La instrucción y el juicio penal
LA
INVESTIGACION Y EL JUICIO PENAL
(Victor R. Corvalán - Capitulo XIII del libro Derecho procesal penal, análisis crítico del procedimiento penal Editorial Nova Tesis - Rosario 2010)
Para el sistema inquisitivo
la instrucción ha sido siempre la etapa fundamental y el juicio en realidad un
formalismo a cumplir para cubrir requerimientos constitucionales. La lógica
inquisitiva hace desplegar todo el poder en el inicio del procedimiento y allí
cumplir su objetivo inmediato que pasa por “descubrir la verdad”. Una vez
lograda carece de importancia, la etapa del debate. Por el contrario, el modelo acusatorio invierte
la relación, pretende desformalizar la investigación y que el juicio público,
sea realmente la etapa importante. La instrucción es para la preparación de la
acusación que ejercerá quien decide el ejercicio del poder penal, al solicitar
la apertura del juicio. La lógica del modelo adversarial, exige que sean las
partes quienes convenzan de sus razones al tribunal y ello ocurrirá en el
juicio público.
1.
Introducción.
Tradicionalmente, el
procedimiento penal, en delitos que dan lugar al ejercicio público de la
pretensión punitiva, se ha compuesto de dos etapas perfectamente definidas: una
de investigación y otra de debate. La
primera (más conocida para nosotros como “instrucción”) se ha presentado en la
historia del procedimiento penal como insoslayable y define la existencia de la
segunda (llamada también “jui cio” o “plenario”). Su necesariedad aparece con
claridad en tanto, en muchos casos, solamente se tiene una denuncia de un hecho
con apariencia de delito y no se sabe con exactitud lo ocurrido. Precisamente
“instrucción”, que es la denominación que le dan la mayoría de los códigos
argentinos (y de los cuales constituye una excepción el nuevo CPP santafesino
que le llama -con más propiedad-: “Investigación Penal Preparatoria”) alude a
las reglas y técnicas para la búsqueda o recorrido en procura del conocimiento,
a “saber”; funciona como un sinónimo, justamente, de investigación – aunque con trazas
conceptuales de mayor autoritarismo, como veremos-.
No ocurre lo mismo en
aquellos procedimientos penales por delitos llamados de “acción privada”, ya
que el ejercicio de la acción queda reservado exclusivamente a los particulares
y por lo tanto, el Ministerio Público fiscal no participa. En ese procedimiento
penal, que tiene lugar para unos pocos delitos contemplados expresamente en el
código penal y que veremos en el capítulo siguiente, no existe la etapa
instructora: todo se reduce al juicio, a partir de la interposición de la
querella. El particular tendrá que conseguir la prueba para fundar su querella,
aunque excepcionalmente se le brinden algunos mecanismos para permitirle
cumplir puntualmente tal objetivo.
La etapa instructora
se dirige a investigar si el hecho denunciado como delito realmente existió y
quién lo cometió, además de establecer otros aspectos que podemos considerar
secundarios, como la extensión del daño causado. Es evidente que el objetivo
inmediato del “descubrimiento de la verdad”, de la “verdad real” como se la
adjetiva tradicionalmente, adquiere en esta primer etapa una fundamental
relevancia, para servir de excusa al ejercicio del poder de quien investiga.
En los modelos
procedimentales hasta aquí analizados, la instrucción ha variado notablemente
en sus caracteres principales. Se distinguen perfectamente dos tipos de
instrucción: la llamada formal -a cargo de un juez -y la investigación preparatoria
que realiza -exclusivamente- el fiscal. Sin perjuicio de considerar que la
única compatible con el modelo acusatorio es la segunda, como la instrucción
formal todavía está vigente en muchas provincias[1]
y optativamente en la Nación, nos permitimos algunas reflexiones críticas con
la esperanza que sea definitivamente eliminada del ordenamiento jurídico
procesal penal. Anteriormente hemos tenido oportunidad de señalar, que no puede
ser considerado imparcial, aquél juez que tiene por función investigar
oficiosamente hipótesis que él mismo se plantea. En realidad no es
estrictamente un juez, más allá de su nombre institucional. Sobran las razones
para eliminar tan importante resabio del sistema inquisitivo, que repugna a
nuestra Constitución Nacional.
En los delitos cuya
pena máxima no supera los tres años y en el homicidio culposo, la llamada
“competencia correccional”, también se estructura con las dos etapas, con el
agravante que en algunos casos los códigos admitían que fuera el mismo juez el
que estuviera a cargo de ambas.[2]
La tendencia actual es la
desformalización de la etapa instructora, para dejar a los fiscales que decidan
los recaudos formales a adoptar, ya que el objetivo es llegar lo más pronto
posible al juicio y producir allí la
prueba. Tampoco resiste al cambio el mantenimiento de la competencia en delitos
con penas de prisión que no superen los tres años. En todo caso, la
especialización debería tener en cuenta la gama de los culposos, para adjudicar
competencias específicas en el nuevo modelo adversarial que se impone.
2. La instrucción formal a cargo de un juez.
Así se ha denominado
la que lleva a cabo el juez con amplias facultades para actuar de oficio, que
van desde la decisión sobre el inicio de la instrucción, el mérito que ofrecen
las pruebas reunidas, la convocatoria a indagatoria que le confiere el carácter
de imputado y la decisión final respecto a que todo lo que había que investigar
ya se cumplió, por lo que corresponde dar comienzo a la otra etapa. A todo ello
se agrega la importante medida de la prisión preventiva que, también de oficio,
dispone el juez en oportunidad de dictar el auto de procesamiento por delitos
que no sean excarcelables.
La instrucción que aquí nos
ocupa, ha sido la preferida por los defensores del procedimiento inquisitivo
-mal llamado “mixto”-, donde el imputado
se juega la suerte a tal punto, que se
podía afirmar como una máxima que cuando el imputado no lograba evitar el
procesamiento, iba a terminar en un plenario donde todo era un trámite burocrático más
para dar lugar a la sentencia condenatoria. Sus fundamentos eran
reiteraciones de la requisitoria de elevación a juicio, que a su vez, repetía
los mismos argumentos adoptados por el juez que había dictado el auto de
procesamiento. La prueba ya había sido conseguida y consolidada en aquella
etapa investigativa, donde la labor principal estaba a cargo de la policía, sin
ningún control de la defensa. Solamente el beneficio de la duda, era la única
alternativa a que podía apostar una estrategia defensista.
Las principales
características que ofrece la institución han sido convenientemente puestas de
relieves por todos los autores de la materia que la reivindicaban sin
demasiadas críticas[3].
Nos enrolamos entre
los partidarios de suprimir esta instrucción judicial, para dejar en mano de
los fiscales la investigación penal; por ende, y dadas las actuales tendencias
reformistas en toda América Latina no pretendemos
ser innovadores en la materia, sino -en todo caso-, trasladar nuestro punto de
vista crítico no sólo a los aspectos normativos, sino a aquellos aspectos que
ofrece la realidad del funcionamiento de los juzgados de instrucción o
correccionales.
2. 1. Preponderancia de la labor policial.
Nadie puede discutir
que el éxito en las investigaciones penales no depende de la actividad
judicial, sino en una gran medida de lo que logre documentar la policía en el
sumario de prevención. Ello es tan obvio, como que la mayoría de los delitos
son mucho más eficazmente esclarecidos si ello ocurre con una presencia
inmediata, apenas ocurre el hecho, del personal investigador. La toma de
elementos que quedan en la escena del crimen -que tanto interesa a los
criminalistas-; la urgente detección de futuros testigos, el secuestro de
elementos de convicción que indiquen al autor del hecho y hasta la detención
del prófugo, es función que normalmente lleva a cabo personal policial. La
propia organización policial está preparada para llegar de inmediato adonde
ocurre el hecho; de manera que nuestra crítica no pasa por pretender que toda
esa tarea la cumplan empleados judiciales;
lejos -muy lejos- estamos de creer en que la solución de los males se
encuentra en la falta de una policía judicial: la policía, como cuerpo armado,
debe seguir en el ámbito del Poder ejecutivo -que es precisamente el único que
debe detentar el uso de la fuerza-, sin perjuicio de prestarles servicios a los
otros poderes.
