, la actividad probatoria se sostiene a partir de las relaciones de poder que funcionan en ese momento histórico dado; por ejemplo, en  la época vivida en la Argentina durante el proceso militar, hubo una ausencia total de límites, vista claramente en la política de desaparición de personas sustentada en la doctrina de la seguridad nacional, que no eran más que gente condenada a través de una especial práctica del conocimiento. En el peor de los casos, se descubría su relación con la subversión y, como la prueba no podía elevarse al estrado judicial (desde que no era un procedimiento basado en la Constitución Nacional y en las leyes vigentes que -por cierto- no se animaron a reformar), directamente se lo "desaparecía". O en el mejor de los casos, se los ponía a disposición del Poder Ejecutivo. Pero, por supuesto, sin procedimiento judicial ni la expectativa de una sentencia que, como es obvio, nunca iba a poder dictarse al faltar las pruebas de una eventual acusación. Simplemente el procedimiento de la puesta a disposición del Poder Ejecutivo, por parte de los militares (como si ellos no pertenecieran a él), era un modo que para los detenidos significaba "blanquearlos", “reconocerlos”. Con lo que, por lo menos, tenían chance de salvar sus vidas. 
Importa destacar que, con la política de desaparición de personas sostenida en la doctrina de la seguridad nacional, el tema de la verdad tiene jerarquía de valor absoluto. En esa concepción, si quien ejerce el poder -en el caso: los militares-, habían llegado a conseguirla, era inconcebible arriesgarse a un control de terceros civiles, que pertenecen al Poder Judicial. Los jueces civiles no representaban para los militares una garantía de la mirada que ellos tenían respecto de las personas que pensaban “diferente”. Abrir el juego a tribunales civiles, suponía la intervención de alguien que no participaba de la misma verdad y entonces podía relativizarla, ponerla en crisis.

3. La actividad probatoria y los límites del conocimiento.
Este modo de indagar, propia de los “autoritarismos”, implica una actitud omnipotente, partiendo de la premisa de que alguien puede conocer la verdad y a partir de ella ejercer su poder punitivo.
Vale aquí una digresión. En materia de conocer, existe una discusión que se plantea desde el marxismo académico, acerca del hombre que conoce a partir de un determinismo económico, y provoca que sepamos de antemano cómo va a conocer ese hombre. Esta concepción se supera si se parte de un hombre distinto del real; sujeto inasible, imposible de ser pensado como completamente determinable. En realidad el hombre, como ser libre, con autodeterminación moral, pese a las influencias que pueda recibir desde lo económico y antes desde las ideologías, puede poner en crisis su propia historia. Hoy no puede concebirse que exista una previa determinación de los modos de conocer. De allí nuestro rechazo a esas visiones historicistas.
Habrá influencias desde la ideología y desde distintos puntos de vista. Será diferente ese conocimiento sobre un mismo hecho, siendo diversas las conclusiones a las que se arribe. Pero además, todo ello puede ser criticado, pues si aceptamos que existe esa influencia, también aceptemos que podemos hacer una autocrítica de nuestro pensamiento, dominando nuestra propia ideología.
Este tema tratado por la teoría del conocimiento[3], que obviamente estamos muy lejos de abordar en profundidad, nos provoca la necesidad de articular el discurso jurídico con otros, por ejemplo con el psicoanálisis. Allí vemos que se trata de llegar a una verdad, que no es más que la verdad del inconsciente para que el sujeto pueda conocerse más. El psicoanálisis nos enfrentará con nuestros deseos más íntimos, y nos permitirá distinguirlos de nuestras demandas. Eso -si lo logra- será su propia verdad, ni siquiera la del analista.
Con el aporte de la psicología, se puede advertir que los modos de conocer siempre están gobernados por el deseo, de modo que muchas veces no vemos lo que en realidad se nos presenta sino aquello que deseamos inconscientemente ver.
 Además advertimos procesos paralelos de conocimiento: el del lego, el del hombre de la calle, que son preferentemente recipiendario del discurso de los medios de comunicación, generalmente interesados en la obtención de un mayor lucro económico con la difusión de las noticias nacidas del hecho judicial.
A nosotros nos interesa analizar el conocimiento que van obteniendo los operadores del sistema judicial, desde la policía hasta los más altos Tribunales, pasando por los empleados, los abogados, funcionarios, peritos, testigos, etc...
En general, este modo de conocer siempre parte de valores absolutos, generalizantes. Se llega a la verdad, porque se piensa que ello es posible, judicialmente. Que si un tribunal dicta una sentencia condenatoria ella necesariamente reposa en "la verdad". En una verdad ontológica, absoluta. Del mismo modo en que ocurría durante la Edad Media con los tribunales de la inquisición o con el poder del Rey, que en definitiva lo concebían iluminado por Dios, entonces sí fácilmente pensable como dueño de la verdad.
Por el contrario, si relativizamos el modo de conocer del hombre, si aceptamos las dificultades que tiene para reconstruir su propio pasado, si advertimos que el hombre no siempre conoce lo que quiere, sino muchas veces lo que puede, lo que lo deja su inconsciente, cambia completamente la valoración de los testimonios subjetivos.

4. El derecho y la verdad.
Tal como hemos tenido oportunidad de señalar en capítulos anteriores, todo el sistema jurídico se sostiene en numerosas ficciones que son necesarias, ya que le dan fundamento y permiten a partir de ellas extraerse conclusiones y efectos jurídicos.
Estas ficciones son, por definición, creaciones imaginativas del hombre, por lo tanto distan mucho de ser reales, de ser verdades. Todo lo contrario. Es así como  trabajamos el principio de inocencia que algunos llaman estado, para considerarlo una ficción más del derecho, que permite darle un status jurídico al imputado, limitador del poder penal del Estado.
Ahora bien, durante el desarrollo del procedimiento penal, si se respeta tal principio, ello no impide que se colecten pruebas y que luego se dicte una sentencia. Sea ésta condenatoria o absolutoria, determine la existencia o no del hecho objeto del procedimiento, califique al mismo como delito, y finalmente establezca o no la autoría o participación del imputado, ¿se ha llegado a la verdad? Evidentemente, el tema de la verdad, el drama de la verdad, puede estar ausente en esa sentencia, o por el contrario reposar en ella.
Por ello es posible volver a nuestro primer enfoque y ensayar esta premisa: toda sentencia penal contiene una ficción respecto a la culpabilidad o inocencia del imputado.  Del mismo modo en que tratamos el estado de inocencia, lo hacemos respecto de ese estado de culpabilidad que surge de una sentencia condenatoria. Para la víctima, o para el testigo, o incluso para el propio imputado, la verdad de lo ocurrido puede o no coincidir con lo fijado en la sentencia.
Pese a su fuerza de cosa juzgada, podemos llegar a tener una lectura diversa de la realidad de los hechos. El propio condenado, puede seguir propugnando su inocencia, a pesar de la determinación de su culpabilidad en aquélla, con lo cual podemos advertir claramente que la declaración contenida en la sentencia es una ficción. Ficción contenida en el discurso del juez plasmado por escrito, formalizado en la sentencia.
Ahora bien, ¿por qué la necesidad de establecer esa ficción? pues es necesaria para poner fin a la contradicción que reinaba en el procedimiento entre partes, sin perpetuarlo en el tiempo, con lo que se desnaturalizaría la función del proceso[4] (transitoriedad de la serie de instancias proyectivas).
Pero si bien podemos aceptar "esa verdad" plasmada en la sentencia, no debemos tampoco caer en sostener al poder judicial como a un dios, aquél del que hablábamos al inicio de este capítulo, visto como una divinidad omnipotente.
En la mayoría de los casos, la realidad nos demuestra que ciertos estados de situación, no pueden ser modificados por la sentencia, aunque ésta diga lo contrario a lo sucedido en el mundo de los fenómenos.
No se trata de volver al mundo de los griegos, sino de determinar las reglas de juego, que exista una función judicial que frente a verdades encontradas, contrapuestas, diga "su verdad". Como vemos, se trata de un entrecruzamiento de discursos, de relatos, unos más o menos verosímiles. Sucede que, desde la ley, se le otorga ficcionalmente cierta cuota de poder a un determinado discurso que tiene fuerza conclusiva: el de los jueces en la sentencia. Digamos que sería una suerte de la última palabra, aunque no necesariamente la de la verdad.

