La instrucción y el juicio penal


LA INVESTIGACION Y EL JUICIO PENAL

 (Victor R. Corvalán  - Capitulo XIII del libro Derecho procesal penal, análisis crítico del procedimiento penal Editorial Nova Tesis - Rosario 2010)

Para el sistema inquisitivo la instrucción ha sido siempre la etapa fundamental y el juicio en realidad un formalismo a cumplir para cubrir requerimientos constitucionales. La lógica inquisitiva hace desplegar todo el poder en el inicio del procedimiento y allí cumplir su objetivo inmediato que pasa por “descubrir la verdad”. Una vez lograda carece de importancia, la etapa del debate.  Por el contrario, el modelo acusatorio invierte la relación, pretende desformalizar la investigación y que el juicio público, sea realmente la etapa importante. La instrucción es para la preparación de la acusación que ejercerá quien decide el ejercicio del poder penal, al solicitar la apertura del juicio. La lógica del modelo adversarial, exige que sean las partes quienes convenzan de sus razones al tribunal y ello ocurrirá en el juicio público.


1. Introducción.
Tradicionalmente, el procedimiento penal, en delitos que dan lugar al ejercicio público de la pretensión punitiva, se ha compuesto de dos etapas perfectamente definidas: una de investigación y otra de debate.  La primera (más conocida para nosotros como “instrucción”) se ha presentado en la historia del procedimiento penal como insoslayable y define la existencia de la segunda (llamada también “jui cio” o “plenario”). Su necesariedad aparece con claridad en tanto, en muchos casos, solamente se tiene una denuncia de un hecho con apariencia de delito y no se sabe con exactitud lo ocurrido. Precisamente “instrucción”, que es la denominación que le dan la mayoría de los códigos argentinos (y de los cuales constituye una excepción el nuevo CPP santafesino que le llama -con más propiedad-: “Investigación Penal Preparatoria”) alude a las reglas y técnicas para la búsqueda o recorrido en procura del conocimiento, a “saber”; funciona como un sinónimo, justamente,  de investigación – aunque con trazas conceptuales de mayor autoritarismo, como veremos-.
No ocurre lo mismo en aquellos procedimientos penales por delitos llamados de “acción privada”, ya que el ejercicio de la acción queda reservado exclusivamente a los particulares y por lo tanto, el Ministerio Público fiscal no participa. En ese procedimiento penal, que tiene lugar para unos pocos delitos contemplados expresamente en el código penal y que veremos en el capítulo siguiente, no existe la etapa instructora: todo se reduce al juicio, a partir de la interposición de la querella. El particular tendrá que conseguir la prueba para fundar su querella, aunque excepcionalmente se le brinden algunos mecanismos para permitirle cumplir puntualmente tal objetivo.
La etapa instructora se dirige a investigar si el hecho denunciado como delito realmente existió y quién lo cometió, además de establecer otros aspectos que podemos considerar secundarios, como la extensión del daño causado. Es evidente que el objetivo inmediato del “descubrimiento de la verdad”, de la “verdad real” como se la adjetiva tradicionalmente, adquiere en esta primer etapa una fundamental relevancia, para servir de excusa al ejercicio del poder de quien investiga.
En los modelos procedimentales hasta aquí analizados, la instrucción ha variado notablemente en sus caracteres principales. Se distinguen perfectamente dos tipos de instrucción: la llamada formal -a cargo de un juez -y la investigación preparatoria que realiza -exclusivamente- el fiscal. Sin perjuicio de considerar que la única compatible con el modelo acusatorio es la segunda, como la instrucción formal todavía está vigente en muchas provincias[1] y optativamente en la Nación, nos permitimos algunas reflexiones críticas con la esperanza que sea definitivamente eliminada del ordenamiento jurídico procesal penal. Anteriormente hemos tenido oportunidad de señalar, que no puede ser considerado imparcial, aquél juez que tiene por función investigar oficiosamente hipótesis que él mismo se plantea. En realidad no es estrictamente un juez, más allá de su nombre institucional. Sobran las razones para eliminar tan importante resabio del sistema inquisitivo, que repugna a nuestra Constitución Nacional.
En los delitos cuya pena máxima no supera los tres años y en el homicidio culposo, la llamada “competencia correccional”, también se estructura con las dos etapas, con el agravante que en algunos casos los códigos admitían que fuera el mismo juez el que estuviera a cargo de ambas.[2]
La tendencia actual es la desformalización de la etapa instructora, para dejar a los fiscales que decidan los recaudos formales a adoptar, ya que el objetivo es llegar lo más pronto posible al juicio y producir  allí la prueba. Tampoco resiste al cambio el mantenimiento de la competencia en delitos con penas de prisión que no superen los tres años. En todo caso, la especialización debería tener en cuenta la gama de los culposos, para adjudicar competencias específicas en el nuevo modelo adversarial que se impone.

2. La instrucción formal a cargo de un juez.
Así se ha denominado la que lleva a cabo el juez con amplias facultades para actuar de oficio, que van desde la decisión sobre el inicio de la instrucción, el mérito que ofrecen las pruebas reunidas, la convocatoria a indagatoria que le confiere el carácter de imputado y la decisión final respecto a que todo lo que había que investigar ya se cumplió, por lo que corresponde dar comienzo a la otra etapa. A todo ello se agrega la importante medida de la prisión preventiva que, también de oficio, dispone el juez en oportunidad de dictar el auto de procesamiento por delitos que no sean excarcelables.
La instrucción que aquí nos ocupa, ha sido la preferida por los defensores del procedimiento inquisitivo -mal llamado “mixto”-,  donde el imputado se juega la suerte a  tal punto, que se podía afirmar como una máxima que cuando el imputado no lograba evitar el procesamiento, iba a terminar en un plenario  donde todo era un trámite burocrático más para dar lugar a la sentencia condenatoria. Sus fundamentos eran reiteraciones de la requisitoria de elevación a juicio, que a su vez, repetía los mismos argumentos adoptados por el juez que había dictado el auto de procesamiento. La prueba ya había sido conseguida y consolidada en aquella etapa investigativa, donde la labor principal estaba a cargo de la policía, sin ningún control de la defensa. Solamente el beneficio de la duda, era la única alternativa a que podía apostar una estrategia defensista.  
Las principales características que ofrece la institución han sido convenientemente puestas de relieves por todos los autores de la materia que la reivindicaban sin demasiadas críticas[3].
Nos enrolamos entre los partidarios de suprimir esta instrucción judicial, para dejar en mano de los fiscales la investigación penal; por ende, y dadas las actuales tendencias reformistas en toda América Latina  no pretendemos ser innovadores en la materia, sino -en todo caso-, trasladar nuestro punto de vista crítico no sólo a los aspectos normativos, sino a aquellos aspectos que ofrece la realidad del funcionamiento de los juzgados de instrucción o correccionales.