Nuestra crítica, en
cambio, pasa porque esta tarea investigativa, de fundamental importancia para
el futuro de la causa, es llevada adelante sin ningún control de funcionarios o
magistrados del Poder Judicial. La cumplen policías que más allá de depender
jerárquicamente del área de gobierno, de las distintas provincias o del orden
nacional, no se relacionan funcionalmente con los verdaderos responsables de la
investigación. Es tan grande el poder de decisión que tienen las policías en
nuestro país, que puede decirse que de ellas depende en realidad, el inicio, el
desarrollo y fundamentalmente el éxito de una investigación penal. Como veremos
luego, todo se solucionaría si hubiera mayor contacto, mayor dependencia de la
actividad policial con el verdadero responsable de lograr eficacia en la
investigación, o sea el actor penal público.
Hasta aquí la crítica
en el ámbito si se quiere ideológico, pero no podemos soslayar en estos
comentarios, que en general en nuestro
país y con especial énfasis en las grandes ciudades, la policía constituye un
gran nicho de corrupción, donde resultan excepcionales los buenos funcionarios.
Somos conscientes que pasamos entonces a lo que llamamos el plano patológico
del análisis, cosa que queremos evitar; pero aunque es mucho lo que se intenta
hacer para revertir esta situación, poco es el resultado que se logra frente a
tanta corrupción generalizada y estructural. Los jóvenes oficiales que egresan
de los institutos específicos, a poco que toman contacto con la rutina del
trabajo policial, empiezan a internalizar otras pautas no recibidas en la
academia curricular. Son otros los valores que se manejan en las estructuras
policiales, donde se prioriza el ingreso ilícito de importantes sumas de dinero
-en muchos casos tarifando la tolerancia hacia el juego prohibido, la
prostitución, la droga y en menor medida a la propia delincuencia que comete
robos calificados- y se permite la existencia de desarmaderos de autos
clandestinos y otros negocios por el estilo, donde la mercadería que se ofrece
es producto de ilícitos.
Pero volvamos al
nivel de análisis, donde lo ético se presupone.
El cúmulo de
difíciles tareas adjudicadas a las policías, exige una preparación específica
que en general para los oficiales es deficitaria y el resto del personal carece
completamente de capacitación. A una comisaría concurre todo el abanico social
que compone la comunidad y muchos necesitados de contención, ya que concurren
con un drama a denunciar. A ello se suma que no existe una clara distribución
de las tareas policiales, por lo que puede suceder que el mismo personal que
debió sostener un tiroteo con quien termina detenido en relación al mismo
procedimiento, pasará luego a ser el encargado de su custodia, su
identificación, su requisa y quien labrará las actuaciones prevencionales,
donde hasta llegan a tomarle declaración, cuando el código lo permite. ¿Cómo
reclamar imparcialidad funcional en ese personal?, ¿cómo exigirle un trato
profesional respecto del detenido?
Todas estas críticas
se hacen con cierta facilidad, a partir de la propia experiencia en el contacto
con la policía actuando en función judicial o con simples lecturas de las
noticias que a diario presentan las irregularidades cometidas por sus agentes.
¿A que conducen? Por un lado, a partir del reconocimiento de esta verdadera
enfermedad ética en la función pública, se generan secciones de “elite”
preferidas por algunos jueces y otras que institucionalmente se dedican a la
investigación interna de la actuación policial. Por otro lado, el poder
político dedica su tiempo a legislar una vez más a partir de la desconfianza. A
tratar de corregir con normas procesales cuestiones patológicas, que en todo
caso tienen una raíz deformada en el ámbito educativo, en el plano de la falta
de conductas ejemplares a imitar y que ingenuamente jamás podrá la ley modificar.
Una de las
“soluciones” fue la exigencia de que todo secuestro policial, debía hacerse con
la presencia de dos testigos, que –obviamente- no pertenecieran a la
institución. El tema pone sobre la mesa el afán del legislador en tratar de
evitar irregularidades policiales, cuando en rigor, los malos policías saben
perfectamente como eludir responsabilidades funcionales y como dice el dicho
popular, “hecha la ley, hecha la trampa”; por ejemplo: como es frecuente la imposibilidad de contar con los
testigos antes de proceder a secuestrar elementos de convicción, suelen
conseguirlos y traerlos cuando el procedimiento culmina, y sin embargo les
hacen firmar igual un acta donde figuraba que se hallaban ahí desde el
comienzo. En rigor, la sospecha sobre el accionar funcional de la policía, no
pasa por la realización concreta del secuestro, sino fundamentalmente por el
hallazgo del material incriminador. Definitivamente si se concluye que en
general la policía no ofrece garantías de proceder correcto, la solución no se
encuentra en la exigencia de los testigos, sino en atacar el problema en sus
causas para corregir la corrupción existente, que por supuesto es un mal social
que supera a la institución.
Otra “solución”,
consistió en impedir que los imputados pudieran ser interrogados en sede
policial, por más consentimiento que figure en el acta. Se empezó en Córdoba,
negando valor probatorio a la confesión brindada en dicha sede, para terminar
eliminando en principio totalmente la posibilidad de que la policía interrogue
a los imputados. Decimos “en principio” porque una reforma al código procesal
penal de la Nación, permitió que en ciertas circunstancias, el personal
policial puede interrogar al imputado en el lugar del hecho, sorprendido “in
fraganti”, y para poder continuar de inmediato con la investigación. Esta
absurda disposición, que no reconoce ninguna otra similar, termina por impedir
la documentación de lo que se le pregunta al sospechoso; para negarle, encima,
en virtud de las irregularidades, toda ulterior eficacia probatoria. [4]
¿Cómo se puede concebir, que la ley autorice a la policía a interrogar al
sorprendido en situación de flagrancia, pero al mismo tiempo no permita su
documentación, con el agravante que la ley le quita todo valor probatorio, al
mejor estilo del sistema de “prueba tarifada” que creíamos sepultado?[5]
¿Qué pasaría, si llegado el caso el fiscal llevara al policía que intervino, a
declarar como testigo a la audiencia y en ella éste se explayara contando en
qué consistió aquel interrogatorio y sus respuestas? ¿Es que el juez deberá
hacer de cuenta que no escuchó nada?
Otros códigos, como
ocurre con el que está todavía vigente en muchas causas en Santa Fe, no
solamente admiten la posibilidad que la policía interrogue al imputado, sino
que se reconoce que la finalidad es “orientar la investigación”[6].
En los códigos que
permiten a la policía interrogar al imputado, siempre se aclara que ello
ocurrirá en la medida en que este diera su conformidad: he aquí el problema.
Esa supuesta conformidad no ha sido otorgada luego de recibir asesoramiento de
parte de su abogado defensor; por lo tanto, para nuestro punto de vista, carece
de eficacia a los fines de garantizar que el imputado ha hecho la elección
correcta cualquiera fuera su decisión al respecto. La solución no consiste en
impedir que la policía reciba declaración al sospechoso, sino en exigir siempre
y en todos los casos la presencia del defensor, con quien por supuesto no podrá
tener impedimentos de contacto privado que asegure la reserva profesional.
Estamos persuadidos que la principal garantía de defensa que tiene una persona
desde los primeros momentos de una investigación penal -y sobre todo si se encuentra
privado de su libertad, aunque fuere momentáneamente-, es que se le permita
recibir asistencia profesional en forma privada y libre de un abogado, sea
defensor público o particular. Después de ello, no vemos impedimento en que la
declaración la reciba la policía, siempre en presencia del profesional que
actúa como defensor. Por el contrario: muchas veces, ello le servirá al propio
sospechoso, ya que una rápida exposición aclarando lo que corresponda pueda
evitarle ulteriores problemas.
2.2. La burocracia judicial.
En segundo término,
corresponde decir que la etapa instructora no está realmente a cargo del juez, como
se proclama. Sería imposible que ello ocurriera.; pero eso implica una realidad
aún peor: el fenómeno de la delegación en los funcionarios subalternos y
empleados, ha generado una enorme burocratización, entendida ésta como el
gobierno de los empleados de oficina. Solamente algunas causas son realmente
conducidas responsablemente por el Magistrado instructor. La inmensa mayoría es
trabajada por empleados, muchos de los cuales carecen de estudios jurídicos.