5. Los recortes a la verdad en la ley.
Como dijimos antes esa forma de conocer luego de aceptar los límites naturales que la propia persona tiene para llegar a la verdad, tiene recortes impuestos en la ley según el sistema político imperante en un país y momento dados.
En un sistema democrático, el primer recorte que encontramos está en el principio de la  vida y dignidad de la persona, sea ésta víctima, testigo, perito o imputado. Ello surgía implícitamente de la Constitución Nacional antes de la reforma del año 1.994. Ahora se encuentra expresamente previsto en los pactos internacionales incorporados al art. 75 inc. 22. También derivan de tales principios, el valor intimidad, domicilio, libertad de expresión y culto, etc.
Del principio de dignidad se deriva el de reserva, y así algunas líneas de ese recorte nos las va a dar la Política Criminal[5], por lo que el sistema penal no podrá investigar situaciones ajenas al derecho penal. En el caso del art. 292 del C.P., ¿qué caso tiene averiguar sobre la virginidad de la imputada, o la determinación de su grupo sanguíneo?, operará allí un recorte a la discrecionalidad del investigador penal.
Lo primero que tiene que manejar el investigador penal es el tipo penal, conocerlo muy bien y relacionarlo con el principio constitucional de reserva; todo aquello que no esté taxativamente prohibido por el derecho, queda en el ámbito de libertad del hombre. El hombre realiza conductas a lo largo de su vida, pero no todas serán captadas por el derecho penal, específicamente. Este tomará determinadas conductas, y las delimitará a través del tipo  penal, dando los elementos necesarios y únicos para saber si en ese caso concreto se configura la violación al tipo penal prescripto.
Si existe una afectación  intersubjetiva y además descripta en el código penal, es hasta allí donde se puede investigar.
Vemos en el tipo penal, una garantía del liberalismo, en cuanto limita el poder penal,  ya que toma  parte de la realidad, plasmada por ciertos y determinados elementos.
También  desde una posición valorativa, la legislación procesal impide recurrir, además de aquel límite,  a ciertos elementos probatorios cuando se ponen en juego valores más importantes, tal el caso de la familia al prohibirse testimonios de ciertos parientes en contra del imputado.
De modo que existen tres niveles en el ordenamiento jurídico que recortan la verdad. El primero a nivel constitucional, dando las grandes pautas, o principios, el segundo regulado por el derecho penal donde el tipo penal fija el límite de la pertinencia probatoria y el tercero a nivel del derecho procesal penal, donde se fijan prohibiciones e invalidaciones en materia de prueba.
Otro ejemplo está constituido por la regulación del discurso del imputado.
 La C.N, fiel al principio de respeto a la dignidad de la persona, prohíbe que se pueda obligar al imputado a declarar en su contra. En realidad la prohibición va más allá: está prohibida cualquier declaración arrancada por la fuerza. Es decir no solamente al imputado, también el testigo es merecedor de ese respeto; de modo que si el testigo calla o miente, tendrá una pena, pero no hay método que permita jurídicamente hacerlo declarar, o que diga la verdad. Pero, del mismo modo, también se debe tolerar, o receptar aquel discurso del imputado mediante el cual confiesa su autoría o participación en el hecho que se le atribuye. Porque lo que la C.N. prohíbe no es que el imputado declare en su propio perjuicio;  sino que los operadores le obliguen a hacerlo. Como ya lo adelantáramos[6], superada la garantía que le permite al imputado guardar silencio (con la consiguiente prohibición de presumir en su contra por eso), las declaraciones que brinde obviamente serán consideradas como medios de prueba a favor o en su contra.