2. 1. Preponderancia de la labor policial.
Nadie puede discutir que el éxito en las investigaciones penales no depende de la actividad judicial, sino en una gran medida de lo que logre documentar la policía en el sumario de prevención. Ello es tan obvio, como que la mayoría de los delitos son mucho más eficazmente esclarecidos si ello ocurre con una presencia inmediata, apenas ocurre el hecho, del personal investigador. La toma de elementos que quedan en la escena del crimen -que tanto interesa a los criminalistas-; la urgente detección de futuros testigos, el secuestro de elementos de convicción que indiquen al autor del hecho y hasta la detención del prófugo, es función que normalmente lleva a cabo personal policial. La propia organización policial está preparada para llegar de inmediato adonde ocurre el hecho; de manera que nuestra crítica no pasa por pretender que toda esa tarea la cumplan empleados judiciales;  lejos -muy lejos- estamos de creer en que la solución de los males se encuentra en la falta de una policía judicial: la policía, como cuerpo armado, debe seguir en el ámbito del Poder ejecutivo -que es precisamente el único que debe detentar el uso de la fuerza-, sin perjuicio de prestarles servicios a los otros poderes.
Nuestra crítica, en cambio, pasa porque esta tarea investigativa, de fundamental importancia para el futuro de la causa, es llevada adelante sin ningún control de funcionarios o magistrados del Poder Judicial. La cumplen policías que más allá de depender jerárquicamente del área de gobierno, de las distintas provincias o del orden nacional, no se relacionan funcionalmente con los verdaderos responsables de la investigación. Es tan grande el poder de decisión que tienen las policías en nuestro país, que puede decirse que de ellas depende en realidad, el inicio, el desarrollo y fundamentalmente el éxito de una investigación penal. Como veremos luego, todo se solucionaría si hubiera mayor contacto, mayor dependencia de la actividad policial con el verdadero responsable de lograr eficacia en la investigación, o sea el actor penal público. 
Hasta aquí la crítica en el ámbito si se quiere ideológico, pero no podemos soslayar en estos comentarios,  que en general en nuestro país y con especial énfasis en las grandes ciudades, la policía constituye un gran nicho de corrupción, donde resultan excepcionales los buenos funcionarios. Somos conscientes que pasamos entonces a lo que llamamos el plano patológico del análisis, cosa que queremos evitar; pero aunque es mucho lo que se intenta hacer para revertir esta situación, poco es el resultado que se logra frente a tanta corrupción generalizada y estructural. Los jóvenes oficiales que egresan de los institutos específicos, a poco que toman contacto con la rutina del trabajo policial, empiezan a internalizar otras pautas no recibidas en la academia curricular. Son otros los valores que se manejan en las estructuras policiales, donde se prioriza el ingreso ilícito de importantes sumas de dinero -en muchos casos tarifando la tolerancia hacia el juego prohibido, la prostitución, la droga y en menor medida a la propia delincuencia que comete robos calificados- y se permite la existencia de desarmaderos de autos clandestinos y otros negocios por el estilo, donde la mercadería que se ofrece es producto de ilícitos.
Pero volvamos al nivel de análisis, donde lo ético se presupone.
El cúmulo de difíciles tareas adjudicadas a las policías, exige una preparación específica que en general para los oficiales es deficitaria y el resto del personal carece completamente de capacitación. A una comisaría concurre todo el abanico social que compone la comunidad y muchos necesitados de contención, ya que concurren con un drama a denunciar. A ello se suma que no existe una clara distribución de las tareas policiales, por lo que puede suceder que el mismo personal que debió sostener un tiroteo con quien termina detenido en relación al mismo procedimiento, pasará luego a ser el encargado de su custodia, su identificación, su requisa y quien labrará las actuaciones prevencionales, donde hasta llegan a tomarle declaración, cuando el código lo permite. ¿Cómo reclamar imparcialidad funcional en ese personal?, ¿cómo exigirle un trato profesional respecto del detenido?
Todas estas críticas se hacen con cierta facilidad, a partir de la propia experiencia en el contacto con la policía actuando en función judicial o con simples lecturas de las noticias que a diario presentan las irregularidades cometidas por sus agentes. ¿A que conducen? Por un lado, a partir del reconocimiento de esta verdadera enfermedad ética en la función pública, se generan secciones de “elite” preferidas por algunos jueces y otras que institucionalmente se dedican a la investigación interna de la actuación policial. Por otro lado, el poder político dedica su tiempo a legislar una vez más a partir de la desconfianza. A tratar de corregir con normas procesales cuestiones patológicas, que en todo caso tienen una raíz deformada en el ámbito educativo, en el plano de la falta de conductas ejemplares a imitar y que ingenuamente jamás podrá la ley modificar.
Una de las “soluciones” fue la exigencia de que todo secuestro policial, debía hacerse con la presencia de dos testigos, que –obviamente- no pertenecieran a la institución. El tema pone sobre la mesa el afán del legislador en tratar de evitar irregularidades policiales, cuando en rigor, los malos policías saben perfectamente como eludir responsabilidades funcionales y como dice el dicho popular, “hecha la ley, hecha la trampa”; por ejemplo: como es  frecuente la imposibilidad de contar con los testigos antes de proceder a secuestrar elementos de convicción, suelen conseguirlos y traerlos cuando el procedimiento culmina, y sin embargo les hacen firmar igual un acta donde figuraba que se hallaban ahí desde el comienzo. En rigor, la sospecha sobre el accionar funcional de la policía, no pasa por la realización concreta del secuestro, sino fundamentalmente por el hallazgo del material incriminador. Definitivamente si se concluye que en general la policía no ofrece garantías de proceder correcto, la solución no se encuentra en la exigencia de los testigos, sino en atacar el problema en sus causas para corregir la corrupción existente, que por supuesto es un mal social que supera a la institución.
Otra “solución”, consistió en impedir que los imputados pudieran ser interrogados en sede policial, por más consentimiento que figure en el acta. Se empezó en Córdoba, negando valor probatorio a la confesión brindada en dicha sede, para terminar eliminando en principio totalmente la posibilidad de que la policía interrogue a los imputados. Decimos “en principio” porque una reforma al código procesal penal de la Nación, permitió que en ciertas circunstancias, el personal policial puede interrogar al imputado en el lugar del hecho, sorprendido “in fraganti”, y para poder continuar de inmediato con la investigación. Esta absurda disposición, que no reconoce ninguna otra similar, termina por impedir la documentación de lo que se le pregunta al sospechoso; para negarle, encima, en virtud de las irregularidades, toda ulterior eficacia probatoria. [4] ¿Cómo se puede concebir, que la ley autorice a la policía a interrogar al sorprendido en situación de flagrancia, pero al mismo tiempo no permita su documentación, con el agravante que la ley le quita todo valor probatorio, al mejor estilo del sistema de “prueba tarifada” que creíamos sepultado?[5] ¿Qué pasaría, si llegado el caso el fiscal llevara al policía que intervino, a declarar como testigo a la audiencia y en ella éste se explayara contando en qué consistió aquel interrogatorio y sus respuestas? ¿Es que el juez deberá hacer de cuenta que no escuchó nada?
Otros códigos, como ocurre con el que está todavía vigente en muchas causas en Santa Fe, no solamente admiten la posibilidad que la policía interrogue al imputado, sino que se reconoce que la finalidad es “orientar la investigación”[6].
En los códigos que permiten a la policía interrogar al imputado, siempre se aclara que ello ocurrirá en la medida en que este diera su conformidad: he aquí el problema. Esa supuesta conformidad no ha sido otorgada luego de recibir asesoramiento de parte de su abogado defensor; por lo tanto, para nuestro punto de vista, carece de eficacia a los fines de garantizar que el imputado ha hecho la elección correcta cualquiera fuera su decisión al respecto. La solución no consiste en impedir que la policía reciba declaración al sospechoso, sino en exigir siempre y en todos los casos la presencia del defensor, con quien por supuesto no podrá tener impedimentos de contacto privado que asegure la reserva profesional. Estamos persuadidos que la principal garantía de defensa que tiene una persona desde los primeros momentos de una investigación penal -y sobre todo si se encuentra privado de su libertad, aunque fuere momentáneamente-, es que se le permita recibir asistencia profesional en forma privada y libre de un abogado, sea defensor público o particular. Después de ello, no vemos impedimento en que la declaración la reciba la policía, siempre en presencia del profesional que actúa como defensor. Por el contrario: muchas veces, ello le servirá al propio sospechoso, ya que una rápida exposición aclarando lo que corresponda pueda evitarle ulteriores problemas. 
2.2. La burocracia judicial.
En segundo término, corresponde decir que la etapa instructora no está realmente a cargo del juez, como se proclama. Sería imposible que ello ocurriera.; pero eso implica una realidad aún peor: el fenómeno de la delegación en los funcionarios subalternos y empleados, ha generado una enorme burocratización, entendida ésta como el gobierno de los empleados de oficina. Solamente algunas causas son realmente conducidas responsablemente por el Magistrado instructor. La inmensa mayoría es trabajada por empleados, muchos de los cuales carecen de estudios jurídicos. Otra mínima selección de causas, pone al frente de la investigación -con suerte- a un pro-secretario o secretario del tribunal. Se dirá que en realidad es el juez quien imparte instrucciones generales y particulares para que se desarrolle la actividad investigativa, pero ello no basta, no es suficiente para anular la crítica que formulamos.
El “sumariante”, como se llama al empleado de los juzgados de instrucción que tiene a su cargo la tarea investigativa, tendrá la autonomía que le confieran sus superiores en relación a su capacidad, experiencia y confianza ganada en el tiempo que lleva desempeñando la función. En muchísimos casos, el sumariante es quien decide si una causa se trabaja o no, en cuyo caso pasa a engrosar los casilleros que esperan la prescripción. Realmente es titular de una importante cuota de poder, que los abogados deben tolerar y practicar una política de buenas relaciones para conseguir “pequeños favores” como puede ser el corrimiento de una audiencia o la citación de su propio cliente (a veces con objetivos inconfesables desde lo ético). A su turno, las personas que concurren a los tribunales como imputados y que son defendidas por los defensores públicos (con quienes generalmente no toman mucho contacto), salen muchas veces convencidas que fueron recibidas por el juez en persona. Incluso en algunas oportunidades, reciben “consejos” para manejarse en la causa y pronósticos de lo que sucederá en definitiva... lo que resulta a todas luces intolerable.  