Otra mínima selección de causas, pone al frente de la investigación -con
suerte- a un pro-secretario o secretario del tribunal. Se dirá que en realidad
es el juez quien imparte instrucciones generales y particulares para que se
desarrolle la actividad investigativa, pero ello no basta, no es suficiente
para anular la crítica que formulamos.
El “sumariante”, como se
llama al empleado de los juzgados de instrucción que tiene a su cargo la tarea
investigativa, tendrá la autonomía que le confieran sus superiores en relación
a su capacidad, experiencia y confianza ganada en el tiempo que lleva
desempeñando la función. En muchísimos casos, el sumariante es quien decide si
una causa se trabaja o no, en cuyo caso pasa a engrosar los casilleros que
esperan la prescripción. Realmente es titular de una importante cuota de poder,
que los abogados deben tolerar y practicar una política de buenas relaciones
para conseguir “pequeños favores” como puede ser el corrimiento de una
audiencia o la citación de su propio cliente (a veces con objetivos
inconfesables desde lo ético). A su turno, las personas que concurren a los
tribunales como imputados y que son defendidas por los defensores públicos (con
quienes generalmente no toman mucho contacto), salen muchas veces convencidas
que fueron recibidas por el juez en persona. Incluso en algunas oportunidades,
reciben “consejos” para manejarse en la causa y pronósticos de lo que sucederá
en definitiva... lo que resulta a todas luces intolerable.
Ese empleado es quien
tomando las declaraciones, decide sobre la marcha y la dinámica de la actividad
que se cumple; la siguiente pregunta o la repregunta a formular al imputado o
al testigo. Antes, ese mismo empleado, es quien diagramó una estrategia
investigativa (si es que así puede llamarse a la tarea que cumplen los
sumariantes). Decidió cuándo correspondería citar para indagatoria, cuáles los
hechos a intimar, a qué testigo convocar, en qué orden, qué pericial disponer,
cuándo los careos, los reconocimientos en rueda de personas, las
reconstrucciones de los hechos, sin contar los oficios a librar para que la
policía profundice determinadas líneas investigativas, en una virtual
delegación absurda de la actividad instructora. Es el empleado el que
confecciona las actas, donde por supuesto mediante una evidente falsedad
ideológica, se consigna que el juez y el secretario estuvieron presentes
durante la declaración, lo que luego se prueba con las respectivas firmas
insertas mucho tiempo después que todo terminara. A esta verdadera patología no
tenemos más remedio que contribuir los
abogados defensores, que aceptamos este estado de cosas, ya que de lo contrario
no podríamos ejercer la profesión.
Cabe agregar que a
todo ello se suma que el nombre y apellido del empleado sumariante no figura en
ningún lugar, excepción hecha de las citaciones que se cursan a las comisarias
para que actúen como correo. Por supuesto que no consta en las actas que
escriben, ni en los decretos que proyectan, ni en los oficios que se libran. Es
ello una muestra evidente del nivel de irresponsabilidad que provoca el
sistema, donde la delegación del poder se hace en un nivel oculto, no
formalizado, pero ampliamente conocido y tolerado por todos.
2.3. Instrucción definitiva en materia probatoria.
En tercer término,
pero no en orden de importancia, sino simplemente de exposición, aparece el
valor probatorio que se le otorga a la investigación instructora “a cargo” del
llamado juez de instrucción. La llamada instrucción formal o jurisdiccional, no
es otra cosa que una verdadera etapa de recolección de prueba anticipada al
juicio, pero que se adquiere con verdadero carácter definitivo.
Aquí aparece un gran
problema, a partir de un error conceptual que confunde investigar con probar.
Producto de la concepción inquisitiva que le otorga tantos poderes al juez, lo
que él investiga (en realidad la policía o sus empleados), al ser documentado
por escrito en tantas actas como fuere necesario, quedará consolidado como
prueba definitiva. No es necesario aceptar esta tradicional distinción
doctrinaria y legal, de la llamada prueba definitiva o irreproductible, ya que
en realidad la gran mayoría de las testimoniales lo son, desde que nadie puede
asegurar que va a vivir hasta la audiencia del juicio para poder prestar
declaración oralmente.
El código de Santa
Fe, que sigue manteniendo un procedimiento escrito en el juicio, tiene una
instrucción que es íntegramente definitiva, sin distinguir de qué prueba se
trata. Es así que una de las violaciones a las garantías constitucionales que
más nos preocupa, se relaciona precisamente con la defensa en juicio, que pasa
a ser violada. Ello porque se condena a personas por pruebas que fueron
conseguidas en la etapa instructora (a veces en sede policial), sin que la
defensa pudiera controlar su producción[7].
El escriturismo con
excesivo ritual formalista, donde a fuerza de frases hechas se construyen
actas, sobre la base de modelos preexistentes cuyo autor se perdió en el
tiempo, va a presidir toda esta etapa instructora, por lo que su lectura hecha
por los jueces del plenario, les permitirá tener un acabado y pormenorizado
documento que ha reconstruido todo lo ocurrido y difícilmente aparezcan
novedades en el juicio. Dicho de otro modo, una instrucción tan documentada con
las características que apuntamos, evidentemente incide en el ánimo del juez,
ya que de poco le servirá escuchar lo que ocurra en la audiencia si ya se formó
una opinión con lo leído en el llamado sumario, aunque de sumario tenga
solamente el nombre.
2.4. Un instructor irresponsable.
Debemos destacar la
total irresponsabilidad que le cabe al juez de instrucción, por el resultado de
su actuación en esta etapa. Irónicamente, la exigencia de que sean personas
distintas quienes investigan de quienes juzgan, provoca que a la hora de
evaluar el resultado de la instrucción -lo que va a ocurrir cuando el fiscal la
analice para fundar su requisitoria de elevación a juicio-, es que ningún
reproche se le pueda formular a aquél que formalmente la condujo. Para el caso
en que el fiscal coincida en que el resultado instructorio, le permitirá acusar,
se abrirá el juicio y en la sentencia otro tribunal podrá analizar nuevamente
la eficacia de lo investigado. Pero, lógicamente, no habrá cargos que formular
al juez de instrucción, ni tendrá que asumir costas por su mal desempeño. Por
lo tanto, en estos sistemas, a la par que se logra una gran concentración de
poder en la figura del juez de instrucción, se le garantiza una total
impunidad, una total irresponsabilidad por lo actuado. En conclusión, en todos
los sobreseimientos que se dictan en la etapa instructora, no hay condenación
en costas para nadie. La persona que resultara imputada tuvo que hacer frente a
su defensa técnica, costear peritos (si fueran necesarios), para terminar con
un pronunciamiento favorable, pero que no se pronuncia sobre quien paga las
costas. Por lo tanto son a su exclusivo cargo. Ello con independencia de lo que
signifiquen los daños y perjuicios generados por el tiempo que tuvo que
permanecer privado de su libertad, mientras duraba la instrucción. Para su
satisfacción deberá el interesado gestionar mediante una demanda civil, que el
Estado se haga cargo de indemnizar, lo que rara vez ocurrirá, ya que se pondrá
como excusa que existían intereses superiores (el famoso interés público u
orden público) que justificaban la investigación.
Se constata una total
falta de auditoría sobre los resultados de eficacia en la investigación
cumplida en esta etapa instructora, desde que no se comparan los resultados de
los procesamientos dictados, en relación con las sentencias condenatorias que
se pronuncian en el tribunal del juicio. Esta es una permanente característica
de todos los sistemas procedimentales, donde no existe control de calidad. A lo
sumo se toman en cuenta datos cuantitativos que de por sí solos, no significan
absolutamente nada y si se los profundizara se encontraría con que disfrazan
una realidad burocrática, donde el juez termina dictando tantas resoluciones,
que resulta imposible sean simplemente leídas en horas de trabajo normales.
2.5. Un juez que investiga para la parte actora.
La figura del juez de
instrucción, ofrece la particularidad de constituir un ejemplo de total falta de imparcialidad, al
punto que todo su trabajo, una vez cumplido, es ofrecido al fiscal para que
recién entonces opine si está o no de acuerdo con lo hecho. Como los jueces de
instrucción no formulan la acusación contra el imputado, dependen al final de
la tarea que el fiscal esté de acuerdo con lo hecho, para que pueda, a partir
de lo entregado, construir su requisitoria para la apertura del juicio.