6. El objeto de la prueba judicial.
En definitiva, si de la prueba se trata, corresponde que nos formulemos varias preguntas. La primera ¿qué entendemos por probar?   Es evidente que probar significa demostrar. Cuando probamos, “comprobamos”; es decir, realizamos una actividad para que caiga bajo nuestros sentidos la cuantificación del objeto que queremos conocer. Por lo tanto, en esta primera cuestión, debemos dejar de lado aquél presuntuoso y prejuicioso concepto de la pretendida objetividad en el conocimiento. En realidad, mientras más cerca estamos del objeto por conocer, mientras más nos involucramos con él, mejor lo conocemos. Y por el contrario, cuanto más distante estamos de él, menos sabemos. Mientras más subjetivamente conocemos, mejor, pues así lo incorporamos a nuestra intelectualidad.
En segundo término, ¿qué se trata de probar? ¿Acaso los hechos?  ¿El derecho extranjero?  En realidad, desde nuestro  punto de vista, de lo único que se trata en materia probatoria, es de la comprobación del nivel de verosimilitud de los discursos.
A partir de que el actor afirma en su discurso la existencia del hecho, su configuración como delito y la autoría y responsabilidad penal del imputado;  teniendo en cuenta que a éste se le opone el discurso del imputado y su defensor negando, contradiciendo tales afirmaciones sea parcial o totalmente, se torna imprescindible acompañar otros discursos.
Nos referimos al discurso de las pruebas, que vendrán a confirmar o desvirtuar los discursos de las partes. No está en juego la verdad que ha quedado siempre en su lugar subjetivo, sino la mayor o menor verosimilitud de los discursos. Y verosímil puede leerse al revés: como símil de verdad. Con lo que da clara idea de que se trata de una apariencia, de un acercamiento, pero no necesariamente de "la verdad".
Si el discurso del actor aparece como verosímil, porque se ha visto reforzado por el discurso de los testigos o de los peritos e incluso el del propio imputado en su confesión, es evidente que el discurso del juez en la sentencia le hará lugar. Le hará su lugar. Lo recogerá, permitiendo la elaboración del discurso que termine condenando al imputado.
Más si mañana procediera un recurso de revisión (o simplemente de apelación) y el nuevo Tribunal en una ulterior lectura de los discursos revocara la sentencia, se demostraría cabalmente cómo siempre se trató de una relativa aproximación a una verdad, que quizás todavía en esta segunda instancia no haya sido alcanzada. Seguiremos con la verosimilitud.
De esta manera, la función de las partes en materia probatoria, es la de “con-vencer” en primer lugar a la otra para que desista de su pretensión, y en segundo término al Juez o Tribunal, a fin de que dicte una sentencia que le sea favorable. Para ellos, a su servicio; los discursos de las pruebas.
Parece interesante volver sobre este concepto, el de “con-vencer” en el sentido de vencer una resistencia que puede tener el intelecto de aquél que no adhiere a nuestro discurso, o simplemente ignoramos si lo hace, con la finalidad de que acepte como "su verdad", ésta que alegamos como nuestra.
Ahora bien, en el sistema procedimental que nos rige, serán los discursos de los imputados, de las víctimas, de los testigos o de los peritos, los que constituyan el objeto a valorar. Así debería ser, pero la práctica nos demuestra que en realidad no es así.
Cuando la instrucción escrita documenta a los discursos, -lo que importa muchas veces desnaturalizarlos, por la labor burocrática de quien los escribe-, y siendo ésta definitiva, los jueces terminan valorando el discurso escrito por el sumariante, ya que excepcionalmente han recibido directamente dicho objeto de primera mano.  Parece entonces fundamental, distinguir un objeto (el discurso en el momento de su emisión), del acta firmada por todos menos por su autor (el empleado dactilógrafo)[7].
El primero es rico en matices para ser interpretado; es completo en cuanto es imposible no conocerlo en su integridad; no se agota en las palabras que pronuncie su emisor, sino que desde el punto de vista discursivo se integra con gestos, silencios, actitud, presencia, vestimenta, etc...  El segundo es, por el contrario, sumamente pobre ya que no hay matices, ni tonos, ni estados de ánimos, está limitado a las palabras que el dactilógrafo fue transcribiendo más o menos fielmente, no hay gestos, ni silencios, ni ningún otro elemento que integra la comunicación entre el emisor y el receptor. Por lo tanto cuando se valora el primero, realmente se está en inmejorables condiciones de emitirse conclusiones respecto de su verosimilitud. La convicción se va a producir, en el mismo momento en que se produce la emisión del discurso.
En cambio si todo se limita a la lectura, la valoración cambia de objeto, el discurso originario resulta sumamente interferido y es posible que poco quede de él. No hay lo que comúnmente se llama una “impresión personal”, que haya podido formarse el sujeto receptor del discurso, que es quien puede y debe valorar.
   
7. La prueba y su necesidad de cautela.
¿Para qué cautelar la prueba?  Se dice que para que el derecho no sea ilusorio, pues la prueba luego permitirá hacer lugar a la demanda. Si obra en poder del actor no existe problema, pero si está en poder de un tercero, allí se cautela la prueba y la pretensión. En realidad, siguiendo nuestra línea de trabajo, nos parece mejor consignar que se intentan cautelar discursos que por alguna razón pueden ser imposibles de producir en el lugar del proceso; discursos que, a su hora, serán requeridos para "con-vencer", o sea para convertir en verosímil otro, o para destruir la verosimilitud del antagónico. Aquí no hay más remedio que documentar de algún modo, un discurso ante la imposibilidad de llevar su producción al lugar del debate, del juicio, a la audiencia pública, ante los propios jueces que tendrán que resolver. De allí la importancia de documentarlo del mejor modo posible. Obviamente hoy la tecnología ofrece métodos de conservación de discursos (incluidas las imágenes), que superan ampliamente a la escritura.
Desde la teoría general del proceso, sabemos entonces que existen ciertos requisitos o presupuestos, para permitir despachar una medida cautelar. Ellos son:
* Apariencia de responsabilidad (o verosimilitud en el derecho invocado);
* Que exista peligro en la demora (al menos que ese peligro sea alegado);
     ¿Cuál sería el peligro en la demora? por ejemplo, si un testigo se está  por morir. O por el contrario el peligro es que al material probatorio lo hagan desaparecer. En nuestra materia, se llama a este riesgo, peligro de "entorpecimiento"[8].
* Que sea proporcional con lo que se intenta cautelar.
    Por ejemplo, si se intenta cautelar un testimonio de un testigo, y para ello se ordena su detención sería desproporcionado,  ya que bastaría con citarlo  a documentar su discurso.
Por todo ello, es necesario muchas veces anticipar al nacimiento del proceso o juicio, la debida documentación. o, mejor dicho, la producción de un discurso probatorio, porque razones de urgencia o de riesgo así lo aconsejan.
A diferencia del procedimiento civil en el que existen procedimientos específicos de aseguramiento de pruebas a instancia de quien en el futuro promete ser parte en un juicio (aun en materia confesional y que no tienen términos de caducidad), en el procedimiento penal no están previstas; de todos modos y en realidad, toda la etapa instructora constituye una verdadera faz de aseguramiento probatorio.
La práctica judicial – al menos hasta el presente- documenta por escrito, pues pareciera que tal metodología brinda una total seguridad. De ese modo, el discurso así documentado le otorgará una cierta permanencia. De cualquier modo, hay que tener en cuenta que, en la actualidad, van apareciendo muchas otras técnicas de documentación -como la grabación o la video imagen-, que pueden perfectamente ir reemplazando a la escritura, contando, incluso, con medios para asegurar su autenticidad e inalterabilidad muy confiables.
Es distinto -obviamente- cuando el juicio es escrito u oral, como tendremos oportunidad de ver en el capítulo XII. Si es escrito, la instrucción es definitiva y la prueba sirve para dictar sentencia. En cambio cuando es oral, la instrucción es meramente preparatoria, y la única prueba válida para fundamentar una sentencia es la producida en la audiencia pública. Así se asegura el derecho a controlar la producción, que como sabemos integra el derecho de defensa.
La garantía constitucional de la inviolabilidad de la defensa en juicio pone límites a los modos de producción de prueba que puedan desvirtuar su sentido mismo; de ahí la trascendencia del control de la defensa.
En el juicio oral son las partes las que van estar controlando, el testigo estará presente y así lo escucharán los jueces (principio de inmediación). En cambio, en el procedimiento penal que tenemos en la Nación, se colecta la prueba en la instrucción sin control de la defensa. Esto es abiertamente inconstitucional, pues puede ocurrir que la actividad policial o bien del juzgado de instrucción, violen garantías constitucionales, aún por una alegada urgencia, por ejemplo utilizando apremios ilegales.
Esos dichos obtenidos por la aplicación de apremios ilegales, ¿pueden servir como prueba?