Ese empleado es quien tomando las declaraciones, decide sobre la marcha y la dinámica de la actividad que se cumple; la siguiente pregunta o la repregunta a formular al imputado o al testigo. Antes, ese mismo empleado, es quien diagramó una estrategia investigativa (si es que así puede llamarse a la tarea que cumplen los sumariantes). Decidió cuándo correspondería citar para indagatoria, cuáles los hechos a intimar, a qué testigo convocar, en qué orden, qué pericial disponer, cuándo los careos, los reconocimientos en rueda de personas, las reconstrucciones de los hechos, sin contar los oficios a librar para que la policía profundice determinadas líneas investigativas, en una virtual delegación absurda de la actividad instructora. Es el empleado el que confecciona las actas, donde por supuesto mediante una evidente falsedad ideológica, se consigna que el juez y el secretario estuvieron presentes durante la declaración, lo que luego se prueba con las respectivas firmas insertas mucho tiempo después que todo terminara. A esta verdadera patología no tenemos más remedio que  contribuir los abogados defensores, que aceptamos este estado de cosas, ya que de lo contrario no podríamos ejercer la profesión.
Cabe agregar que a todo ello se suma que el nombre y apellido del empleado sumariante no figura en ningún lugar, excepción hecha de las citaciones que se cursan a las comisarias para que actúen como correo. Por supuesto que no consta en las actas que escriben, ni en los decretos que proyectan, ni en los oficios que se libran. Es ello una muestra evidente del nivel de irresponsabilidad que provoca el sistema, donde la delegación del poder se hace en un nivel oculto, no formalizado, pero ampliamente conocido y tolerado por todos.
2.3. Instrucción definitiva en materia probatoria.
En tercer término, pero no en orden de importancia, sino simplemente de exposición, aparece el valor probatorio que se le otorga a la investigación instructora “a cargo” del llamado juez de instrucción. La llamada instrucción formal o jurisdiccional, no es otra cosa que una verdadera etapa de recolección de prueba anticipada al juicio, pero que se adquiere con verdadero carácter definitivo.
Aquí aparece un gran problema, a partir de un error conceptual que confunde investigar con probar. Producto de la concepción inquisitiva que le otorga tantos poderes al juez, lo que él investiga (en realidad la policía o sus empleados), al ser documentado por escrito en tantas actas como fuere necesario, quedará consolidado como prueba definitiva. No es necesario aceptar esta tradicional distinción doctrinaria y legal, de la llamada prueba definitiva o irreproductible, ya que en realidad la gran mayoría de las testimoniales lo son, desde que nadie puede asegurar que va a vivir hasta la audiencia del juicio para poder prestar declaración oralmente.
El código de Santa Fe, que sigue manteniendo un procedimiento escrito en el juicio, tiene una instrucción que es íntegramente definitiva, sin distinguir de qué prueba se trata. Es así que una de las violaciones a las garantías constitucionales que más nos preocupa, se relaciona precisamente con la defensa en juicio, que pasa a ser violada. Ello porque se condena a personas por pruebas que fueron conseguidas en la etapa instructora (a veces en sede policial), sin que la defensa pudiera controlar su producción[7].
El escriturismo con excesivo ritual formalista, donde a fuerza de frases hechas se construyen actas, sobre la base de modelos preexistentes cuyo autor se perdió en el tiempo, va a presidir toda esta etapa instructora, por lo que su lectura hecha por los jueces del plenario, les permitirá tener un acabado y pormenorizado documento que ha reconstruido todo lo ocurrido y difícilmente aparezcan novedades en el juicio. Dicho de otro modo, una instrucción tan documentada con las características que apuntamos, evidentemente incide en el ánimo del juez, ya que de poco le servirá escuchar lo que ocurra en la audiencia si ya se formó una opinión con lo leído en el llamado sumario, aunque de sumario tenga solamente el nombre. 
2.4. Un instructor irresponsable.
Debemos destacar la total irresponsabilidad que le cabe al juez de instrucción, por el resultado de su actuación en esta etapa. Irónicamente, la exigencia de que sean personas distintas quienes investigan de quienes juzgan, provoca que a la hora de evaluar el resultado de la instrucción -lo que va a ocurrir cuando el fiscal la analice para fundar su requisitoria de elevación a juicio-, es que ningún reproche se le pueda formular a aquél que formalmente la condujo. Para el caso en que el fiscal coincida en que el resultado instructorio, le permitirá acusar, se abrirá el juicio y en la sentencia otro tribunal podrá analizar nuevamente la eficacia de lo investigado. Pero, lógicamente, no habrá cargos que formular al juez de instrucción, ni tendrá que asumir costas por su mal desempeño. Por lo tanto, en estos sistemas, a la par que se logra una gran concentración de poder en la figura del juez de instrucción, se le garantiza una total impunidad, una total irresponsabilidad por lo actuado. En conclusión, en todos los sobreseimientos que se dictan en la etapa instructora, no hay condenación en costas para nadie. La persona que resultara imputada tuvo que hacer frente a su defensa técnica, costear peritos (si fueran necesarios), para terminar con un pronunciamiento favorable, pero que no se pronuncia sobre quien paga las costas. Por lo tanto son a su exclusivo cargo. Ello con independencia de lo que signifiquen los daños y perjuicios generados por el tiempo que tuvo que permanecer privado de su libertad, mientras duraba la instrucción. Para su satisfacción deberá el interesado gestionar mediante una demanda civil, que el Estado se haga cargo de indemnizar, lo que rara vez ocurrirá, ya que se pondrá como excusa que existían intereses superiores (el famoso interés público u orden público) que justificaban la investigación. 
Se constata una total falta de auditoría sobre los resultados de eficacia en la investigación cumplida en esta etapa instructora, desde que no se comparan los resultados de los procesamientos dictados, en relación con las sentencias condenatorias que se pronuncian en el tribunal del juicio. Esta es una permanente característica de todos los sistemas procedimentales, donde no existe control de calidad. A lo sumo se toman en cuenta datos cuantitativos que de por sí solos, no significan absolutamente nada y si se los profundizara se encontraría con que disfrazan una realidad burocrática, donde el juez termina dictando tantas resoluciones, que resulta imposible sean simplemente leídas en horas de trabajo normales.
2.5. Un juez que investiga para la parte actora.
La figura del juez de instrucción, ofrece la particularidad de constituir un  ejemplo de total falta de imparcialidad, al punto que todo su trabajo, una vez cumplido, es ofrecido al fiscal para que recién entonces opine si está o no de acuerdo con lo hecho. Como los jueces de instrucción no formulan la acusación contra el imputado, dependen al final de la tarea que el fiscal esté de acuerdo con lo hecho, para que pueda, a partir de lo entregado, construir su requisitoria para la apertura del juicio.
Un  síntoma de la lucha por el ejercicio del poder penal, que dentro de las mismas instituciones estatales se viene planteando, se presenta cuando al llegar a la llamada etapa intermedia o de limitada crítica instructora, el fiscal pide el sobreseimiento y el juez que considera válido su procesamiento antes dictado, no acepta lo peticionado. En un esquema adversarial esta situación es impensada (aunque claro que entonces no estaríamos analizando a la instrucción a cargo de un juez).
Como fuere, aquí ha prevalecido el criterio también fundado en la desconfianza hacia el fiscal, reclamando la intervención de su superior tal como lo resuelven algunos códigos[8] o declarando la inconstitucionalidad de la intervención de una Cámara jurisdiccional de la justicia Nacional[9].
En esta etapa intermedia, donde se debería producir un debate entre las partes -cuando la defensa se oponga a la apertura del juicio-, el contradictorio se plantea inusualmente entre el fiscal y el juez. La defensa observa. Es evidentemente un debate entre dos órganos que cumplen idénticas funciones, ya que el juez hizo una investigación persiguiendo penalmente al imputado, y ello fue por lo menos tolerado por el fiscal. Pero llega el momento donde el fiscal debe asumir responsablemente su protagonismo como actor penal. Es entonces, que puede pronunciar un discurso desincriminador, dando por tierra con toda la construcción de la instrucción. Todo lo documentado en el “sumario” ha sido inútilmente colectado, ya que no le sirve al fiscal para fundar una requisitoria de elevación a juicio. Por el contrario, aquí realmente la instrucción adquiere su condición definitiva, ya que sobre la base de lo documentado, el fiscal reclamará un sobreseimiento a favor del imputado.
Nuevamente el rasgo inquisitivo aparecerá en la tarea del juez que a regañadientes, u obligado por la participación del superior del fiscal, deberá resolver sin que exista contradictorio previo. En efecto, ese sobreseimiento pedido por el actor, es inconcebible en el esquema de proceso que venimos trabajando en esta obra. Por supuesto que el defensor apoyaría la pretensión del actor penal, pero el tema es que se ejerce la jurisdicción sin que exista un conflicto discursivo planteado entre las partes. En rigor, no hay jurisdicción. Hay una actividad judicial, que declara el sobreseimiento a raíz de que el fiscal no lo acusa al imputado, sea por la causal que fuere.
2.6. Un juez que aborta la persecución penal a su criterio.
Todos los códigos procesales penales que contienen la instrucción judicial, facultan al juez para dictar “de oficio” el auto de sobreseimiento cuando llegue a la conclusión certera de que el hecho no existió, no encuadra en una figura penal, no lo cometió el imputado, o media alguna causa de inculpabilidad, inimputabilidad, justificación o excusa absolutoria. La crítica que antes hacíamos, es perfectamente aplicable a estos supuestos, donde las partes observan pacíficamente cómo el juez que venía actuando de oficio y trabajando para el actor, ahora cambia el rumbo y decide abortar la persecución penal, porque a su criterio así corresponde. Más allá de las posibilidades recursivas del fiscal o del querellante, lo cierto es que no hubo jurisdicción, desde que se ha resuelto sin pedido de parte y por lo tanto sin contradicción alguna que la habilite.
Se llega al extremo de fijarle un plazo de duración a la instrucción formal, al punto de generar una hipótesis de sobreseimiento que se parece a una suerte de prescripción local, cuando operado el paso del tiempo fijado por la ley, no hay elementos para mantener o dictar el auto de procesamiento (ejemplo: art. 356 apartado 2 del CPP de Santa Fe ley 6740). El propio juez reconoce que pese a la investigación cumplida, no se han logrado “pruebas” suficiente siquiera para fundar un juicio de probabilidad, en relación a la autoría o participación del imputado en el hecho que fuera objeto de la instrucción. Por lo que al vencerse el plazo fijado por el código procesal penal, para la duración total de la investigación, corresponde resolver la situación procesal del imputado, dictando a su favor un formal sobreseimiento que cerrará definitiva e irrevocablemente la causa con autoridad de cosa juzgada.
No estamos de acuerdo con que se fijen plazos de duración a la etapa instructora (que no es lo mismo que tenga tope la duración de la prisión preventiva)[10]. Volveremos más adelante sobre esto. Pero además, consideramos inconstitucional que se dicten sobreseimientos por la sencilla causal del vencimiento de plazos fijados localmente, para que en ellos sea conseguida la prueba que permita procesar y acusar, para pasar al juicio.
El único plazo que debería existir es el de la prescripción de la pretensión punitiva, fijado en el código penal y válido para todo el país. Precisamente una de las causales de interrupción de este plazo, ocurre cuando se produce la requisitoria de elevación a juicio y antes cuando el imputado es convocado a prestar declaración.   