Un síntoma de la lucha por el ejercicio del
poder penal, que dentro de las mismas instituciones estatales se viene
planteando, se presenta cuando al llegar a la llamada etapa intermedia o de
limitada crítica instructora, el fiscal pide el sobreseimiento y el juez que
considera válido su procesamiento antes dictado, no acepta lo peticionado. En
un esquema adversarial esta situación es impensada (aunque claro que entonces
no estaríamos analizando a la instrucción a cargo de un juez).
Como fuere, aquí ha prevalecido
el criterio también fundado en la desconfianza hacia el fiscal, reclamando la
intervención de su superior tal como lo resuelven algunos códigos[8]
o declarando la inconstitucionalidad de la intervención de una Cámara
jurisdiccional de la justicia Nacional[9].
En esta etapa
intermedia, donde se debería producir un debate entre las partes -cuando la
defensa se oponga a la apertura del juicio-, el contradictorio se plantea
inusualmente entre el fiscal y el juez. La defensa observa. Es evidentemente un
debate entre dos órganos que cumplen idénticas funciones, ya que el juez hizo
una investigación persiguiendo penalmente al imputado, y ello fue por lo menos
tolerado por el fiscal. Pero llega el momento donde el fiscal debe asumir
responsablemente su protagonismo como actor penal. Es entonces, que puede
pronunciar un discurso desincriminador, dando por tierra con toda la
construcción de la instrucción. Todo lo documentado en el “sumario” ha sido
inútilmente colectado, ya que no le sirve al fiscal para fundar una
requisitoria de elevación a juicio. Por el contrario, aquí realmente la
instrucción adquiere su condición definitiva, ya que sobre la base de lo
documentado, el fiscal reclamará un sobreseimiento a favor del imputado.
Nuevamente el rasgo
inquisitivo aparecerá en la tarea del juez que a regañadientes, u obligado por
la participación del superior del fiscal, deberá resolver sin que exista
contradictorio previo. En efecto, ese sobreseimiento pedido por el actor, es
inconcebible en el esquema de proceso que venimos trabajando en esta obra. Por
supuesto que el defensor apoyaría la pretensión del actor penal, pero el tema
es que se ejerce la jurisdicción sin que exista un conflicto discursivo
planteado entre las partes. En rigor, no hay jurisdicción. Hay una actividad
judicial, que declara el sobreseimiento a raíz de que el fiscal no lo acusa al
imputado, sea por la causal que fuere.
2.6. Un juez que aborta la persecución penal a su
criterio.
Todos los códigos
procesales penales que contienen la instrucción judicial, facultan al juez para
dictar “de oficio” el auto de sobreseimiento cuando llegue a la conclusión
certera de que el hecho no existió, no encuadra en una figura penal, no lo
cometió el imputado, o media alguna causa de inculpabilidad, inimputabilidad,
justificación o excusa absolutoria. La crítica que antes hacíamos, es
perfectamente aplicable a estos supuestos, donde las partes observan
pacíficamente cómo el juez que venía actuando de oficio y trabajando para el
actor, ahora cambia el rumbo y decide abortar la persecución penal, porque a su
criterio así corresponde. Más allá de las posibilidades recursivas del fiscal o
del querellante, lo cierto es que no hubo jurisdicción, desde que se ha
resuelto sin pedido de parte y por lo tanto sin contradicción alguna que la
habilite.
Se llega al extremo
de fijarle un plazo de duración a la instrucción formal, al punto de generar
una hipótesis de sobreseimiento que se parece a una suerte de prescripción
local, cuando operado el paso del tiempo fijado por la ley, no hay elementos
para mantener o dictar el auto de procesamiento (ejemplo: art. 356 apartado 2
del CPP de Santa Fe ley 6740). El propio juez reconoce que pese a la
investigación cumplida, no se han logrado “pruebas” suficiente siquiera para
fundar un juicio de probabilidad, en relación a la autoría o participación del
imputado en el hecho que fuera objeto de la instrucción. Por lo que al vencerse
el plazo fijado por el código procesal penal, para la duración total de la
investigación, corresponde resolver la situación procesal del imputado,
dictando a su favor un formal sobreseimiento que cerrará definitiva e
irrevocablemente la causa con autoridad de cosa juzgada.
No estamos de acuerdo
con que se fijen plazos de duración a la etapa instructora (que no es lo mismo
que tenga tope la duración de la prisión preventiva)[10].
Volveremos más adelante sobre esto. Pero además, consideramos inconstitucional
que se dicten sobreseimientos por la sencilla causal del vencimiento de plazos
fijados localmente, para que en ellos sea conseguida la prueba que permita
procesar y acusar, para pasar al juicio.
El único plazo que
debería existir es el de la prescripción de la pretensión punitiva, fijado en
el código penal y válido para todo el país. Precisamente una de las causales de
interrupción de este plazo, ocurre cuando se produce la requisitoria de
elevación a juicio y antes cuando el imputado es convocado a prestar
declaración.
3. La instrucción a cargo del fiscal.
En aquel código
procesal penal que elaboraran para Córdoba Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián
Soler en 1938, se introduce por primera vez y como una excepción, la llamada
“citación directa” o “información sumaria”, que en realidad era un
procedimiento sin instrucción jurisdiccional o formal. Se trataba de dejar en
manos del fiscal el realizar su investigación que obviamente era más que nunca
preparatoria, para directamente convocar al imputado al juicio oral, mediante
su requerimiento.
Sin embargo, por lo
menos uno de estos autores (Alfredo Vélez Mariconde) que se había inspirado en
el código procesal penal de Italia de 1913, no estaba muy convencido de sus
ventajas y por el contrario, consideraba que la instrucción jurisdiccional
siempre acordaba mayores garantías de justicia, tanto para la sociedad como
para el individuo, permitiendo asegurar el máximo equilibrio posible entre sus
intereses[11]. Se había desplegado en aquella época una gran
corriente doctrinaria de enemigos de la citación directa, con el argumento de
que existían muchos delitos de compleja investigación, que demandaban una
prolongada actividad preparatoria. De manera que el instituto que nacía en
Córdoba y luego sería adoptado en Mendoza, se reservaba para delitos leves o de
fácil investigación, que permitía consentir un procedimiento breve y sumario.
La principal crítica,
que desde nuestro punto de vista, era acertada desde el enfoque constitucional,
se refería a que no podía tolerarse que el fiscal tuviera facultades para
ordenar limitaciones a la libertad de los imputados y tampoco permitirle que
practique actos irreproductibles que luego ingresarían al debate.
Precisamente los
modelos de Córdoba y Mendoza, establecieron una citación directa que procedía
siempre que el caso no ofreciera complejidad en la colecta probatoria, ni
demandara demasiada duración en el cumplimiento de las diligencias. Asimismo,
el poder coercitivo del fiscal prácticamente no existía, ya que en los casos
leves no había por regla general, prisión preventiva que imponer. Finalmente
tampoco se admitía que el fiscal pudiera disponer actos que por su naturaleza
eran irreproductibles.
Bajo estos conceptos,
la investigación a cargo del fiscal, era una forma de descomprimir la tarea
jurisdiccional, ya que se le evitaba intervenir en casos simples. Al mismo
tiempo había resguardo por la tarea de la defensa que no se veía perjudicada
porque no estuviera el juez a cargo de la instrucción. Cabe aclarar que el
Ministerio Público fiscal en Córdoba forma parte del Poder Judicial, lo que
para muchos, importa una correcta ubicación institucional, siendo que
modernamente la tendencia es que constituya una cuarta función, tal como lo
contempla la Constitución de Salta y la de la Nación a partir de 1994.
Si bien la
institución nacía en el derecho argentino, desde la escuela de Córdoba, iba a
ser otro de sus integrantes, Julio B. J. Maier[12]
quien se constituyera en el más firme defensor de que el fiscal se encuentre
siempre y en todos los casos a cargo de la investigación penal. Precisamente de
su pluma recogimos los argumentos -que lógicamente nos convencieron hace muchos
años-, que era un absurdo colocar a un juez a cargo de la instrucción.