8. Las reglas de exclusión de la prueba obtenida ilegalmente.
Pasamos ahora a analizar qué tratamiento se le debe brindar a aquella prueba que ha sido obtenida al margen de disposiciones constitucionales limitadoras de la actividad probatoria. Volviendo al ejemplo que recién tratamos (es decir con un discurso obtenido mediante apremios ilegales): ¿qué hacer? Algunos doctrinarios y también alguna jurisprudencia pensaron que se podía dividir y si la confesión parecía verosímil (a pesar de los apremios) podría seguir teniendo validez, más allá que se sancione el apremio ilegal por separado.
Otro ejemplo podría ser el allanamiento sin orden escrita del juez, que puede llevar a la aplicación de sanciones al policía, aunque subsista como válida la prueba obtenida ilegalmente. Esto fue tradicionalmente así, porque tanto la doctrina como la jurisprudencia propiciaban que se conserve su valor probatorio. Pero en determinado momento, los criterios jurisprudenciales cambiaron y se comprendió la insensatez de ese desdoblamiento, de esa división, y se dejó, en consecuencia, de admitir la aprovechabilidad y ponderación de toda prueba obtenida ilegalmente. Luego aparecieron las corrientes doctrinarias y jurisprudenciales que elaboran lo que conocemos como las reglas de exclusión de la prueba obtenida ilegalmente[9].
Veamos sucintamente algunos aspectos de las reglas.
      En primer lugar, la de la inaprovechabilidad de la prueba obtenida ilegalmente. La prueba obtenida ilegalmente no puede ser motivo de valoración en el procedimiento penal.
Esta regla encuentra acogida en la Corte Suprema de Justicia en el caso Montenegro[10], que constituye un verdadero paradigma, donde la garantía de incoercibilidad del imputado respalda el decisorio. Montenegro estaba acusado de un robo y bajo apremios ilegales que le suministra la policía, cuenta dónde estaban las cosas robadas. Es en este caso donde, paradojalmente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación de la dictadura militar, dijo que el Estado no puede aprovecharse del delito para la persecución de otro delito.
Se trata de que, una vez cumplida la actividad cautelar, si se hizo según el ordenamiento jurídico, la prueba obtenida sirva como prueba de cargo. Cabe preguntarnos si también sirve como prueba de descargo, es decir, si lo arrancado ilegalmente beneficia al imputado puede ser aprovechada a su favor. Evidentemente este es un problema ético, pues estamos en presencia de un elemento que permite desincriminar una conducta, pero a través de una prueba obtenida por apremios, aunque sirva para declarar su inocencia.
      La otra regla es conocida como “fruto del árbol venenoso”[11]. Cuando los autos del caso Montenegro, bajan a la Cámara, ésta ve que sólo se había tocado el tema de los apremios ilegales, pero lo que no había dicho la Corte, era ¿qué pasaba con los allanamientos legales posteriores? Aquellos realizados luego del apremio ilegal. La nulidad de la confesión, ¿se extendía a la nulidad de allanamientos cumplidos con respeto por todas las formalidades exigidas por la ley?
La Cámara, aceptando lo decidido por la Corte, entendió que la nulidad se extendía a los frutos de aquél acto originariamente invalidado. La declaración obtenida por apremios es un árbol que está envenenado, por lo tanto el fruto -que es el allanamiento y posterior secuestro-, también conserva ese veneno y debe ser desechado.  Este allanamiento fue consecuencia directa de la ilegalidad primigenia de la confesión.
En EEUU -donde nace esta teoría-, ha causado problemas de tipo político, pues la prensa ha transmitido un discurso que ha horrorizado a la opinión pública a causa de ella.
Así en el país del norte, se inventa otra teoría (llamada de la fuente alternativa), donde se aplica la teoría del fruto del árbol venenoso siempre y cuando no se llegare por otra fuente alternativa a cautelar la prueba; en cuyo caso la prueba obtenida no se cae. Si en el caso Montenegro, la dirección donde estaba la mercadería robada, hubiera sido suministrada también por otra fuente probatoria no invalidada, el allanamiento no era alcanzado por la invalidación, ya que igual se hubiera llegado al secuestro, aunque por una vía alternativa a la confesión irregular.
En los tribunales provinciales rosarinos, el Dr. Ramón T. Ríos sostuvo una teoría como segunda excepción de la del árbol venenoso llamada “clearing de valores”[12]. Consiste en poner en uno de los platos de una imaginaria balanza, el valor de la prueba  obtenida en relación al objetivo que se persigue; y en el otro,  la afectación que pueda haber sufrido un bien constitucionalmente amparado, por la actividad cumplida para conseguir la prueba. Intentando explicitar con un ejemplo el funcionamiento de esta postura, pensemos que, investigando un homicidio, la policía ingresa a un domicilio sin la orden judicial correspondiente y -ya en el interior- se encuentra con un cadáver y las pruebas del homicidio; corresponde colocar en la balanza entonces primero la determinación de cuál es el bien jurídico que se protege penalmente y qué justifica la persecución iniciada. En el ejemplo, es la vida la protegida por el código penal. Luego, tenemos que descubrir cuál es el bien que, teniendo protección jurídica, se ha visto afectado con la realización de la actividad probatoria tendiente a conseguir las pruebas del homicidio. En el ejemplo, la inviolabilidad del domicilio. Tenemos entonces los dos bienes jurídicos afectados: la vida que se perdió con el homicidio y que legitima la represión de su autor y la privacidad del domicilio, que solo cede frente a la orden de un juez. Corresponde en consecuencia decidir hacia cuál se inclinará la balanza, qué valor es el de mayor peso, el más importante. Si es más importante la protección de la vida, cede la garantía constitucional de la inviolabilidad del domicilio. De este modo, como se persigue el objetivo superior de conseguir demostrar la existencia de un homicidio y descubrir al culpable, se toleraría tal intromisión inconstitucional constitutiva de la violación de domicilio.
Esta novedosa tesis, que pareciera con los fines justificar los medios, y que resulta imposible de utilizar “a priori” -ya que solamente se puede hacer el análisis con posterioridad a lo ocurrido-, no nos termina de convencer. Nos preocupa que el valor de la prueba o mejor dicho la legitimidad de su producción, dependa de los criterios de un Juez que con su ideología maneje el peso de los bienes en juego y entonces  dé prioridad a un bien sobre otro, cuando es evidente que tal discriminación no ha sido efectuada por el legislador en la Constitución Nacional.
Dicho de otro modo, la Constitución Nacional no distingue entre jerarquía de valores y manda en todos los casos, la necesidad de una orden judicial para allanar el domicilio que es inviolable[13]. La represión penal debe, en todos los casos, realizarse respetando las garantías que se fijan en la constitución, porque de lo contrario bien podría tolerarse la tortura que afecta la incoercibilidad del discurso del imputado, con la excusa que “pesa” menos que el valor vida que se intenta proteger. Qué decir cuando las diferencias entre los bienes a colocar en la balanza no sean lo nítida que resultan en los ejemplos que elegimos precedentemente, como puede ocurrir si pensamos en la “fe pública” y “el juez natural”, o “la propiedad privada” y “la imparcialidad del juez”.    