3. La instrucción a cargo del fiscal.
En aquel código procesal penal que elaboraran para Córdoba Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián Soler en 1938, se introduce por primera vez y como una excepción, la llamada “citación directa” o “información sumaria”, que en realidad era un procedimiento sin instrucción jurisdiccional o formal. Se trataba de dejar en manos del fiscal el realizar su investigación que obviamente era más que nunca preparatoria, para directamente convocar al imputado al juicio oral, mediante su requerimiento.
Sin embargo, por lo menos uno de estos autores (Alfredo Vélez Mariconde) que se había inspirado en el código procesal penal de Italia de 1913, no estaba muy convencido de sus ventajas y por el contrario, consideraba que la instrucción jurisdiccional siempre acordaba mayores garantías de justicia, tanto para la sociedad como para el individuo, permitiendo asegurar el máximo equilibrio posible entre sus intereses[11].  Se había desplegado en aquella época una gran corriente doctrinaria de enemigos de la citación directa, con el argumento de que existían muchos delitos de compleja investigación, que demandaban una prolongada actividad preparatoria. De manera que el instituto que nacía en Córdoba y luego sería adoptado en Mendoza, se reservaba para delitos leves o de fácil investigación, que permitía consentir un procedimiento breve y sumario.
La principal crítica, que desde nuestro punto de vista, era acertada desde el enfoque constitucional, se refería a que no podía tolerarse que el fiscal tuviera facultades para ordenar limitaciones a la libertad de los imputados y tampoco permitirle que practique actos irreproductibles que luego ingresarían al debate.
Precisamente los modelos de Córdoba y Mendoza, establecieron una citación directa que procedía siempre que el caso no ofreciera complejidad en la colecta probatoria, ni demandara demasiada duración en el cumplimiento de las diligencias. Asimismo, el poder coercitivo del fiscal prácticamente no existía, ya que en los casos leves no había por regla general, prisión preventiva que imponer. Finalmente tampoco se admitía que el fiscal pudiera disponer actos que por su naturaleza eran irreproductibles.
Bajo estos conceptos, la investigación a cargo del fiscal, era una forma de descomprimir la tarea jurisdiccional, ya que se le evitaba intervenir en casos simples. Al mismo tiempo había resguardo por la tarea de la defensa que no se veía perjudicada porque no estuviera el juez a cargo de la instrucción. Cabe aclarar que el Ministerio Público fiscal en Córdoba forma parte del Poder Judicial, lo que para muchos, importa una correcta ubicación institucional, siendo que modernamente la tendencia es que constituya una cuarta función, tal como lo contempla la Constitución de Salta y la de la Nación a partir de 1994.
Si bien la institución nacía en el derecho argentino, desde la escuela de Córdoba, iba a ser otro de sus integrantes, Julio B. J. Maier[12] quien se constituyera en el más firme defensor de que el fiscal se encuentre siempre y en todos los casos a cargo de la investigación penal. Precisamente de su pluma recogimos los argumentos -que lógicamente nos convencieron hace muchos años-, que era un absurdo colocar a un juez a cargo de la instrucción.
Estamos persuadidos que culturalmente la figura del juez, en esta América latina, tiene una fuerza increíble que es capaz por sí de generar un sentimiento de admiración, respeto y de considerarlo fuente de garantía y justicia. Esa creencia instalada mágicamente, importa uno de los mitos del derecho, que impide el análisis racional para instrumentar otros mecanismos que, a la par de brindar mayores garantías, no paguen en moneda de eficacia, el éxito de las investigaciones penales. Definitivamente es imprescindible no perder de vista la naturaleza humana, política y por lo tanto necesaria de controlar que tienen tanto los jueces como los fiscales, así como el resto de quienes están llamados a cumplir funciones públicas, en el ámbito que fuere.
Siguiendo con el liderazgo que en materia procesal penal ha venido cumpliendo en nuestra historia, Córdoba se decide finalmente por una instrucción a cargo del fiscal, en el proyecto de código que primero es adoptado por Tucumán. La influencia en este tema del Dr. José Ignacio Cafferata Nores, se hizo notar en la reforma procesal, de manera que se marca el rumbo definitivamente para que desaparezca la figura del juez de instrucción. En realidad, la diferencia con los antecedentes de la misma provincia de Córdoba, se advierte porque no se suprime la figura del juez, pero no a cargo de la investigación, sino para habilitar determinadas actividades del fiscal que podrían llegar a afectar garantías constitucionales. Así nace, lo que luego se dio en llamar un juez de garantías,  al lado del fiscal, no para supervisar su tarea, sino para estar dispuesto a atender sus requerimientos y despachar aquellas órdenes que exigen constitucionalmente su intervención.
Ese ejemplo, es seguido de inmediato por el código de la provincia de Buenos Aires y lo tomamos cuando en Santa Fe nos dispusimos a elaborar el proyecto de 1992 para la comisión bicameral.
En el ámbito nacional resulta increíble que no se adopte similar camino y venimos asistiendo a reformas tibias, donde se mantiene el predominio del juez sobre el fiscal, a quien se le puede delegar la tarea instructora, sin perjuicio que en algunos casos dependa de su propia elección o sean hechos de flagrancia.
El modelo del Chubut y el nuevo para Santa Fe, decididamente se inclinan por colocar al fiscal al frente de la instrucción, ya que en realidad aquél juez con tantos poderes y tanta confusión con la actividad requirente, tenía tantas características inquisitivas, que lo hacían incompatible con un modelo acusatorio o adversarial.
De manera que la instrucción a cargo del fiscal, es definitivamente una necesidad del modelo acusatorio, donde lo importante y trascendente pasa por asegurar la imparcialidad de los jueces y el respeto por la participación de actores y defensores.
Sin embargo, ese camino que ya lleva bastantes años de recorrido, no ha sido fácil y la práctica ha demostrado (sobre todo en provincia de Buenos Aires), las luchas por el poder que han presentado jueces que no querían dejar su sitial, frente a fiscales que asumían plenamente su protagonismo en el nuevo escenario que se presentaba. Pero han sido casos aislados, que no han permitido volver a etapas políticamente precluídas, aunque algunos lo desearan íntimamente.
La idea central de quienes defendemos el modelo acusatorio, es terminar con una instrucción tan importante que termina opacando al juicio. Esta realidad se traduce en la importancia de la documentación puntillosa de todo lo que ocurre en la investigación, pasando a constituir el sumario un objeto central, a partir del cual todo lo restante pierde sentido. Más allá del carácter preparatorio que obviamente sigue conservando la instrucción a cargo del fiscal, si ese sumario llega a manos de los jueces antes que comience el juicio oral, la suerte del imputado prácticamente ha quedado sellada en esa lectura.
Hoy, la tendencia supone tratar de desformalizar lo más que se pueda la etapa instructora, ya que en realidad la prueba definitivamente será la que se produzca en la etapa del juicio, al que luego nos referiremos. En realidad, la única documentación que debe existir, refiere a aquella prueba anticipada, la que no se va a poder producir en la audiencia, por la razón que fuere. Las medidas de investigación que conducen, por su naturaleza, a la imposibilidad de su reiteración posterior -conocidas como irreproductibles-, obviamente deberán ser formalmente documentadas, pero antes, debidamente controladas por la defensa del imputado, si es que éste ya existe determinado. Pero el resto de elementos conseguidos por la policía o por el fiscal, dependerá del propio funcionario decidir qué nivel de documentación reclama.
Por supuesto, que cada caso deberá indicar las medidas a adoptar y al mismo tiempo, la mira del fiscal, deberá dirigirse permanentemente a pensar en la realización pronta del juicio.
No somos partidarios de acotar en el tiempo la etapa de instrucción preparatoria a cargo del fiscal. No vemos ninguna necesidad constitucional para que se le ponga un plazo, en el cual se decida sobre la suerte de la instrucción. Consideramos que la investigación tiene solamente el plazo que le otorga la prescripción de la pretensión punitiva y que se regula en el código penal. Ello, como ya lo dijimos anteriormente, no significa que las medidas de coerción no deban estar acotadas en el tiempo, todo lo contrario: la prisión preventiva debe tener un plazo y mucho menor al que hoy existe. Porqué no pensar que 90 días, son más que suficientes para acusar a un imputado y dar comienzo a un juicio, por un delito grave.
Por otra parte, iniciada la investigación penal, si aparecen suficientes elementos para considerar que una persona es probablemente la autora o partícipe de un hecho delictivo, bastará con hacérselo saber de un modo fehaciente. Nada impide que reciba personalmente una cédula donde por escrito consten los hechos que se le atribuyen, el delito en el que encuadran y todos los derechos con los que cuenta. Del mismo modo será eventualmente citado a juicio, recibiendo la acusación que será el resultado de la investigación cumplida. Ellas serán en principio las dos únicas notificaciones que puede recibir un imputado, salvo que exista la necesidad de producir prueba irreproductible o definitiva, en cuyo caso, también deberá ser fehacientemente enterado para que pueda controlar su producción.
Si la instrucción se paraliza y no prospera la acusación porque el fiscal termina reconociendo que no ha conseguido suficientes pruebas para ello, bastará con un simple archivo de la investigación, que por supuesto no causará estado y el día de mañana podrá ser reabierta. De esta forma, el sobreseimiento será solamente viable si, formulada la acusación, la defensa se opone en una etapa intermedia o audiencia preliminar, donde un tribunal evalúe la pretensión desincriminatoria y resuelva el contradictorio. 
Culturalmente debemos prepararnos para ser capaces de reconocer  a los fiscales como los verdaderos protagonistas del ejercicio del poder penal del Estado. Para lo cual es imprescindible generar, a partir de su figura, la dosis de credibilidad racional que permita superar aquél dominio del escenario investigador que todavía añoran muchos jueces. Es que ese tremendo poder que ejercía el juez de la instrucción, de alguna manera perduraba y se prolongaba en el resto del procedimiento, ya que llegaba a influenciar a los otros jueces en el juicio. Esa idea debe ser desterrada, para que realmente el juicio pase a ser lo trascendente, lo importante y pueda aparecer claramente el contradictorio discursivo entre las partes.
No se puede perder de vista, que ese nuevo protagonismo del fiscal, supone un claro ejercicio de poder respecto de los funcionarios policiales, que no pueden continuar con el nivel de autonomía, que el sistema inquisitivo antes les otorgaba.
Sin embargo, nuestra visión crítica del funcionamiento del sistema -e incluso del que todavía en Santa Fe, es nada más que letra en una ley que no ha completado su total vigencia-, nos lleva a reclamar además, un fiscal que pertenezca a un Ministerio con determinadas características institucionales, que lo hagan perfectamente compatible con el modelo acusatorio elegido.
En primer lugar, institucionalmente ese Ministerio Público fiscal (o como se lo prefiera llamar), debe ubicarse fuera del ámbito del Poder Judicial. Los fiscales no pueden integrar la llamada “carrera judicial”, ni tener siquiera aspiración por llegar a ser jueces. Todo lo contrario. La función del fiscal es diametralmente diferente de la tarea de un verdadero juez, de modo que mientras mayor separación institucional y administrativa se logre, mejor para la institución. Con lo que se lo debe pensar como una cuarta función, tal como lo pretende la Constitución Nacional, o directamente formando parte del Poder Ejecutivo, tal como ocurre con la policía. Precisamente esta ubicación, permite con mayor facilidad establecer líneas de mando y obediencia[13].
En segundo término, ese Ministerio de la acusación debe ser absolutamente transparente en su gestión y responsable en sus resultados. Ello significa terminar de una vez por todas, con órganos de poder que no parecen participar del régimen republicano que nos rige. Al tiempo que el organismo debe asumir los éxitos y los fracasos, del mismo modo en que lo hace cualquier actor en un proceso. Ello supone que cuando fracasa su gestión, lo que ocurrirá si lleva a juicio a un imputado y éste resulta absuelto, las costas deberán estar a cargo del actor, obviamente.
En definitiva, pensamos en un Ministerio Público Fiscal con funcionarios jerarquizados, que se constituya en un verdadero ejército dedicado a perseguir a la delincuencia; que en definitiva sea el encargado de llevar adelante las políticas criminales que se diseñen. Que trabaje responsablemente, con una dinámica moderna, sin ataduras burocráticas, aplicando criterios de oportunidad y logrando acuerdos con los abogados defensores para evitar juicios absurdos. Que admitan la colaboración de quien alega su condición de víctima, pero que ponga en su lugar a quienes no compartan su visión del caso pretendiendo una persecución ilegal; con un buen sistema de control interno de la institución, con auditorías que permitan una evaluación periódica de la gestión que llevan a cabo.; con una total separación del poder judicial; directo control respecto de la policía y total respeto por las garantías constitucionales que lo lleven a brindarle toda la información que la defensa del imputado requiera; pero que al mismo tiempo se haga cargo de sus errores y soporte las costas que sus acusaciones fracasadas generen.
Estas son algunas de las ideas, que el actual sistema nos provoca. Llegará el día en que nos sentemos a debatir sobre la necesidad de aumentar la legitimidad política de estos fiscales, para que democráticamente puedan ser elegidos por un período determinado.