Estamos persuadidos
que culturalmente la figura del juez, en esta América latina, tiene una fuerza
increíble que es capaz por sí de generar un sentimiento de admiración, respeto
y de considerarlo fuente de garantía y justicia. Esa creencia instalada mágicamente,
importa uno de los mitos del derecho, que impide el análisis racional para
instrumentar otros mecanismos que, a la par de brindar mayores garantías, no
paguen en moneda de eficacia, el éxito de las investigaciones penales.
Definitivamente es imprescindible no perder de vista la naturaleza humana,
política y por lo tanto necesaria de controlar que tienen tanto los
jueces como los fiscales, así como el resto de quienes están llamados a cumplir
funciones públicas, en el ámbito que fuere.
Siguiendo con el
liderazgo que en materia procesal penal ha venido cumpliendo en nuestra
historia, Córdoba se decide finalmente por una instrucción a cargo del fiscal,
en el proyecto de código que primero es adoptado por Tucumán. La influencia en
este tema del Dr. José Ignacio Cafferata Nores, se hizo notar en la reforma
procesal, de manera que se marca el rumbo definitivamente para que desaparezca
la figura del juez de instrucción. En realidad, la diferencia con los
antecedentes de la misma provincia de Córdoba, se advierte porque no se suprime
la figura del juez, pero no a cargo de la investigación, sino para habilitar
determinadas actividades del fiscal que podrían llegar a afectar garantías
constitucionales. Así nace, lo que luego se dio en llamar un juez de garantías, al lado del fiscal, no para supervisar su
tarea, sino para estar dispuesto a atender sus requerimientos y despachar
aquellas órdenes que exigen constitucionalmente su intervención.
Ese ejemplo, es
seguido de inmediato por el código de la provincia de Buenos Aires y lo tomamos
cuando en Santa Fe nos dispusimos a elaborar el proyecto de 1992 para la
comisión bicameral.
En el ámbito nacional
resulta increíble que no se adopte similar camino y venimos asistiendo a
reformas tibias, donde se mantiene el predominio del juez sobre el fiscal, a
quien se le puede delegar la tarea instructora, sin perjuicio que en algunos
casos dependa de su propia elección o sean hechos de flagrancia.
El modelo del Chubut
y el nuevo para Santa Fe, decididamente se inclinan por colocar al fiscal al
frente de la instrucción, ya que en realidad aquél juez con tantos poderes y
tanta confusión con la actividad requirente, tenía tantas características
inquisitivas, que lo hacían incompatible con un modelo acusatorio o
adversarial.
De manera que la
instrucción a cargo del fiscal, es definitivamente una necesidad del modelo
acusatorio, donde lo importante y trascendente pasa por asegurar la
imparcialidad de los jueces y el respeto por la participación de actores y
defensores.
Sin embargo, ese
camino que ya lleva bastantes años de recorrido, no ha sido fácil y la práctica
ha demostrado (sobre todo en provincia de Buenos Aires), las luchas por el
poder que han presentado jueces que no querían dejar su sitial, frente a
fiscales que asumían plenamente su protagonismo en el nuevo escenario que se
presentaba. Pero han sido casos aislados, que no han permitido volver a etapas
políticamente precluídas, aunque algunos lo desearan íntimamente.
La idea central de quienes
defendemos el modelo acusatorio, es terminar con una instrucción tan importante
que termina opacando al juicio. Esta realidad se traduce en la importancia de
la documentación puntillosa de todo lo que ocurre en la investigación, pasando
a constituir el sumario un objeto central, a partir del cual todo lo restante
pierde sentido. Más allá del carácter preparatorio que obviamente sigue
conservando la instrucción a cargo del fiscal, si ese sumario llega a manos de
los jueces antes que comience el juicio oral, la suerte del imputado prácticamente
ha quedado sellada en esa lectura.
Hoy, la tendencia
supone tratar de desformalizar lo más que se pueda la etapa instructora, ya que
en realidad la prueba definitivamente será la que se produzca en la etapa del
juicio, al que luego nos referiremos. En realidad, la única documentación que
debe existir, refiere a aquella prueba anticipada, la que no se va a poder
producir en la audiencia, por la razón que fuere. Las medidas de investigación
que conducen, por su naturaleza, a la imposibilidad de su reiteración posterior
-conocidas como irreproductibles-, obviamente deberán ser formalmente
documentadas, pero antes, debidamente controladas por la defensa del imputado,
si es que éste ya existe determinado. Pero el resto de elementos conseguidos
por la policía o por el fiscal, dependerá del propio funcionario decidir qué
nivel de documentación reclama.
Por supuesto, que
cada caso deberá indicar las medidas a adoptar y al mismo tiempo, la mira del
fiscal, deberá dirigirse permanentemente a pensar en la realización pronta del
juicio.
No somos partidarios de
acotar en el tiempo la etapa de instrucción preparatoria a cargo del fiscal. No
vemos ninguna necesidad constitucional para que se le ponga un plazo, en el
cual se decida sobre la suerte de la instrucción. Consideramos que la
investigación tiene solamente el plazo que le otorga la prescripción de la
pretensión punitiva y que se regula en el código penal. Ello, como ya lo
dijimos anteriormente, no significa que las medidas de coerción no deban estar
acotadas en el tiempo, todo lo contrario: la prisión preventiva debe tener un
plazo y mucho menor al que hoy existe. Porqué no pensar que 90 días, son más
que suficientes para acusar a un imputado y dar comienzo a un juicio, por un
delito grave.
Por otra parte, iniciada
la investigación penal, si aparecen suficientes elementos para considerar que
una persona es probablemente la autora o partícipe de un hecho delictivo,
bastará con hacérselo saber de un modo fehaciente. Nada impide que reciba
personalmente una cédula donde por escrito consten los hechos que se le
atribuyen, el delito en el que encuadran y todos los derechos con los que
cuenta. Del mismo modo será eventualmente citado a juicio, recibiendo la
acusación que será el resultado de la investigación cumplida. Ellas serán en
principio las dos únicas notificaciones que puede recibir un imputado, salvo
que exista la necesidad de producir prueba irreproductible o definitiva, en
cuyo caso, también deberá ser fehacientemente enterado para que pueda controlar
su producción.
Si la instrucción se
paraliza y no prospera la acusación porque el fiscal termina reconociendo que
no ha conseguido suficientes pruebas para ello, bastará con un simple archivo
de la investigación, que por supuesto no causará estado y el día de mañana
podrá ser reabierta. De esta forma, el sobreseimiento será solamente viable si,
formulada la acusación, la defensa se opone en una etapa intermedia o audiencia
preliminar, donde un tribunal evalúe la pretensión desincriminatoria y resuelva
el contradictorio.
Culturalmente debemos
prepararnos para ser capaces de reconocer
a los fiscales como los verdaderos protagonistas del ejercicio del poder
penal del Estado. Para lo cual es imprescindible generar, a partir de su figura,
la dosis de credibilidad racional que permita superar aquél dominio del
escenario investigador que todavía añoran muchos jueces. Es que ese tremendo
poder que ejercía el juez de la instrucción, de alguna manera perduraba y se
prolongaba en el resto del procedimiento, ya que llegaba a influenciar a los
otros jueces en el juicio. Esa idea debe ser desterrada, para que realmente el
juicio pase a ser lo trascendente, lo importante y pueda aparecer claramente el
contradictorio discursivo entre las partes.
No se puede perder de
vista, que ese nuevo protagonismo del fiscal, supone un claro ejercicio de
poder respecto de los funcionarios policiales, que no pueden continuar con el
nivel de autonomía, que el sistema inquisitivo antes les otorgaba.
Sin embargo, nuestra
visión crítica del funcionamiento del sistema -e incluso del que todavía en
Santa Fe, es nada más que letra en una ley que no ha completado su total
vigencia-, nos lleva a reclamar además, un fiscal que pertenezca a un
Ministerio con determinadas características institucionales, que lo hagan
perfectamente compatible con el modelo acusatorio elegido.
En primer lugar,
institucionalmente ese Ministerio Público fiscal (o como se lo prefiera
llamar), debe ubicarse fuera del ámbito del Poder Judicial. Los fiscales no
pueden integrar la llamada “carrera judicial”, ni tener siquiera aspiración por
llegar a ser jueces. Todo lo contrario. La función del fiscal es diametralmente
diferente de la tarea de un verdadero juez, de modo que mientras mayor
separación institucional y administrativa se logre, mejor para la institución.