9. Los sistemas de valoración de la prueba.
Señala Julio B.J. Maier que todos los recortes a las posibilidades de investigar un hecho, advierten acerca de que la averiguación de la verdad no representa un fin absoluto para el procedimiento penal sino, antes bien, un ideal genérico a alcanzar, como valor positivo de la sentencia final[14]. Este importante y admirado autor, que de este modo toma distancia de Alfredo Vélez Mariconde, sigue de alguna manera adjudicándole fines o ideales al procedimiento penal, cuando éste en rigor es una entelequia. Por ello le parece importante advertir que “un procedimiento concreto alcanza su meta con la decisión sobre el conflicto y es perfectamente válido, aún cuando no haya alcanzado el ideal de proporcionar un conocimiento suficiente acerca de la verdad real, material o histórica objetiva”.   
Para nosotros, el procedimiento -como programa de persecución penal-, logra sus fines si cumple con limitar el poder de los que participan con roles adjudicados, si permite garantizar los derechos que pueden verse conculcados, si en definitiva logra permitir a los operadores la producción de sus discursos y traer los otros discursos (los de la prueba), para corroborar como verosímiles los propios. 
El fin o ideal de la verdad, pertenece a lo subjetivo de cada persona, será en ella donde anide su drama de haber conseguido -o no-, convicción respecto de determinado discurso evocador de hechos que se alegan acaecidos. Lo será en primer lugar para las partes, y en último término para los miembros del Tribunal que tendrán que pronunciar su sentencia luego de culminado el proceso.
Es aquí donde aparece nítidamente la problemática de la fundamentación de la sentencia, es decir la cuestión de la elaboración del discurso del sentenciante, donde con los medios a su alcance, tratará de explicar los motivos que lo llevaron a la conclusión condenatoria o absolutoria, las razones que tuvo para considerar verosímil determinado relato de los hechos, y en definitiva la explicación de la aplicación de la ley penal, lo que supone toda una labor interpretativa de otro discurso, el de un texto sin sujeto.
Esa labor del Juez, que viene a dar cuenta de los resultados obtenidos a lo largo del procesar de la información que fue recibiendo durante la audiencia, intenta ser sistematizada mediante reglas que le brindan libertad para conformar su convicción, dando lugar así a la que actualmente nos rige, llamada de la sana crítica o libre convicción. A ella se llega luego de otros sistemas que se han dado en la historia de la práctica judicial, a saber: el de prueba legal o tasada y el de la íntima convicción.    
9.1. El sistema de la prueba legal:
En este sistema, el discurso de la ley procesal pretende -apriorísticamente-, valorar  determinado discurso probatorio. De modo que tanto a las partes como al órgano jurisdiccional les queda poco por hacer, en tanto y en cuanto, reunidos ciertos elementos probatorios, la ley considerará que tal discurso debe darse por probado. Así, en este sistema se habla de plena prueba cuando la ley, dadas tales condiciones, determina que el juez debe darse por “con-vencido” de la existencia de un hecho o al revés, la ley lo obligará a declarar su no convencimiento, por faltar aquéllas. Esto puede conducir a hipocresías, ya que puede ocurrir que el juez esté íntimamente convencido (o no) y, sin embargo, su discurso se someta a lo dispuesto por la ley.
Pese a lo  dicho por la doctrina en general, para nosotros este sistema en realidad no puede sostenerse rígidamente en el dogma de que es la ley la que valora y da por ciertos y probados los hechos. Dos argumentos tenemos para fundar nuestra afirmación -que adelantamos-, en el sentido de que pese al mandato legal, siempre en la práctica judicial la voluntad del juez podrá imponerse, porque, en primer lugar, la hermenéutica jurídica -o sea la interpretación de la norma-, puede variar de un juez a otro. En tal caso, cuando se trate de interpretar el sentido que tiene la ley al adjudicarle valor de plena prueba a un medio, los resultados finales variarán notablemente. Por ejemplo, si la ley dice que dos testigos de buena fama, contestes en sus afirmaciones hacen plena prueba; la interpretación del concepto "fama", que viene de la cultura, puede hacer variar la pretendida valoración legal. En segundo lugar, la valoración ya no de la letra de la ley sino de la existencia de aquellos elementos que ella exige, también es objeto de una subjetiva apreciación del juez. Veamos el mismo ejemplo: le tocará al juez valorar si está probada la fama que del testigo se pretende. Queremos reiterar entonces, que el sistema legalista siempre deja un margen (por pequeño que sea), en manos del juzgador para poder completar las exigencias de la ley.
Nos preguntamos: ¿cuál es la razón de ser de este sistema? Sin duda constituye otra paradoja increíble de la inquisición. Siendo un sistema que pertenece o se encuentra en códigos de neto corte autoritario (ejemplo el vetusto código de procedimiento penal aún vigente para la Nación) fue creado como un modo de garantía del imputado, frente al tremendo poder otorgado a los inquisidores. Y decimos “paradoja”, porque precisamente  estos sistemas autoritarios no son un modelo de garantías. Es por ello que en todo caso, frente a la posible actitud arbitraria de quien ejerce el poder, la ley pretende reemplazar su voluntad, en lo relativo a la valoración de los discursos probatorios.
Hoy en día, este sistema está prácticamente abandonado, aunque pensamos que nunca desaparecerá totalmente, porque algunos temas serán siendo motivo de previa valoración por parte de la ley, para impedir la autonomía de la voluntad de jueces y partes. Ejemplo de esta última afirmación, lo encontramos en lo referido al estado civil de las personas, que sólo puede determinarse mediante las actas del Registro Civil. De manera que sería imposible probar la existencia de un matrimonio por más testigos que existan; será preciso contar con el Acta (instrumento público) del Registro.
Señala Julio B. J. Maier que las reglas de prueba legal, como normas genéricas y abstractas que son aplicadas a realidades concretas futuras, multiplican geométricamente el vacío ontológico que existe entre los conceptos y la realidad fáctica (las cosas singulares y los hechos concretos): aquéllas, necesariamente esquemáticas y, por ende, estrechas, y ésta plena de matices y elementos infinitos[15].
Resulta a nuestro criterio lisa y llanamente absurdo que la ley determine el valor convictivo de una prueba que existe nada más que en el imaginario del discurso de la ley. Por otra parte, constituye una idealidad también absurda el pretender desde la ley forzar una convicción personal, subjetiva, singular, por la sencilla razón que -desde el poder-, la autoridad así impone. Es que el sistema de prueba legal evidencia una desconfianza en el criterio personal del juzgador y por ello, pretende reemplazarlo por el valor que la ley le adjudica de antemano a los elementos probatorios que luego se puedan alcanzar.
Esa ideología de la desconfianza, está presente en muchos temas, no sólo en el que nos ocupa, y a partir de ella, se termina legislando para intentar prever situaciones que tienen relación con la ética y por ende no se corresponden con el ámbito jurídico normativo. Dicho de otro modo, por más que la ley intente determinar el valor de la prueba, de nada valdrá ello cuando el Juez opere en forma corrupta y  disfrace su fallo acorde con lo normado legalmente.
Digamos, finalmente, que para el sistema de la prueba legal o tasada, la verdad reposa en el discurso de la ley. Ella dice lo que tiene valor de verosímil, y se vincula directamente con el apego al escriturismo de las actas. Solamente la escritura asegura la verdad. Esta circunstancia no es casual y se relaciona con el sentimiento religioso, místico que desde la cultura judeo-cristiana se tiene por el Antiguo Testamento y el Evangelio. A ellas se les llama la “Sagrada Escritura”, y son las depositarias de una fe en un ser supremo, que a su luz les confiere valor de verdad absoluta. Desde la religiosidad ese valor por lo escrito, pasa por el derecho canónico del medioevo y todavía justifica la reacción en contra del juicio público y oral.
Falta agregar que los procesos por actas escritas, son los que mejor permiten el secreto, la reserva, propio del mecanismo que utilizaba la santa inquisición para las instrucciones generales y especiales que precedían al juicio. En aquél sistema, era entendible que el valor de la prueba fuera fijado por escrito en la ley dictada por quien se creía estaba inspirado por un ser superior. El súbdito, debía acatar el valor adjudicado y ni se le ocurría otorgarle otro valor convictivo. Claro que se le adjudicaban poderes muy amplios (ej. la tortura), entonces era preciso acotarlos con las reglas que le otorgaban valor probatorio, en la medida en que se cumplieran los requisitos de validez. 
             