4. El juicio penal.
Pasamos ahora a formular algunos señalamientos críticos respecto del juicio, donde se tramitará la pretensión punitiva. En realidad, tal como lo hemos afirmado en anteriores capítulos, partiendo desde una teoría general del proceso -o, si se prefiere, de una teoría unitaria-, no puede ni debe existir diferencia alguna entre el juicio penal con otros donde se debatan cuestiones civiles, laborales o comerciales.
Sin embargo, la distinción viene formulada por todo el sistema inquisitorial que intentaba justificar la cantidad de poderes que acumulaban los tribunales en desmedro de las partes, a partir de los intereses que estaban en juego en los casos penales. La propia aplicación del derecho penal, como derecho público, teñía de coloración autoritaria a la función del tribunal, que si estaba autorizado a condenar penalmente al acusado, antes tenía suficientes poderes para hacer a su antojo lo que quisiera. Eran tribunales que concentraban el ejercicio del poder penal al punto de decidir absoluta y directamente sobre la vida o extinción del proceso; sin necesidad incluso de impulso alguno de las partes, que eran escuchadas sólo formalmente. Esos modelos inquisitivos que todavía perviven entre nosotros, poco y nada tienen que ver con lo que entendemos por juicio, en el sentido de método de debate pacífico entre dos partes que actúan en pie de igualdad frente a un tercero imparcial.
El sistema inquisitorial poca importancia le otorgó a esta segunda etapa del procedimiento penal y por más que en el modelo llamado “mixto”, se intentó diferenciarlo de la instrucción, no logró despegarse de lo por ella conseguido y documentado. El trámite del juicio se reducía a un mero traslado a las partes para que simplemente alegaran respecto de lo ocurrido en la instrucción. Casi nunca había pruebas nuevas que se produjeran por primera vez en el plenario.
Si el juicio es escrito, como todavía existe en Santa Fe, los operadores de las partes, se limitan a seguir escribiendo -sea para criticar o alabar-, lo ya documentado. Si el juicio es oral, en realidad las audiencias más se parecen a una sala de lectura, donde todo se limita a repasar en voz alta, lo contenido en las actas de la instrucción. Como lo sostuvimos en el punto anterior, todo lo importante ya había sucedido en la etapa instructora y había sido documentado, en muchos casos nada menos que por un juez.
Mientras la instrucción jurisdiccional tenga mayor cantidad de documentación probatoria; mientras mayor lucimiento haya obtenido el Magistrado a su cargo, mayor presión recibe el fiscal para tener que defender lo actuado. Los fiscales, en un esquema institucional donde se los ubica en la carrera judicial un peldaño debajo de los jueces, difícilmente tendrán el suficiente espíritu crítico para analizar con autonomía el caso en el que les toca ser actores, cuando la decisión de las estrategias investigativas no les pertenecen.
Por otra parte, aún con el importante avance que significó el advenimiento del juicio oral con el código de Córdoba de 1938, ello no dejó de lado al sistema inquisitivo. Los jueces siguen dominando la escena en todos los modelos que, como el Nacional, siguen aquel programa que se había tomado de la legislación italiana. En consecuencia, ese “juicio” pese a ser público y oral, está muy lejos de responder al esquema acusatorio. Por el contrario, no sólo pervive la inquisitiva instrucción jurisdiccional, sino que a los jueces de la nueva etapa se los dota de amplias facultades para actuar de oficio en todos los ámbitos incluida la producción de pruebas, que las partes aún por negligencia no se hayan ocupado de ofrecer. La excusa del descubrimiento de la verdad, a la que se adjetiva como “real”, viene como anillo al dedo para que los jueces puedan hacer justicia, para lo cual no pueden tener limitaciones en sus facultades.
Nuevamente los protagonistas son los jueces. Los Magistrados se ubican en el centro de la escena y de ellos se espera todo, incluso así lo presentan a diario los medios de comunicación, que rara vez centran su enfoque a lo que hizo o dejó de hacer el fiscal. Lo que importa es la actuación de los jueces, que llegan a la audiencia con un pleno conocimiento de lo que pasó y se documentó en la instrucción. O sea que llegan con un panorama muy claro del caso que les toca fallar. Asumen toda la responsabilidad sin ningún prurito, ya que se consideran los titulares del ejercicio del poder penal. De allí que se conviertan en celosos custodios de la vigencia de la pretensión punitiva, no sea cosa que opere la prescripción. De allí que las agendas judiciales están decididamente marcadas por las urgencias que los propios jueces marcan como prioridades cuidando las fechas en que operaría la prescripción, tema que en rigor le pertenece en exclusividad al titular del ejercicio de la acción y no a ellos.
Desde la apertura del juicio hasta su cierre, son los dueños de marcar el ritmo del procedimiento. Antes decidieron qué prueba era la pertinente y qué prueba debía cumplirse suplementariamente, antes de la audiencia. Incluso podían mejorar toda la instrucción con total amplitud, para llegar en mejores condiciones a la audiencia, con lo que también cumplían funciones de investigación según sus propias hipótesis.
Las partes a lo sumo se limitan a presenciar lo que pasa, en una posición que no deja de reconocerse como muy, pero muy cómoda. Total, cualquier falla en sus respectivas funciones de acusar o defender, será rápidamente suplida por la diligente intervención de los jueces. Es más, se llega a regular la posibilidad de que un debate cerrado, supuestamente terminado, sea reabierto, ya que los jueces puestos a elaborar la sentencia, advierten la imprescindible necesidad de que “para mejor proveer”, deba producirse determinada prueba. 
Consecuentemente no hay de parte del actor o del defensor, la necesidad de elaborar una estrategia para “ganar el caso”. Ya los jueces, que se empaparon de lo ocurrido en la instrucción, han fijado una estrategia propia y actuarán en consecuencia.
Llegado el momento donde se produce la prueba, el protagonismo de los jueces no cede. Se dedican a interrogar a testigos, víctimas, peritos y si el imputado da su conformidad, también la emprenden con él. Muchas veces, por el tono de las preguntas, es posible anticipar cuál será el resultado final del juicio.
Cuando toca el turno de los alegatos, no hay que hacerse muchas esperanzas de que el enfoque que las partes puedan darle al caso, al sentido de las pruebas rendidas, vaya a tener alguna influencia en la sentencia, que seguramente a esa altura ya existe en borrador.
En ese esquema que siguen todos los códigos procesales penales que en su momento se llamaron “modernos” y que tuvieron la virtud de instalar definitivamente a la oralidad como regla del debate (excepción hecha de Santa Fe que la contemplaba como opción del imputado[14]), la labor del fiscal no solamente se encuentra completamente deslucida, sino que hasta se comprende que a la hora de la absolución no tenga que responder por las costas. 
Es entonces donde se llega al extremo de admitir condenas penales, pese a que el fiscal había solicitado la absolución del imputado. Esta situación acompañó toda la línea jurisprudencial argentina, hasta que aparece el fallo “Tarifeño”, donde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en muy pocas líneas, deja sentado que no puede haber un pronunciamiento condenatorio, si el fiscal no lo requería en el alegato final. Hasta entonces, se había sostenido que bastaba con la requisitoria de elevación o apertura del juicio, sin que haya tenido trascendencia alguna la postura que asumiera el fiscal en el alegato. Sin embargo, años después, en el caso “Marcilese”, la Corte Suprema de Justicia de la Nación cambia su doctrina y vuelve a aceptar la validez de una condena, pese a que el Fiscal había reclamado la absolución del acusado. Esta postura duro poco, ya que en el caso “Mostacchio”, la Corte vuelve a la línea anterior, que se mantiene hasta ahora.
Coincidimos con Román Lanzón[15] en que la pretensión desincriminante del representante del Ministerio Público Fiscal, al momento de alegar, hace desaparecer el conflicto y por ende, desapodera al juez o tribunal juzgador del contradictorio inicial (para cuya solución había sido convocado). No interesa en qué línea argumental se basó el Fiscal para pedir la absolución, lo trascendente es la culminación de la controversia entre las partes. Si desapareció el conflicto, ya no hay nada que resolver, por lo que los tribunales no tienen otra cosa que hacer que aceptar esta nueva realidad.
Con la misma línea argumental, que pretende respetar a la lógica, podríamos decir que si en el momento final del debate, donde la contradicción entre las partes estuvo siempre presente, el imputado solicita la palabra y concedida que le fue, pronuncia una confesión lisa y llana del hecho por el que se lo acusa, cambiando completamente su posición hasta el momento, allí también se ha producido la desaparición del conflicto sobre el autor. A lo mejor queda para resolver la pena a aplicar, siempre que ella sea divisible, pero un tribunal en esas condiciones tendría que reconocer al acusado como autor y condenarlo sin más trámite. Obviamente que al tribunal siempre le queda la posibilidad de cumplir con el principio constitucional de reserva y legalidad, rechazando cualquier pretensión, por más aceptada que estuviere, si entiende que no encuadra en un delito penal, beneficiando de este modo a un imputado, que no ha sido convenientemente defendido, para el caso de que le asista razón al órgano jurisdiccional.