Con lo que se lo debe pensar como una cuarta función, tal como lo pretende la
Constitución Nacional, o directamente formando parte del Poder Ejecutivo, tal
como ocurre con la policía. Precisamente esta ubicación, permite con mayor
facilidad establecer líneas de mando y obediencia[13].
En segundo término,
ese Ministerio de la acusación debe ser absolutamente transparente en su
gestión y responsable en sus resultados. Ello significa terminar de una vez por
todas, con órganos de poder que no parecen participar del régimen republicano
que nos rige. Al tiempo que el organismo debe asumir los éxitos y los fracasos,
del mismo modo en que lo hace cualquier actor en un proceso. Ello supone que
cuando fracasa su gestión, lo que ocurrirá si lleva a juicio a un imputado y
éste resulta absuelto, las costas deberán estar a cargo del actor, obviamente.
En definitiva,
pensamos en un Ministerio Público Fiscal con funcionarios jerarquizados, que se
constituya en un verdadero ejército dedicado a perseguir a la delincuencia; que
en definitiva sea el encargado de llevar adelante las políticas criminales que
se diseñen. Que trabaje responsablemente, con una dinámica moderna, sin
ataduras burocráticas, aplicando criterios de oportunidad y logrando acuerdos
con los abogados defensores para evitar juicios absurdos. Que admitan la
colaboración de quien alega su condición de víctima, pero que ponga en su lugar
a quienes no compartan su visión del caso pretendiendo una persecución ilegal;
con un buen sistema de control interno de la institución, con auditorías que
permitan una evaluación periódica de la gestión que llevan a cabo.; con una
total separación del poder judicial; directo control respecto de la policía y
total respeto por las garantías constitucionales que lo lleven a brindarle toda
la información que la defensa del imputado requiera; pero que al mismo tiempo
se haga cargo de sus errores y soporte las costas que sus acusaciones
fracasadas generen.
Estas son algunas de
las ideas, que el actual sistema nos provoca. Llegará el día en que nos
sentemos a debatir sobre la necesidad de aumentar la legitimidad política de
estos fiscales, para que democráticamente puedan ser elegidos por un período
determinado.
4. El juicio penal.
Pasamos
ahora a formular algunos señalamientos críticos respecto del juicio, donde se
tramitará la pretensión punitiva. En realidad, tal como lo hemos afirmado en
anteriores capítulos, partiendo desde una teoría general del proceso -o, si se
prefiere, de una teoría unitaria-, no puede ni debe existir diferencia alguna
entre el juicio penal con otros donde se debatan cuestiones civiles, laborales
o comerciales.
Sin
embargo, la distinción viene formulada por todo el sistema inquisitorial que
intentaba justificar la cantidad de poderes que acumulaban los tribunales en
desmedro de las partes, a partir de los intereses que estaban en juego en los
casos penales. La propia aplicación del derecho penal, como derecho público,
teñía de coloración autoritaria a la función del tribunal, que si estaba
autorizado a condenar penalmente al acusado, antes tenía suficientes poderes
para hacer a su antojo lo que quisiera. Eran tribunales que concentraban el
ejercicio del poder penal al punto de decidir absoluta y directamente sobre la
vida o extinción del proceso; sin necesidad incluso de impulso alguno de las
partes, que eran escuchadas sólo formalmente. Esos modelos inquisitivos que
todavía perviven entre nosotros, poco y nada tienen que ver con lo que
entendemos por juicio, en el sentido de método de debate pacífico entre
dos partes que actúan en pie de igualdad frente a un tercero imparcial.
El
sistema inquisitorial poca importancia le otorgó a esta segunda etapa del
procedimiento penal y por más que en el modelo llamado “mixto”, se intentó
diferenciarlo de la instrucción, no logró despegarse de lo por ella conseguido
y documentado. El trámite del juicio se reducía a un mero traslado a las partes
para que simplemente alegaran respecto de lo ocurrido en la instrucción. Casi
nunca había pruebas nuevas que se produjeran por primera vez en el plenario.
Si el
juicio es escrito, como todavía existe en Santa Fe, los operadores de las
partes, se limitan a seguir escribiendo -sea para criticar o alabar-, lo ya
documentado. Si el juicio es oral, en realidad las audiencias más se parecen a
una sala de lectura, donde todo se limita a repasar en voz alta, lo contenido
en las actas de la instrucción. Como lo sostuvimos en el punto anterior, todo
lo importante ya había sucedido en la etapa instructora y había sido
documentado, en muchos casos nada menos que por un juez.
Mientras
la instrucción jurisdiccional tenga mayor cantidad de documentación probatoria;
mientras mayor lucimiento haya obtenido el Magistrado a su cargo, mayor presión
recibe el fiscal para tener que defender lo actuado. Los fiscales, en un
esquema institucional donde se los ubica en la carrera judicial un peldaño
debajo de los jueces, difícilmente tendrán el suficiente espíritu crítico para
analizar con autonomía el caso en el que les toca ser actores, cuando la
decisión de las estrategias investigativas no les pertenecen.
Por
otra parte, aún con el importante avance que significó el advenimiento del
juicio oral con el código de Córdoba de 1938, ello no dejó de lado al sistema
inquisitivo. Los jueces siguen dominando la escena en todos los modelos que,
como el Nacional, siguen aquel programa que se había tomado de la legislación
italiana. En consecuencia, ese “juicio” pese a ser público y oral, está muy
lejos de responder al esquema acusatorio. Por el contrario, no sólo pervive la
inquisitiva instrucción jurisdiccional, sino que a los jueces de la nueva etapa
se los dota de amplias facultades para actuar de oficio en todos los ámbitos
incluida la producción de pruebas, que las partes aún por negligencia no se
hayan ocupado de ofrecer. La excusa del descubrimiento de la verdad, a la que
se adjetiva como “real”, viene como anillo al dedo para que los jueces puedan
hacer justicia, para lo cual no pueden tener limitaciones en sus facultades.
Nuevamente
los protagonistas son los jueces. Los Magistrados se ubican en el centro de la
escena y de ellos se espera todo, incluso así lo presentan a diario los medios
de comunicación, que rara vez centran su enfoque a lo que hizo o dejó de hacer
el fiscal. Lo que importa es la actuación de los jueces, que llegan a la
audiencia con un pleno conocimiento de lo que pasó y se documentó en la
instrucción. O sea que llegan con un panorama muy claro del caso que les toca
fallar. Asumen toda la responsabilidad sin ningún prurito, ya que se consideran
los titulares del ejercicio del poder penal. De allí que se conviertan en
celosos custodios de la vigencia de la pretensión punitiva, no sea cosa que
opere la prescripción. De allí que las agendas judiciales están decididamente
marcadas por las urgencias que los propios jueces marcan como prioridades
cuidando las fechas en que operaría la prescripción, tema que en rigor le
pertenece en exclusividad al titular del ejercicio de la acción y no a ellos.
Desde
la apertura del juicio hasta su cierre, son los dueños de marcar el ritmo del
procedimiento. Antes decidieron qué prueba era la pertinente y qué prueba debía
cumplirse suplementariamente, antes de la audiencia. Incluso podían mejorar
toda la instrucción con total amplitud, para llegar en mejores condiciones a la
audiencia, con lo que también cumplían funciones de investigación según sus
propias hipótesis.
Las
partes a lo sumo se limitan a presenciar lo que pasa, en una posición que no
deja de reconocerse como muy, pero muy cómoda. Total, cualquier falla en sus
respectivas funciones de acusar o defender, será rápidamente suplida por la
diligente intervención de los jueces. Es más, se llega a regular la posibilidad
de que un debate cerrado, supuestamente terminado, sea reabierto, ya que los
jueces puestos a elaborar la sentencia, advierten la imprescindible necesidad
de que “para mejor proveer”, deba producirse determinada prueba.
Consecuentemente
no hay de parte del actor o del defensor, la necesidad de elaborar una
estrategia para “ganar el caso”. Ya los jueces, que se empaparon de lo ocurrido
en la instrucción, han fijado una estrategia propia y actuarán en consecuencia.
Llegado
el momento donde se produce la prueba, el protagonismo de los jueces no cede.