9.2. Sistema de la íntima convicción.
Este sistema es propio de los jurados populares, ya que la ley no establece apriorísticamente ningún valor a las pruebas, permitiendo que íntimamente se llegue al convencimiento en función de la apreciación subjetiva a que cada jurado arribe. Constituye uno de los argumentos para sostener el discurso de los que están en contra del jurado, apelando a que para convencer íntimamente a éste, se puede recurrir a argumentos irracionales dirigidos a los sentimientos.
Ya volveremos sobre el particular. Por ahora, digamos que en este sistema el jurado no debe fundar su veredicto, simplemente se debe expedir emitiendo la conclusión a la que han arribado, luego de deliberar. Es que como lo dijimos en el capítulo VII, cuando analizamos el sistema de juicio por jurados, es evidente que éste funciona como un filtro, sea al ejercicio de la jurisdicción o antes de la acción (jurado de acusación), autorizando a dictar sentencia al Juez técnico, o avalando la acusación del Fiscal. De modo que se trata de una decisión de tipo política, donde el sentimiento medio de una comunidad, que está representado en el sentir del jurado, por ser éste una muestra representativa de aquella, se basa en la equidad, en el sentido de justicia, más que en la aplicación de la ley.
El proceso de la aplicación de la ley, si bien está presente en las instrucciones que reciben los jurados, como acto de poder es posterior. Es así que cuando el Jurado dice que es culpable, lo que hace es autorizar al Juez técnico a que aplique el derecho y dicte la sentencia, que a su vez podrá o no ser condenatoria. En cambio cuando se pronuncia por la inocencia del acusado, el Juez queda imposibilitado de condenar y debe obligatoriamente absolverlo. De allí que no se le exige al Jurado que defina sus argumentos o motivaciones, que lo llevaron al veredicto.
Sin embargo, la denominación íntima convicción, puede llevar a confundir y considerar que quien la utiliza opera desde los sentimientos, es decir desde la irracionalidad, cosa que como veremos luego, no es tan simple y ofrece su complicación desde la teoría del conocimiento.
Queremos aquí señalar una cuestión ideológica, instalada por el racionalismo (es decir, la pretensión de analizar todo desde la razón), y entonces parece repugnar la idea de que quien juzgue se convenza íntimamente sin dar explicaciones del porqué de su conclusión convictiva. Se confunde la imposibilidad de dar razón de sus dichos, con la innecesaria fundamentación del veredicto del Jurado.

9.3. Sistema de la sana crítica racional o libre convicción:
Se pretende distinguirlo del anterior, porque si bien tienen en común la falta de sujeción a un discurso de la ley que fije valores, en éste el juez debe racionalmente concluir, recorriendo previamente una valoración de las pruebas, para lógicamente llegar a apoyar su sentencia. Se dice que se compone de reglas no jurídicas pero sí lógicas, psicológicas y aún experimentales, que regulan el correcto discurrir intelectual que incluyen la propia experiencia del juez.
Su uso es propio de jueces técnicos, o sea, abogados, y se caracteriza entonces porque permiten un posterior juicio crítico a la valoración realizada. Ello justificaría la motivación de los fallos.
Es el sistema más utilizado en los últimos tiempos del derecho procesal y se inspira en un racionalismo que pretende en el discurso escrito de la resolución, concentrar todos aquellos sentimientos que el juez tuvo al apreciar la prueba.
Para Julio B. J. Maier el sistema de libre convicción, al exigir la fundamentación de la decisión y que además sea racional y completa, es indicativo de que no hay una ausencia total de reglas condicionantes de la convicción[16]. Esto permite llamarle al sistema como de la sana crítica o crítica racional, además de considerarlo como de libre convicción. Pero la ley, lo único que le exige al juzgador, es que al momento de plasmar por escrito lo resuelto brinde una explicación lógica, fundada, acabada y vinculada con la experiencia del porqué de lo resuelto. No se mete entonces con la valoración en sí misma considerada. En ello no hay reglas;  éstas, en todo caso, operan en un momento posterior, en el fundamento de lo resuelto, que no es lo mismo que cuando se produce la formación de la convicción.
Si el sistema de la sana crítica racional se compone de psicología, experiencia y lógica, deberíamos analizar en primer lugar cómo se estructura el psiquismo del ser humano, para adentrarnos en el terreno del discurso del inconsciente, donde encuentran explicación muchas de nuestras conductas.
   