La interposición de recursos contra las sentencias producidas en ese esquema de procedimiento denominado “mixto” por algunos o inquisitivo reformado por Julio B. J. Maier, pretende constituir un nuevo juicio, donde el reproche directamente se dirigirá a los jueces de la instancia oral, sincerando realmente a los verdaderos responsables de lo ocurrido. Nuevamente como veremos en el capítulo XV, vendrá el poder de los jueces, ahora ya en instancias superiores, para revisar lo hecho por sus colegas inferiores. Será un calco de lo ocurrido, ya que otra vez perderán protagonismo las partes y todo dependerá del nuevo protagonismo judicial de las Cámaras de Casación, de los Superiores Tribunales de las provincias o de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Este modelo inquisitivo de un plenario que poco tiene de juicio, con tribunales que poco tienen de imparciales y menos de impartiales, fue dejado de lado por primera vez, cuando a instancia de la corriente que lideraba José I. Cafferata Nores, se elabora aquél proyecto que ya hemos citado y que empezó a regir primero en Tucumán, pero enseguida en su lugar de origen Córdoba y luego en la provincia de Buenos Aires. Aquí se produce el despegue del inquisitivo y aparece un modelo acusatorio, donde se eliminan las facultades oficiosas de los tribunales, donde toda la responsabilidad de la prueba la tienen las partes, sobre todo la acusadora.
Sin embargo, tanto en el ámbito de la Nación, como en la gran mayoría de las provincias, se sigue aquel plenario inquisitivo, sin ninguna garantía de imparcialidad de parte de jueces que no quieren saber nada con ceder su poder y que obviamente tienen influencias en el ámbito del poder político que por lo tanto no toma la iniciativa de la reforma procesal.
Todo ello pese al excelente fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación: “Matías Casal”[16], donde se expresa claramente que el debido proceso reclamado por la Constitución Nacional, es el que responde al modelo acusatorio.
Los más recientes códigos procesales, como el del Chubut y el nuevo para Santa Fe, recogen las ideas acusatorias y modelan un juicio con jueces que ejercen el deber de abstinencia en materia probatoria.
Es novedoso el dispositivo contenido en el art. 308 del nuevo código para Santa Fe (ley 12.734), que impide a los jueces que forman parte del tribunal del juicio, tomar conocimiento previo de los elementos probatorios que puedan llegar a valorarse luego en la audiencia. Este artículo es novedad ya que no existía en el proyecto de 1992. En realidad, debería señalar que los jueces no deben conocer los elementos que integran documentadamente la investigación penal preparatoria, o sea lo que se conoce como el “sumario”. Es incorrecto hablar de elementos probatorios, porque ellos recién existirán en oportunidad de su producción en la audiencia del juicio público y oral. De cualquier forma, resultará de difícil prueba demostrar que un juez está en conocimiento de algún elemento probatorio obtenido en la instrucción y lo más grave, es que la norma no especifica cómo sancionar al Magistrado descubierto en la falta, si se invalida su actuación o si la parte podrá al menos recusarlo.
Otro aspecto interesante que trae el nuevo código para Santa Fe, refiere a que la organización del debate reposa en primer lugar en las partes, que deberán colaborar con una oficina de gestión judicial. Esta importante pieza de la reforma judicial, se crea para evitar que los jueces tengan que dedicarse a temas distintos de lo estrictamente jurisdiccional.
Evitando que la audiencia se transforme en una sala de lectura, el código de Santa Fe (ley 12.734) dispone en el artículo 317 que al producirse la apertura de la audiencia del debate, el Juez que presida, concederá la palabra sucesivamente y por un tiempo que estipule en cada caso, al Fiscal, al querellante y al defensor, para que sinteticen la acusación y la línea de defensa respectivamente. Se trata de que cada parte presente la teoría del caso que cada uno sostiene y que, obviamente, deberá mostrar la contradicción que justifica el debate.
Aquí aparece una laguna legal digna de ser tenida en cuenta en una próxima reforma. Nos referimos a la hipótesis de que en la apertura o con posterioridad, el tribunal advierta la ausencia de contradicción entre los discursos de las partes. Supongamos que cuando le confieren la palabra al imputado, éste modifique el rumbo del caso, ya que confiese ampliamente su delito, dejando a su defensor en incómoda posición.
Hace al modelo acusatorio, que el tribunal esté dispuesto a ejercer su jurisdicción para resolver un conflicto, que precisamente se presenta cuando hay dos versiones sobre lo ocurrido. Hay dos teorías del caso, dos proposiciones fácticas completamente contradictorias, que es preciso dirimir, como ocurre en todo proceso dialéctico.
Si esa contradicción que podía estar antes de comenzar el debate, desaparece completamente, el programa que había sido diseñado para resolver un conflicto, ahora inexistente, debería contemplar tal posibilidad. Una de las soluciones es que el Tribunal, convoque a los abogados en privado, verifique que acuerdan en la desaparición de la contradicción y los invite a un acuerdo para abreviar el trámite, ya que carece de sentido la actividad probatoria posterior.
Otra laguna que muestra el nuevo código procesal penal para Santa Fe, se relaciona con los efectos que deben tener las decisiones desincriminatorias que pronuncie el fiscal y/o el querellante constituido. Sobre todo cuando no exista particular que ejerza la acción penal, con la autonomía que increíblemente le otorga el código.
Supongamos que en plena etapa de la producción probatoria en la audiencia pública, el fiscal advierta que no puede seguir sosteniendo la persecución penal y decida hacerlo saber, considerando que el hecho no es delito o no lo ha cometido el acusado, o que realmente media una causa de justificación, inculpabilidad o excusa absolutoria. El fiscal bien puede pronunciarse sin esperar que le llegue el momento del alegato, ya que considera innecesario el resto del material probatorio. En esa hipótesis, que reiteramos no ha sido contemplada expresamente en el nuevo sistema de Santa Fe, no hay dudas en que el debate terminó, porque desapareció la contradicción.
Corresponderá que el Tribunal disponga la libre absolución del imputado, a pedido de las partes, ya que no estaría autorizado a condenar. El problema se complica si hay diferencias entre el fiscal y el querellante, ya que el primero quiere la absolución, mientras que el segundo, reclama la condena. En la economía del código, el tribunal parece que estaría autorizado a condenar, lo que no nos parece correcto, porque un delito que era de ejercicio público según el código penal, en la práctica ha pasado a ser de ejercicio privado aumentando sin ninguna legitimidad política, el catálogo que el legislador nacional había pensado, para que el Estado delegara en quien alega su condición de víctima[17]. Obviamente los defensores, llegado el caso, tendrán que luchar por conseguir un pronunciamiento jurisdiccional de tribunales superiores, con el inconveniente del precedente jurisprudencial de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que permitió la condena a instancias del querellante.[18] El argumento refiere a que carece de toda lógica tolerar la intervención de un sujeto procesal durante todo el proceso, para no ser atendido en sus pretensiones concretas, a raíz de que en el momento final de los alegatos el Fiscal se pronuncia desincriminando al imputado.
En este punto, advertimos con cierta preocupación como a caballo del caso Santillán, se pretende ir mucho más lejos que lo aconsejable, desnaturalizando completamente la función del Fiscal y convirtiendo al querellante en un sujeto esencial, que hasta ese momento nunca lo fue. Aquí también nuestra total coincidencia con Román Lanzón[19] en que el derecho de la víctima en el proceso como querellante, no constituye un derecho fundamental del ciudadano y menos considerarlo a nivel constitucional. Una cosa es el derecho a acceder a la justicia, que en materia penal (en la generalidad de los delitos llamados de acción pública), se satisface garantizando la posibilidad de hacer la denuncia y controlar la tarea que cumpla el fiscal, de allí una de las ventajas del juicio público, y otra muy diferente es reemplazarlo definitivamente para ocupar su lugar y ejercer en soledad la pretensión punitiva a su exclusivo nombre. La represión de la gran mayoría de los delitos, le incumbe al Estado, concretamente a los Fiscales, que son los que ejercen el poder penal para poder encerrar en la cárcel a una persona, con la gravedad trascendente que ello implica. Solamente en muy pocas figuras que dan lugar al ejercicio privado de la pretensión punitiva, y que serán motivo del próximo capítulo, el particular puede llevar adelante la persecución penal exclusivamente.
No faltará quien opine que el tribunal puede examinar la actitud del actor penal, para incluso analizar su regularidad, advirtiendo si es válida su postura. Ello es volver al modelo inquisitivo. El tribunal no puede hacer nada más que reconocer que ante la falta de postura incriminatoria, las partes acuerdan en terminar el caso, darlo por cerrado, absolviendo al acusado y resolviendo el tema de las costas, por supuesto.