Se dedican a interrogar a testigos, víctimas, peritos y si el imputado da su
conformidad, también la emprenden con él. Muchas veces, por el tono de las
preguntas, es posible anticipar cuál será el resultado final del juicio.
Cuando
toca el turno de los alegatos, no hay que hacerse muchas esperanzas de que el
enfoque que las partes puedan darle al caso, al sentido de las pruebas
rendidas, vaya a tener alguna influencia en la sentencia, que seguramente a esa
altura ya existe en borrador.
En ese
esquema que siguen todos los códigos procesales penales que en su momento se
llamaron “modernos” y que tuvieron la virtud de instalar definitivamente a la
oralidad como regla del debate (excepción hecha de Santa Fe que la contemplaba
como opción del imputado[14]), la labor del fiscal no solamente se encuentra
completamente deslucida, sino que hasta se comprende que a la hora de la
absolución no tenga que responder por las costas.
Es
entonces donde se llega al extremo de admitir condenas penales, pese a que el
fiscal había solicitado la absolución del imputado. Esta situación acompañó
toda la línea jurisprudencial argentina, hasta que aparece el fallo “Tarifeño”,
donde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en muy pocas líneas, deja
sentado que no puede haber un pronunciamiento condenatorio, si el fiscal no lo
requería en el alegato final. Hasta entonces, se había sostenido que bastaba
con la requisitoria de elevación o apertura del juicio, sin que haya tenido
trascendencia alguna la postura que asumiera el fiscal en el alegato. Sin
embargo, años después, en el caso “Marcilese”, la Corte Suprema de Justicia de
la Nación cambia su doctrina y vuelve a aceptar la validez de una condena, pese
a que el Fiscal había reclamado la absolución del acusado. Esta postura duro
poco, ya que en el caso “Mostacchio”, la Corte vuelve a la línea anterior, que
se mantiene hasta ahora.
Coincidimos
con Román Lanzón[15]
en que la pretensión desincriminante del representante del Ministerio Público
Fiscal, al momento de alegar, hace desaparecer el conflicto y por ende, desapodera
al juez o tribunal juzgador del contradictorio inicial (para cuya solución
había sido convocado). No interesa en qué línea argumental se basó el Fiscal
para pedir la absolución, lo trascendente es la culminación de la controversia
entre las partes. Si desapareció el conflicto, ya no hay nada que resolver, por
lo que los tribunales no tienen otra cosa que hacer que aceptar esta nueva
realidad.
Con la
misma línea argumental, que pretende respetar a la lógica, podríamos decir que
si en el momento final del debate, donde la contradicción entre las partes
estuvo siempre presente, el imputado solicita la palabra y concedida que le
fue, pronuncia una confesión lisa y llana del hecho por el que se lo acusa,
cambiando completamente su posición hasta el momento, allí también se ha
producido la desaparición del conflicto sobre el autor. A lo mejor queda para
resolver la pena a aplicar, siempre que ella sea divisible, pero un tribunal en
esas condiciones tendría que reconocer al acusado como autor y condenarlo sin
más trámite. Obviamente que al tribunal siempre le queda la posibilidad de
cumplir con el principio constitucional de reserva y legalidad, rechazando
cualquier pretensión, por más aceptada que estuviere, si entiende que no
encuadra en un delito penal, beneficiando de este modo a un imputado, que no ha
sido convenientemente defendido, para el caso de que le asista razón al órgano
jurisdiccional.
La
interposición de recursos contra las sentencias producidas en ese esquema de
procedimiento denominado “mixto” por algunos o inquisitivo reformado por
Julio B. J. Maier, pretende constituir un nuevo juicio, donde el reproche
directamente se dirigirá a los jueces de la instancia oral, sincerando
realmente a los verdaderos responsables de lo ocurrido. Nuevamente como veremos
en el capítulo XV, vendrá el poder de los jueces, ahora ya en instancias
superiores, para revisar lo hecho por sus colegas inferiores. Será un calco de
lo ocurrido, ya que otra vez perderán protagonismo las partes y todo dependerá
del nuevo protagonismo judicial de las Cámaras de Casación, de los Superiores
Tribunales de las provincias o de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Este
modelo inquisitivo de un plenario que poco tiene de juicio, con tribunales que
poco tienen de imparciales y menos de impartiales, fue dejado de lado por
primera vez, cuando a instancia de la corriente que lideraba José I. Cafferata
Nores, se elabora aquél proyecto que ya hemos citado y que empezó a regir
primero en Tucumán, pero enseguida en su lugar de origen Córdoba y luego en la
provincia de Buenos Aires. Aquí se produce el despegue del inquisitivo y
aparece un modelo acusatorio, donde se eliminan las facultades oficiosas de los
tribunales, donde toda la responsabilidad de la prueba la tienen las partes,
sobre todo la acusadora.
Sin
embargo, tanto en el ámbito de la Nación, como en la gran mayoría de las
provincias, se sigue aquel plenario inquisitivo, sin ninguna garantía de
imparcialidad de parte de jueces que no quieren saber nada con ceder su poder y
que obviamente tienen influencias en el ámbito del poder político que por lo
tanto no toma la iniciativa de la reforma procesal.
Todo
ello pese al excelente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación: “Matías
Casal”[16],
donde se expresa claramente que el debido proceso reclamado por la Constitución
Nacional, es el que responde al modelo acusatorio.
Los más
recientes códigos procesales, como el del Chubut y el nuevo para Santa Fe,
recogen las ideas acusatorias y modelan un juicio con jueces que ejercen el
deber de abstinencia en materia probatoria.
Es
novedoso el dispositivo contenido en el art. 308 del nuevo código para Santa Fe
(ley 12.734), que impide a los jueces que forman parte del tribunal del juicio,
tomar conocimiento previo de los elementos probatorios que puedan llegar a
valorarse luego en la audiencia. Este artículo es novedad ya que no existía en el
proyecto de 1992. En realidad, debería señalar que los jueces no deben conocer
los elementos que integran documentadamente la investigación penal
preparatoria, o sea lo que se conoce como el “sumario”. Es incorrecto hablar de
elementos probatorios, porque ellos recién existirán en oportunidad de su
producción en la audiencia del juicio público y oral. De cualquier forma,
resultará de difícil prueba demostrar que un juez está en conocimiento de algún
elemento probatorio obtenido en la instrucción y lo más grave, es que la norma
no especifica cómo sancionar al Magistrado descubierto en la falta, si se
invalida su actuación o si la parte podrá al menos recusarlo.
Otro aspecto interesante que trae el nuevo código para Santa Fe, refiere
a que la organización del debate reposa en primer lugar en las partes, que
deberán colaborar con una oficina de gestión judicial. Esta importante pieza de
la reforma judicial, se crea para evitar que los jueces tengan que dedicarse a
temas distintos de lo estrictamente jurisdiccional.
Evitando que la audiencia se transforme en una sala de lectura, el
código de Santa Fe (ley 12.734) dispone en el artículo 317 que al producirse la
apertura de la audiencia del debate, el Juez que presida, concederá la palabra
sucesivamente y por un tiempo que estipule en cada caso, al Fiscal, al
querellante y al defensor, para que sinteticen la acusación y la línea de
defensa respectivamente. Se trata de que cada parte presente la teoría del caso
que cada uno sostiene y que, obviamente, deberá mostrar la contradicción que
justifica el debate.
Aquí aparece una laguna legal digna de ser tenida en cuenta en una
próxima reforma. Nos referimos a la hipótesis de que en la apertura o con
posterioridad, el tribunal advierta la ausencia de contradicción entre los
discursos de las partes. Supongamos que cuando le confieren la palabra al
imputado, éste modifique el rumbo del caso, ya que confiese ampliamente su
delito, dejando a su defensor en incómoda posición.
Hace al modelo acusatorio, que el tribunal esté dispuesto a ejercer su
jurisdicción para resolver un conflicto, que precisamente se presenta cuando
hay dos versiones sobre lo ocurrido. Hay dos teorías del caso, dos
proposiciones fácticas completamente contradictorias, que es preciso dirimir,
como ocurre en todo proceso dialéctico.
Si esa contradicción que podía estar antes de comenzar el debate,
desaparece completamente, el programa que había sido diseñado para resolver un
conflicto, ahora inexistente, debería contemplar tal posibilidad. Una de las
soluciones es que el Tribunal, convoque a los abogados en privado, verifique
que acuerdan en la desaparición de la contradicción y los invite a un acuerdo
para abreviar el trámite, ya que carece de sentido la actividad probatoria
posterior.