9.4.  Nuestra opinión. Hay un sólo modo de valorar la prueba.-
Pensamos que en rigor, no hay tres sistemas de valoración de la prueba, por eso esta clasificación merece nuestra crítica. Intentaremos explicarlo.
Podríamos aceptar una doble clasificación, si tenemos en cuenta quién realiza la valoración: así, por un lado, el legalista, porque el discurso axiológico está a cargo de la ley; y por otro, el libre, es decir: el discurso del juez o tribunal sin ninguna atadura legal. Mas el criterio clasificatorio no parte del órgano que valora sino del modo en que opera la valoración.
Cuando valora la ley, en realidad no lo hace respecto de discursos concretos que se producen en una práctica judicial determinada. Por el contrario, la valoración legal es referida a hipótesis abstractas, imaginarias, es decir, inexistentes. Veamos un ejemplo: la ley se refiere a dos testigos de buena fama. Pero son dos personas hipotéticas, no existen todavía, no tienen nombre, apellido, historia. Por lo tanto, la ley no se ocupa de valorar pruebas sino de darle un determinado valor probatorio a supuestos que todavía no se han concretado en la práctica judicial. La ley se anticipa así a situaciones imaginarias y entonces les otorga un valor para impedir que el juez tenga facultades autónomas. En consecuencia, mal puede considerarse un sistema de valoración, cuando quien valora no existe como sujeto, ni tampoco existe el objeto valorado. No existe el legislador porque casualmente la ley es un texto sin sujeto, ni tampoco existe el testigo, porque es un supuesto sujeto con cierta "fama".
Los otros dos sistemas, tienen en común su posibilidad de concretarse en la relación entre el juez o tribunal, perfectamente determinado y las pruebas producidas en un momento histórico dado. Nuestro punto de vista, reduce a uno solo el sistema de valoración de la prueba que incluye tanto a la sana crítica como a la íntima convicción, ya que no encontramos diferencias ónticas entre ambas.
Se trata de comenzar analizando los modos de conocer con que cuenta el ser humano. Este debe ser el punto de partida; porque toda valoración supone un previo conocimiento del objeto valorado. Es entonces, cuando cobra vital importancia advertir que muchas veces los objetos a valorar, son valores (valga la redundancia). En esos casos, al mismo tiempo que conocemos, realizamos intuitivamente la valoración. Frente a la belleza, la fealdad, la bondad, la maldad, etc... no hay un conocimiento racional. Ello porque los valores, pertenecen a conceptos que previamente tenemos internalizados desde nuestra formación cultural.
Es entonces que el conocimiento valorativo es siempre -al menos al principio- intuitivo. Es distinto del conocimiento racional, imprescindible para otro campo del saber, para otros objetos por conocer. Por ejemplo el paradigma del conocimiento racional sería el matemático, que requiere de previos elementos lógicos para poder adquirirse; sigue leyes del pensamiento para llegar a valores universales, desde que racionalmente nadie puede destruirlos. Es decir si dos más dos son cuatro, lo son en cualquier parte del mundo, en la medida que racionalmente recorrí un camino lógico que me permite concluir universalmente. Es un conocimiento que también parte de conceptos, pero que utiliza necesariamente la lógica deductiva para sus conclusiones.
Por el contrario -insistimos- cuando de valorar se trata, lo hacemos siempre intuitivamente, sin necesidad de la razón. Ahora bien, luego de ese momento del conocer, llega otro muy distinto, que es el momento de explicar, o fundar el porqué del conocimiento adquirido. Es decir, una vez valorado el objeto intuitivamente, se necesita del discurso racional para fundar la motivación del porqué de ese valorar. Pero es evidente que se trata de una cuestión distinta al originario conocer. Ya conocimos intuitivamente. Ahora necesitamos explicar, dar razones, ello implica un tremendo esfuerzo tendiente a lograr coherencia y fidelidad entre aquél momento cognoscitivo y su posterior explicación pretendidamente racional. No siempre se logra tal coherencia, o mejor dicho tal fidelidad. A veces sucede que no encontramos las palabras adecuadas para poder explicar lo intuitivo. ¿Será que a lo mejor tal tarea resulta imposible?
Lo cierto es que el racionalismo pretende ignorar estas dificultades cognoscitivas en el plano de lo intuitivo y a partir de la razón se quiere concebir un modo de objetivar la valoración. Ello sí es evidentemente imposible. Todo conocer es siempre subjetivo. Lo objetivo en la tarea de conocer y de valorar es un mito del racionalismo, que pretende peyorizar la subjetividad ensalzando de justa la objetividad. Lo real es que mientras más objetivo se pretende ser, menos se conoce. Y, por el contrario, mientras más subjetivo se es, es decir, mientras más nos metemos con el objeto, mejor lo conocemos y podemos en consecuencia valorar más justamente. Por otra parte, las interferencias que desde los afectos, impiden una postura equitativa en el valorar, cuando son conscientes son criticables desde la ética, y cuando no lo son, quedan en el plano del inconsciente, por lo que solamente afloran a partir de que se razone al respecto o un tercero (el analista) permita resignificarlos.
Como fuere, vale la pena subjetivar al objeto por conocer, mientras lo podamos manejar y teniendo claro que desde las relaciones afectivas (amor u odio) se pueden alterar las valoraciones que realizamos. En tal caso, la razón vendrá luego, como crítica al conocimiento originario para intentar revisar aquella valoración. Recién en un tercer momento, podemos hablar de objetivización de lo racionalizado, al volcar nuestras ideas en una determinada producción que se somete a la crítica externa; pero ello es muy diferente de la pura objetividad que algunos pretenden.
10. La motivación de las sentencias.-
Entre nosotros es un lugar común que toda sentencia debe tener sus fundamentos. Ello no fue siempre así, ya que recién después de la Revolución Francesa, se aprobaron normas muy concretas sobre la necesidad de que las sentencias estén motivadas, hasta que se llegó a establecer que la falta de motivación violaba las normas sustanciales de toda decisión en materia contenciosa. Este principio ha llegado a tener una jerarquía fundamental, ya que se lo ha visto como un escalón más en el ascenso hacia los límites que debe tener el Estado para ejercer su poder.
Entre nosotros la Constitución Provincial de Santa Fe, en su artículo 91, exige que las resoluciones judiciales estén fundadas, por lo que tiene, entonces, valor constitucional. De cualquier modo al incorporarse la convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) a nuestro texto constitucional (art. 75 inc. 22) y ser uno de los derechos del justiciable el poder impugnar las decisiones de los Tribunales, es obvio que se precisa que la sentencia condenatoria se encuentre debidamente fundada, ya que no podrá ejercerse válidamente el derecho de defensa, para poder expresar los agravios, si no se sabe por qué se llega a la conclusión que se impugna.
Con el mismo argumento, toda vez que se instaura el recurso de apelación, se necesita que la sentencia diga sus fundamentos, y de allí que los Códigos Procesales lo imponen como requisitos formales a cumplir bajo pena de nulidad del fallo. Limitado a los argumentos que explican el porqué de la aplicación del derecho, se precisa conocerlos para poder intentar válidamente el recurso de casación, único ordinario para el juicio público y oral, aunque con las particularidades que analizaremos en el capítulo XIV.
Es común ver que para referirse al tema que nos ocupa, se utiliza el concepto de “motivar” como equivalente o sinónimo de “fundar”. En rigor, no es exactamente lo mismo, aunque tengan un sentido semejante.
Motivar, en un primer momento, se relaciona con la causa eficiente o final, es decir a la razón por la que el juez se decide por una solución; dicho de otro modo, el motivo es el conjunto de consideraciones racionales que lo justifican al acto, que le dan su razón.
Por su parte, el fundamento encierra un concepto más profundo, más medular, ya que se trata de haber profundizado dando las razones de lo que se dijo y por qué se dijo. Como vemos siempre, los motivos y los fundamentos son productos de la razón que, a través de  ellos intenta justificar la resolución dictada.
Para nosotros, lo concreto es que la motivación o fundamentación pertenecen a un segundo momento, que se produce necesariamente después de la valoración de los discursos probatorios. La etapa de la valoración, que pertenece a la teoría del conocimiento, se va cumpliendo a medida que el sujeto va tomando contacto con los discursos de quienes participan del proceso; allí los va valorando, los considera creíbles o increíbles. Así se llega a la decisión final, siempre como elaboración subjetiva e interna del sujeto.  Después llegará el momento de la fundamentación de su sentencia, donde tendrá que explicar los porqués, las razones que lo llevaron a tomar la decisión. Es aquí donde tiene su aplicación la lógica, a través de sus principios, fundamentalmente el de razón suficiente que fuera enunciado por el pensador alemán Leibniz así: “ningún hecho puede ser verdadero o existente, y ninguna enunciación verdadera, sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo” [17] Este principio viene siendo utilizado por los jueces al dictar sentencia ya que se ocupan del obrar humano, desde su propio pensamiento cuando razona explicitando, mostrando, descubriendo, las razones que lo llevan a decidir de un modo u otro.
El Dr. José Ignacio Cafferata Nores, integrando el Superior Tribunal de Justicia de Córdoba dictó en fecha 27 de diciembre de 1984 un fallo con motivo de un recurso de casación donde dice textualmente: “El respeto al principio de razón suficiente requiere la demostración de que un enunciado sólo puede ser así y no de otro modo”[18] Se refería el jurista de Córdoba a que las pruebas en las que se basan las conclusiones de la sentencia, sólo puedan dar fundamento a esas conclusiones y no a otras.
Por ello se ha considerado que las resoluciones de los jueces son fundadas cuando permiten extraer de ellas (nos guste o no), las razones lógico argumentativas que lo llevaron a tomar la decisión. De modo que en esta etapa de la elaboración de los argumentos fundantes, tiene prioridad la teoría de la argumentación, ya que debe responder a un correcto pensamiento. Hay aquí una presencia de la verdad, independiente del objeto del juicio al que se refiere la sentencia. Nos referimos a la verdad, en cuanto muestra un recto pensar argumental del juzgador. Los puntos de partida que son las premisas deben ser verdaderas y el razonamiento también para llegar a una conclusión verdadera. Pero todo con independencia del hecho que se alega acaecido que podrá ser verdadero o no. La verdad que juega en los fundamentos de la sentencia es una verdad vinculada con la lógica del argumentar. De allí que constituye toda una garantía para aquel Juez que luego es criticado o aún juzgado por su actuación.
Asistimos a la tendencia de exigir, cada vez más y más, que las sentencias estén correctamente fundadas. Probablemente, sea consecuencia de la crisis en la que se encuentra el funcionamiento de las instituciones estatales y que ha llegado al Poder Judicial. Entonces es preciso que los jueces, al resolver, expliquen con claridad, con transparencia, la razón de sus decisiones. Este constituye el mayor trabajo de un Magistrado. Muchas veces no es tarea tan ardua el resolver, como el elaborar los fundamentos de un fallo.
Las sentencias a su hora, son objeto de innumerables recursos, los que serán oportunamente analizados al final de esta obra, en el capítulo XV. En realidad, la existencia de los recursos, justifica plenamente la necesidad de que las sentencias se encuentren fundadas, al punto que se podría afirmar que las mejores sentencias no se las califica tanto por la justicia que encierra el condenar o absolver, sino por la calidad de la redacción de los argumentos que intentan justificarla.
Si bien, en una República, parece conveniente que el ejercicio de la autoridad venga acompañada de una racional explicación, no podemos dejar de señalar que a la mayoría de nuestros clientes, jamás le interesó demasiado la lectura de los considerandos de sus sentencias. Pareciera que los principales interesados en la fundamentación somos los abogados, sumamente atentos en la futura interposición de los recursos, que a no dudarlo, constituyen una importante fuente de labor profesional.
Precisamente un gran problema a resolver a futuro, se encuentra en la gran cantidad de recursos que se contemplan en los ordenamientos procesales o constitucionales, que llevan a demorar la firmeza de los fallos más allá de lo razonable.