[1] Todas las que mantienen el modelo que en su momento fueron llamados los “códigos modernos”, porque seguían al de Córdoba de 1938, ej. Entre Ríos, Corrientes, Santiago del Estero, Salta, Jujuy, Catamarca, etc… Por supuesto Santa Fe con el agravante que en la gran mayoría de las causas todo el procedimiento es en principio escrito.
[2] Así ocurría en el ámbito nacional hasta el fallo Llerena dictado por la CSJN y en Santa Fe hasta que la CSJN dictara el fallo Dieser-Fraticelli.  

[3] Enumerarlos sería riesgoso porque seguramente dejaríamos afuera a muchos publicistas. En realidad desde Alfredo VELEZ MARICONDE en adelante, todos sus seguidores reivindicaron la figura del Juez de Instrucción. Como ya lo hemos señalado, pensamos que fue Julio B. J. MAIER el primero que se mostró partidario de eliminarlo y colocar al Fiscal a cargo de la investigación. Además, fue quien en su momento nos convenció con sus argumentos críticos.
[4]Se trata del artículo 184 inc. 9 del C.P.P. de la N. el que faculta a la policía  “únicamente en los supuestos del artículo 285, requerir del sospechoso y en el lugar del hecho noticias e indicaciones sumarias sobre circunstancias relevantes para orientar la inmediata continuación de las investigaciones. Esta información no podrá ser documentada ni tendrá valor alguno en el proceso”.
[5]En el capítulo X tuvimos oportunidad de analizar el sistema de las pruebas legales o tarifadas, que obviamente se corresponden con esta ideología de la desconfianza hacia los operadores.
[6]Confr. C.P.P. de Santa Fe (ley 6740) art. 190 inc. 12.