Otra laguna que muestra el nuevo código procesal penal para Santa Fe, se
relaciona con los efectos que deben tener las decisiones desincriminatorias que
pronuncie el fiscal y/o el querellante constituido. Sobre todo cuando no exista
particular que ejerza la acción penal, con la autonomía que increíblemente le
otorga el código.
Supongamos que en plena etapa de la producción probatoria en la
audiencia pública, el fiscal advierta que no puede seguir sosteniendo la
persecución penal y decida hacerlo saber, considerando que el hecho no es
delito o no lo ha cometido el acusado, o que realmente media una causa de
justificación, inculpabilidad o excusa absolutoria. El fiscal bien puede
pronunciarse sin esperar que le llegue el momento del alegato, ya que considera
innecesario el resto del material probatorio. En esa hipótesis, que reiteramos
no ha sido contemplada expresamente en el nuevo sistema de Santa Fe, no hay
dudas en que el debate terminó, porque desapareció la contradicción.
Corresponderá que el Tribunal disponga la libre absolución del imputado,
a pedido de las partes, ya que no estaría autorizado a condenar. El problema se
complica si hay diferencias entre el fiscal y el querellante, ya que el primero
quiere la absolución, mientras que el segundo, reclama la condena. En la
economía del código, el tribunal parece que estaría autorizado a condenar, lo
que no nos parece correcto, porque un delito que era de ejercicio público según
el código penal, en la práctica ha pasado a ser de ejercicio privado aumentando
sin ninguna legitimidad política, el catálogo que el legislador nacional había
pensado, para que el Estado delegara en quien alega su condición de víctima[17]. Obviamente los defensores, llegado el caso, tendrán
que luchar por conseguir un pronunciamiento jurisdiccional de tribunales
superiores, con el inconveniente del precedente jurisprudencial de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, que permitió la condena a instancias del
querellante.[18] El
argumento refiere a que carece de toda lógica tolerar la intervención de un
sujeto procesal durante todo el proceso, para no ser atendido en sus
pretensiones concretas, a raíz de que en el momento final de los alegatos el
Fiscal se pronuncia desincriminando al imputado.
En este punto, advertimos con cierta preocupación como a caballo del
caso Santillán, se pretende ir mucho más lejos que lo aconsejable,
desnaturalizando completamente la función del Fiscal y convirtiendo al
querellante en un sujeto esencial, que hasta ese momento nunca lo fue. Aquí
también nuestra total coincidencia con Román Lanzón[19]
en que el derecho de la víctima en el proceso como querellante, no constituye
un derecho fundamental del ciudadano y menos considerarlo a nivel
constitucional. Una cosa es el derecho a acceder a la justicia, que en materia
penal (en la generalidad de los delitos llamados de acción pública), se
satisface garantizando la posibilidad de hacer la denuncia y controlar la tarea
que cumpla el fiscal, de allí una de las ventajas del juicio público, y otra
muy diferente es reemplazarlo definitivamente para ocupar su lugar y ejercer en
soledad la pretensión punitiva a su exclusivo nombre. La represión de la gran
mayoría de los delitos, le incumbe al Estado, concretamente a los Fiscales, que
son los que ejercen el poder penal para poder encerrar en la cárcel a una
persona, con la gravedad trascendente que ello implica. Solamente en muy pocas
figuras que dan lugar al ejercicio privado de la pretensión punitiva, y que
serán motivo del próximo capítulo, el particular puede llevar adelante la
persecución penal exclusivamente.
No faltará quien opine que el tribunal puede examinar la actitud del
actor penal, para incluso analizar su regularidad, advirtiendo si es válida su
postura. Ello es volver al modelo inquisitivo. El tribunal no puede hacer nada
más que reconocer que ante la falta de postura incriminatoria, las partes
acuerdan en terminar el caso, darlo por cerrado, absolviendo al acusado y
resolviendo el tema de las costas, por supuesto.
[1] Todas
las que mantienen el modelo que en su momento fueron llamados los “códigos
modernos”, porque seguían al de Córdoba de 1938, ej. Entre Ríos, Corrientes,
Santiago del Estero, Salta, Jujuy, Catamarca, etc… Por supuesto Santa Fe con el
agravante que en la gran mayoría de las causas todo el procedimiento es en
principio escrito.
[2] Así
ocurría en el ámbito nacional hasta el fallo Llerena dictado por la CSJN y en
Santa Fe hasta que la CSJN dictara el fallo Dieser-Fraticelli.
[3]
Enumerarlos sería riesgoso porque seguramente dejaríamos afuera a muchos
publicistas. En realidad desde Alfredo VELEZ MARICONDE en adelante, todos sus
seguidores reivindicaron la figura del Juez de Instrucción. Como ya lo hemos
señalado, pensamos que fue Julio B. J. MAIER el primero que se mostró
partidario de eliminarlo y colocar al Fiscal a cargo de la investigación. Además,
fue quien en su momento nos convenció con sus argumentos críticos.
[4]Se
trata del artículo 184 inc. 9 del C.P.P. de la N. el que faculta a la
policía “únicamente en los supuestos del artículo 285, requerir del sospechoso
y en el lugar del hecho noticias e indicaciones sumarias sobre circunstancias
relevantes para orientar la inmediata continuación de las investigaciones. Esta
información no podrá ser documentada ni tendrá valor alguno en el proceso”.
[5]En el
capítulo X tuvimos oportunidad de analizar el sistema de las pruebas legales o
tarifadas, que obviamente se corresponden con esta ideología de la desconfianza
hacia los operadores.
[6]Confr.
C.P.P. de Santa Fe (ley 6740) art. 190 inc. 12.
[7]En el
capítulo III analizamos la composición del derecho de defensa.
[8] El
CPP de Santa Fe (ley 6740) tiene este mecanismo que parece coherente con el
régimen adversarial y dispone que el Fiscal de Cámara tenga la última palabra.
[9] Nos
referimos al ya citado fallo Quiroga de la CSJN.
[10] Sobre
la duración de la prisión preventiva tuvimos oportunidad de explayarnos en el
capítulo XI.
[11] Confr.
VELEZ MARICONDE, Alfredo, ob. cit. Tomo I, pág. 412.
[12] Confr.
su obra “La investigación penal preparatoria del ministerio público” Edit.
Lerner, Bs. As. Córdoba, 1975.
[13]
Nos hemos referido ampliamente a esta temática en el capítulo VI, al que nos remitimos.
[14] La
opción por el juicio oral se realiza en ciertos casos graves, a partir de una
instrucción jurisdiccional con carácter definitiva. Una cuestión a analizar en el todavía subsistente inquisitivo sistema
santafesino, pasa por saber si, ejercida la opción por el juicio oral, se
modifica el carácter de la instrucción que pasaría a ser preparatoria. Al
respecto, ante la laguna legal, todo dependerá de la valoración que el propio
Tribunal haga de la prueba ya colectada. En nuestra opinión, teniendo en cuenta
la propia naturaleza del juicio oral, no caben dudas que sería absurdo
tramitarlo sin pruebas a producir en la audiencia y basar la sentencia sólo en
aquella recolectada durante la instrucción. De esta manera se desnaturalizaría
el sentido de la audiencia oral, por lo que no se justificaría la opción del
imputado. Esta situación, en realidad muestra lo perverso de la opción, ya que
desde el punto de vista del Fiscal, éste no se va a enterar hasta concluida la
instrucción, si el juicio será oral o escrito.
[15]
Confr. su excelente trabajo “La pretensión desincriminante del Ministerio
Público Fiscal en el proceso Penal”, Editorial Ad Hoc, Buenos Aires 2009, pág.
260.
[16] Que
será motivo de amplio análisis crítico en el capítulo XV.
[17] Sobre
este punto ya tuvimos oportunidad de expresarnos críticamente, en el capítulo
VI.
[18] Cfr.
C.S.J.N., in re "SANTILLÁN,
Francisco Agustín s/recurso de casación" [Fallo en extenso: el Dial -
AAEA6] , resuelta el 13/08/98, Fallos: 321:2021.
[19] Obra
citada, pág. 262.-
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