[1] Todo lo vinculado al conocimiento es estudiado por la epistemología o teoría del conocimiento, que es una disciplina fundamental de la filosofía. Se plantea las cuestiones acerca del origen de los significados, de los principios, los métodos y los límites del saber. Lo importante es que la epistemología filosófica, a diferencia de una filosofía de la ciencia, pone necesariamente en tela de juicio la validez del saber científico heredado.
[2] La eficacia del funcionamiento de este mecanismo para conseguir que el testigo diga su verdad, reposa en el nivel de creencia que tiene introyectado el sujeto respecto de los efectos que su juramento puede llegar a provocar. En el caso puntual, se relaciona con lo mágico del caballo que podía llegar a descubrir su falsedad. En la hora actual, tal pensamiento con la misma naturaleza, se vincula con la religión (se jura por Dios o por las creencias religiosas, e incluso en algunos casos con la manos sobre la Biblia) o con el derecho (la lectura del delito de falso testimonio opera amenazante).

[3] Para quien le interese, puede comenzar por un texto sumamente didáctico, que no por su sencillez expresiva carece de profundidad, nos referimos a la obra de  HESSEN, J. “Teoría del conocimiento”, edit. Losada, Bs. As. 1.969. De cualquier forma, vale consignar que la epistemología va a depender de la postura filosófica que el sujeto adopte en primer término.

[4]Tema que ya analizamos en el capítulo II.

[5]Que analizamos en el capítulo I.

[6] En el capítulo VIII.

[7]Sobre la diferencia entre el acto procesal y la actividad, tuvimos oportunidad de escribir en el capítulo IV.

[8] Así la denomina Julio B. J. MAIER en sus obras.

[9]Uno de los primeros casos que, por la popularidad del imputado tuvo amplia difusión, fue el caso Monzón. Nos referimos a una causa donde el campeón de box fue imputado y detenido por tenencia de un arma de guerra que estaba en su departamento en la ciudad de Santa Fe. Tramitó en el Juzgado Federal de Santa Fe y cuando el defensor -Dr. Jorge Vázquez Rossi-, apeló ante la Cámara de Apelaciones en Rosario, sorprendió la decisión del tribunal que declaró la nulidad de las actuaciones, por faltar la orden de allanamiento para poder secuestrar el arma en cuestión. 
[10]“Caso Montenegro, Luciano Bernardino s/robo” de la CSJN en Fallos, t. 303-III, pág. 1938 y ss. Y para un completo estudio del tema ver también caso “Rayford” publicado en LL t. 1988-B pág. 444 y ss., “Ruíz”, en LL 1988-B pág. 446 y ss. y “Francomano” en LL 1988-B pág. 455 y ss.
[11]Para conocer una opinión crítica de esta teoría ver “Secreto, proceso y sentido común – Comentario, de nuevo sobre la doctrina del fruto del árbol venenoso)” por Héctor H. HERNANDEZ publicado en El Derecho t. 177 pág. 379 y ss.-
[12]Para un análisis de esta posición ver los siguientes fallos de la Sala II de la Cámara de Apelación de Rosario: Petrocco, Norberto Antonio del 24 de abril de 1.987 y Ortiz, José Félix Andrés del 28 de agosto de 1.989.
[13]La Corte Suprema de Justicia de la Nación, nuevamente vuelve a retrotraerse a posturas que parecían superadas con estas reglas, y es preciso analizar el caso Fiscal c/ Fernández fallado el 11 de diciembre de 1990.-
[14]Confr. Julio B. J. MAIER, Derecho Procesal Penal, Tomo I Fundamentos, pág. 869, Editores del Puerto S.R.L., Bs. As., 2da. edic., 1996.-

[15]Confr. Julio B.J. MAIER ob. cit. pág.  873.-

[16]Confr. Julio B. J. MAIER ob. cit. pág. 871.-

[17]Citado por Olsen A. GHIRARDI en su “Lógica del proceso judicial” Marcos Lerner Editora Córdoba, pág. 83.-
[18]Confr. Semanario Jurídico de Córdoba, del 7/3/85, Nº536 pág. 10/12, Edit. Comercio y Justicia.-

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