[7]En el capítulo III analizamos la composición del derecho de defensa.

[8] El CPP de Santa Fe (ley 6740) tiene este mecanismo que parece coherente con el régimen adversarial y dispone que el Fiscal de Cámara tenga la última palabra.
[9] Nos referimos al ya citado fallo Quiroga de la CSJN.

[10] Sobre la duración de la prisión preventiva tuvimos oportunidad de explayarnos en el capítulo  XI.
[11] Confr. VELEZ MARICONDE, Alfredo, ob. cit. Tomo I, pág. 412.
[12] Confr. su obra “La investigación penal preparatoria del ministerio público” Edit. Lerner, Bs. As.  Córdoba, 1975.

[13] Nos hemos referido ampliamente a esta temática en el capítulo VI, al que nos remitimos.
[14] La opción por el juicio oral se realiza en ciertos casos graves, a partir de una instrucción jurisdiccional con carácter definitiva. Una cuestión a analizar en el todavía subsistente inquisitivo sistema santafesino, pasa por saber si, ejercida la opción por el juicio oral, se modifica el carácter de la instrucción que pasaría a ser preparatoria. Al respecto, ante la laguna legal, todo dependerá de la valoración que el propio Tribunal haga de la prueba ya colectada. En nuestra opinión, teniendo en cuenta la propia naturaleza del juicio oral, no caben dudas que sería absurdo tramitarlo sin pruebas a producir en la audiencia y basar la sentencia sólo en aquella recolectada durante la instrucción. De esta manera se desnaturalizaría el sentido de la audiencia oral, por lo que no se justificaría la opción del imputado. Esta situación, en realidad muestra lo perverso de la opción, ya que desde el punto de vista del Fiscal, éste no se va a enterar hasta concluida la instrucción, si el juicio será oral o escrito.
[15] Confr. su excelente trabajo “La pretensión desincriminante del Ministerio Público Fiscal en el proceso Penal”, Editorial Ad Hoc, Buenos Aires 2009, pág. 260.  
[16] Que será motivo de amplio análisis crítico en el capítulo XV.
[17] Sobre este punto ya tuvimos oportunidad de expresarnos críticamente, en el capítulo VI.
[18] Cfr. C.S.J.N., in re "SANTILLÁN, Francisco Agustín s/recurso de casación" [Fallo en extenso: el Dial - AAEA6] , resuelta el 13/08/98,  Fallos: 321:2021.
[19] Obra citada, pág. 262.-

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